BETANIA estaba tan cerca de Jerusalén que pronto llegaron a la ciudad
las noticias de la resurrección de Lázaro. Por medio de los espías que
habían presenciado el milagro, los dirigentes judíos fueron puestos
rápidamente al tanto de los hechos. Convocaron inmediatamente una
reunión del Sanedrín, para decidir lo que debía hacerse. Cristo había
demostrado ahora plenamente su dominio sobre la muerte y el sepulcro.
Este gran milagro era la evidencia máxima que ofrecía Dios a los hombres
en prueba de que había enviado su Hijo al mundo para salvarlo. Era una
demostración del poder divino que bastaba para convencer a toda mente
dotada de razón y conciencia iluminada. Muchos de los que presenciaron
la resurrección de Lázaro fueron inducidos a creer en Jesús. Pero el
odio de los sacerdotes contra él se intensificó. Habían rechazado todas
las pruebas menores de su divinidad, y este nuevo milagro no hizo sino
enfurecerlos. El muerto había sido resucitado en plena luz del día y
ante una multitud de testigos. Ningún sofisma podía destruir tal
evidencia. Por esta misma razón, la enemistad de los sacerdotes se hacía
más mortífera. Estaban más determinados que nunca a detener la obra de
Cristo.
Los saduceos, aunque no estaban a favor de Cristo, no habían estado tan
llenos de malicia contra él como los fariseos. Su odio no había sido tan
acerbo. Pero ahora estaban cabalmente alarmados. No creían en la
resurrección de los muertos. Basados en lo que llamaban falsamente
ciencia, habían razonado que era imposible que un cuerpo muerto tornara
a la vida. Pero mediante unas pocas palabras de Cristo, su teoría había
quedado desbaratada. Se había puesto de manifiesto la ignorancia de
ellos tocante a las Escrituras y el poder de Dios. Veían la
imposibilidad de destruir la impresión hecha en el pueblo por este
milagro. ¿Cómo podrían los hombres ser apartados de Aquel que había
triunfado hasta arrancar sus muertos al sepulcro? Se pusieron en
circulación falsos informes, pero el milagro no podía negarse, y ellos
no sabían cómo contrarrestar sus efectos. Hasta entonces, los saduceos
no habían alentado el plan de matar a Cristo. Pero después de la
resurrección de Lázaro, creyeron que únicamente mediante su muerte
podrían ser reprimidas sus intrépidas denuncias contra ellos.
Los fariseos creían en la resurrección, y no podían sino ver en ese
milagro una evidencia de que el Mesías estaba entre ellos. Pero siempre
se habían opuesto a la obra de Cristo. Desde el principio, le habían
aborrecido porque había desenmascarado sus pretensiones hipócritas. Les
había quitado el manto de rigurosos ritos bajo el cual ocultaban su
deformidad moral. La religión pura que él enseñaba había condenado la
vacía profesión de piedad. Ansiaban vengarse de él por sus agudos
reproches. Habían procurado inducirle a decir o hacer alguna cosa que
les diera ocasión de condenarlo. En varias ocasiones, habían intentado
apedrearlo, pero él se había apartado tranquilamente, y le habían
perdido de vista.
Todos los milagros que realizaba en sábado eran para aliviar al
afligido, pero los fariseos habían procurado condenarlo como violador
del sábado. Habían tratado de incitar a los herodianos contra él.
Presentándoselo como procurando establecer un reino rival, consultaron
con ellos en cuanto a cómo matarlo. Para excitar a los romanos contra
él, se lo habían representado como tratando de subvertir su autoridad.
Habían ensayado todos los recursos para impedir que influyera en el
pueblo. Pero hasta entonces sus tentativas habían fracasado. Las
multitudes que habían presenciado sus obras de misericordia y oído sus
enseñanzas puras y santas, sabían que los suyos no eran los hechos y
palabras de un violador del sábado o blasfemo. Aun los oficiales
enviados por los fariseos habían sentido tanto la influencia de sus
palabras que no pudieron echar mano de él. En su desesperación, los
judíos habían publicado finalmente un edicto decretando que cualquiera
que profesase fe en Jesús fuera expulsado de la sinagoga.
