EN COMPAÑÍA de sus discípulos, el Salvador se encaminó lentamente hacia
el huerto de Getsemaní. La luna de Pascua, ancha y llena, resplandecía
desde un cielo sin nubes. La ciudad de cabañas para los peregrinos
estaba sumida en el silencio. Jesús había estado conversando
fervientemente con sus discípulos e instruyéndolos; pero al acercarse a
Getsemaní se fue sumiendo en un extraño silencio. Con frecuencia, había
visitado, este lugar para meditar y orar; pero nunca con un corazón tan
lleno de tristeza como esta noche de su última agonía. Toda su vida en
la tierra, había andado en la presencia de Dios. se hallaba en conflicto
con hombres animados por el espíritu de Satanás, pudo decir: "El que me
envió, está; no me ha dejado solo el Padre; porque yo, lo que a el le
agrada, hago siempre." Pero ahora le parecía estar excluido de la luz
de la presencia sostenedora de Dios. Ahora se contaba con los
transgresores. Debía llevar la culpabilidad de la humanidad caída.
Sobre el que no conoció pecado, debía ponerse la iniquidad de todos
nosotros. Tan terrible le parece tan grande el peso de la culpabilidad
que debe llevar, que está tentado a temer que quedará privado para
siempre de su Padre. Sintiendo cuán terrible es la ira de Dios contra
la transgresión, exclama: "Mi alma está muy triste hasta la muerte."
Al acercarse al huerto, los discípulos notaron el cambio de ánimo en su
Maestro. Nunca antes le habían visto tan triste y callado. Mientras
avanzaba, esta extraña se iba ahondando; pero no se atrevían a
interrogarle acerca de la causa. Su cuerpo se tambaleaba como si
estuviese por caer.. Al llegar al huerto, los discípulos buscaron
ansiosamente el lugar donde solía retraerse, para que su Maestro pudiese
descansar. Cada paso le costaba un penoso esfuerzo.
Dejaba oír gemidos como si le agobiase una terrible carga. Dos 637 veces
le sostuvieron sus compañeros, pues sin ellos habría caído al suelo.
Cerca de la entrada del huerto, Jesús dejó a todos sus discípulos, menos
tres, rogándoles que orasen por si mismos y por él. Acompañado de
Pedro, Santiago y Juan, entró en los lugares más retirados. Estos tres
discípulos eran los compañeros más íntimos de Cristo. Habían
contemplado su gloria en el monte de la transfiguración; habían visto a
Moisés y Elías conversar con él; habían oído la voz del cielo; y ahora
en su grande lucha Cristo deseaba su presencia inmediata. Con
frecuencia habían pasado la noche con él en este retiro. En esas
ocasiones, después de unos momentos de vigilia y oración, se dormían
apaciblemente a corta distancia de su Maestro, hasta que los despertaba
por la mañana para salir de nuevo a trabajar. Pero ahora deseaba que
ellos pasasen la noche con él en oración. Sin embargo, no podía sufrir
que aun ellos presenciasen la agonía que iba a soportar.
"Quedaos aquí --dijo,-- y velad conmigo."
Fue a corta distancia de ellos -no tan lejos que no pudiesen verle y
oírle-- y cayó postrado en el suelo. Sentía que el pecado le estaba
separando de su Padre. La sima era tan ancha, negra y profunda que su
espíritu se estremecía ante ella. No debía ejercer su poder divino para
escapar de esa agonía. Como hombre, debía sufrir las consecuencias del
pecado del hombre. Como hombre, debía soportar la ira de Dios contra la
transgresión.
Cristo asumía ahora una actitud diferente de la que jamás asumiera
antes. Sus sufrimientos pueden describirse mejor en las palabras del
profeta: "Levántate, oh espada, sobre el pastor, y sobre el hombre
campanero mío, dice Jehová de los ejércitos" Como substituto y garante
del hombre pecaminoso, Cristo estaba sufriendo bajo la justicia divina.
Veía lo que significaba la justicia. Hasta entonces había obrado como
intercesor por otros; ahora anhelaba tener un intercesor para sí.
Sintiendo quebrantada su unidad con el Padre, temía que su naturaleza
humana no pudiese soportar el venidero conflicto con las potestades de
las tinieblas. En el desierto de la tentación, había estado en juego el
destino de la raza humana. Cristo había vencido entonces. Ahora el
tentador había acudido a la última y terrible lucha, para la cual se
había estado preparando durante los tres años del ministerio de Cristo.
