ENTRE los más constantes discípulos de Cristo se contaba Lázaro de
Betania. Desde la primera ocasión en que se encontraran, su fe en Cristo
había sido fuerte; su amor por él, profundo, y el Salvador le amaba
mucho. En favor de Lázaro se realizó el mayor de los milagros de Cristo.
El Salvador bendecía a todos los que buscaban su ayuda. Ama a toda la
familia humana; pero está ligado con algunos de sus miembros por lazos
peculiarmente tiernos. Su corazón estaba ligado con fuertes vínculos de
afecto con la familia de Betania y para un miembro de ella realizó su
obra más maravillosa.
Jesús hallaba con frecuencia descanso en el hogar de Lázaro. El Salvador
no tenía hogar propio; dependía de la hospitalidad de sus amigos y
discípulos; y con frecuencia, cuando estaba cansado y sediento de
compañía humana, le era grato refugiarse en ese hogar apacible, lejos de
las sospechas y celos de los airados fariseos. Allí encontraba una
sincera bienvenida y amistad pura y santa. Allí podía hablar con
sencillez y perfecta libertad, sabiendo que sus palabras serían
comprendidas y atesoradas.
Nuestro Salvador apreciaba un hogar tranquilo y oyentes que manifestasen
interés. Sentía anhelos de ternura, cortesía y afecto humanos. Los que
recibían la instrucción celestial que él estaba siempre listo para
impartir eran grandemente bendecidos. Mientras las multitudes seguían a
Cristo por los campos abiertos, les revelaba las bellezas del mundo
natural. Trataba de abrir sus ojos para que las comprendiesen y pudiesen
ver cómo la mano de Dios sostiene el mundo. A fin de que expresasen
aprecio por la bondad y benevolencia de Dios, llamaba la atención de sus
oyentes al rocío que caía suavemente, a las lluvias apacibles y al
resplandeciente sol, otorgados a los buenos tanto como a los malos.
Deseaba que los hombres comprendiesen mejor la consideración que Dios
concede a los instrumentos humanos que creó. Pero las multitudes
eran duras de entendimiento, y en el hogar de Betania Cristo hallaba
descanso del pesado conflicto de la vida pública. Allí abría ante un
auditorio que le apreciaba el libro de la Providencia. En esas
entrevistas privadas, revelaba a sus oyentes lo que no intentaba decir a
la multitud mixta. No necesitaba hablar en parábolas a sus amigos.
Mientras Cristo daba sus lecciones maravillosas, María se sentaba a sus
pies, escuchándole con reverencia y devoción. En una ocasión, Marta,
perpleja por el afán de preparar la comida, apeló a Cristo diciendo:
"Señor, ¿no tienes cuidado que mi hermana me deja servir sola? Dile,
pues, que me ayude." Esto sucedió en ocasión de la primera visita de
Cristo a Betania. El Salvador y sus discípulos acababan de hacer un
viaje penoso a pie desde Jericó. Marta anhelaba proveer a su comodidad,
y en su ansiedad se olvidó de la cortesía debida a su huésped. Jesús le
contestó con palabras llenas de mansedumbre y paciencia: "Marta, Marta,
cuidadosa estás, y con las muchas cosas estás turbada: empero una cosa
es necesaria; y María escogió la buena parte, la cual no le será
quitada." María atesoraba en su mente las preciosas palabras que caían
de los labios del Salvador, palabras que eran más preciosas para ella
que las joyas más costosas de esta tierra.
La "una cosa" que Marta necesitaba era un espíritu de calma y devoción,
una ansiedad más profunda por el conocimiento referente a la vida futura
e inmortal, y las gracias necesarias para el progreso espiritual.
Necesitaba menos preocupación por las cosas pasajeras y más por las
cosas que perduran para siempre. Jesús quiere enseñar a sus hijos a
aprovechar toda oportunidad de obtener el conocimiento que los hará
sabios para la salvación. La causa de Cristo necesita personas que
trabajen con cuidado y energía. Hay un amplio campo para las Martas con
su celo por la obra religiosa activa. Pero deben sentarse primero con
María a los pies de Jesús. Sean la diligencia, la presteza y la energía
santificadas por la gracia de Cristo; y entonces la vida será un
irresistible poder para el bien.
