"EL SEÑOR JESÚS, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado
gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed: esto es mi cuerpo que por
vosotros es partido: haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también
la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto
en mi sangre: haced esto todas las veces que bebierais, en memoria de
mí. Porque todas las veces que comiereis este pan, y bebierais esta
copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que venga." Cristo se
hallaba en el punto de transición entre dos sistemas y sus dos grandes
fiestas respectivas. El, el Cordero inmaculado de Dios, estaba por
presentarse como ofrenda por el pecado, y así acabaría con el sistema de
figuras y ceremonias que durante cuatro mil años había anunciado su
muerte. Mientras comía la pascua con sus discípulos, instituyó en su
lugar el rito que había de conmemorar su gran sacrificio. La fiesta
nacional de los judíos iba a desaparecer para siempre. El servicio que
Cristo establecía había de ser observado por sus discípulos en todos los
países y a través de todos los siglos.
La Pascua fue ordenada como conmemoración del libramiento de Israel de
la servidumbre egipcia. Dios había indicado que, año tras año, cuando
los hijos preguntasen el significado de este rito, se les repitiese la
historia. Así había de mantenerse fresca en la memoria de todos aquella
maravillosa liberación. El rito de la cena del Señor fue dado para
conmemorar la gran liberación obrada como resultado de la muerte de
Cristo. Este rito ha de celebrarse hasta que él venga por segunda vez
con poder y gloria. Es el medio por el cual ha de mantenerse fresco en
nuestra mente el recuerdo de su gran obra en favor nuestro.
En ocasión de su liberación de Egipto, los hijos de Israel comieron la
cena de Pascua de pie, con los lomos ceñidos, con el bordón en la mano,
listos para el viaje. La manera en que celebraban este rito
armonizaba con su condición; porque estaban por ser arrojados del país
de Egipto, e iban a empezar un viaje penoso y difícil a través del
desierto. Pero en el tiempo de Cristo, las condiciones habían
cambiado. Ya no estaban por ser arrojados de un país extraño, sino que
moraban en su propia tierra. En armonía con el reposo que les había
sido dado, el pueblo tomaba entonces la cena pascual en posición
recostada. Se colocaban canapés en derredor de la mesa, y los huéspedes
descansaban en ellos, apoyándose en el brazo izquierdo, y teniendo la
mano derecha libre para manejar la comida. En esta posición, un huésped
podía poner la cabeza sobre el pecho del que seguía en orden hacia
arriba. Y los pies, hallándose al extremo exterior del canapé, podrán
ser lavados por uno que pasase en derredor de la parte exterior del
círculo.
Cristo estaba todavía a la mesa en la cual se había servido la cena
pascual. Delante de él estaban los panes sin levadura que se usaban en
ocasión de la Pascua. El vino de la Pascua, exento de toda
fermentación, estaba sobre la mesa. Estos emblemas empleó Cristo para
representar su propio sacrificio sin mácula. Nada que fuese corrompido
por la fermentación, símbolo de pecado y muerte, podía representar al
"Cordero sin mancha y sin contaminación."
"Y comiendo ellos, tomó Jesús el pan, y bendijo, y lo partió, y dio a
sus discípulos, y dijo: Tomad, comed, esto es mi cuerpo. Y tomando el
vaso, y hechas gracias, les dio, diciendo: Bebed de él todos; porque
esto es mi sangre del nuevo pacto, la cual es derramada por muchos para
remisión de los pecados. Y os digo, que desde ahora no beberé más de
este fruto de la vid, hasta aquel día, cuando lo tengo de beber nuevo
con vosotros en el reino de mi Padre."
El traidor Judas estaba presente en el servicio sacramental. Recibió de
Jesús los emblemas de su cuerpo quebrantado y su sangre derramada. Oyó
las palabras: "Haced esto en memoria de mí." Y sentado allí en la misma
presencia del Cordero de Dios, el traidor reflexionaba en sus sombríos
propósitos y albergaba pensamientos de resentimiento y venganza.