Para él, todo estaba en juego. Si fracasaba aquí, perdía su esperanza
de dominio; los reinos del mundo llegarían a ser finalmente de Cristo;
él mismo seria derribado y desechado. Pero si podía vencer a Cristo, la
tierra llegaría a ser el reino de Satanás, y la familia humana estaría
para siempre en su poder. Frente a las consecuencias posibles del
conflicto, embargaba el alma de Cristo el temor de quedar separada de
Dios. Satanás le decía que si se hacía garante de un mundo pecaminoso,
la separación seria eterna. Quedaría identificado con el reino de
Satanás, y nunca mas seria uno con Dios.
Y ¿qué se iba a ganar por este sacrificio? ¡Cuán irremisibles parecían
la culpabilidad y la ingratitud de los hombres! Satanás presentaba al
Redentor la situación en sus rasgos mas duros: El pueblo que pretende
estar por encima de todos los demás en ventajas temporales y
espirituales te ha rechazado. Está tratando de destruirte a ti,
fundamento, centro y sello de las promesas a ellos hechas como pueblo
peculiar. Uno de tus propios discípulos, que escuchó tus instrucciones
y se ha destacado en las actividades de tu iglesia, te traicionará. Uno
de tus más celosos seguidores te negará. Todos te abandonarán.
Todo el ser de Cristo aborrecía este pensamiento. Que aquellos a
quienes se había comprometido a salvar, aquellos a quienes amaba tanto
se uniesen a las maquinaciones de Satanás, esto traspasaba su alma. El
conflicto era terrible. Se medía por la culpabilidad de su nación, de
sus acusadores y su traidor, por la de un mundo que yacía en la
iniquidad. Los pecados de los hombres descansaban pesadamente sobre
Cristo, y el sentimiento de la ira de Dios contra el pecado abrumaba su
vida.
Mirémosle contemplando el precio que ha de pagar por el alma humana. En
su agonía, se aferra al suelo frío, como para evitar ser alejado más de
Dios. El frío rocío de la noche cae sobre su cuerpo postrado, pero él
no le presta atención. De sus labios pálidos, brota el amargo clamor:
"Padre mío, si es posible, pase de mi este vaso." Pero aún entonces
añade: "Empero no como yo quiero, sino como tú."
El corazón humano anhela simpatía en el sufrimiento. Este anhelo lo
sintió Cristo en las profundidades de su ser. En la suprema agonía de
su alma, vino a sus discípulos con un anhelante deseo de oír algunas
palabras de consuelo de aquellos a quienes había bendecido y consolado
con tanta frecuencia, y escudado en la tristeza y la angustia. El que
siempre había tenido palabras de simpatía para ellos, sufría ahora
agonía sobrehumana, y anhelaba saber que oraban por él y por sí mismos.
¡Cuán sombría parecía la malignidad del pecado! Era terrible la
tentación de dejar a la familia humana soportar las consecuencias de su
propia culpabilidad, mientras él permaneciese inocente delante de Dios.
Si tan sólo pudiera saber que sus discípulos comprendían y apreciaban
esto, se sentiría fortalecido.
Levantándose con penoso esfuerzo, fue tambaleándose adonde había dejado
a sus compañeros. Pero "los halló durmiendo." Si los hubiese hallado
orando, habría quedado aliviado. Si ellos hubiesen estado buscando
refugio en Dios para que los agentes satánicos no pudiesen prevalecer
sobre ellos, habría quedado consolado por su firme fe. Pero no habían
escuchado la amonestación repetida: "Velad y orad." Al principio, los
había afligido mucho el ver a su Maestro, generalmente tan sereno y
digno, luchar con una tristeza incomprensible. Habían orado al oír los
fuertes clamores del que sufría. No se proponían abandonar a su Señor,
pero parecían paralizados por un estupor que podrían haber sacudido sí
hubiesen continuado suplicando a Dios. No comprendían la necesidad de
velar y orar fervientemente para resistir la tentación.
