MIRANDO a sus discípulos con amor divino y con la más tierna simpatía,
Cristo dijo: "Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es
glorificado en él." Judas había abandonado el aposento alto, y Cristo
estaba solo con los once. Estaba por hablar de su inminente separación
de ellos; pero antes de hacerlo señaló el gran objeto de su misión, que
recordaba siempre. Se gozaba en que toda su humillación y sufrimiento
iban a glorificar el nombre del Padre. A esto dirigió primero los
pensamientos de sus discípulos.
Luego dirigiéndose a ellos con el término cariñoso de "hijitos," dijo:
"Aun un poco estoy con vosotros. Me buscaréis; mas, como dije a los
Judíos: Donde yo voy, vosotros no podéis venir; así digo a vosotros
ahora."
Los discípulos no podían regocijarse cuando oyeron esto. El temor se
apoderó de ellos. Se acercaron aun más al Salvador. Su Maestro y Señor,
su amado Instructor y Amigo, les era más caro que la vida. A él pedían
ayuda en todas sus dificultades, consuelo en sus tristezas y
desencantos. Ahora estaba por abandonarlos, a ellos que formaban un
grupo solitario y dependiente. Obscuros eran los presentimientos que
les llenaban el corazón.
Pero las palabras que les dirigía el Salvador estaban llenas de
esperanza. El sabía que iban a ser asaltados por el enemigo, y que la
astucia de Satanás tiene más éxito contra los que están deprimidos por
las dificultades. Por lo tanto, quiso desviar su atención de "las cosas
que se ven" a "las que no se ven." Apartó sus pensamientos del
destierro terrenal al hogar celestial.
"No se turbe vuestro corazón dijo: creéis en Dios, creed también en mi.
En la casa de mi Padre muchas moradas hay: de otra manera os lo hubiera
dicho: voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere, y os
apartaré lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mi mismo: para que
donde yo estoy, vosotros también estéis. Y sabéis a dónde yo voy; y
sabéis el camino." Por causa vuestra vine al mundo. Estoy trabajando
en vuestro favor. Cuando me vaya, seguiré trabajando anhelosamente por
vosotros. Vine al mundo a revelarme a vosotros, para que creyeseis.
Voy al Padre para cooperar con él en vuestro favor. El objeto de la
partida de Cristo era lo opuesto de lo que temían los discípulos. No
significaba una separación final. Iba a prepararles lugar, a fin de
volver aquí mismo a buscarlos. Mientras les estuviese edificando
mansiones, ellos habían de edificar un carácter conforme a la semejanza
divina.
Los discípulos estaban perplejos aún. Tomás, siempre acosado por las
dudas, dijo: "Señor, no sabemos a dónde vas: ¿Como, pues, podemos saber
el camino? Jesús le dice: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida:
nadie viene al Padre, sino por mí. Si me conocieseis, también a mi
Padre conocierais: y desde ahora le conocéis, y le habéis visto."
No hay muchos caminos que llevan al cielo. No puede cada uno escoger el
suyo. Cristo dice: "Yo soy el camino.... Nadie viene al Padre, sino por
mí." Desde que fue predicado el primer sermón evangélico, cuando en el
Edén se declaró que la simiente de la mujer aplastaría la cabeza de la
serpiente, Cristo ha sido enaltecido como el camino, la verdad y la
vida. El era el camino cuando Adán vivía, cuando Abel ofreció a Dios la
sangre del cordero muerto, que representaba la sangre del Redentor.
Cristo fue el camino por el cual los patriarcas y los profetas fueron
salvos. El es el único camino por el cual podemos tener acceso a Dios.
"Si me conocieseis --dijo Cristo,-- también a mi Padre conocierais: y
desde ahora le conocéis, y le habéis visto." Pero los discípulos no le
comprendieron todavía. "Señor, muéstranos el Padre -- exclamó
Felipe,-- y nos basta."