El pesar penetró en el apacible hogar donde Jesús había descansado.
Lázaro fue herido por una enfermedad repentina, y sus hermanas
mandaron llamar al Salvador diciendo: "Señor, he aquí, el que amas está
enfermo." Se dieron cuenta de la violencia de la enfermedad que había
abatido a su hermano, pero sabían que Cristo se había demostrado capaz
de sanar toda clase de dolencias. Creían que él simpatizaría con ellas
en su angustia; por lo tanto, no exigieron urgentemente su presencia
inmediata, sino que mandaron tan sólo el confiado mensaje: "El que amas
está enfermo." Pensaron que él respondería inmediatamente, y estaría con
ellas tan pronto como pudiese llegar a Betania.
Ansiosamente esperaron noticias de Jesús. Mientras había una chispa de
vida en su hermano, oraron y esperaron la venida de Jesús. Pero el
mensajero volvió sin él. Trajo, sin embargo, este mensaje: "Esta
enfermedad no es para muerte," y se aferraron a la esperanza de que
Lázaro viviría. Con ternura trataron de dirigir palabras de esperanza y
aliento al enfermo casi inconsciente. Cuando Lázaro murió, se quedaron
amargamente desilusionadas; pero sentían la gracia sostenedora de
Cristo, y esto les impidió culpar en forma alguna al Salvador.
Cuando Cristo oyó el mensaje, los discípulos pensaron que lo había
recibido fríamente. No manifestó el pesar que ellos esperaban de él.
Mirándolos a ellos dijo: "Esta enfermedad no es para muerte, mas por
gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella."
Permaneció dos días en el lugar donde estaba. Esta dilación era un
misterio para los discípulos. De cuánto consuelo sería su presencia para
la familia afligida, pensaban. Era bien conocido por los discípulos su
intenso afecto hacia esa familia de Betania, y ellos se sorprendían al
ver que no respondía a la triste comunicación: "El que amas está
enfermo."
Durante aquellos dos días Cristo pareció haberse olvidado del caso;
porque no habló de Lázaro. Los discípulos pensaban en Juan el Bautista,
precursor de Jesús. Se habían preguntado por qué Jesús, que tenía el
poder de realizar milagros admirables, había permitido que Juan
languideciera en la cárcel y muriese en forma violenta. Ya que poseía
tal poder, ¿por qué no había salvado Jesús la vida de Juan? Esta
pregunta la habían hecho con frecuencia los fariseos y la presentaban
como un argumento incontestable contra el aserto de Cristo de ser
Hijo de Dios. El Salvador había advertido a sus discípulos acerca de las
pruebas, pérdidas y persecuciones. ¿Los abandonaría en la prueba?
Algunos se preguntaban si no habían estado equivocados acerca de su
misión. Todos estaban profundamente perturbados.
Después de aguardar dos días, Jesús dijo a los discípulos: "Vamos a
Judea otra vez." Los discípulos se preguntaban por qué, si Jesús iba a
ir a Judea, había esperado dos días. Pero lo que más los embargaba era
su ansiedad por Cristo y por sí mismos. No podían ver sino peligro en lo
que estaba por hacer. "Rabbí --dijeron,-- ahora procuraban los judíos
apedrearte, ¿y otra vez vas allá? Respondió Jesús: ¿No tiene el día doce
horas?" Estoy bajo la dirección de mi Padre; mientras hago su voluntad,
mi vida está segura. Mis doce horas del día no han terminado todavía. Ha
empezado el último resto de mi día; pero mientras queda algo, estoy
seguro.
"El que anduviere de día --continuó-- no tropieza, porque ve la luz de
este mundo." El que hace la voluntad de Dios, que anda en la senda que
Dios le ha trazado, no puede tropezar ni caer. La luz del Espíritu
guiador de Dios le da una clara percepción de su deber, y le conduce
hasta el final de su obra. "Mas el que anduviere de noche, tropieza,
porque no hay luz en él." El que anda en la senda que se eligió, donde
Dios no le ha llamado, tropezará. Para él, el día se trueca en noche, y
dondequiera que esté, no está seguro.