Precisamente antes de dirigir sus pasos al huerto, Jesús había dicho a
los discípulos: "Todos seréis escandalizados en mí esta noche." Ellos le
habían asegurado enérgicamente que irían con El a la cárcel y a la
muerte. Y el pobre Pedro, en su suficiencia propia, había añadido:
"Aunque todos sean escandalizados, mas no yo." Pero los discípulos
confiaban en sí mismos. No miraron al poderoso Auxiliador como Cristo
les había aconsejado que lo hiciesen. Así que cuando más necesitaba el
Salvador su simpatía y oraciones, los halló dormidos, Pedro mismo estaba
durmiendo.
Y Juan, el amante discípulo que se había reclinado sobre el pecho de
Jesús, dormía. Ciertamente, el amor de Juan por su Maestro debiera
haberlo mantenido despierto. Sus fervientes oraciones debieran haberse
mezclado con las de su amado Salvador en el momento de su suprema
tristeza. El Redentor había pasado noches enteras orando por sus
discípulos, para que su fe no faltase. Si Jesús hubiese dirigido a
Santiago y a Juan la pregunta que les había dirigido una vez: "¿Podéis
beber el vaso que yo he de beber, y ser bautizados del bautismo de que
yo soy bautizado?" no se habrían atrevido a contestar: "Podemos."
Los discípulos se despertaron al oír la voz de Jesús, pero casi no le
conocieron, tan cambiado por la angustia había quedado su rostro.
Dirigiéndose a Pedro, Jesús dijo: "¡Simón! ¿duermes tú? ¿no has podido
velar una sola hora? Velad, y orad, para que no entréis en tentación;
el espíritu a la verdad está pronto, mas la carne es débil." La
debilidad de sus discípulos despertó la simpatía de Jesús. Temió que no
pudiesen soportar la prueba que iba a sobrevenirles en la hora de su
entrega y muerte. No los reprendió, sino dijo: "Velad, y orad, para que
no entréis en tentación." Aun en su gran agonía, procuraba disculpar su
debilidad. "El espíritu a la verdad está pronto --dijo,-- mas la carne
es débil."
El Hijo de Dios volvió a quedar presa de agonía sobre humana, y
tambaleándose volvió agotado al lugar de su primera lucha. Su
sufrimiento era aun mayor que antes. Al apoderarse de él la agonía del
alma, "fue su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la
tierra." Los cipreses y las palmeras eran los testigos silenciosos de su
angustia. De su follaje caía un pesado rocío sobre su cuerpo postrado,
como si la naturaleza llorase sobre su Autor que luchaba a solas con las
potestades de las tinieblas.
Poco tiempo antes, Jesús había estado de pie como un cedro poderoso,
presintiendo la tormenta de oposición que agotaba su furia contra él.
Voluntades tercas y corazones llenos de malicia y sutileza habían
procurado en vano confundirle y abrumarle. Se había erguido con divina
majestad como el Hijo de Dios. Ahora era como un junco azotado y
doblegado por la tempestad airada. Se había acercado a la consumación
de su obra como vencedor, habiendo ganado a cada paso la victoria
sobre las potestades de las tinieblas. Como ya glorificado, había
aseverado su unidad con Dios. En acentos firmes, había elevado sus
cantos de alabanza. Había dirigido a sus discípulos palabras de
estimulo y ternura. Pero ya había llegado la hora de la potestad de las
tinieblas. Su voz se oía en el tranquilo aire nocturno, no en tonos de
triunfo, sino impregnada de angustia humana. Estas palabras del
Salvador llegaban a los oídos de los soñolientos discípulos: "Padre mío,
si no puede este vaso pasar de mi sin que yo lo beba, hágase tu
voluntad."
El primer impulso de los discípulos fue ir hacia él; pero les había
invitado a quedarse allí velando y orando. Cuando Jesús vino a ellos,
los halló otra vez dormidos. Otra vez había sentido un anhelo de
compañía, de oír de sus discípulos algunas palabras que le aliviasen y
quebrantasen el ensalmo de las tinieblas que casi le dominaban. Pero
"los dos de ellos estaban cargados; y no sabían qué responderle." Su
presencia los despertó. Vieron su rostro surcado por el sangriento
sudor de la agonía, y se llenaron de temor. No podían comprender su
angustia mental. "Tan desfigurado, era su aspecto más que el de
cualquier hombre, y su forma más que la de los hijos de Adán."
Apartándose, Jesús volvió a su lugar de retiro y cayó postrado, vencido
por el horror de una gran obscuridad. La humanidad del Hijo de Dios
temblaba en esa hora penosa.