Asombrado por esta dureza de entendimiento, Cristo preguntó con dolorosa
sorpresa: " ¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros, y no me has
conocido, Felipe?" Es posible que no veáis al Padre en las obras que
hace por medio de mí? ¿No creéis que he venido para testificar acerca
del Padre? "¿Cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre?" "El que me ha
visto, ha visto al Padre." Cristo no había dejado de ser Dios cuando se
hizo hombre. Aunque se había humillado hasta asumir la humanidad,
seguía siendo divino. Cristo solo podía representar al Padre ante la
humanidad, y los discípulos habían tenido el privilegio de contemplar
esta representación por más de tres años.
"Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mi: de otra manera,
creedme por las mismas obras." Su fe podría haber descansado segura en
la evidencia dada por las obras de Cristo, obras que ningún hombre
habría podido hacer de por sí. Las obras de Cristo atestiguaban su
divinidad. El Padre había sido revelado por él.
Si los discípulos creyesen en esta relación vital entre el Padre y el
Hijo, su fe no los abandonaría cuando vieran los sufrimientos y la
muerte de Cristo para salvar a un mundo que perecía. Cristo estaba
tratando de conducirlos de su poca fe a la experiencia que podían
recibir si realmente comprendían lo que era: Dios en carne humana.
Deseaba que viesen que su fe debía llevarlos hacia arriba, hacia Dios, y
anclarse allí. ¡Con cuánto fervor y perseverancia procuró nuestro
compasivo Salvador preparar a sus discípulos para la tormenta de
tentación que pronto iba a azotarlos! El quería que estuviesen ocultos
con él en Dios.
Mientras Cristo pronunciaba estas palabras, la gloria de Dios
resplandecía en su semblante, y todos los presentes sintieron un sagrado
temor al escuchar sus palabras con arrobada atención. Sus corazones
fueron más decididamente atraídos hacia él; y mientras eran atraídos a
Cristo con mayor amor, eran también atraídos los unos hacia los otros.
Sentían que el cielo estaba muy cerca, y que las palabras que escuchaban
eran un mensaje enviado a ellos por su Padre celestial.
"De cierto, de cierto os digo --continuó Cristo:-- El que en mí cree,
las obras que yo hago también él las hará." El Salvador anhelaba
profundamente que sus discípulos comprendiesen con qué propósito su
divinidad se había unido a la humanidad. Vino al mundo para revelar la
gloria de Dios, a fin de que el hombre pudiese ser elevado por su poder
restaurador. Dios se manifestó en él a fin de que pudiese manifestarse
en ellos. Jesús no reveló cualidades ni ejerció facultades que los
hombres no pudieran tener por la fe en él. Su perfecta humanidad es
lo que todos sus seguidores pueden poseer si quieren vivir sometidos a
Dios como él vivió.
"Y mayores que éstas hará; porque yo voy al Padre." Con esto no quiso
decir Cristo que la obra de los discípulos sería de un carácter más
elevado que la propia, sino que tendría mayor extensión. No se refirió
meramente a la ejecución de milagros, sino a todo lo que sucedería bajo
la operación del Espíritu Santo.
Después de la ascensión del Señor, los discípulos experimentaron el
cumplimiento de su promesa. Las escenas de la crucifixión, resurrección
y ascensión de Cristo fueron para ellos una realidad viviente. Vieron
que las profecías se habían cumplido literalmente. Escudriñaron las
Escrituras y aceptaron sus enseñanzas con una fe y seguridad que no
conocían antes. Sabían que el divino Maestro era todo lo que había
aseverado ser. Y al contar ellos lo que habían experimentado y al
ensalzar el amor de Dios, los corazones humanos se enternecían y
subyugaban, y multitudes creían en Jesús.
La promesa del Salvador a sus discípulos es una promesa hecha a su
iglesia hasta el fin del tiempo. Dios no quería que su admirable plan
para redimir a los hombres lograse solamente resultados
insignificantes. Todos los que quieran ir a trabajar, no confiando en
lo que ellos mismos pueden hacer sino en lo que Dios puede hacer para
ellos y por ellos, experimentarán ciertamente el cumplimiento de su
promesa. "Mayores [obras] que éstas hará --él declara;-- porque yo voy
al Padre."