"Dicho esto, díceles después: Lázaro nuestro amigo duerme; mas voy a
despertarle del sueño." "Lázaro nuestro amigo duerme." ¡ Cuán
conmovedoras son estas palabras ! ¡Cuán llenas de simpatía! Mientras
pensaban en el peligro que su Maestro estaba por arrostrar yendo a
Jerusalén, los discípulos casi se habían olvidado de la familia enlutada
de Betania. Pero no así Cristo. Los discípulos se sintieron reprendidos.
Les había sorprendido que Cristo no respondiera más prontamente al
mensaje. Habían estado tentados a pensar que él no tenía por Lázaro y
sus hermanas el tierno amor que ellos le atribuían y que debiera haberse
vuelto rápidamente con el mensajero. Pero las palabras: "Lázaro nuestro
amigo duerme," despertaron en ellos los debidos sentimientos.
Quedaron convencidos de que Cristo no se había olvidado de sus amigos
que sufrían.
"Dijeron entonces sus discípulos: Señor, si duerme, salvo estará. Mas
esto decía Jesús de la muerte de él: y ellos pensaron que hablaba del
reposar del sueño." Cristo presenta a sus hijos creyentes la muerte como
un sueño. Su vida está oculta con Cristo en Dios, y hasta que suene la
última trompeta los que mueren dormirán en él.
"Entonces, pues, Jesús les dijo claramente: Lázaro es muerto; y huélgome
por vosotros, que yo no haya estado allí, para que creáis: mas vamos a
él." Tomás no podía ver para su Maestro otra cosa que la muerte si iba a
Judea; pero fortaleció su ánimo y dijo a los otros discípulos: "Vamos
también nosotros, para que muramos con él." Conocía el odio que los
judíos le tenían a Jesús. Querían lograr su muerte, pero este propósito
no había tenido éxito, porque le quedaba todavía una parte del tiempo
que se le había concedido. Durante ese tiempo, Jesús gozaba de la
custodia de los ángeles celestiales; y aun en las regiones de Judea,
donde los rabinos maquinaban cómo apresarle y darle muerte, no podía
sucederle mal alguno.
Los discípulos se asombraron de las palabras de Cristo cuando dijo:
"Lázaro es muerto; y huélgome . . . que yo no haya estado allí."
¿Habíase mantenido el Salvador alejado por su propia voluntad del hogar
de sus amigos que sufrían? Aparentemente había dejado solas a Marta y
María, así como al moribundo Lázaro. Pero no estaban solos. Cristo
contemplaba toda la escena, y después de la muerte de Lázaro las
enlutadas hermanas fueron sostenidas por su gracia. Jesús presenció el
pesar de sus corazones desgarrados, mientras su hermano luchaba con su
poderoso enemigo la muerte. Sintió los trances de su angustia, y dijo a
sus discípulos: "Lázaro es muerto." Pero Cristo no sólo tenía que pensar
en aquellos a quienes amaba en Betania; tenía que considerar la
educación de sus discípulos. Ellos habían de ser sus representantes ante
el mundo, para que la bendición del Padre pudiese abarcar a todos. Por
su causa, permitió que Lázaro muriese. Si le hubiese devuelto la salud
cuando estaba enfermo, el milagro que llegó a ser la evidencia más
positiva de su carácter divino, no se habría realizado.
Si Cristo hubiese estado en la pieza del enfermo, Lázaro no habría
muerto; porque Satanás no hubiera tenido poder sobre él. La muerte no
podría haber lanzado su dardo contra Lázaro en presencia del Dador de la
vida. Por lo tanto, Cristo permaneció lejos. Dejó que el enemigo
ejerciese su poder, para luego hacerlo retroceder como enemigo vencido.
Permitió que Lázaro pasase bajo el dominio de la muerte; y las hermanas
apenadas vieron a su hermano puesto en la tumba. Cristo sabía que
mientras mirasen el rostro muerto de su hermano, su fe en el Redentor
sería probada severamente. Pero sabía que a causa de la lucha por la
cual estaban pasando ahora, su fe resplandecería con fuerza mucho mayor.
Permitió todos los dolores y penas que soportaron. Su tardanza no
indicaba que las amase menos, pero sabía que para ellas, para Lázaro,
para él mismo y para sus discípulos, había de ganarse una victoria.