Oraba ahora no por sus discípulos, para que su fe no faltase, sino por
su propia alma tentada y agonizante. Había llegado el momento pavoroso,
el momento que había de decidir el destino del mundo. La suerte de la
humanidad pendía de un hilo. Cristo podía aun ahora negarse a beber la
copa destinada al hombre culpable. Todavía no era demasiado tarde.
Podía enjugar el sangriento sudor de su frente y dejar que el hombre
pereciese en su iniquidad. Podía decir: Reciba el transgresor la
penalidad de su pecado, y yo volveré a mi Padre. ¿Beberá el Hijo de Dios
la amarga copa de la humillación y la agonía? ¿Sufrirá el inocente las
consecuencias de la maldición del pecado, para salvar a los culpables?
Las palabras caen temblorosamente de los pálidos labios de Jesús: "Padre
mío, si no puede este vaso pasar de mi sin que yo lo beba, hágase tu
voluntad."
Tres veces repitió esta oración. Tres veces rehuyó su humanidad el
último y culminante sacrificio, pero ahora surge delante del Redentor
del mundo la historia de la familia humana. Ve que los transgresores de
la ley, abandonados a si mismos, tendrían que perecer. Ve la impotencia
del hombre. Ve el poder del pecado. Los ayes y lamentos de un mundo
condenado surgen delante de él. Contempla la suerte que le tocarla, y
su decisión queda hecha. Salvará al hombre, sea cual fuere el costo.
Acepta su bautismo de sangre, a fin de que por él los millones que
perecen puedan obtener vida eterna. Dejó los atrios celestiales, donde
todo es pureza, felicidad y gloria, para salvar a la oveja perdida, al
mundo que cayó por la transgresión. Y no se apartará de su misión.
Hará propiciación por una raza que quiso pecar. Su oración expresa
ahora solamente sumisión: "Si no puede este vaso pasar de mí sin que yo
lo beba, hágase tu voluntad."
Habiendo hecho la decisión, cayó moribundo al suelo del que se había
levantado parcialmente. ¿Dónde estaban ahora sus discípulos, para poner
tiernamente sus manos bajo la cabeza de su Maestro desmayado, y bañar
esa frente desfigurada en verdad más que la de los hijos de los
hombres? El Salvador piso solo el lagar, y no hubo nadie del pueblo con
él.
Pero Dios sufrió con su Hijo. Los ángeles contemplaron la agonía del
Salvador. Vieron a su Señor rodeado por las legiones de las fuerzas
satánicas, y su naturaleza abrumada por un pavor misterioso que lo hacia
estremecerse. Hubo silencio en el cielo. Ningún arpa vibraba. Si los
mortales hubiesen percibido el asombro de la hueste angélica mientras en
silencioso pesar veía al Padre retirar sus rayos de luz, amor y gloria
de su Hijo amado, comprenderían mejor cuán odioso es a su vista el
pecado.
Los mundos que no habían caído y los ángeles celestiales habían mirado
con intenso interés mientras el conflicto se acercaba a su fin. Satanás
y su confederación del mal, las legiones de la apostasía, presenciaban
atentamente esta gran crisis de la obra de redención. Las potestades
del bien y del mal esperaban para ver qué respuesta recibirla la oración
tres veces repetida por Cristo. Los ángeles habían anhelado llevar
alivio al divino doliente, pero esto no podía ser. Ninguna vía de
escape había para el Hijo de Dios. En esta terrible crisis, cuando todo
estaba en juego, cuando la copa misteriosa temblaba en la mano del
Doliente, los cielos se abrieron, una luz resplandeció de en medio de la
tempestuosa obscuridad de esa hora crítica, y el poderoso ángel que está
en la presencia de Dios ocupando el lugar del cual cayó Satanás, vino al
lado de Cristo. No vino para quitar de su mano la copa, sino para
fortalecerle a fin de que pudiese beberla, asegurado del amor de su
Padre. Vino para dar poder al suplicante divino-humano. Le mostró los
cielos abiertos y le habló de las almas que se salvarían como resultado
de sus sufrimientos. Le aseguró que su Padre es mayor y más poderoso
que Satanás, que su muerte ocasionaría la derrota completa de Satanás, y
que el reino de este mundo sería dado a los santos del Altísimo. Le
dijo que vería el trabajo de su alma y quedaría satisfecho, porque vería
una multitud de seres humanos salvados, eternamente salvos.