Mientras les lavaba los pies, Cristo había dado pruebas convincentes de
que conocía el carácter de Judas. "No estáis limpios todos," había
dicho. Estas palabras convencieron al falso discípulo de que Cristo
leía su propósito secreto. Pero ahora Jesús habló más claramente.
Sentado a la mesa con los discípulos, dijo, mirándolos: "No hablo de
todos vosotros: y sé los que he elegido: mas para que se cumpla la
Escritura: El que come pan conmigo, levantó contra mi su calcañar."
Aun entonces los discípulos no sospecharon de Judas. Pero vieron que
Cristo parecía muy afligido. Una nube se posó sobre todos ellos, un
presentimiento de alguna terrible calamidad cuya naturaleza no
comprendían. Mientras comían en silencio, Jesús dijo: "De cierto os
digo, que uno de vosotros me ha de entregar." Al oír estas palabras, el
asombro y la consternación se apoderaron de ellos. No podían comprender
cómo cualquiera de ellos pudiese traicionar a su divino Maestro. ¿Por
qué causa podría traicionarle? ¿Y ante quién? ¿En el corazón de quién
podría nacer tal designio? ¡Por cierto que no sería en el de ninguno de
los doce favorecidos, que, sobre todos los demás, habían tenido el
privilegio de oír sus enseñanzas, que habían compartido su admirable
amor, y hacia quienes había manifestado tan grande consideración al
ponerlos en íntima comunión con él!
Al darse cuenta del significado de sus palabras y recordar cuán ciertos
eran sus dichos, el temor y la desconfianza propia se apoderaron de
ellos. Comenzaron a escudriñar su propio corazón para ver si albergaba
algún pensamiento contra su Maestro. Con la más dolorosa emoción, uno
tras otro preguntó: "¿Soy yo, Señor?" Pero Judas guardaba silencio. Al
fin, Juan, con profunda angustia, preguntó: "Señor, ¿quién es?" Y Jesús
contestó: "El que mete la mano conmigo en el plato, ése me ha de
entregar. A la verdad el Hijo del hombre va, como esta escrito de él,
mas ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del hombre es entregado! bueno
le fuera al tal hombre no haber nacido." Los discípulos se habían
escrutado mutuamente los rostros al preguntar: "¿Soy yo, Señor?" Y
ahora el silencio de Judas atraía todos los ojos hacia él. En medio de
la confusión de preguntas y expresiones de asombro, Judas no había oído
las palabras de Jesús en respuesta a la pregunta de Juan. Pero ahora,
para escapar al escrutinio de los discípulos, preguntó como ellos: "¿Soy
yo, Maestro?" Jesús replicó solemnemente: "Tú lo has dicho."
Sorprendido y confundido al ver expuesto su propósito, Judas se levantó
apresuradamente para salir del aposento. "Entonces Jesús le dice: Lo
que haces, hazlo más presto. . . . Como él pues hubo tomado el bocado,
luego salió: y era ya noche." Era verdaderamente noche para el traidor
cuando, apartándose de Cristo, penetró en las tinieblas de afuera.
Hasta que hubo dado este paso, Judas no había traspasado la posibilidad
de arrepentirse. Pero cuando abandonó la presencia de su Señor y de sus
condiscípulos, había hecho la decisión final. Había cruzado el límite.
Admirable había sido la longanimidad de Jesús en su trato con esta alma
tentada. Nada que pudiera hacerse para salvar a Judas se había dejado
de lado. Después que se hubo comprometido dos veces a entregar a su
Señor, Jesús le dio todavía oportunidad de arrepentirse. Leyendo el
propósito secreto del corazón del traidor, Cristo dio a Judas la
evidencia final y convincente de su divinidad. Esto fue para el falso
discípulo el último llamamiento al arrepentimiento. El corazón
divino-humano de Cristo no escatimó súplica alguna que pudiera hacer.
Las olas de la misericordia, rechazadas por el orgullo obstinado,
volvían en mayor reflujo de amor subyugador. Pero aunque sorprendido y
alarmado al ver descubierta su culpabilidad, Judas se hizo tan sólo más
resuelto en ella. Desde la cena sacramental, salió para completar la
traición.
