Cristo Nuestro Salvador

Capítulo 24

En el sepulcro de José

El crimen por el cual fuera condenado el Salvador era el de traición al gobierno romano. Los que por él eran ajusticiados eran sepultados en un terreno dedicado especialmente para este objeto.

Juan se estremecía de dolor al pensar que el cuerpo de su amado Maestro sería indignamente llevado por los groseros y brutales soldados romanos y arrojado en ignominiosa tumba; pero no sabía cómo evitarlo, pues no tenía influencia cerca de Pilato.

En este trance José de Arimatea y Nicodemo vinieron en auxilio de los discípulos. Ambos eran miembros del Sanedrín y conocidos de Pilato; eran además ricos e influyentes. Se propusieron dar al cuerpo del Salvador honrosa sepultura.

José se dirigió resueltamente a Pilato, y le pidió el cadáver de Jesús. Pilato, después de haberse asegurado que Cristo estaba realmente muerto, se lo concedió.

Mientras José lograba de Pilato esta concesión, Nicodemo hacía los preparativos para el entierro. Era costumbre en aquellos tiempos envolver el cadáver en sábanas de lienzo y perfumarlo con ungüentos y especias aromáticas. Era éste uno de los modos de embalsamar. En consecuencia Nicodemo compró como cien libras de una valiosa mezcla de mirra y áloe para tratar así el cuerpo del Salvador.

No se habría tributado mayor respeto al cadáver de la persona más distinguida en toda Jerusalén. Los humildes discípulos de Jesús se admiraron al ver el interés manifestado por aquellos ricos y pudientes al dar sepultura a su Maestro.

Los discípulos estaban abismados de dolor por la muerte de Cristo. Habían olvidado que Jesús les había dicho que todas estas cosas tenían que suceder. Así que estaban sin esperanza.

Ni José ni Nicodemo habían aceptado abiertamente a Jesús durante su vida; pero habían prestado oído a sus enseñanzas y habían seguido paso a paso su ministerio. Aunque los discípulos habían olvidado las palabras con que el Salvador les anunciara su muerte, José y Nicodemo las recordaron; y los acontecimientos relacionados con la muerte de Jesús, que hicieron vacilar a los discípulos en su fe, sirvieron para confirmar a éstos, los convencieron de que era el verdadero Mesías, y los indujeron a ponerse resueltamente de su parte.

La intervención de tan respetados y acaudalados personajes fué muy valiosa en aquellas circunstancias, pues pudieron hacer en favor de su fallecido Señor lo que les hubiera sido imposible a los pobres discípulos.

Con sus propias manos quitaron cuidadosa y reverentemente de la cruz el cuerpo del Hijo de Dios, y sus lágrimas de simpatía y de ternura corrían copiosas al contemplar aquellos queridos restos heridos y desgarrados.

José tenía un sepulcro nuevo, cavado en la roca; lo había mandado hacer para sí mismo, pero ahora lo preparó para recibir a Jesús. El cadáver fué envuelto con las especias que había traído Nicodemo, en una sábana de lino, y fué llevado al sepulcro.

Aunque los gobernantes judíos habían logrado la muerte del Hijo de Dios, no estaban tranquilos; conocían demasiado bien el gran poder de Jesús.

Algunos de ellos habían estado junto al sepulcro de Lázaro y habían visto al muerto resucitado y temblaban al pensar que Cristo pudiera surgir de entre los muertos y volver a presentarse ante ellos.

Habían oído a Jesús declarar al pueblo que tenía poder para entregar su vida y para volver a tomarla. Recordaban que había dicho: "Destruíd este templo, y yo en tres días lo levantaré" (Juan 2:19), y sabían que había hablado de su propio cuerpo.

Judas les había referido lo que Jesús había dicho a sus discípulos durante su último viaje a Jerusalén:

"He aquí que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los jefes de los sacerdotes, y a los escribas; los cuales le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles, para que hagan escarnio de él y lo azoten, y crucifiquen: mas al tercer día será resucitado." Mateo 20:18, 19.

Recordaron entonces muchas de las cosas que Jesús había predicho tocante a su resurrección; y por más que lo intentaran no podían librarse de estos pensamientos. Como su padre el diablo, ellos también creían y temblaban.

Todo les indicaba que Jesús era efectivamente el Hijo de Dios. No podían dormir; pues en su muerte Jesús los turbaba aún más que cuando vivo.

Deseando asegurarlo todo del mejor modo posible, pidieron a Pilato que custodiara el sepulcro hasta el día tercero. Pilato puso una compañía de soldados a disposición de los sacerdotes, y les dijo:

"Guardia tenéis; id, aseguradlo lo mejor que sabéis. Ellos pues se fueron, y sellando la piedra, aseguraron el sepulcro por medio de la guardia." Mateo 27:65, 66.