Hasta entonces los discípulos no conocían los recursos y el poder
limitado del Salvador. El les dijo: "Hasta ahora nada habéis pedido en
mi nombre." Explicó que el secreto de su éxito consistiría en pedir
fuerza y gracia en su nombre. Estaría delante del Padre para pedir por
ellos. La oración del humilde suplicante es presentada por él como su
propio deseo en favor de aquella alma. Cada oración sincera es oída en
el cielo. Tal vez no sea expresada con fluidez; pero si procede del
corazón ascenderá al santuario donde Jesús ministra, y él la presentará
al Padre sin balbuceos, hermosa y fragante con el incienso de su propia
perfección.
La senda de la sinceridad e integridad no es una senda libre 621 de
obstrucción, pero en toda dificultad hemos de ver una invitación a
orar. Ningún ser viviente tiene poder que no haya recibido de Dios, y
la fuente de donde proviene está abierta para el ser humano más débil.
"Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre --dijo Jesús,-- esto haré,
para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo pidiereis en mi
nombre, yo lo haré."
"En mi nombre," ordenó Cristo a sus discípulos que orasen. En el nombre
de Cristo han de permanecer siguiéndole delante de Dios. Por el valor
del sacrificio hecho por ellos, son estimables a los ojos del Señor. A
causa de la imputada justicia de Cristo, son tenidos por preciosos. Por
causa de Cristo, el Señor perdona a los que le temen. No ve en ellos la
vileza del pecador. Reconoce en ellos la semejanza de su Hijo en quien
creen.
El Señor se chasquea cuando su pueblo se tiene en estima demasiado
baja. Desea que su heredad escogida se estime según el valor que él le
ha atribuido. Dios la quería; de lo contrario no hubiera mandado a su
Hijo a una empresa tan costosa para redimirla. Tiene empleo para ella y
le agrada cuando le dirige las más elevadas demandas a fin de glorificar
su nombre. Puede esperar grandes cosas si tiene fe en sus promesas.
Pero orar en nombre de Cristo significa mucho. Significa que hemos de
aceptar su carácter, manifestar su espíritu y realizar sus obras. La
promesa del Salvador se nos da bajo cierta condición. "Si me amáis
--dice,-- guardad mis mandamientos." El salva a los hombres no en el
pecado, sino del pecado; y los que le aman mostrarán su amor
obedeciéndole.
Toda verdadera obediencia proviene del corazón. La de Cristo procedía
del corazón. Y si nosotros consentimos, se identificará de tal manera
con nuestros pensamientos y fines, amoldará de tal manera nuestro
corazón y mente en conformidad con su, voluntad, que cuando le
obedezcamos estaremos tan sólo ejecutando nuestros propios impulsos. La
voluntad, refinada y santificada, hallará su más alto deleite en
servirle. Cuando conozcamos a Dios como es nuestro privilegio
conocerle, nuestra vida será una vida de continua obediencia. Si
apreciamos el carácter de Cristo y tenemos comunión con Dios, el pecado
llegará a sernos odioso.
Así como Cristo vivió la ley en la humanidad, podemos vivirla nosotros
si tan sólo nos asimos del Fuerte para obtener fortaleza. Pero no hemos
de colocar la responsabilidad de nuestro deber en otros, y esperar que
ellos nos digan lo que debemos hacer. No podemos depender de la
humanidad para obtener consejos. El Señor nos enseñará nuestro deber
tan voluntariamente como a alguna otra persona. Si acudimos a él con
fe, nos dirá sus misterios a nosotros personalmente. Nuestro corazón
arderá con frecuencia en nosotros mismos cuando él se ponga en comunión
con nosotros como lo hizo con Enoc. Los que decidan no hacer, en ningún
ramo, algo que desagrade a Dios, sabrán, después de presentarle su caso,
exactamente qué conducta seguir. Y recibirán no solamente sabiduría,
sino fuerza. Se les impartirá poder para obedecer, para servir, según
lo prometió Cristo. Cuanto se dio a Cristo --todas las cosas destinadas
a suplir la necesidad de los hombres caídos,-- se le dio como a la
cabeza y representante de la humanidad. "Y cualquier cosa que
pidiéremos, la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y
hacernos las cosas que son agradables delante de él."
