"Y SALIENDO él para ir su camino, vino uno corriendo, e hincando la
rodilla delante de él, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué haré para poseer
la vida eterna?"
El joven que hizo esta pregunta era uno de los gobernantes. Tenía
grandes posesiones y ocupaba un cargo de responsabilidad. Había visto el
amor que Cristo manifestara hacia los niños que le trajeran; cuán
tiernamente los recibiera y alzara en sus brazos, y su corazón ardía de
amor por el Salvador. Sentía deseo de ser su discípulo. Se había
conmovido tan profundamente que mientras Cristo iba por su camino,
corrió tras él y arrodillándose a sus pies, le hizo con sinceridad y
fervor esa pregunta de suma importancia para su alma y la de todo ser
humano: "Maestro bueno, ¿qué haré para poseer la vida eterna?"
"¿Por qué me llamas bueno? --dijo Cristo.-- Ninguno es bueno sino uno,
es a saber, Dios." Jesús deseaba probar la sinceridad del joven, y
conseguir que expresara la manera en que lo consideraba bueno. ¿Se daba
cuenta de que Aquel a quien hablaba era el Hijo de Dios? ¿Cuál era el
verdadero sentimiento de su corazón?
Este príncipe tenía en alta estima su propia justicia. No suponía, en
realidad, que fuese deficiente en algo, pero no estaba completamente
satisfecho. Sentía la necesidad de algo que no poseía. ¿Podría Jesús
bendecirle como había bendecido a los niñitos y satisfacer la necesidad
de su alma?
En respuesta a su pregunta, Jesús le dijo que la obediencia a los
mandamientos de Dios era necesaria si quería obtener la vida eterna; y
citó varios de los mandamientos que muestran el deber del hombre para
con sus semejantes. La respuesta del príncipe fue positiva: "Todo esto
guardé desde mi juventud: ¿qué más me falta?"
Cristo miró al rostro del joven como si leyera su vida y escudriñara
su carácter. Le amaba y anhelaba darle la paz, la gracia y el gozo que
cambiarían materialmente su carácter. "Una cosa te falta --le dijo:--
ve, vende todo lo que tienes, y da a los pobres, y tendrás tesoro en el
cielo; y ven, sígueme, tomando tu cruz."
Cristo se sentía atraído a este joven. Sabía que era sincero en su
aserto: "Todo esto guardé desde mi juventud." El Redentor anhelaba crear
en él un discernimiento que le habilitara para ver la necesidad de una
devoción nacida del corazón y de la bondad cristiana. Anhelaba ver en él
un corazón humilde y contrito, que, consciente del amor supremo que ha
de dedicarse a Dios, ocultara su falta en la perfección de Cristo.
Jesús vio en este príncipe precisamente la persona cuya ayuda necesitaba
si el joven quería llegar a ser colaborador con él en la obra de la
salvación. Con tal que quisiera ponerse bajo la dirección de Cristo,
sería un poder para el bien. En un grado notable, el príncipe podría
haber representado a Cristo; porque poseía cualidades que, si se unía
con el Salvador, le habilitarían para llegar a ser una fuerza divina
entre los hombres. Cristo, leyendo su carácter, le amó. El amor hacia
Cristo estaba despertándose en el corazón del príncipe; porque el amor
engendra amor. Jesús anhelaba verle colaborar con él. Anhelaba hacerle
como él, un espejo en el cual se reflejase la semejanza de Dios.
Anhelaba desarrollar la excelencia de su carácter, y santificarle para
uso del Maestro. Si el príncipe se hubiese entregado a Cristo, habría
crecido en la atmósfera de su presencia. Si hubiese hecho esa elección,
cuán diferente hubiera sido su futuro.
"Una cosa te falta," dijo Jesús. "Si quieres ser perfecto, anda, vende
lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven,
sígueme." Cristo leyó el corazón del príncipe. Una sola cosa le faltaba,
pero ésta era un principio vital. Necesitaba el amor de Dios en el alma.
Esta sola falta, si no era suplida, le resultaría fatal; corrompería
toda su naturaleza. Tolerándola, el egoísmo se fortalecería. A fin de
que pudiese recibir el amor de Dios, debía renunciar a su supremo amor a
sí mismo.
Cristo dio a este hombre una prueba. Le invitó a elegir entre el tesoro
celestial y la grandeza mundanal. El tesoro celestial le era
asegurado si quería seguir a Cristo. Pero debía renunciar al yo; debía
confiar su voluntad al dominio de Cristo. La santidad misma de Dios le
fue ofrecida al joven príncipe. Tuvo el privilegio de llegar a ser hijo
de Dios y coheredero con Cristo del tesoro celestial. Pero debía tomar
la cruz y seguir al Salvador con verdadera abnegación.
Las palabras de Cristo fueron en verdad para el príncipe la invitación:
"Escogeos hoy a quién sirváis.' Le fue dejada a él la decisión. Jesús
anhelaba que se convirtiera. Le había mostrado la llaga de su carácter,
y con profundo interés vigilaba el resultado mientras el joven pesaba la
cuestión. Si decidía seguir a Cristo, debía obedecer sus palabras en
todo. Debía apartarse de sus proyectos ambiciosos. Con qué anhelo
ferviente, con qué ansia del alma, miró el Salvador al joven, esperando
que cediese a la invitación del Espíritu de Dios.
