LOS SACERDOTES y gobernantes habían escuchado en silencio las acertadas
reprensiones de Cristo. No podían refutar sus acusaciones, pero estaban
tanto más resueltos a entramparlo, y con ese objeto le mandaron espías
"que se simulasen justos, para sorprenderle en palabras, para que le
entregasen al principado y a la potestad del presidente." No le mandaron
a los ancianos fariseos a quienes Jesús había hecho frente muchas veces,
sino a jóvenes, ardientes y celosos, y a quienes, pensaban ellos, Cristo
no conocía. Iban acompañados por algunos herodianos, que debían oír las
palabras de Cristo, a fin de poder testificar contra él en su juicio.
Los fariseos y los herodianos habían sido acérrimos enemigos, pero
estaban ahora unidos en la enemistad contra Cristo.
Los fariseos y los herodianos habían sido acérrimos enemigos, pero
estaban ahora unidos en la enemistad contra Cristo.
Los fariseos se habían sentido siempre molestos bajo la exacción del
tributo por los romanos. Sostenían que el pago del tributo era contrario
a la ley de Dios. Pero ahora veían una oportunidad de tender un lazo a
Jesús. Los espías vinieron a él, con aparente sinceridad, como deseosos
de conocer su deber, y dijeron: "Maestro, sabemos que dices y enseñas
bien, y que no tienes respeto a persona; antes enseñas el camino de Dios
con verdad. ¿Nos es lícito dar tributo a César, o no?" Las palabras:
"Sabemos que dices y enseñas bien," habrían sido una maravillosa
admisión si hubiesen sido sinceras. Pero fueron pronunciadas con el fin
de engañar. Sin embargo, su testimonio era verídico. Los fariseos sabían
que Cristo hablaba y enseñaba correctamente, y por su propio testimonio
serán juzgados.
Los que interrogaban a Jesús pensaban que habían disfrazado
suficientemente su propósito; pero Jesús leía su corazón como un libro
abierto, y sondeó su hipocresía. "¿Por qué me tentáis?" dijo dándoles
así una señal que no habían pedido, al demostrarles que discernía su
oculto propósito. Se vieron aun más confusos cuando añadió:
"Mostradme la moneda." Se la trajeron, y les preguntó: "¿De quién tiene
la imagen y la inscripción? Y respondiendo dijeron: De César." Señalando
la inscripción de la moneda, Jesús dijo: "Pues dad a César lo que es de
César; y lo que es de Dios, a Dios."
Los espías habían esperado que Jesús contestase directamente su
pregunta, en un sentido o en otro. Si les dijese: Es ilícito pagar
tributo a César, le denunciarían a las autoridades romanas, y éstas le
arrestarían por incitar a la rebelión. Pero en caso de que declarase
lícito el pago del tributo, se proponían acusarle ante el pueblo como
opositor de la ley de Dios. Ahora se sintieron frustrados y derrotados.
Sus planes quedaron trastornados. La manera sumaria en que su pregunta
había sido decidida no les dejaba nada más que decir.
La respuesta de Cristo no era una evasiva, sino una cándida respuesta a
la pregunta. Teniendo en su mano la moneda romana, sobre la cual estaban
estampados el nombre y la imagen de César, declaró que ya que estaban
viviendo bajo la protección del poder romano, debían dar a ese poder el
apoyo que exigía mientras no estuviese en conflicto con un deber
superior. Pero mientras se sujetasen pacíficamente a las leyes del país,
debían en toda oportunidad tributar su primera fidelidad a Dios.
Las palabras del Salvador: "Dad . . . lo que es de Dios, a Dios," eran
una severa reprensión para los judíos intrigantes. Si hubiesen cumplido
fielmente sus obligaciones para con Dios, no habrían llegado a ser una
nación quebrantada, sujeta a un poder extranjero. Ninguna insignia
romana habría ondeado jamás sobre Jerusalén, ningún centinela romano
habría estado en sus puertas, ningún gobernador romano habría regido
dentro de sus murallas. La nación judía estaba entonces pagando la
penalidad de su apartamiento de Dios.
