EN CAMINO a Jerusalén, "habiendo entrado Jesús, iba pasando por Jericó."
A pocas millas del Jordán, en la orilla occidental del valle que se
extiende allí formando una llanura, descansaba la ciudad en medio de una
vegetación tropical, exuberante de hermosura. Con sus palmeras y ricos
jardines regados por manantiales, brillaba como una esmeralda en el
marco de colinas de piedra caliza y desoladas barrancas que se
interponían entre Jerusalén y la ciudad de la llanura.
Muchas caravanas en camino a la fiesta pasaban por Jericó. Su arribo era
siempre una ocasión festiva, pero ahora un interés más profundo excitaba
al pueblo. Se sabía que el Rabino galileo que poco antes había
resucitado a Lázaro estaba en la multitud; y aunque abundaban los
susurros acerca de las maquinaciones de los sacerdotes, las muchedumbres
anhelaban rendirle homenaje.
Jericó era una de las ciudades apartadas antiguamente para los
sacerdotes, y a la sazón un gran número de ellos residía allí. Pero la
ciudad tenía también una población de un carácter muy distinto. Era un
gran centro de tráfico, y había allí oficiales y soldados romanos, y
extranjeros de diferentes regiones, a la vez que la recaudación de los
derechos de aduana la convertía en la residencia de muchos publicanos.
"El principal de los publicanos," Zaqueo, era judío, pero detestado por
sus compatriotas. Su posición y fortuna eran el premio de una profesión
que ellos aborrecían y a la cual consideraban como sinónimo de
injusticia y extorsión. Sin embargo, el acaudalado funcionario de aduana
no era del todo el endurecido hombre de mundo que parecía ser. Bajo su
apariencia de mundanalidad y orgullo, había un corazón susceptible a las
influencias divinas. Zaqueo había oído hablar de Jesús. Se habían
divulgado extensamente las noticias referentes a uno que se había
comportado con bondad y cortesía para con las clases proscritas. En
este jefe de los publicanos se había despertado un anhelo de vivir una
vida mejor. A poca distancia de Jericó, Juan el Bautista había predicado
a orillas del Jordán, y Zaqueo había oído el llamamiento al
arrepentimiento. La instrucción dada a los publicanos: "No exijáis más
de lo que os está ordenado," aunque exteriormente desatendida, había
impresionado su mente. Conocía las escrituras, y estaba convencido de
que su práctica era incorrecta. Ahora, al oír las palabras que se
decían venir del gran Maestro, sintió que era pecador a la vista de
Dios. Sin embargo, lo que había oído tocante a Jesús encendía la
esperanza en su corazón. El arrepentimiento, la reforma de la vida,
eran posibles aun para él; ¿no había sido publicano uno de los más
fieles discípulos del nuevo Maestro? Zaqueo comenzó inmediatamente a
seguir la convicción que se había apoderado de él y a hacer restitución
a quienes había perjudicado.
Ya había empezado a volver así sobre sus pasos, cuando se supo en Jericó
que Jesús estaba entrando en la ciudad. Zaqueo resolvió verle.
Comenzaba a comprender cuán amargos eran los frutos del pecado, y cuán
difícil el camino del que procura volver de una conducta incorrecta. El
ser mal entendido, el tropezar con la sospecha y desconfianza en el
esfuerzo de corregir sus errores, era difícil de soportar. El jefe de
los publicanos anhelaba mirar el rostro de Aquel cuyas palabras habían
hecho nacer la esperanza en su corazón.
Las calles estaban atestadas, y Zaqueo, que era de poca estatura, no iba
a ver nada por encima de las cabezas del gentío. Nadie le daría lugar;
así que, corriendo delante de la multitud hasta un frondoso sicómoro
extendía sus ramas sobre el camino, el rico recaudador de impuestos
trepó a un sitio entre las ramas desde donde podría examinar a la
procesión que pasaba abajo. Mientras el gentío se aproximaba en su
recorrido, Zaqueo escudriñaba con ojos anhelantes para distinguir la
figura de Aquel a quien ansiaba ver.
Por encima del clamor de los sacerdotes y rabinos y las voces de
bienvenida de la multitud, el inexpresado deseo del principal de los
publicanos habló al corazón de Jesús. Repentinamente, bajo el sicómoro,
un grupo se detuvo, la compañía que iba delante y la que iba atrás
hicieron alto, y miró arriba. Uno cuya mirada parecía leer el alma.
Casi dudando de sus sentidos, el hombre que estaba en el árbol oyó las
palabras: "Zaqueo date prisa, desciende, porque hoy es necesario que
pose en tu casa."
La multitud hizo lugar y Zaqueo, caminando como en sueño, se dirigió
hacia su casa. Pero los rabinos miraban con rostros ceñudos y
murmuraron con descontento y desdén "que había entrado a posar con un
hombre pecador."
Zaqueo había sido abrumado, asombrado y reducido al silencio por el amor
y condescendencia de Cristo al rebajarse hasta él, tan indigno. Ahora
expresaron sus labios el amor y la alabanza que tributaba a su recién
hallado maestro. resolvió hacer públicos su confesión y su
arrepentimiento.
