Al día siguiente Jesús entró en el templo. Allí encontró la misma actividad de compra y venta de objetos que tres años antes, cuando él la había censurado tan severamente.
Así como en aquella ocasión, estaba ahora el patio del templo lleno de animales vacunos, ovejas y aves. Los tenían allí para venderlos a las personas que desearan comprarlos y ofrecerlos como sacrificios por sus pecados.
La extorsión y el fraude eran moneda corriente entre los que capitaneaban semejante abuso. Tan grande era la confusión y el ruido en el atrio, que distraía sobremanera a los fieles dentro del templo.
Una vez más, la penetrante mirada del Salvador recorrió el atrio. Todos fijaron en él los ojos. El tumulto de voces y aun el ruido de los animales se apaciguó.
Toda aquella gente contemplaba con asombro y temor al Hijo de Dios; porque en aquel momento la divinidad se traslucía en él a través de lo humano, comunicándole una dignidad y una gloria como nunca antes las manifestara. El silencio se hizo casi insoportable.
Al fin el Salvador habló con voz clara y sonora, y con tal poder que conmovió a la muchedumbre como soplo de fuerte tempestad:
"Está escrito: Mi Casa será Casa de Oración: pero vosotros la habéis hecho cueva de ladrones." Lucas 19:46.
Y con aun mayor autoridad que la que había manifestado tres años antes, ordenó:
"¡Quitad estas cosas de aquí!" Juan 2:16.
Ya la primera vez habían huído los sacerdotes y gobernantes del templo al sonido de su voz. Después se habían avergonzado de ello, y se propusieron no volver jamás a ceder de tal manera.
Sin embargo, esta segunda vez se aterrorizaron aun más, y con la mayor premura para obedecer al mandato del Maestro echaron fuera a sus animales delante de sí.
Acto continuo se llenó el atrio del templo con los que traían a sus enfermos y desvalidos para ser curados por Jesús. Algunos estaban ya moribundos. Estos pobres afligidos sentían su gran necesidad.
Dirigían sus miradas al semblante de Cristo, con el temor de ver en él la severidad con que acababa de arrojar de aquel lugar a los que compraban y vendían; pero sólo vieron en sus facciones amor y tierna compasión.
Jesús recibía a los enfermos con bondad, y las enfermedades y dolencias desaparecían al contacto de su mano. Tomaba tiernamente a los niños en sus brazos, calmaba sus quejidos, y desterraba de sus cuerpecitos el malestar y las enfermedades, devolviéndolos luego a sus madres, sonrientes y rebosantes de salud.
¡Qué hermosa escena aquella que se les presentó a los sacerdotes y gobernantes cuando volvieron cautelosamente al templo! Contemplaron a los enfermos que Cristo había sanado, a los ciegos a quienes había devuelto la vista; los sordos oían ya, y los que antes estaban cojos, ahora saltaban de alegría. Escucharon las voces de hombres, mujeres y niños que alababan a Dios.
Y los niños eran los que desempeñaban el papel principal en el alborozo general. Repetían los hosannas del día anterior y agitaban palmas ante el Salvador. El templo resonaba con sus voces:
"¡Hosanna al Hijo de David!"
"¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!" Mateo 21:9.
"He aquí que viene a ti tu rey, justo y victorioso." Zacarías 9:9.
Los príncipes, trataron de acallar el clamor de aquellos alegres niños, pero tan llenos de gozo estaban y tan deseosos de ensalzar las maravillosas obras de Jesús, que no quisieron callar.
Los gobernantes se dirigieron entonces al Salvador mismo, pensando que él les mandaría que callasen. Le dijeron:
"¿Oyes lo que éstos están diciendo?"
Jesús les contestó: "Sí; ¿nunca habéis leído esto: De la boca de los pequeñitos, y de los que maman, has perfeccionado la alabanza?"
El bendito privilegio de anunciar el nacimiento de Cristo y de promover su obra en la tierra había sido desechado por los altivos príncipes del pueblo.
Era preciso que resonaran las alabanzas de Dios, y para ello fueron escogidos los niños. Si hubiera sido posible ahogar las voces de júbilo de aquellos niños, las mismas columnas del templo habrían prorrumpido en alabanzas al Salvador.