"Por vosotros," "para que creáis." A todos los que tantean para sentir
la mano guiadora de Dios, el momento de mayor desaliento es cuando más
cerca está la ayuda divina. Mirarán atrás con agradecimiento, a la parte
más obscura del camino. "Sabe el Señor librar de tentación a los
píos." Salen de toda tentación y prueba con una fe más firme y una
experiencia mas rica.
Al demorar en venir a Lázaro, Jesús tenía un propósito de misericordia
para con los que no le habían recibido. Tardó, a fin de que al resucitar
a Lázaro pudiese dar a su pueblo obstinado e incrédulo, otra evidencia
de que él era de veras "la resurrección y la vida." Le costaba renunciar
a toda esperanza con respecto a su pueblo, las pobres y extraviadas
ovejas de la casa de Israel. Su impenitencia le partía el corazón. En su
misericordia, se propuso darles una evidencia más de que era el
Restaurador, el único que podía sacar a luz la vida y la inmortalidad.
Había de ser una evidencia que los sacerdotes no podrían interpretar
mal. Tal fue la razón de su demora en ir a Betania. Este milagro
culminante, la resurrección de Lázaro, había de poner el sello de Dios
sobre su obra y su pretensión a la divinidad.
En su viaje a Betania, Jesús, de acuerdo con su costumbre, atendió a los
enfermos y menesterosos. Al llegar a la aldea, mandó un mensajero a las
hermanas para avisarlas de su llegada. Cristo no entró en seguida en
la casa, sino que permaneció en un lugar tranquilo al lado del camino.
La gran ostentación externa manifestada por los judíos en ocasión de la
muerte de un deudo no estaba en armonía con el espíritu de Cristo. Oía
los lamentos de los plañidores, y no quería encontrarse con las hermanas
en medio de la confusión. Entre los que lloraban estaban los parientes
de la familia, algunos de los cuales ocupaban altos puestos de
responsabilidad en Jerusalén. Entre ellos se contaban algunos de los más
acerbos enemigos de Cristo. El conocía su propósito y por lo tanto no se
hizo conocer en seguida.
El mensaje fue dado a Marta con tanta reserva que las otras personas que
estaban en la pieza no lo oyeron. Absorta en su pesar, María no oyó las
palabras. Levantándose en seguida, Marta salió al encuentro de su Señor,
pero pensando que ella había ido al sepulcro donde estaba Lázaro, María
permaneció sumida silenciosamente en su pesar.
Marta se apresuró a ir al encuentro de Jesús, con el corazón agitado por
encontradas emociones. En el rostro expresivo de él, leyó ella la misma
ternura y amor que siempre había habido allí. Su confianza en él no
había variado, pero recordaba a su amado hermano a quien Jesús también
amaba. Con el pesar que brotaba de su corazón porque Cristo no había
venido antes y, sin embargo, con la esperanza de que aun ahora podría
hacer algo para consolarlas, dijo: "Señor, si hubieses estado aquí, mi
hermano no fuera muerto." Vez tras vez, en medio del tumulto creado por
los plañidores, las hermanas habían repetido estas palabras.
Con compasión humana y divina, Jesús miró el rostro entristecido y
acongojado de Marta. Esta no tenía deseo de relatar lo sucedido; todo
estaba expresado por las palabras patéticas: "Señor, si hubieses estado
aquí, mi hermano no fuera muerto." Pero mirando aquel rostro lleno de
amor, añadió: "Mas también sé ahora, que todo lo que pidieres de Dios,
te dará Dios."
Jesús animó su fe diciendo: "Resucitará tu hermano." Su respuesta no
estaba destinada a inspirar esperanza en un cambio inmediato. Dirigía el
Señor los pensamientos de Marta más allá de la restauración actual de su
hermano, y los fijaba en la resurrección de los justos. Lo hizo para
que pudiese ver en la resurrección de Lázaro una garantía de la
resurrección de todos los justos y la seguridad de que sucedería por el
poder del Salvador.
Marta contestó: "Yo sé que resucitará en la resurrección en el día
postrero."