En presencia de la multitud, "Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: He
aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he
defraudado a alguno, lo vuelvo con el cuatro tanto.
"Y Jesús le dijo: Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él
es también hijo de Abraham."
Cuando el joven y rico príncipe se había alejado de Jesús, los
discípulos se habían maravillado de las palabras de su maestro: "¡Cuán
difícil es entrar en el reino de Dios, los que confían en las riquezas!"
Ellos habían exclamado el uno al otro: "¿Y quién podrá salvarse?" Ahora
tenían una demostración de la veracidad de las palabras de Cristo: "Lo
que es imposible para con los hombres, posible es para Dios."
Vieron como, por la gracia de Dios, un rico podía entrar en el reino.
Antes que Zaqueo mirara el rostro de Cristo, había iniciado la obra que
ponía de manifiesto que era un verdadero penitente. Antes que fuera
acusado por el hombre, había confesado su pecado. Se había rendido a la
convicción del Espíritu Santo, y había empezado a vivir la enseñanza de
las palabras escritas para el antiguo Israel tanto como para nosotros.
El Señor había dicho hacía mucho tiempo: " Y cuando tu hermano
empobreciere, y se acogiere a ti, tú lo ampararás: como peregrino y
extranjero vivirá contigo. No tomarás usura de él, ni aumento; mas
tendrás temor de tu Dios, y tu hermano vivirá contigo. No le darás tu
dinero a usura, ni tu vitualla a ganancia." "Y no engañe ninguno a
su prójimo; mas tendrás temor de tu Dios." Estas palabras habían sido
pronunciadas por Cristo mismo cuando estaba envuelto en la columna de
nube, y la primera respuesta de Zaqueo al amor de Cristo consistió en
manifestar compasión hacia el pobre y doliente.
Los publicanos habían formado una confederación para oprimir al pueblo y
ayudarse mutuamente en sus fraudulentas prácticas. En su extorsión, no
estaban sino siguiendo la costumbre que había llegado a ser casi
universal. Aun los sacerdotes y rabinos que los despreciaban eran
culpables de enriquecerse mediante prácticas deshonestas, bajo el manto
de su sagrado cargo. Pero tan pronto como Zaqueo se rindió a la
influencia del Espíritu Santo, abandonó toda práctica contraria a la
integridad.
Ningún arrepentimiento que no obre una reforma es genuino. La justicia
de Cristo no es un manto para cubrir pecados que no han sido confesados
ni abandonados; es un principio de vida que transforma el carácter y
rige la conducta. La santidad es integridad para con Dios: es la entrega
total del corazón y la vida para que revelen los principios del cielo.
En sus negocios, el cristiano ha de representar delante del mundo la
manera en que nuestro Señor dirigiría las empresas comerciales. En toda
transacción ha de dejar manifiesto que Dios es su maestro. Ha de
escribirse "Santidad al Señor" en el diario y el libro mayor, en
escrituras, recibos y letras de cambio. Los que profesan seguir a Cristo
y comercian de un modo injusto dan un testimonio falso contra el
carácter de un Dios santo, justo y misericordioso. Toda alma convertida
querrá, como Zaqueo, señalar la entrada de Cristo en su corazón mediante
el abandono de las prácticas injustas que caracterizaban su vida. A
semejanza del príncipe de los publicanos, dará prueba de su sinceridad
haciendo restitución. El Señor dice: "Si el impío restituyere la prenda,
devolviere lo que hubiere robado, caminare en las ordenanzas de la vida,
no haciendo iniquidad...no se le recordará ninguno de sus pecados que
había cometido: . . . vivirá ciertamente."
Si hemos perjudicado a otros en cualquier transacción comercial injusta,
si nos hemos extralimitado en el comercio o defraudado a algún hombre,
aun dentro del marco de la ley, deberíamos confesar nuestro agravio
y hacer restitución en la medida de lo posible. Es justo que devolvamos,
no solamente lo que hemos tomado, sino todo lo que se habría ganado con
ello si se lo hubiese usado correcta y sabiamente durante el tiempo que
haya estado en nuestro poder.
El Salvador dijo a Zaqueo: "Hoy ha venido la salvación a esta casa." No
solamente Zaqueo fue bendecido, sino toda su familia con él. Cristo fue
a su casa para darle lecciones de verdad e instruir a su familia en las
cosas del reino. Ellos habían sido expulsados de la sinagoga por el
desprecio de los rabinos y adoradores; pero ahora su casa era la más
favorecida de toda Jericó; acogían bajo su propio techo al divino
Maestro y oían por sí mismos las palabras de vida.
Cuando Cristo es recibido como Salvador personal, la salvación viene al
alma. Zaqueo no había recibido a Jesús meramente como a un forastero,
sino como al que moraba en el templo del alma. Los escribas y fariseos,
que le acusaban de ser pecador, murmuraron contra Cristo porque se hizo
su huésped, pero el Señor le reconoció como hijo de Abrahán. Porque "los
que son de fe, los tales son hijos de Abraham."