Así que, cuando los sacerdotes, gobernantes y ancianos se reunieron en
concilio, era firme su determinación de acallar a Aquel que obraba tales
maravillas que todos los hombres se admiraban. Los fariseos y los
saduceos estaban más cerca de la unión que nunca. Divididos hasta
entonces, se unificaron por oposición a Cristo. Nicodemo y José habían
impedido en concilios anteriores la condenación de Jesús, y por esta
razón no fueron convocados esta vez. Había en el concilio otros hombres
influyentes que creían en Cristo, pero nada pudo su influencia contra la
de los malignos fariseos.
Sin embargo, los miembros del concilio no estaban todos de acuerdo. El
Sanedrín no constituía entonces un cuerpo legal. Existía sólo por
tolerancia. Algunos de sus miembros ponían en duda la conveniencia de
dar muerte a Cristo. Temían que ello provocara una insurrección entre el
pueblo e indujera a los romanos a retirar a los sacerdotes los favores
que hasta ahora habían disfrutado y a despojarlos del poder que todavía
conservaban. Los saduceos, aunque unidos en su odio contra Cristo, se
inclinaban a ser cautelosos en sus movimientos, por temor a que los
romanos los privaran de su alta posición.
En este concilio, convocado para planear la muerte de Cristo, estaba
presente el Testigo que oyó las palabras jactanciosas de Nabucodonosor,
que presenció la fiesta idólatra de Belsasar, que estaba presente cuando
Cristo en Nazaret se proclamó a sí mismo el Ungido. Este Testigo estaba
ahora haciendo sentir a los gobernantes qué clase de obra estaban
haciendo. Los sucesos de la vida de Cristo surgieron ante ellos con una
claridad que los alarmó. Recordaron la escena del templo, cuando Jesús,
entonces de doce años, de pie ante los sabios doctores de la ley, les
hacía preguntas que los asombraban. El milagro recién realizado daba
testimonio de que Jesús no era sino el Hijo de Dios. Las Escrituras del
Antiguo Testamento concernientes al Cristo resplandecían ante su mente
con su verdadero significado. Perplejos y turbados, los gobernantes
preguntaron: "¿Qué hacemos?" Había división en el concilio. Bajo la
impresión del Espíritu Santo, los sacerdotes y gobernantes no podían
desterrar el sentimiento de que estaban luchando contra Dios.
Mientras el concilio estaba en el colmo de la perplejidad, Caifás, el
sumo sacerdote, se puso de pie. Era un hombre orgulloso y cruel,
despótico e intolerante. Entre sus relaciones familiares, había saduceos
soberbios, atrevidos, temerarios, llenos de ambición y crueldad
ocultas bajo un manto de pretendida justicia. Caifás había estudiado las
profecías y aunque ignoraba su verdadero significado dijo con gran
autoridad y aplomo: "Vosotros no sabéis nada; ni pensáis que nos
conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación se
pierda." Aunque Jesús sea inocente, aseguraba el sumo sacerdote, debía
ser quitado del camino. Molestaba porque atraía el pueblo a sí y
menoscababa la autoridad de los gobernantes. El era uno solo; y era
mejor que muriese antes de permitir que la autoridad de los gobernantes
fuese debilitada. En caso de que el pueblo llegara a perder la confianza
en sus gobernantes, el poder nacional sería destruido. Caifás afirmaba
que después de este milagro los adeptos de Jesús se levantarían
probablemente en revolución. Los romanos vendrán entonces --decía él,--
y cerrarán nuestro templo; abolirán nuestras leyes, y nos destruirán
como nación. ¿Qué valor tiene la vida de este galileo en comparación con
la vida de la nación? Si él obstaculiza el bienestar de Israel, ¿no se
presta servicio a Dios matándole? Mejor es que un hombre perezca, y no
que toda la nación sea destruida.
Al declarar que un hombre moriría por toda la nación, Caifás demostró
que tenía cierto conocimiento de las profecías, aunque muy limitado.
Pero Juan, al describir la escena, toma la profecía y expone su amplio y
profundo significado. El dice: "Y no solamente por aquella nación, mas
también para que juntase en uno los hijos de Dios que estaban
derramados." ¡Cuán inconscientemente reconocía el arrogante Caifás la
misión del Salvador!
En los labios de Caifás esta preciosísima verdad se convertía en
mentira. La idea que él defendía se basaba en un principio tomado del
paganismo. Entre los paganos, el conocimiento confuso de que uno había
de morir por la raza humana los había llevado a ofrecer sacrificios
humanos. Así, por el sacrificio de Cristo, Caifás proponía salvar a la
nación culpable, no de la transgresión, sino en la transgresión, a fin
de que pudiera continuar en el pecado. Y por este razonamiento, pensaba
acallar las protestas de aquellos que pudieran atreverse, no obstante, a
decir que nada digno de muerte habían hallado en Jesús.