Cuando los fariseos oyeron la respuesta de Cristo, "se maravillaron, y
dejándole se fueron." Había reprendido su hipocresía y presunción, y al
hacerlo había expuesto un gran principio, un principio que define
claramente los límites del deber que tiene el hombre para con el
gobierno civil y su deber para con Dios. En muchos intelectos quedó
decidida una cuestión que los había estado afligiendo. Desde entonces se
aferraron al principio correcto. Y aunque muchos se fueron
desconformes, vieron que el principio básico de la cuestión había sido
presentado claramente, y se asombraban del discernimiento previsor de
Cristo.
No bien fueron reducidos al silencio los fariseos, llegaron los saduceos
con sus preguntas arteras. Los dos partidos se hacían mutuamente una
acerba oposición. Los fariseos eran rígidos adherentes de la tradición.
Eran rigurosos en las ceremonias externas, diligentes en los
lavamientos, ayunos, largas oraciones y limosnas ostentosas. Pero Cristo
declaró que anulaban la ley de Dios enseñando como doctrinas los
mandamientos de los hombres. Formaban una clase fanática e hipócrita.
Sin embargo, había entre ellos personas de piedad verdadera, que
aceptaban las enseñanzas de Cristo y llegaron a ser sus discípulos. Los
saduceos rechazaban las tradiciones de los fariseos. Profesaban creer la
mayor parte de las Escrituras, y considerarlas como su norma de acción;
pero en la práctica eran escépticos y materialistas.
Los saduceos negaban la existencia de los ángeles, la resurrección de
los muertos y la doctrina de una vida futura, con sus recompensas y
castigos. En todos estos puntos, diferían de los fariseos. Entre los dos
partidos, la resurrección era un tema especial de controversia. Al
principio, los fariseos creían firmemente en la resurrección, pero, con
estas discusiones, sus opiniones acerca del estado futuro se volvieron
confusas. La muerte llegó a ser para ellos un misterio inexplicable. Su
incapacidad para hacer frente a los argumentos de los saduceos era
ocasión de continua irritación. Las discusiones entre las dos partes
tenían generalmente como resultado airadas disputas que los separaban
siempre más.
Los saduceos eran mucho menos numerosos que sus oponentes, y no tenían
mucho dominio sobre el pueblo común; pero muchos de ellos eran ricos y
ejercían la influencia que imparte la riqueza. En sus filas figuraba la
mayor parte de los sacerdotes, y de entre ellos se elegía generalmente
al sumo sacerdote. Pero esto se hacía, sin embargo, con la expresa
estipulación de que no fuesen recalcadas sus opiniones escépticas.
Debido al número y la popularidad de los fariseos, era necesario para
los saduceos dar su aquiescencia externa a sus doctrinas mientras
ocupaban un cargo sacerdotal. Pero el hecho mismo de que eran elegibles
para tales cargos, daba influencia a sus errores.
Los saduceos rechazaban la enseñanza de Jesús. El estaba animado por un
espíritu cuya manifestación en esta forma no querían reconocer; y su
enseñanza acerca de Dios y de la vida futura contradecía sus teorías.
Creían en Dios, como el único ser superior al hombre; pero argüían que
una providencia directora y una previsión divina privarían al hombre del
carácter de agente moral libre y le degradarían a la posición de un
esclavo. Creían que, habiendo creado al hombre, Dios le había abandonado
a sí mismo, independiente de una influencia superior. Sostenían que el
hombre estaba libre para regir su propia vida y amoldar los
acontecimientos del mundo; que su destino estaba en sus propias manos.
Negaban que el Espíritu de Dios obrase por medio de los esfuerzos
humanos o medios naturales. Sin embargo, sostenían que, por el debido
empleo de sus facultades naturales, el hombre podía elevarse e
ilustrarse; que por exigencias rigurosas y austeras podía purificarse su
vida.