Antes de ofrecerse como víctima para el sacrificio, Cristo buscó el don
más esencial y completo que pudiese otorgar a sus seguidores, un don que
pusiese a su alcance los ilimitados recursos de la gracia. "Yo rogaré
al Padre --dijo,-- y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros
para siempre: Al Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir,
porque no le ve, ni le conoce: mas vosotros le conocéis; porque está con
vosotros, y será en vosotros. No os dejaré huérfanos; vendré a
vosotros."
Antes de esto, el Espíritu había estado en el mundo; desde el mismo
principio de la obra de redención había estado moviendo los corazones
humanos. Pero mientras Cristo estaba en la tierra, los discípulos no
habían deseado otro ayudador. Y antes de verse privados de su presencia
no sentirían su necesidad del Espíritu, pero entonces vendría.
El Espíritu Santo es el representante de Cristo, pero despojado de la
personalidad humana e independiente de ella. Estorbado por la
humanidad, Cristo no podía estar en todo lugar personalmente. Por lo
tanto, convenía a sus discípulos que fuese al Padre y enviase el
Espíritu como su sucesor en la tierra. Nadie podría entonces tener
ventaja por su situación o su contacto personal con Cristo. Por el
Espíritu, el Salvador sería accesible a todos. En este sentido, estaría
más cerca de ellos que si no hubiese ascendido a lo alto.
"El que me ama, será amado de mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré
a él." Jesús leía el futuro de sus discípulos. Veía a uno llevado al
cadalso, otro a la cruz, otro al destierro entre las solitarias rocas
del mar, otros a la persecución y la muerte. Los animó con la promesa
de que en toda prueba estaría con ellos. Esta promesa no ha perdido
nada de su fuerza. El Señor sabe todo lo relativo a los fieles siervos
suyos que por su causa están en la cárcel o desterrados en islas
solitarias. El los consuela con su propia presencia. Cuando por causa
de la verdad, el creyente está frente a tribunales inicuos, Cristo está
a su lado. Todos los oprobios que caen sobre él, caen sobre Cristo.
Cristo vuelve a ser condenado en la persona de su discípulo. Cuando uno
está encerrado entre las paredes de la cárcel, Cristo arroba el corazón
con su amor. Cuando uno sufre la muerte por causa suya, Cristo dice:
"Yo soy ... el que vivo, y he sido muerto; y he aquí que vivo por siglos
de siglos. . . . Y tengo las llaves del infierno y de la muerte." La
vida que es sacrificada por mí se conserva para llegar a disfrutar la
gloria eterna.
En toda ocasión y lugar, en todas las tristezas y aflicciones, cuando la
perspectiva parece sombría y el futuro nos deja perplejos y nos sentimos
impotentes y solos, se envía el Consolador en respuesta a la oración de
fe. Las circunstancias pueden separarnos de todo amigo terrenal, pero
ninguna circunstancia ni distancia puede separarnos del Consolador
celestial. Dondequiera que estemos, dondequiera que vayamos, esta
siempre a nuestra diestra para apoyarnos, sostenernos y animarnos.
Los discípulos no comprendían todavía las palabras de Cristo en su
sentido espiritual, y él volvió a explicarles su significado. Por el
Espíritu, dijo, se manifestaría a ellos. "El Consolador, el Espíritu
Santo, al cual el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las
cosas." Ya no diréis: No puedo comprender. Ya no veréis obscuramente
como por un espejo. Podréis "comprender con todos los santos cuál sea
la anchura y la longura y la profundidad y la altura, y conocer el
amor de Cristo, que excede a todo conocimiento."
Los discípulos habían de dar testimonio de la vida y obra de Cristo.
Por sus palabras él había de hablar a todos los pueblos sobre la faz de
la tierra. Pero en la humillación y muerte de Cristo iban a sufrir gran
prueba y chasco. A fin de que después de esto la palabra de ellos fuese
exacta, Jesús prometió respecto al Consolador: "Os recordará todas las
cosas que os he dicho."