Al pronunciar el ay sobre Judas, Cristo tenía también un propósito de
misericordia para con sus discípulos. Les dio así la evidencia
culminante de su carácter de Mesías. "Os lo digo antes que se haga
--dijo,-- para que cuando se hiciere, creáis que yo soy." Si Jesús
hubiese guardado silencio, en aparente ignorancia de lo que iba a
sobrevenirle, los discípulos podrían haber pensado que su Maestro no
tenia previsión divina, y que había sido sorprendido y entregado en las
manos de la turba homicida. Un año antes, Jesús había dicho a los
discípulos que había escogido a doce, y que uno de ellos era diablo.
Ahora las palabras que había dirigido a Judas demostraban que su Maestro
conocía plenamente su traición e iban a fortalecer la fe de los
discípulos fieles durante su humillación. Y cuando Judas hubiese
llegado a su horrendo fin, recordarían el ay pronunciado por Jesús sobre
el traidor.
El Salvador tenía otro propósito aún. No había privado de su ministerio
a aquel que sabía era el traidor. Los discípulos no comprendieron sus
palabras cuando dijo, mientras les lavaba los pies: "No estáis limpios
todos," ni tampoco cuando declaró en la mesa: "El que come pan conmigo,
levantó contra mi su calcañar." Pero más tarde, cuando su significado
quedó aclarado, vieron allí pruebas de la paciencia y misericordia de
Dios hacia el que más gravemente pecara.
Aunque Jesús conocía a Judas desde el principio, le lavó los pies. Y el
traidor tuvo ocasión de unirse con Cristo en la participación del
sacramento. Un Salvador longánime ofreció al pecador todo incentivo
para recibirle, para arrepentir
se y ser limpiado de la contaminación del
pecado. Este ejemplo es para nosotros. Cuando suponemos que alguno
está en error y pecado, no debemos separarnos de él. No debemos dejarle
presa de la tentación por algún apartamiento negligente, ni impulsarle
al terreno de batalla de Satanás. Tal no es el método de Cristo.
Porque los discípulos estaban sujetos a yerros y defectos, Cristo lavó
sus pies, y todos menos uno de los doce fueron traídos al
arrepentimiento.
El ejemplo de Cristo prohibe la exclusividad en la cena del Señor. Es
verdad que el pecado abierto excluye a los culpables. Esto lo enseña
claramente el Espíritu Santo. Pero, fuera de esto, nadie ha de
pronunciar juicio. Dios no ha dejado a los hombres el decir quiénes se
han de presentar en estas ocasiones. Porque ¿quién puede leer el
corazón? ¿Quién puede distinguir la cizaña del trigo? "Por tanto,
pruébese cada uno a si mismo, y coma así de aquel pan, y beba de aquella
copa." Porque "cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del
Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor."
"El que come y bebe indignamente, juicio come y bebe para sí, no
discerniendo el cuerpo del Señor."
Cuando los creyentes se congregan para celebrar los ritos, están
presentes mensajeros invisibles para los ojos humanos. Puede haber un
Judas en el grupo, y en tal caso hay allí mensajeros del príncipe de las
tinieblas, porque ellos acompañan a todos los que se niegan a ser
dirigidos por el Espíritu Santo. Los ángeles celestiales están también
presentes. Estos visitantes invisibles están presentes en toda
ocasión tal. Pueden entrar en el grupo personas que no son de todo
corazón siervos de la verdad y la santidad, pero que desean tomar parte
en el rito. No debe prohibírselas. Hay testigos que estuvieron
presentes cuando Jesús lavó los pies de los discípulos y de Judas. Hay
ojos más que humanos que contemplan la escena.
Por el Espíritu Santo, Cristo está allí para poner el sello a su propio
rito. Está allí para convencer y enternecer el corazón. Ni una mirada,
ni un pensamiento de contrición escapa a su atención. El aguarda al
arrepentido y contrito de corazón. Todas las cosas están listas para la
recepción de aquella alma. El que lavó los pies de Judas anhela lavar
de cada corazón la mancha del pecado.