Sus ideas acerca de Dios amoldaban su carácter. Como en su opinión no
tenía él interés en el hombre, tenían poca consideración unos para con
otros; había poca unión entre ellos. Rehusando reconocer la influencia
del Espíritu Santo sobre las acciones humanas, carecían de su poder en
sus vidas. Como el resto de los judíos, se jactaban mucho de su derecho
de nacimiento como hijos de Abrahán y de su estricta adhesión a los
requerimientos de la ley; pero estaban desprovistos del verdadero
espíritu de la ley, así como de la fe y benevolencia de Abrahán. Sus
simpatías naturales eran muy estrechas. Creían que era posible para
todos los hombres conseguir las comodidades y bendiciones de la vida; y
sus corazones no se conmovían por las necesidades y los sufrimientos
ajenos. Vivían para sí mismos.
Por sus palabras y obras, Cristo testificaba de un poder divino que
produce resultados sobrenaturales, de una vida futura más allá de la
presente, de Dios como Padre de los hijos de los hombres, que siempre
vela por sus intereses verdaderos. Revelaba la obra del poder divino en
la benevolencia y compasión que reprendía el carácter egoísta y
exclusivo de los saduceos. Enseñaba que para el bien temporal y eterno
del hombre, Dios obra en el corazón por el Espíritu Santo. De mostraba
el error de confiar en el poder humano para aquella transformación del
carácter que puede ser realizada única mente por el Espíritu de Dios.
Los saduceos estaban resueltos a desacreditar esta enseñanza. Al buscar
una controversia con Jesús, confiaban en que arruinarían su reputación,
aun cuando no pudiesen obtener su condenación. La resurrección fue el
tema acerca del cual decidieron interrogarle. En caso de manifestarse de
acuerdo con ellos, iba a ofender aun más a los fariseos. Si difiriese de
su parecer, se proponían poner su enseñanza en ridículo.
Los saduceos razonaban que si el cuerpo se ha de componer en su estado
inmortal de las mismas partículas de materia que en su estado mortal,
entonces cuando resucite de los muertos, tendrá que tener carne y
sangre, y reasumir en el mundo eterno la vida interrumpida en la tierra.
En tal caso, concluían que las relaciones terrenales se reanudarían, el
esposo y la es posa volverían a unirse, se consumarían los matrimonios,
y todas las cosas irían como antes de la muerte, perpetuándose en la
vida futura las fragilidades y pasiones de esta vida.
En respuesta a sus preguntas, Jesús alzó el velo de la vida futura. "En
la resurrección --dijo-- ni los hombres tomarán mujeres, ni las mujeres
maridos; mas son como los ángeles de Dios en el cielo." Demostró que los
saduceos estaban equivocados en su creencia. Sus premisas eran falsas.
"Erráis --añadió,-- ignorando las Escrituras y el poder de Dios." No los
acusó, como había acusado a los fariseos, de hipocresía, sino de error
en sus creencias.
Los saduceos se habían lisonjeado de que entre todos los hombres eran
los que se adherían más estrictamente a las Escrituras. Pero Jesús
demostró que no conocían su verdadero significado. Este conocimiento
debe ser grabado en el corazón por la iluminación del Espíritu Santo. Su
ignorancia de las Escrituras y del poder de Dios, declaró él, eran causa
de la confusión de su fe y de las tinieblas mentales en que se hallaban.
Trataban de abarcar los misterios de Dios con su raciocinio finito.
Cristo los invitó a abrir sus mentes a las verdades sagradas que
ampliarían y fortalecerían el entendimiento. Millares se vuelven
incrédulos porque sus mentes finitas no pueden comprender los misterios
de Dios. No pueden explicar la maravillosa manifestación del poder
divino en sus providencias, y por lo tanto rechazan las evidencias de
un poder tal, atribuyéndolas a los agentes naturales que les son aun más
difíciles de comprender. La única clave de los misterios que nos rodean
consiste en reconocer en todos ellos la presencia y el poder de Dios.