Tratando todavía de dar la verdadera dirección a su fe, Jesús declaró:
"Yo soy la resurrección y la vida." En Cristo hay vida original, que no
proviene ni deriva de otra. "El que tiene al Hijo, tiene la vida." La
divinidad de Cristo es la garantía que el creyente tiene de la vida
eterna. "El que cree en mí --dijo Jesús,-- aunque esté muerto, vivirá. Y
todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees eso?"
Cristo miraba hacia adelante, a su segunda venida. Entonces los justos
muertos serán resucitados incorruptibles, y los justos vivos serán
trasladados al cielo sin ver la muerte. El milagro que Cristo estaba por
realizar, al resucitar a Lázaro de los muertos, representaría la
resurrección de todos los justos muertos. Por sus palabras y por sus
obras, se declaró el Autor de la resurrección. El que iba a morir pronto
en la cruz, estaba allí con las llaves de la muerte, vencedor del
sepulcro, y aseveraba su derecho y poder para dar vida eterna.
A las palabras del Salvador: "¿Crees esto?" Marta respondió: "Sí, Señor;
yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al
mundo." No comprendía en todo su significado las palabras dichas por
Cristo, pero confesó su fe en su divinidad y su confianza de que él
podía hacer cuanto le agradase.
"Y esto dicho, fuése, y llamó en secreto a María su hermana, diciendo:
El Maestro está aquí y te llama." Dio su mensaje en forma tan queda como
le fue posible; porque los sacerdotes y príncipes estaban listos para
arrestar a Jesús en cuanto se les ofreciese la oportunidad. Los clamores
de las plañideras impidieron que las palabras de Marta fuesen oídas.
Al recibir el mensaje, María se levantó apresuradamente y con mirada y
rostro anhelantes salió de la pieza. Pensando que iba al sepulcro a
llorar, las plañideras la siguieron. Cuando llegó al lugar donde Jesús
estaba, se postró a sus pies y dijo con labios temblorosos: "Señor, si
hubieras estado aquí, no fuera muerto mi hermano." Los clamores de
las plañideras eran dolorosos; y ella anhelaba poder cambiar algunas
palabras tranquilas a solas con Jesús. Pero conocía la envidia y los
celos que albergaban contra Cristo en su corazón algunos de los
presentes, y se limitó a expresar su pesar.
"Jesús entonces, como la vio llorando, y a los judíos que habían venido
juntamente con ella llorando, se conmovió en espíritu, y turbóse." Leyó
el corazón de todos los presentes. Veía que, en muchos, lo que pasaba
como demostración de pesar era tan sólo fingimiento. Sabía que algunos
de los del grupo, que manifestaban ahora un pesar hipócrita, estarían
antes de mucho maquinando la muerte, no sólo del poderoso taumaturgo,
sino del que iba a ser resucitado de los muertos. Cristo podría haberlos
despojado de su falso pesar. Pero dominó su justa indignación. No
pronunció las palabras que podría haber pronunciado con toda verdad,
porque amaba a la que, arrodillada a sus pies con tristeza, creía
verdaderamente en él.
"¿Dónde le pusisteis? --preguntó.-- Dícenle: Señor, ven y ve." Juntos
se dirigieron a la tumba. Era una escena triste. Lázaro había sido muy
querido, y sus hermanas le lloraban con corazones quebrantados, mientras
que los que habían sido sus amigos mezclaban sus lágrimas con las de las
hermanas enlutadas. A la vista de esta angustia humana, y por el hecho
de que los amigos afligidos pudiesen llorar a sus muertos mientras el
Salvador del mundo estaba al lado, "lloró Jesús." Aunque era Hijo de
Dios, había tomado sobre sí la naturaleza humana y le conmovía el pesar
humano. Su corazón compasivo y tierno se conmueve siempre de simpatía
hacia los dolientes. Llora con los que lloran y se regocija con los que
se regocijan.
