EL TIEMPO de la Pascua se estaba acercando, y de nuevo Jesús se dirigió
hacia Jerusalén. Su corazón tenía la paz de la perfecta unidad con la
voluntad del Padre, y con paso ansioso avanzaba hacia el lugar del
sacrificio. Pero un sentimiento de misterio, de duda y temor, sobrecogía
a los discípulos. El Salvador "iba delante de ellos, y se espantaban, y
le seguían con miedo."
Otra vez Jesús llamó a sí a los doce, y con mayor claridad que nunca les
explicó su entrega y sufrimientos. "He aquí --dijo él-- subimos a
Jerusalén, y serán cumplidas todas las cosas que fueron escritas por los
profetas, del Hijo del hombre. Porque será entregado a las gentes, y
será escarnecido, e injuriado y escupido. Y después que le hubieren
azotado, le matarán: mas al tercer día resucitará. Pero ellos nada de
estas cosas entendían, y esta palabra les era encubierta, y no entendían
lo que se decía."
¿No habían proclamado poco antes por doquiera: "¿El reino de los cielos
se ha acercado"? ¿No había prometido Cristo mismo que muchos se
sentarían con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de Dios? ¿No había
prometido a cuantos lo habían dejado todo por su causa cien veces tanto
en esta vida y una parte en su reino? ¿Y no había hecho a los doce la
promesa especial de que ocuparían puestos de alto honor en su reino, a
saber que se sentarían en tronos para juzgar a las doce tribus de
Israel? Acababa de decir que debían cumplirse todas las cosas escritas
en los profetas concernientes a él. ¿Y no habían predicho los profetas
la gloria del reino del Mesías? Frente a estos pensamientos, sus
palabras tocante a su entrega, persecución y muerte parecían vagas y
confusas. Ellos creían que a pesar de cualesquiera dificultades que
pudieran sobrevenir, el reino se establecería pronto.
Juan, hijo de Zebedeo, había sido uno de los dos primeros discípulos
que siguieran a Jesús. El y su hermano Santiago habían estado entre el
primer grupo que había dejado todo por servirle. Alegremente habían
abandonado su familia y sus amigos para poder estar con él; habían
caminado y conversado con él; habían estado con él en el retiro del
hogar y en las asambleas públicas. El había aquietado sus temores,
aliviado sus sufrimientos y confortado sus pesares, los había librado de
peligros y con paciencia y ternura les había enseñado, hasta que sus
corazones parecían unidos al suyo, y en su ardor y amor anhelaban estar
más cerca de él que nadie en su reino. En toda oportunidad posible, Juan
se situaba junto al Salvador, y Santiago anhelaba ser honrado con una
estrecha relación con él.
La madre de ellos era discípula de Cristo y le había servido
generosamente con sus recursos. Con el amor y la ambición de una madre
por sus hijos, codiciaba para ellos el lugar más honrado en el nuevo
reino. Por esto, los animó a hacer una petición.
La madre y sus hijos vinieron a Jesús para pedirle que les otorgara algo
que anhelaban en su corazón.
"¿Qué queréis que os haga?" preguntó él.
La madre pidió: Di que se sienten estos dos hijos míos, el uno a tu mano
derecha, y el otro a tu izquierda, en tu reino."
Jesús los trató con ternura y no censuró su egoísmo por buscar
preferencia sobre sus hermanos. Leía sus corazones y conocía la
profundidad de su cariño hacia él. El amor de ellos no era un afecto
meramente humano; aunque fluía a través de la terrenidad de sus
conductos humanos, era una emanación de la fuente de su propio amor
redentor. El no lo criticó, sino que lo ahondó y purificó. Dijo:
"¿Podéis beber el vaso que yo he de beber, y ser bautizados del bautismo
de que yo soy bautizado?" Ellos recordaron sus misteriosas palabras, que
señalaban la prueba y el sufrimiento, pero contestaron confiadamente:
"Podemos." Consideraban que sería el más alto honor demostrar su lealtad
compartiendo todo lo que aconteciera a su Señor.
"A la verdad mi vaso beberéis, y del bautismo de que yo soy bautizado,
seréis bautizados," dijo él. Delante de él, había una cruz en vez de un
trono, y por compañeros suyos, a su derecha y a su izquierda, dos
malhechores. Juan y Santiago tuvieron que participar de los sufrimientos
con su Maestro; uno fue el primero de los hermanos que pereció a espada;
el otro, el que por más tiempo hubo de soportar trabajos, vituperio y
persecución.
"Mas el sentaros a mi mano derecha y a mi izquierda --continuó Jesús,--
no es mío darlo, sino a aquellos para quienes está aparejado de mi
Padre." En el reino de los cielos, no se alcanza la posición por
favoritismo. No se la gana ni se la recibe como un regalo arbitrario. Es
el resultado del carácter. La corona y el trono son las prendas de una
condición alcanzada; son las arras de la victoria sobre sí mismo por
medio de nuestro Señor Jesucristo.
Largo tiempo después, cuando se había unido en simpatía con Cristo por
la participación de sus sufrimientos, el Señor le reveló a Juan cuál es
la condición de la proximidad en su reino. "Al que venciere --dijo
Cristo,-- yo le daré que se siente conmigo en mi trono; así como yo he
vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono." "Al que venciere, yo
lo haré columna en el templo de mi Dios, y nunca más saldrá fuera; y
escribiré sobre él el nombre de mi Dios, . . . y mi nombre nuevo.' El
apóstol Pablo escribió: "Porque yo ya estoy para ser ofrecido, y el
tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he
acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la
corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel
día."