Los hombres necesitan reconocer a Dios como el Creador del universo, el
que ordena y ejecuta todas las cosas. Necesitan una visión más amplia de
su carácter y del misterio de sus agentes.
Cristo declaró a sus oyentes que si no hubiese resurrección de los
muertos, las Escrituras que profesaban creer no tendrían utilidad. El
dijo: "Y de la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que os
es dicho por Dios, que dice: Yo soy el Dios de Abraham, y el Dios de
Isaac, y el Dios de Jacob?" Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.
Dios cuenta las cosas que no son como si fuesen. El ve el fin desde el
principio, y contempla el resultado de su obra como si estuviese ya
terminada. Los preciosos muertos, desde Adán hasta el último santo que
muera, oirán la voz del Hijo de Dios, y saldrán del sepulcro para tener
vida inmortal. Dios será su Dios, y ellos serán su pueblo. Habrá una
relación íntima y tierna entre Dios y los santos resucitados. Esta
condición, que se anticipa en su propósito, es contemplada por él como
si ya existiese. Para él los muertos viven.
Los saduceos fueron reducidos al silencio por las palabras de Cristo. No
le pudieron contestar. No había dicho una sola palabra de la cual
pudiesen aprovecharse para condenarle. Sus adversarios no habían ganado
nada, sino el desprecio del pueblo.
Sin embargo, los fariseos no desesperaban de inducirle a decir algo que
pudiesen usar contra él. Persuadieron a cierto sabio escriba a que
interrogase a Jesús acerca de cuál de los diez preceptos de la ley tenía
la mayor importancia.
Los fariseos habían exaltado los cuatro primeros mandamientos, que
señalaban el deber del hombre para con su Hacedor, como si fuesen de
mucho mayor consecuencia que los otros seis, que definen los deberes
del hombre para con sus semejantes. Como resultado, les faltaba piedad
práctica. Jesús había demostrado a la gente su gran deficiencia y había
enseñado la necesidad de las buenas obras, declarando que se conoce el
árbol por sus frutos. Por esta razón, le habían acusado de exaltar los
últimos seis mandamientos más que los primeros cuatro.
El escriba se acercó a Jesús con una pregunta directa: "¿Cuál es el
primer mandamiento de todos?" La respuesta de Cristo es directa y
categórica: "El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel, el Señor
nuestro Dios, el Señor uno es. Amarás pues al Señor tu Dios de todo tu
corazón, y de toda tu alma, y de toda tu mente, y de todas tus fuerzas;
este es el principal mandamiento." El segundo es semejante al primero,
dijo Cristo; porque se desprende de él: "Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos." "De estos dos
mandamientos depende toda la ley y los profetas."
Los primeros cuatro mandamientos del Decálogo están resumidos en el
primer gran precepto: "Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón." Los
últimos seis están incluidos en el otro: "Amarás a tu prójimo como a ti
mismo." Estos dos mandamientos son la expresión del principio del amor.
No se puede guardar el primero y violar el segundo, ni se puede guardar
el segundo mientras se viola el primero. Cuando Dios ocupe en el trono
del corazón su lugar legítimo, nuestro prójimo recibirá el lugar que le
corresponde. Le amaremos como a nosotros mismos. Únicamente cuando
amemos a Dios en forma suprema, será posible amar a nuestro prójimo
imparcialmente.
Y puesto que todos los mandamientos están resumidos en el amor a Dios y
al prójimo, se sigue que ningún precepto puede quebrantarse sin violar
este principio. Así enseñó Cristo a sus oyentes que la ley de Dios no
consiste en cierto número de preceptos separados, algunos de los cuales
son de gran importancia, mientras otros tienen poca y pueden ignorarse
con impunidad. Nuestro Señor presenta los primeros cuatro y los últimos
seis mandamientos como un conjunto divino, y enseña que el amor a Dios
se manifestará por la obediencia a todos sus mandamientos.
