La vida terrenal del Salvador fué una vida de oración. Muchas fueron las horas que pasó a solas con Dios. A menudo dirigía fervientes oraciones a su Padre celestial. De ese modo obtuvo la sabiduría y la fortaleza que le sostuvieron en su obra, y le libraron de caer en las tentaciones de Satanás.
Después de comer la cena de pascua con sus discípulos, Jesús se dirigió con ellos al huerto de Getsemaní, adonde solía retirarse a orar. Por el camino el Maestro conversaba con ellos y les daba instrucciones; pero al acercarse al huerto, se notó que guardaba silencio.
Cristo había pasado toda su vida en presencia de su Padre. El Espíritu de Dios había sido su guía y apoyo constante. Jesús dió siempre a Dios la gloria de sus obras, y decía: "De mí mismo no puedo hacer nada." Juan 5:30.
Nosotros tampoco podemos hacer nada. Sólo sacando fuerzas de nuestro Señor Jesucristo podemos prevalecer y hacer su voluntad en el mundo. Debemos tener en él la misma confianza implícita que él tenía en su Padre. Jesús dijo: "Porque separados de mí nada podéis hacer." Juan 15:5.
La terrible noche de agonía para el Salvador empezó cuando se acercaban al huerto. Parecía que la presencia del Padre, que lo había sostenido hasta entonces, se apartaba de él. Jesús comenzó a sentir lo que era hallarse privado de la comunión con Dios.
Cristo tenía que llevar los pecados del mundo; y luego que fueron puestos sobre él, le pareció que eran más de lo que podía soportar. La carga del pecado era tan terrible que se sintió tentado a temer que Dios ya no le amara más.
Al compenetrarse del terrible desagrado que siente Dios por el mal, se le escapó la exclamación: "Tristísima está mi alma, hasta la muerte."
Cerca de la entrada del huerto, Jesús dejó a sus discípulos, con excepción de Pedro, Santiago y Juan, con quienes entró en el jardín. Estos eran sus más fervorosos partidarios y los tres en quienes más podía confiar. Pero no pudo soportar que ni aun ellos presenciaran los horribles padecimientos que iban a angustiarle. Por esto les dijo:
"Quedaos aquí, y velad conmigo." Mateo 26:38.
Se retiró a corta distancia de ellos y cayó postrado sobre su rostro. Sentía que el pecado lo estaba separando de su Padre celestial. La sima que se abría entre el Padre y él le parecía tan ancha, tan obscura y tan profunda que temblaba frente a ella.
Cristo no estaba sufriendo por sus culpas propias, sino por los pecados del mundo. Sentía entonces el aterrador enojo de Dios contra el pecado, tal como lo sentirá el pecador en el gran día de la retribución.
En su agonía Cristo se aferraba al suelo frío. De sus pálidos labios brotó el amargo clamor: "¡Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa! mas no como yo quiero, sino como tú." Mateo 26:39.
Durante una hora Jesús soportó a solas este atroz sufrimiento. Luego vino adonde había dejado a sus discípulos, en busca de una palabra de simpatía. Pero ninguna compasión encontró en ellos, porque estaban dormidos. Al escuchar su voz despertaron, pero apenas le reconocieron, tan demudado estaba su rostro por la angustia.
Jesús le dijo a Pedro: "¡Simón! ¿duermes tú? ¿no has podido velar una sola hora?" Marcos 14:37.
Poco antes de llegar al huerto, Cristo había dicho a los discípulos: "Todos vosotros seréis escandalizados en mí esta noche." Ellos le habían afirmado rotundamente que estaban listos para ir con él a la cárcel y aun a la muerte. Y Pedro, en su presunción, había añadido: "¡Aunque todos se escandalizaren yo empero, no!" Marcos 14:27, 29.
Pero los discípulos confiaron en sí mismos. No acudieron al Supremo Auxilio conforme al consejo de Jesús, de modo que en el momento en que más necesitaba éste su simpatía y sus oraciones los encontró durmiendo. Hasta el mismo Pedro se había quedado dormido.
También Juan, el amante discípulo, que se había reclinado en el pecho de Jesús, estaba dormido. El amor a su Maestro hubiera debido mantenerlo despierto. Sus oraciones fervientes deberían haberse unido a las de su amado Salvador en los momentos de su atroz agonía. El Redentor había orado noches enteras por sus discípulos a fin de que su fe no zozobrara en la hora de la prueba. Sin embargo, ellos no pudieron permanecer despiertos con él ni una sola hora.
Si en aquel momento Jesús hubiera preguntado a Santiago y a Juan: "¿Podéis beber la copa que yo bebo, o ser bautizados del bautismo de que yo soy bautizado?" no hubieran contestado con tanta confianza: "Podemos." Marcos 10:38, 39.
El corazón de Jesús estaba lleno de compasión y simpatía por la debilidad de sus discípulos. Temía que no pudieran soportar la prueba que sus sufrimientos y su muerte les acarrearían.
Pero no los reprendió con aspereza. Pensando en las vicisitudes que les esperaban, les dijo: "Velad y orad, para que no entréis en tentación."
Disculpó la falta de ellos en el cumplimiento de su deber para con él, añadiendo: "El espíritu en verdad está pronto, mas la carne débil." Mateo 26:41. ¡Qué hermoso ejemplo de la tierna y amorosa compasión del Salvador!
Por segunda vez el Hijo de Dios se sintió sobrecogido de angustia sobrehumana. Desfalleciente y agitado se retiró otra vez con paso vacilante y oró como anteriormente:
"¡Padre mío, si esta copa no puede pasar, sin que yo la beba, hágase tu voluntad!" Mateo 26:42.
La agonía que experimentaba al dirigir esta súplica era tal que le hizo sudar sangre. Una vez más acudió a sus discípulos en busca de consuelo y simpatía, y otra vez los halló dormidos. Su presencia los despertó. Contemplaron su rostro con temor pues estaba manchado de sangre; pero no pudieron comprender la atroz angustia que su rostro revelaba.
Por tercera vez se retiró a su lugar de oración. Entonces se apoderó de él el horror de intensísimas tinieblas. Había perdido la presencia de su Padre, y sin ella temió que su naturaleza humana no resistiera la terrible prueba.
Por tercera vez hace la misma súplica. Los ángeles estaban ansiosos de llevarle alivio, pero no les era permitido hacerlo. Era preciso que el Hijo de Dios bebiera aquella copa solo, o el mundo quedaría para siempre perdido. Contempla la humanidad desamparada; comprende el poder del pecado, y las penas del mundo condenado pasan delante de sus ojos en vivísima representación.
Forma una resolución suprema: salvará al hombre a todo trance. Había dejado las cortes del cielo, donde todo es pureza, felicidad y gloria, a fin de salvar a la oveja perdida, al mundo caído por la transgresión, y no se apartaría de su propósito. Su oración manifiesta ahora completa sumisión:
"Si esta copa no puede pasar, sin que yo la beba, hágase tu voluntad."
Entonces el Salvador agonizante cae sobre el suelo. Ningún discípulo estaba allí para poner tiernamente su mano bajo la cabeza del Maestro y refrescar aquella frente más desfigurada en verdad que la de los hijos de los hombres. Cristo estaba solo; de entre todos sus amigos no había ninguno con él.
Pero Dios también sufre con su Hijo. Los ángeles contemplan la agonía del Salvador. Reina silencio en los cielos. Ni una sola arpa vibra. Si los hombres pudieran haber visto el asombro de las huestes angelicales mientras en silencioso pesar contemplaban al Padre que apartaba de su Hijo amado sus rayos de luz, de amor y de gloria, comprenderían mejor cuán ofensivo es el pecado a los ojos de Dios.
Luego un ángel poderoso se acerca a Cristo. Apoya sobre su pecho la cabeza divina del Salvador, y alzando la mano hacia el cielo le dice que ha vencido a Satanás y como resultado de su victoria millones triunfarán en su glorioso reino.
La paz celestial se refleja en el rostro ensangrentado del Salvador. Ha soportado lo que a ningún ser humano le será dado soportar jamás, porque ha gustado los sufrimientos de la muerte por todos los hombres.
Otra vez se dirigió Cristo hacia sus discípulos y una vez más los halló durmiendo. Si hubieran permanecido despiertos, velando y orando con su divino Maestro, habrían recibido la fortaleza necesaria para resistir la terrible prueba que se les venía encima. Como no lo hicieron así, en la hora de necesidad y amargura cedieron a su propia flaqueza.
Contemplándolos con tristeza, Jesús dijo: "Dormid lo que resta del tiempo, y descansad. He aquí, la hora está cerca, y el Hijo del hombre es entregado en manos de pecadores."
Y como ya se oyeran los pasos de la turba que venía a buscarle, añadió:
"Levantaos, vamos; he aquí, se acerca el que me entrega." Mateo 26:45, 46.