Cristo presentó las únicas condiciones que pondrían al príncipe donde
desarrollaría un carácter cristiano. Sus palabras eran palabras de
sabiduría, aunque parecían severas y exigentes. En su aceptación y
obediencia estaba la única esperanza de salvación del príncipe. Su
posición exaltada y sus bienes ejercían sobre su carácter una sutil
influencia para el mal. Si los prefiriese, suplantarían a Dios en sus
afectos. El guardar poco o mucho sin entregarlo a Dios sería retener
aquello que reduciría su fuerza moral y eficiencia; porque si se
aprecian las cosas de este mundo, por inciertas e indignas que sean,
llegan a absorberlo todo.
El príncipe discernió prestamente todo lo que entrañaban las palabras de
Cristo, y se entristeció. Si hubiese comprendido el valor del don
ofrecido, se habría alistado prestamente como uno de los discípulos de
Cristo. Era miembro del honorable concilio de los judíos, y Satanás le
estaba tentando con lisonjeras perspectivas de lo futuro. Quería el
tesoro celestial, pero también quería las ventajas temporales que sus
riquezas le proporcionarían. Lamentaba que existiesen tales condiciones;
deseaba la vida eterna, pero no estaba dispuesto a hacer el sacrificio
necesario. El costo de la vida eterna le parecía demasiado grande, y se
fue triste "porque tenía muchas posesiones.
Su aserto de que había guardado la ley de Dios era falso. Demostró
que las riquezas eran su ídolo. No podía guardar los mandamientos de
Dios mientras el mundo ocupaba el primer lugar en sus afectos. Amaba los
dones de Dios más que al Dador. Cristo había ofrecido su comunión al
joven. "Sígueme," le dijo. El Salvador no significaba tanto para él como
sus bienes o su propia fama entre los hombres. Renunciar al visible
tesoro terrenal por el invisible y celestial era un riesgo demasiado
grande. Rechazó el ofrecimiento de la vida eterna y se fue, y desde
entonces el mundo había de recibir su culto.
Millares están pasando por esta prueba y pesan a Cristo contra el mundo;
y muchos eligen el mundo. Como el joven príncipe, se apartan del
Salvador diciendo en su corazón: No quiero que este hombre me dirija.
Se nos presenta el trato de Cristo con el joven como una lección
objetiva. Dios nos dio la regla de conducta que debe seguir cada uno de
sus siervos. Es la obediencia a su ley, no sólo una obediencia legal,
sino una obediencia que penetra en la vida y se ejemplifica en el
carácter. Dios fijó su propia norma de carácter para todos los que
quieren llegar a ser súbditos de su reino. Únicamente aquellos que
lleguen a ser colaboradores con Cristo, únicamente aquellos que digan:
Señor, todo lo que tengo y soy te pertenece, serán reconocidos como
hijos e hijas de Dios. Todos deben considerar lo que significa desear el
cielo, y sin embargo apartarse de él por causa de las condiciones
impuestas. Pensemos en lo que significa decir no a Cristo. El príncipe
dijo: No, yo no puedo darte todo. ¿Decimos nosotros lo mismo? El
Salvador ofrece compartir con nosotros la obra que Dios nos ha dado. Nos
ofrece emplear los recursos que Dios nos ha dado, para llevar a cabo su
obra en el mundo. Únicamente así puede salvarnos.
Los bienes del príncipe le habían sido confiados para que se demostrase
fiel mayordomo; tenía que administrar estos bienes para beneficio de los
menesterosos. También ahora confía Dios recursos a los hombres, así como
talentos y oportunidades, a fin de que sean sus agentes para ayudar a
los pobres y dolientes. El que emplea como Dios quiere los bienes que le
han sido confiados llega a ser colaborador con el Salvador; Gana almas
para Cristo, porque es representante de su carácter.
A los que, como el joven príncipe, ocupan altos puestos de confianza y
tienen grandes posesiones, puede parecer un sacrificio demasiado grande
el renunciar a todo a fin de seguir a Cristo. Pero ésta es la regla de
conducta para todos los que quieran llegar a ser sus discípulos. No
puede aceptarse algo que sea menos que la obediencia. La entrega del yo
es la substancia de las enseñanzas de Cristo. Con frecuencia es
presentada y ordenada en un lenguaje que parece autoritario porque no
hay otra manera de salvar al hombre que separándolo de aquellas cosas
que, si las conservase, desmoralizarían todo el ser.
Cuando los discípulos de Cristo devuelven lo suyo al Señor, acumulan
tesoros que se les darán cuando oigan las palabras: "Bien, buen siervo y
fiel; . . . entra en el gozo de tu señor." "El cual, habiéndole sido
propuesto gozo, sufrió la cruz, menospreciando la vergüenza, y sentóse a
la diestra del trono de Dios." El gozo de ver almas redimidas, almas
eternamente salvadas, es la recompensa de todos aquellos que ponen los
pies en las pisadas de Aquel que dijo: "Sígueme."