"Aun tengo muchas cosas que deciros --continuó,-- mas ahora no las
podéis llevar. Pero cuando viniere aquel Espíritu de verdad, él os
guiará en toda verdad; porque no hablará de si mismo, sino que hablará
todo lo que oyese, y os hará saber las cosas que han de venir. El me
glorificará: porque tomará de lo mío, y os lo hará saber." Jesús había
abierto delante de sus discípulos una vasta extensión de la verdad.
Pero les era muy difícil impedir que en sus mentes se mezclaran sus
lecciones con las tradiciones y máximas de los escribas y fariseos.
Habían aprendido a aceptar las enseñanzas de los rabinos como voz de
Dios, y esto dominaba todavía sus mentes y amoldaba sus sentimientos.
Las ideas terrenales y las cosas temporales ocupaban todavía mucho lugar
en sus pensamientos. No comprendían la naturaleza espiritual del reino
de Cristo, aunque él se la había explicado tantas veces. Sus mentes se
habían confundido. No comprendían el valor de las Escrituras que Cristo
presentaba. Muchas de sus lecciones parecían no hallar cabida en sus
mentes. Jesús vio que no comprendían el verdadero significado de sus
palabras. Compasivamente, les prometió que el Espíritu Santo les
recordaría esos dichos. Y había dejado sin decir muchas cosas que no
podían ser comprendidas por los discípulos. Estas también les serían
reveladas por el Espíritu. El Espíritu había de vivificar su
entendimiento, a fin de que pudiesen apreciar las cosas celestiales.
"Cuando viniere aquel Espíritu de verdad --dijo Jesús,-- él os guiará a
toda verdad."
El Consolador es llamado el "Espíritu de verdad." Su obra consiste en
definir y mantener la verdad. Primero mora en el corazón como el
Espíritu de verdad, y así llega a ser el Consolador. Hay consuelo y paz
en la verdad, pero no se puede hallar verdadera paz ni consuelo en la
mentira. Por medio de falsas teorías y tradiciones es como Satanás
obtiene su poder sobre la mente. Induciendo a los hombres a adoptar
normas falsas, tuerce el carácter. Por medio de las Escrituras, el
Espíritu Santo habla a la mente y graba la verdad en el corazón. Así
expone el error, y lo expulsa del alma. Por el Espíritu de verdad,
obrando por la Palabra de Dios, es como Cristo subyuga a sí mismo a sus
escogidos.
Al describir a sus discípulos la obra y el cargo del Espíritu Santo,
Jesús trató de inspirarles el gozo y la esperanza que alentaba su propio
corazón. Se regocijaba por la ayuda abundante que había provisto para
su iglesia. El Espíritu Santo era el más elevado de todos los dones que
podía solicitar de su Padre para la exaltación de su pueblo. El
Espíritu iba a ser dado como agente regenerador, y sin esto el
sacrificio de Cristo habría sido inútil. El poder del mal se había
estado fortaleciendo durante siglos, y la sumisión de los hombres a este
cautiverio satánico era asombrosa. El pecado podía ser resistido y
vencido únicamente por la poderosa intervención de la tercera persona de
la Divinidad, que iba a venir no con energía modificada, sino en la
plenitud del poder divino. El Espíritu es el que hace eficaz lo que ha
sido realizado por el Redentor del mundo. Por el Espíritu es purificado
el corazón. Por el Espíritu llega a ser el creyente participe de la
naturaleza divina. Cristo ha dado su Espíritu como poder divino para
vencer todas las tendencias hacia el mal, hereditarias y cultivadas, y
para grabar su propio carácter en su iglesia.
Acerca del Espíritu dijo Jesús: "El me glorificará." El Salvador vino
para glorificar al Padre demostrando su amor; así el Espíritu iba a
glorificar a Cristo revelando su gracia al mundo. La misma imagen de
Dios se ha de reproducir en la humanidad. El honor de Dios, el honor de
Cristo, están comprometidos en la perfección del carácter de su pueblo.