Nadie debe excluirse de la comunión porque esté presente alguna persona
indigna. Cada discípulo está llamado a participar públicamente de ella
y dar así testimonio de que acepta a Cristo como Salvador personal. Es
en estas ocasiones designadas por él mismo cuando Cristo se encuentra
con los suyos y los fortalece por su presencia. Corazones y manos
indignos pueden administrar el rito; sin embargo Cristo está allí para
ministrar a sus hijos. Todos los que vienen con su fe fija en él serán
grandemente bendecidos. Todos los que descuidan estos momentos de
privilegio divino sufrirán una pérdida. Acerca de ellos se puede decir
con acierto: "No estáis limpios todos."
Al participar con sus discípulos del pan y del vino, Cristo se
comprometió como su Redentor. Les confió el nuevo pacto, por medio del
cual todos los que le reciben llegan a ser hijos de Dios, coherederos
con Cristo. Por este pacto, venía a ser suya toda bendición que el
cielo podía conceder para esta vida y la venidera. Este pacto había de
ser ratificado por la sangre de Cristo. La administración del
sacramento había de recordar a los discípulos el sacrificio infinito
hecho por cada uno de ellos como parte del gran conjunto de la humanidad
caída.
Pero el servicio de la comunión no había de ser una ocasión de
tristeza. Tal no era su propósito. Mientras los discípulos del Señor
se reúnen alrededor de su mesa, no han de recordar y lamentar sus
faltas. No han de espaciarse en su experiencia religiosa pasada, haya
sido ésta elevadora o deprimente. No han de recordar las divergencias
existentes entre ellos y sus hermanos. El rito preparatorio ha
abarcado todo esto. El examen propio, la confesión del pecado, la
reconciliación de las divergencias, todo esto se ha hecho. Ahora han
venido para encontrarse con Cristo. No han de permanecer en la sombra
de la cruz, sino en su luz salvadora. Han de abrir el alma a los
brillantes rayos del Sol de justicia. Con corazones purificados por la
preciosísima sangre de Cristo, en plena conciencia de su presencia,
aunque invisible, han de oír sus palabras: "La paz os dejo, mi paz os
doy: no como el mundo la da, yo os la doy."
Nuestro Señor dice: Bajo la convicción del pecado, recordad que yo morí
por vosotros. Cuando seáis oprimidos, perseguidos y afligidos por mi
causa y la del Evangelio, recordad mi amor, el cual fue tan grande que
di mi vida por vosotros. Cuando vuestros deberes parezcan austeros y
severos, y vuestras cargas demasiado pesadas, recordad que por vuestra
causa soporté la cruz, menospreciando la vergüenza. Cuando vuestro
corazón se atemoriza ante la penosa prueba, recordad que vuestro
Redentor vive para interceder por vosotros.
El rito de la comunión señala la segunda venida de Cristo. Estaba
destinado a mantener esta esperanza viva en la mente de los discípulos.
En cualquier oportunidad en que se reuniesen para conmemorar su muerte,
relataban cómo él "tomando el vaso, y hechas gracias, les dio, diciendo:
Bebed de él todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, la cual es
derramada por muchos para remisión de los pecados. Y os digo, que desde
ahora no beberé más de este fruto de la vid hasta aquel día, cuando lo
tengo de beber nuevo con vosotros en el reino de mi Padre." En su
tribulación, hallaban consuelo en la esperanza del regreso de su Señor.
Les era indeciblemente precioso el pensamiento: "Todas las veces que
comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis
hasta que venga."
Estas son las cosas que nunca hemos de olvidar. El amor de Jesús, con
su poder constrictivo, ha de mantenerse fresco en nuestra memoria.
Cristo instituyó este rito para que hablase a nuestros sentidos del amor
de Dios expresado en nuestro favor. No puede haber unión entre nuestras
almas y Dios excepto por Cristo. La unión y el amor entre hermanos
deben ser cimentados y hechos eternos por el amor de Jesús. Y nada
menos que la muerte de Cristo podía hacer eficaz para nosotros este
amor. Es únicamente por causa de su muerte por lo que nosotros
podemos considerar con gozo su segunda venida. Su sacrificio es el
centro de nuestra esperanza. En él debemos fijar nuestra fe.