No era sólo por su simpatía humana hacia María y Marta por lo que Jesús
lloró. En sus lágrimas había un pesar que superaba tanto al pesar humano
como los cielos superan a la tierra. Cristo no lloraba por Lázaro, pues
iba a sacarle de la tumba. Lloró porque muchos de los que estaban ahora
llorando por Lázaro maquinarían pronto la muerte del que era la
resurrección y la vida. Pero ¡cuán incapaces eran los judíos de
interpretar debidamente sus lágrimas! Algunos que no podían ver como
causa de su pesar sino las circunstancias externas de la escena que
estaba delante de él, dijeron suavemente: "Mirad cómo le amaba." Otros,
tratando de sembrar incredulidad en el corazón de los presentes, decían
con irrisión: "¿No podía éste que abrió los ojos al ciego, hacer que
éste no muriera?" Si Jesús era capaz de salvar a Lázaro, ¿por qué le
dejó morir?
Con ojo profético, Cristo vio la enemistad de los fariseos y saduceos.
Sabía que estaban premeditando su muerte. Sabía que algunos de los que
ahora manifestaban aparentemente tanta simpatía, no tardarían en
cerrarse la puerta de la esperanza y los portales de la ciudad de Dios.
Estaba por producirse, en su humillación y crucifixión, una escena que
traería como resultado la destrucción de Jerusalén, y en esa ocasión
nadie lloraría los muertos. La retribución que iba a caer sobre
Jerusalén quedó plenamente retratada delante de él. Vio a Jerusalén
rodeada por las legiones romanas. Sabía que muchos de los que estaban
llorando a Lázaro morirían en el sitio de la ciudad, y sin esperanza.
No lloró Cristo sólo por la escena que tenía delante de sí. Descansaba
sobre él el peso de la tristeza de los siglos. Vio los terribles efectos
de la transgresión de la ley de Dios. Vio que en la historia del mundo,
empezando con la muerte de Abel, había existido sin cesar el conflicto
entre lo bueno y lo malo. Mirando a través de los años venideros, vio
los sufrimientos y el pesar, las lágrimas y la muerte que habían de ser
la suerte de los hombres. Su corazón fue traspasado por el dolor de la
familia humana de todos los siglos y de todos los países. Los ayes de la
raza pecaminosa pesaban sobre su alma, y la fuente de sus lágrimas
estalló mientras anhelaba aliviar toda su angustia.
"Y Jesús, conmoviéndose otra vez en sí mismo, vino al sepulcro." Lázaro
había sido puesto en una cueva rocosa, y una piedra maciza había sido
puesta frente a la entrada. "Quitad la piedra," dijo Cristo. Pensando
que él deseaba tan sólo mirar al muerto, Marta objetó diciendo que el
cuerpo había estado sepultado cuatro días y que la corrupción había
empezado ya su obra. Esta declaración, hecha antes de la resurrección de
Lázaro, no dejó a los enemigos de Cristo lugar para decir que había
subterfugio. En lo pasado, los fariseos habían hecho circular falsas
declaraciones acerca de las más maravillosas manifestaciones del poder
de Dios. Cuando Cristo devolvió la vida a la hija de Jairo, había dicho:
"La muchacha no es muerta, mas duerme." Como ella había estado enferma
tan sólo un corto tiempo y fue resucitada inmediatamente después de su
muerte, los fariseos declararon que la niña no había muerto; que Cristo
mismo había dicho que estaba tan sólo dormida. Habían tratado de dar la
impresión de que Cristo no podía sanar a los enfermos, que había engaños
en sus milagros. Pero en este caso, nadie podía negar que Lázaro había
muerto.
Cuando el Señor está por hacer una obra, Satanás induce a alguno a
objetar. "Quitad la piedra," dijo Cristo. En cuanto sea posible,
preparad el camino para mi obra. Pero la naturaleza positiva y ambiciosa
de Marta se manifestó. Ella no quería que el cuerpo ya en descomposición
fuese expuesto a las miradas. El corazón humano es tardo para comprender
las palabras de Cristo, y la fe de Marta no había asimilado el verdadero
significado de su promesa.
Cristo reprendió a Marta, pero sus palabras fueron pronunciadas con la
mayor amabilidad. "¿No te he dicho que, si creyeres, verás la gloria de
Dios?" ¿Por qué habríais de dudar de mi poder ? ¿Por qué razonar
contrariamente a mis requerimientos? Tenéis mi palabra. Si queréis
creer, veréis la gloria de Dios. Las imposibilidades naturales no pueden
impedir la obra del Omnipotente. El escepticismo y la incredulidad no
son humildad. La creencia implícita en la palabra de Cristo es verdadera
humildad, verdadera entrega propia.