El escriba que había interrogado a Jesús estaba bien instruido en la ley
y se asombró de sus palabras. No esperaba que manifestase un
conocimiento tan profundo y cabal de las Escrituras. Obtuvo una visión
más amplia de los principios básicos de los preceptos sagrados. Delante
de los sacerdotes y gobernantes congregados, reconoció honradamente que
Cristo había dado la debida interpretación a la ley, diciendo:
"Bien, Maestro, verdad has dicho, que uno es Dios, y no hay otro fuera
de él; y que amarle de todo corazón, y de todo entendimiento, y de toda
el alma, y de todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, más
es que todos los holocaustos y sacrificios.
La sabiduría de la respuesta de Cristo había convencido al escriba.
Sabía que la religión judía consistía en ceremonias externas más bien
que en piedad interna. Sentía en cierta medida la inutilidad de las
ofrendas ceremoniales, y del derramamiento de sangre para la expiación
del pecado si no iba acompañado de fe. El amor y la obediencia a Dios,
la consideración abnegada para con el hombre, le parecían de más valor
que todos estos ritos. La disposición de este hombre a reconocer la
corrección del raciocinio de Cristo y su respuesta decidida y pronta
delante de la gente, manifestaban un espíritu completamente diferente
del de los sacerdotes y gobernantes. El corazón de Jesús se compadeció
del honrado escriba que se había atrevido a afrontar el ceño de los
sacerdotes y las amenazas de los gobernantes al expresar las
convicciones de su corazón. "Jesús entonces, viendo que había respondido
sabiamente, le dice: No estás lejos del reino de Dios."
El escriba estaba cerca del reino de Dios porque reconocía que las obras
de justicia son más aceptables para Dios que los holocaustos y
sacrificios. Pero necesitaba reconocer el carácter divino de Cristo, y
por la fe en él recibir el poder para hacer las obras de justicia. El
servicio ritual no tenía ningún valor a menos que estuviese relacionado
con Cristo por una fe viva. Aun la ley moral no cumple su propósito a
menos que se entienda en su relación con el Salvador. Cristo había
demostrado repetidas veces que la ley de su Padre contenía algo más
profundo que sólo órdenes autoritarias. En la ley se encarnaba el mismo
principio revelado en el Evangelio. La ley señala su deber al hombre
y le muestra su culpabilidad. Este debe buscar en Cristo perdón y poder
para hacer lo que la ley ordena.
Los fariseos se habían acercado en derredor de Jesús mientras contestaba
la pregunta del escriba. Ahora él les dirigió una pregunta: "¿Qué os
parece del Cristo? ¿de quién es Hijo?" Esta pregunta estaba destinada a
probar su fe acerca del Mesías, a demostrar si le consideraban
simplemente como hombre o como Hijo de Dios. Un coro de voces contestó:
"De David." Tal era el título que la profecía había dado al Mesías.
Cuando Jesús revelaba su divinidad por sus poderosos milagros, cuando
sanaba a los enfermos y resucitaba a los muertos, la gente se había
preguntado entre sí: "¿No es éste el Hijo de David?" La mujer
sirofenisa, el ciego Bartimeo y muchos otros, habían clamado a él por
ayuda: "Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí." Mientras
cabalgaba en dirección a Jerusalén, había sido saludado con la gozosa
aclamación: "¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el
nombre del Señor!" Y en el templo los niñitos se habían hecho eco ese
mismo día de este alegre reconocimiento. Pero muchos de los que llamaban
a Jesús Hijo de David, no reconocían su divinidad. No comprendían que el
Hijo de David era también el Hijo de Dios.
En respuesta a la declaración de que el Cristo era el Hijo de David,
Jesús dijo: "¿Pues cómo David en Espíritu [el Espíritu de inspiración
proveniente de Dios] le llama Señor, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor:
Siéntate a mi diestra, entre tanto que pongo tus enemigos por estrado de
tus pies? Pues si David le llama Señor, ¿cómo es su Hijo? Y nadie le
podía responder palabra; ni osó alguno desde aquel día preguntarle más."