En este concilio, los enemigos de Cristo se sintieron profundamente
convencidos de culpa. El Espíritu Santo había impresionado sus mentes.
Pero Satanás se esforzaba por dominarlos. Insistía en los perjuicios que
ellos habían sufrido por causa de Cristo. Cuán poco había honrado él su
justicia. Cristo presentaba una justicia mucho mayor, que debían poseer
todos los que quisieran ser hijos de Dios. Sin tomar en cuenta sus
formas y ceremonias, él había animado a los pecadores a ir directamente
a Dios como a un Padre misericordioso y darle a conocer sus necesidades.
Así, en opinión de ellos, había hecho caso omiso de los sacerdotes.
Había rehusado reconocer la teología de las escuelas rabínicas. Había
desenmascarado las malas prácticas de los sacerdotes y había dañado
irreparablemente su influencia. Había menoscabado el efecto de sus
máximas y tradiciones, declarando que aunque hacían cumplir
estrictamente la ley ritual, invalidaban la ley de Dios. Satanás les
traía ahora todo esto a la memoria.
Les insinuó que a fin de mantener su autoridad debían dar muerte a
Jesús. Ellos siguieron este consejo. El hecho de que pudieran perder el
poder que entonces ejercían era suficiente razón, pensaban, para que
llegasen a alguna decisión. Con excepción de algunos miembros que no
osaron expresar sus convicciones, el Sanedrín recibió las palabras de
Caifás como palabras de Dios. El concilio sintió alivio; cesó la
discordia. Decidieron dar muerte a Cristo en la primera oportunidad
favorable. Al rechazar la prueba de la divinidad de Jesús, estos
sacerdotes y gobernantes se habían encerrado a sí mismos en tinieblas
impenetrables. Se habían puesto enteramente bajo el dominio de Satanás,
para ser arrastrados por él al mismo abismo de la ruina eterna. Sin
embargo, estaban tan engañados que estaban contentos consigo mismos. Se
consideraban patriotas que procuraban la salvación de la nación.
Con todo, el Sanedrín temía tomar medidas imprudentes contra Jesús, no
fuese que el pueblo llegara a exasperarse y la violencia tramada contra
él cayera sobre ellos mismos. En vista de esto, el concilio postergó la
ejecución de la sentencia que había pronunciado. El Salvador comprendía
las conspiraciones de los sacerdotes. Sabía que ansiaban eliminarle y
que su propósito se cumpliría pronto. Pero no le incumbía a él
precipitar la crisis, y se retiró de esa región llevando consigo a
los discípulos. Así, mediante su ejemplo, Jesús recalcó de nuevo la
instrucción que les había dado: "Mas cuando os persiguieren en esta
ciudad, huid a la otra." Había un amplio campo en el cual trabajar por
la salvación de las almas; y a menos que la lealtad a él lo requiriera,
los siervos del Señor no debían poner en peligro su vida.
Jesús había consagrado ahora al mundo tres años de labor pública. Ante
el mundo estaba su ejemplo de abnegación y desinteresada benevolencia.
Su vida de pureza, sufrimiento y devoción era conocida por todos. Sin
embargo, sólo durante ese corto período de tres años pudo el mundo
soportar la presencia de su Redentor.
Su vida fue una vida sujeta a persecuciones e insultos. Arrojado de
Belén por un rey celoso, rechazado por su propio pueblo en Nazaret,
condenado a muerte sin causa en Jerusalén, Jesús, con sus pocos
discípulos fieles, halló temporariamente refugio en una ciudad
extranjera. El que se había conmovido siempre por el infortunio humano,
que había sanado al enfermo, devuelto la vista al ciego, el oído al
sordo y el habla al mudo, el que había alimentado al hambriento y
consolado al afligido, fue expulsado por el pueblo al cual se había
esforzado por salvar. El que anduvo sobre las agitadas olas y con una
palabra acalló su rugiente furia, el que echaba fuera demonios que al
salir reconocían que era el Hijo de Dios, el que interrumpió el sueño de
la muerte, el que sostuvo a miles pendientes de sus palabras de
sabiduría, no podía alcanzar el corazón de aquellos que estaban cegados
por el prejuicio y el odio, y rechazaban tercamente la luz.