"Quitad la piedra." Cristo podría haber ordenado a la piedra que se
apartase, y habría obedecido a su voz. Podría haber ordenado a los
ángeles que estaban a su lado que la sacasen. A su orden, manos
invisibles habrían removido la piedra. Pero había de ser sacada por
manos humanas. Así Cristo quería mostrar que la humanidad ha de cooperar
con la divinidad. No se pide al poder divino que haga lo que el poder
humano puede hacer. Dios no hace a un lado la ayuda del hombre. Le
fortalece y coopera con él mientras emplea las facultades y capacidades
que se le dan. La orden se cumplió. La piedra fue puesta a un lado. Todo
fue hecho abierta y deliberadamente. Se dio a todos oportunidad de
ver que no había engaño. Allí estaba el cuerpo de Lázaro en su tumba
rocosa, frío y silencioso en la muerte. Los clamores de los plañidores
se acallan. Sorprendida y expectante, la congregación está alrededor del
sepulcro, esperando lo que ha de seguir.
Sereno, Cristo está de pie delante de la tumba. Una solemnidad sagrada
descansa sobre todos los presentes. Cristo se acerca aun más al sepulcro
y, alzando los ojos al cielo, dice: "Padre, gracias te doy que me has
oído." No mucho tiempo antes de esto, los enemigos de Cristo le habían
acusado de blasfemia y habían recogido piedras para arrojárselas porque
aseveraba ser Hijo de Dios. Le acusaron de realizar milagros por el
poder de Satanás. Pero aquí Cristo llama a Dios su Padre y con perfecta
confianza declara que es Hijo de Dios.
En todo lo que hacía, Cristo cooperaba con su Padre. Siempre se esmeraba
por hacer evidente que no realizaba su obra independientemente; era por
la fe y la oración cómo hacía sus milagros. Cristo deseaba que todos
conociesen su relación con su Padre. "Padre --dijo,-- gracias te doy que
me has oído. Que yo sabía que siempre me oyes; mas por causa de la
compañía que está alrededor, lo dije, para que crean que tú me has
enviado." En esta ocasión, los discípulos y la gente iban a recibir la
evidencia más convincente de la relación que existía entre Cristo y
Dios. Se les había de demostrar que el aserto de Cristo no era una
mentira.
"Y habiendo dicho estas cosas, clamó a gran voz: Lázaro, ven fuera. "Su
voz, clara y penetrante, entra en los oídos del muerto. La divinidad
fulgura a través de la humanidad. En su rostro, iluminado por la gloria
de Dios, la gente ve la seguridad de su poder. Cada ojo está fijo en la
entrada de la cueva. Cada oído está atento al menor sonido. Con interés
intenso y doloroso, aguardan todos la prueba de la divinidad de Cristo,
la evidencia que ha de comprobar su aserto de que es Hijo de Dios, o
extinguir esa esperanza para siempre. Hay agitación en la tumba
silenciosa, y el que estaba muerto se pone de pie a la puerta del
sepulcro. Sus movimientos son trabados por el sudario en que fuera
puesto, y Cristo dice a los espectadores asombrados: "Desatadle, y
dejadle ir." Vuelve a serles demostrado que el obrero humano ha de
cooperar con Dios. La humanidad ha de trabajar por la humanidad.
Lázaro queda libre, y está de pie ante la congregación, no demacrado por
la enfermedad, ni con miembros débiles y temblorosos, sino como un
hombre en la flor de la vida, provisto de una noble virilidad. Sus ojos
brillan de inteligencia y de amor por su Salvador. Se arroja a los pies
de Jesús para adorarle.
Los espectadores quedan al principio mudos de asombro. Luego sigue una
inefable escena de regocijo y agradecimiento. Las hermanas reciben a su
hermano vuelto a la vida como el don de Dios, y con lágrimas de gozo
expresan en forma entrecortada su agradecimiento al Salvador. Y mientras
el hermano, las hermanas y los amigos se regocijan en esta reunión,
Jesús se retira de la escena. Cuando buscan al Dador de la vida, no le
pueden hallar.