Demasiado a menudo los ritos que señalan la humillación y los
padecimientos de nuestro Señor son considerados como una forma. Fueron
instituidos con un propósito. Nuestros sentidos necesitan ser
vivificados para comprender el misterio de la piedad. Es patrimonio de
todos comprender mucho mejor de lo que los comprendemos los sufrimientos
expiatorios de Cristo. "Como Moisés levantó la serpiente en el
desierto," así el Hijo de Dios fue levantado, "para que todo aquel que
en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna." Debemos
mirar la cruz del Calvario, que sostiene a su Salvador moribundo.
Nuestros intereses eternos exigen que manifestemos fe en Cristo.
Nuestro Salvador dijo: "Si no comiereis la carne del Hijo del hombre, y
bebierais su sangre, no tendréis vida en vosotros. ...Porque mi carne
es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida." Esto es verdad
acerca de nuestra naturaleza física. A la muerte de Cristo debemos aun
esta vida terrenal. El pan que comemos ha sido comprado por su cuerpo
quebrantado. El agua que bebemos ha sido comprada por su sangre
derramada. Nadie, santo, o pecador, come su alimento diario sin ser
nutrido por el cuerpo y la sangre de Cristo. La cruz del Calvario está
estampada en cada pan. Está reflejada en cada manantial. Todo esto
enseñó Cristo al designar los emblemas de su gran sacrificio. La luz
que resplandece del rito de la comunión realizado en el aposento alto
hace sagradas las provisiones de nuestra vida diaria. La despensa
familiar viene a ser como la mesa del Señor, y cada comida un
sacramento.
¡Y cuánto más ciertas son las palabras de Cristo en cuanto a nuestra
naturaleza espiritual! El declara: "El que come mi carne y bebe mi
sangre, tiene vida eterna." Es recibiendo la vida derramada por
nosotros en la cruz del Calvario como podemos vivir la vida santa. Y
esta vida la recibimos recibiendo su Palabra, haciendo aquellas cosas
que él ordenó. Así llegamos a ser uno con él. "El que come mi carne
--dice él,-- y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él. Como me
envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me
come, él también vivirá por mí." Este pasaje se aplica en un sentido
especial a la santa comunión. Mientras la fe contempla el gran
sacrificio de nuestro Señor, el alma asimila la vida espiritual de
Cristo. Y esa alma recibirá fuerza espiritual de cada comunión. El
rito forma un eslabón viviente por el cual el creyente está ligado con
Cristo, y así con el Padre. En un sentido especial, forma un vínculo
entre Dios y los seres humanos que dependen de él.
Al recibir el pan y el vino que simbolizan el cuerpo quebrantado de
Cristo y su sangre derramada, nos unimos imaginariamente a la escena de
comunión del aposento alto. Parecemos pasar por el huerto consagrado
por la agonía de Aquel que llevó los pecados del mundo. Presenciamos la
lucha por la cual se obtuvo nuestra reconciliación con Dios. El Cristo
crucificado es levantado entre nosotros.
Contemplando al Redentor crucificado, comprendemos más plenamente la
magnitud y el significado del sacrificio hecho por la Majestad del
cielo. El plan de salvación queda glorificado delante de nosotros, y el
pensamiento del Calvario despierta emociones vivas y sagradas en nuestro
corazón. Habrá alabanza a Dios y al Cordero en nuestro corazón y en
nuestros labios; porque el orgullo y la adoración del yo no pueden
florecer en el alma que mantiene frescas en su memoria las escenas del
Calvario.
Los pensamientos del que contempla el amor sin par del Salvador, se
elevarán, su corazón se purificará, su carácter se transformará. Saldrá
a ser una luz para el mundo, a reflejar en cierto grado ese misterioso
amor. Cuanto más contemplemos la cruz de Cristo, más plenamente
adoptaremos el lenguaje del apóstol cuando dijo: "Lejos esté de mí
gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el
mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo."