Jesús fué arrastrado apresuradamente al Calvario entre los gritos y mofas de la multitud. Cuando salió del pretorio, le pusieron sobre los doloridos y ensangrentados hombros la pesada cruz que había sido preparada para Barrabás. Hicieron cargar cruces también a los ladrones, quienes debían sufrir la muerte al mismo tiempo que Jesús.
La carga era demasiada para el Salvador que se encontraba muy débil. A los pocos pasos, cayó desfalleciente bajo el peso de la cruz.
Cuando se hubo repuesto algo, volvieron a ponerle la cruz encima. Anduvo otros cuantos pasos más y volvió a caer exánime. Sus perseguidores comprendieron entonces que le era imposible seguir adelante con aquel peso, y no sabían quién estaría dispuesto a llevar esa carga tan humillante.
En aquellos momentos vieron venir a Simón, cireneo, y tomándole le obligaron a llevar la cruz hasta el Calvario.
Los hijos de Simón eran discípulos de Jesús, pero Simón mismo no había aceptado al Salvador. Posteriormente tuvo siempre por motivo de gratitud el haber tenido que llevar la cruz del Redentor. De ese modo, la carga que le obligaron a llevar fué el medio de su conversión. Los acontecimientos del Calvario y las palabras que allí pronunció Jesús, hicieron que Simón le aceptara como Hijo de Dios.
Al llegar al lugar de la crucifixión, los reos fueron sujetados a los instrumentos del tormento. Los dos ladrones que fueron llevados con Jesús, forcejearon con quienes los amarraban a la cruz; pero el Salvador no opuso ninguna resistencia.
La madre de Jesús le había seguido en aquel terrible camino hacia el Calvario. Anhelaba socorrerle cuando le vió caer bajo su carga, pero ese privilegio no le fué concedido.
A cada instante esperaba ver en Jesús alguna manifestación del poder que Dios le había dado, y que lo libertaría de aquella turba asesina. Y ahora que había llegado la última escena de la tragedia y que veía a los dos ladrones atados a la cruz, ¡qué agonía de dudas y temor no debía sufrir!
¿Sufriría la crucifixión Aquel que había dado vida a los muertos? ¿Permitiría el Hijo de Dios que le quitaran la vida en forma tan cruel? ¿Debía ella abandonar la fe que tenía en que él era el Mesías?
Vió sus manos extendidas sobre la cruz, aquellas manos que no se habían extendido sino para bendecir y aliviar a los que sufrían. Trajeron el martillo y los clavos, y cuando éstos penetraron las delicadas carnes, los discípulos con el corazón traspasado de angustia alejaron de allí la desmayada forma de la madre de Jesús.
El Salvador no profirió queja alguna; su rostro permaneció pálido y sereno, pero gruesas gotas de sudor bañaban su frente. Sus discípulos huyeron de aquel cuadro aterrador. El pisó el lagar solo y del pueblo nadie había con él. Isaías 63:3.
Mientras los soldados consumaban tan fatídica obra, la mente de Jesús, prescindiendo de sus propios padecimientos, se fijó en la terrible retribución que un día caería sobre sus perseguidores. Se compadeció de su ignorancia y exclamó:
"¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!" Lucas 23:34.
Jesús estaba ganando el derecho de llegar a ser el abogado de los hombres ante el Padre. Esta súplica de Cristo a favor de sus enemigos incluía al mundo entero. Abarcaba a todo pecador, desde el principio del mundo hasta el fin.
Cada vez que pecamos, Cristo vuelve a ser herido. Por nosotros levanta ante el trono sus manos atravesadas y dice: "¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!"
Luego que Jesús fué clavado en la cruz, ésta fué levantada por hombres vigorosos y metida con fuerza en el lugar preparado para ella, causando agudos dolores al Hijo de Dios.
Pilato escribió una inscripción en latín, griego y hebreo, y la mandó fijar sobre la cruz, encima de la cabeza de Jesús, donde pudiera ser vista de todos. Decía:
"Jesús el Nazareno, Rey de los Judíos."
Los judíos querían que la cambiara, y los sacerdotes principales dijeron:
"No escribas: El rey de los Judíos; sino que él dijo: Soy rey de los Judíos."
Pero Pilato estaba irritado consigo mismo por su anterior debilidad, y despreciaba cordialmente a aquellos hombres tan celosos y malvados. Así que respondió:
"¡Lo que he escrito, he escrito!" Juan 19:19, 21, 22.
Los soldados se repartieron la ropa de Jesús. Había una prenda que estaba tejida sin costura respecto de la cual contendieron. Convinieron en echar suertes sobre ella. Esta escena había sido predicha por el profeta de Dios con las palabras siguientes:
"Horadaron mis manos y mis pies... ¡Partieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes!" Salmos 22:16, 18.
Apenas Jesús fué levantado en la cruz, los sacerdotes, los gobernantes y los escribas, a una con el pueblo, comenzaron a mofarse y a insultar al Hijo de Dios en su agonía, diciéndole:
"Si tú eres el Rey de los Judíos, sálvate a ti mismo." Lucas 23:37.
"A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar. Si es el rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. Confió en Dios; líbrele ahora, si le quiere; porque ha dicho: De Dios soy Hijo." Mateo 27:42, 43.
"Y los que pasaban le decían injurias, meneando la cabeza, y diciendo: ¡Ea! ¡tú que derribas el Templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo, y desciende de la cruz!" Marcos 15:29, 30.
Cristo habría podido descender de la cruz. Pero si así lo hubiera hecho, jamás habríamos podido ser salvos. Estuvo listo a morir por nuestra causa. "Pero fué traspasado por nuestras transgresiones, quebrantado fué por nuestras iniquidades, el castigo de nuestra paz cayó sobre él, y por sus llagas nosotros sanamos." Isaías 53:5.