El que estará más cerca de Cristo será el que en la tierra haya bebido
más hondamente del espíritu de su amor desinteresado --amor que "no hace
sinrazón, no se ensancha; . . . no busca lo suyo, no se irrita, no
piensa el mal," -- amor que mueve al discípulo como movía al Señor, a
dar todo, a vivir, trabajar y sacrificarse, aun hasta la muerte, para la
salvación de la humanidad. Este espíritu se puso de manifiesto en la
vida de Pablo. El dijo: "Porque para mí el vivir es Cristo," porque su
vida revelaba a Cristo ante los hombres; "y el morir es ganancia,"
ganancia para Cristo; la muerte misma pondría de manifiesto el poder de
su gracia y ganaría almas para él. "Será engrandecido Cristo en mi
cuerpo -dijo él,- o por vida, o por muerte."
Cuando los diez se enteraron de la petición de Santiago y Juan, se
disgustaron mucho. El puesto más alto en el reino era precisamente lo
que cada uno estaba buscando para sí mismo, y se enojaron porque los dos
discípulos habían obtenido una aparente ventaja sobre ellos.
Otra vez pareció renovarse la contienda en cuanto a cuál sería el mayor,
cuando Jesús, llamándolos a sí, dijo a los indignados discípulos:
"Sabéis que los que se ven ser príncipes entre las gentes, se enseñorean
de ellas, y los que entre ellas son grandes, tienen sobre ellas
potestad. Mas no será así entre vosotros."
En los reinos del mundo, la posición significaba engrandecimiento
propio. Se obligaba al pueblo a existir para beneficio de las clases
gobernantes. La influencia, la riqueza y la educación eran otros tantos
medios de dominar al vulgo para que sirviera a los dirigentes. Las
clases superiores debían pensar, decidir, gozar y gobernar; las
inferiores debían obedecer y servir. La religión, como todas las demás
cosas, era asunto de autoridad. Se esperaba que el pueblo creyera y
practicara lo que indicaran sus superiores. Se desconocía totalmente el
derecho del hombre como hombre, de pensar y obrar por sí mismo.
Cristo estaba estableciendo un reino sobre principios diferentes. El
llamaba a los hombres, no a asumir autoridad, sino a servir, a
sobrellevar los fuertes las flaquezas de los débiles. El poder, la
posición, el talento y la educación, colocaban a su poseedor bajo una
obligación mayor de servir a sus semejantes. Aun al menor de los
discípulos de Cristo se dice: "Porque todas las cosas son por vuestra
causa."
"El hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para
dar su vida en rescate por muchos." Entre los discípulos, Cristo era en
todo sentido un guardián, un portador de cargas. El compartía su
pobreza, practicaba la abnegación personal en beneficio de ellos, iba
delante de ellos para allanar los lugares más difíciles, y pronto iba a
consumar su obra en la tierra entregando su vida. El principio por el
cual Cristo se regía debe regir a los miembros de la iglesia, la cual es
su cuerpo. El plan y fundamento de la salvación es el amor. En el reino
de Cristo los mayores son los que siguen el ejemplo dado por él y actúan
como pastores de su rebaño.
Las palabras de Pablo revelan la verdadera dignidad y honra de la vida
cristiana: "Por lo cual, siendo libre para con todos, me he hecho siervo
de todos," "no procurando mi propio beneficio, sino el de muchos, para
que sean salvos."
En asuntos de conciencia, el alma debe ser dejada libre. Ninguno debe
dominar otra mente, juzgar por otro, o prescribirle su deber. Dios da a
cada alma libertad para pensar y seguir sus propias convicciones. "De
manera que, cada uno de nosotros dará a Dios razón de sí." Ninguno
tiene el derecho de fundir su propia individualidad en la de otro. En
todos los asuntos en que hay principios en juego, "cada uno esté
asegurado en su ánimo." En el reino de Cristo no hay opresión señoril
ni imposición de costumbres. Los ángeles del cielo no vienen a la tierra
para mandar y exigir homenaje, sino como mensajeros de misericordia,
para cooperar con los hombres en la elevación de la humanidad.
Los principios y las palabras mismas de la enseñanza del Salvador, en su
divina hermosura, permanecieron en la memoria del discípulo amado. En
sus últimos días, el pensamiento central del testimonio de Juan a las
iglesias era: "Porque este es el mensaje que habéis oído desde el
principio: Que nos amemos unos a otros." "En esto hemos conocido el
amor, porque él puso su vida por nosotros: también nosotros debemos
poner nuestras vidas por los hermanos."
Tal era el espíritu que animaba a la iglesia primitiva. Después del
derramamiento del Espíritu Santo, "la multitud de los que habían creído
era de un corazón y un alma: y ninguno decía ser suyo algo de lo que
poseía; mas todas las cosas les eran comunes." "Ningún necesitado había
entre ellos." "Y los apóstoles daban testimonio de la resurrección del
Señor Jesús con gran esfuerzo; y gran gracia era en todos ellos.'