"Cuando él [el Espíritu de verdad] viniere redargüirá al mundo de
pecado, y de justicia, y de juicio." La predicación de la palabra sería
inútil sin la continua presencia y ayuda del Espíritu Santo. Este es el
único maestro eficaz de la verdad divina. Únicamente cuando la verdad
vaya al corazón acompañada por el Espíritu vivificará la conciencia o
transformará la vida. Uno podría presentar la letra de la Palabra de
Dios, estar familiarizado con todos sus mandamientos y promesas;
pero a menos que el Espíritu Santo grabe la verdad, ninguna alma caerá
sobre la Roca y será quebrantada. Ningún grado de educación ni ventaja
alguna, por grande que sea, puede hacer de uno un conducto de luz sin la
cooperación del Espíritu de Dios. La siembra de la semilla del
Evangelio no tendrá éxito a menos que esa semilla sea vivificada por el
rocío del cielo. Antes que un solo libro del Nuevo Testamento fuese
escrito, antes que se hubiese predicado un sermón evangélico después de
la ascensión de Cristo, el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles
que oraban. Entonces el testimonio de sus enemigos fue: "Habéis llenado
a Jerusalén de vuestra doctrina."
Cristo prometió el don del Espíritu Santo a su iglesia, y la promesa nos
pertenece a nosotros tanto como a los primeros discípulos. Pero como
toda otra promesa, nos es dada bajo condiciones. Hay muchos que creen y
profesan aferrarse a la promesa del Señor; hablan acerca de Cristo y
acerca del Espíritu Santo, y sin embargo no reciben beneficio alguno.
No entregan su alma para que sea guiada y regida por los agentes
divinos. No podemos emplear al Espíritu Santo. El Espíritu ha de
emplearnos a nosotros. Por el Espíritu obra Dios en su pueblo "así el
querer como el hacer, por su buena voluntad." Pero muchos no quieren
someterse a eso. Quieren manejarse a sí mismos. Esta es la razón por
la cual no reciben el don celestial. Únicamente a aquellos que esperan
humildemente en Dios, que velan para tener su dirección y gracia, se da
el Espíritu. El poder de Dios aguarda que ellos lo pidan y lo reciban.
Esta bendición prometida, reclamada por la fe, trae todas las demás
bendiciones en su estela. Se da según las riquezas de la gracia de
Cristo, y él está listo para proporcionarla a toda alma según su
capacidad para recibirla.
En su discurso a los discípulos, Jesús no hizo alusión aflictiva a sus
propios sufrimientos. Su último legado a ellos fue un legado de paz.
Dijo: "La paz os dejo, mi paz os doy: no como el mundo la da, yo os la
doy. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo."
Antes de salir del aposento alto, el Salvador entonó con sus discípulos
un canto de alabanza. Su voz fue oída, no en los acordes de alguna
endecha triste, sino en las gozosas notas del cántico pascual:
"Alabad a Jehová, naciones todas;Después del himno, salieron. Cruzaron por las calles atestadas, y salieron por la puerta de la ciudad hacia el monte de las Olivas, avanzando lentamente, engolfados cada uno de ellos en sus propios pensamientos. Cuando empezaban a descender hacia el monte, Jesús dijo, en un tono de la más profunda tristeza: "Todos vosotros seréis escandalizados en mí esta noche; porque escrito está: Heriré al Pastor, y las ovejas de la manada serán dispersas." Los discípulos oyeron esto con tristeza y asombro. Recordaron como, en la sinagoga de Capernaúm, cuando Cristo habló de si mismo como del pan de vida, muchos se hablan ofendido y se habían apartado de él. Pero los doce no se habían mostrado infieles. Pedro, hablando por sus hermanos, había declarado entonces su lealtad a Cristo. Entonces el Salvador había dicho: " ¿No he escogido yo a vosotros doce, y uno de vosotros es diablo?" En el aposento alto, Jesús había dicho que uno de los doce le traicionaría, y que Pedro le negaría. Pero ahora sus palabras los incluían a todos.
Pueblos todos, alabadle.
porque ha engrandecido sobre nosotros su misericordia;
Y la verdad de Jehová es para siempre.
Aleluya."