La agonía de Cristo no cesó, pero le abandonaron su depresión y
desaliento. La tormenta no se había apaciguado, pero el que era su
objeto fue fortalecido para soportar su furia. Salió de la prueba
sereno y henchido de calma. Una paz celestial se leía en su rostro
manchado de sangre. Había soportado lo que ningún ser humano hubiera
podido soportar; porque había gustado los sufrimientos de la muerte por
todos los hombres.
Los discípulos dormidos habían sido despertados repentinamente por la
luz que rodeaba al Salvador. Vieron al ángel que se inclinaba sobre su
Maestro postrado. Le vieron alzar la cabeza del Salvador contra su
pecho y señalarle el cielo. Oyeron su voz, como la música más dulce,
que pronunciaba palabras de consuelo y esperanza. Los discípulos
recordaron la escena transcurrida en el monte de la transfiguración.
Recordaron la gloria que en el templo había circuido a Jesús y la voz de
Dios que hablara desde la nube. Ahora esa misma gloria se volvía a
revelar, y no sintieron ya temor por su Maestro. Estaba bajo el cuidado
de Dios, y un ángel poderoso había sido enviado para protegerle.
Nuevamente los discípulos cedieron, en su cansancio, al extraño estupor
que los dominaba. Nuevamente Jesús los encontró durmiendo.
Mirándolos tristemente, dijo: "Dormid ya, y descansad: he aquí ha
llegado la hora, y el Hijo del hombre es entregado en manos de
pecadores."
Aun mientras decía estas palabras, oía los pasos de la turba que le
buscaba, y añadió: "Levantaos, vamos: he aquí ha llegado el que me ha
entregado."
No se veían en Jesús huellas de su reciente agonía cuando se dirigió al
encuentro de su traidor. Adelantándose a sus discípulos, dijo: "¿A
quién buscáis?" Contestaron: "A Jesús Nazareno." Jesús respondió: "Yo
soy." Mientras estas palabras eran pronunciadas, el ángel que acababa de
servir a Jesús, se puso entre él y la turba. Una luz divina iluminó el
rostro del Salvador, y le hizo sombra una figura como de paloma. En
presencia de esta gloria divina, la turba homicida no pudo resistir un
momento. Retrocedió tambaleándose. Sacerdotes, ancianos, soldados, y
aún Judas, cayeron como muertos al suelo.
El ángel se retiró, y la luz se desvaneció. Jesús tuvo oportunidad de
escapar, pero permaneció sereno y dueño de si. Permaneció en pie como
un ser glorificado, en medio de esta banda endurecida, ahora postrada e
inerme a sus pies. Los discípulos miraban, mudos de asombro y pavor.
Pero la escena cambió rápidamente. La turba se levantó. Los soldados
romanos, los sacerdotes y judas se reunieron en derredor de Cristo.
Parecían avergonzados de su debilidad, y temerosos de que se les
escapase todavía, Volvió el Redentor a preguntar: "¿A quién buscáis?"
Habían tenido pruebas de que el que estaba delante de ellos era el Hijo
de Dios, pero no querían convencerse. A la pregunta: "¿A quién
buscáis?" volvieron a contestar: "A Jesús Nazareno." El Salvador les
dijo entonces: "Os he dicho que yo soy: pues si a mí buscáis, dejad ir a
éstos," señalando a los discípulos. Sabía cuán débil era la fe de
ellos, y trataba de escudarlos de la tentación y la prueba. Estaba
listo para sacrificarse por ellos.
El traidor Judas no se olvidó de la parte que debía desempeñar. Cuando
entró la turba en el huerto, iba delante, seguido de cerca por el sumo
sacerdote. Había dado una señal a los perseguidores de Jesús diciendo:
"Al que yo besare, aquél es: prendedle." Ahora, fingiendo no tener
parte con ellos, se acercó a Jesús, le tomó de la mano como un amigo
familiar, diciendo: "Salve, Maestro," le besó repetidas veces,
simulando llorar de simpatía por él en su peligro.
Jesús le dijo: "Amigo, ¿a qué vienes?" Su voz temblaba de pesar al
añadir: "Judas, ¿con beso entregas al Hijo del hombre?" Esta súplica
debiera haber despertado la conciencia del traidor y conmovido su
obstinado corazón; pero le habían abandonado la honra, la fidelidad y la
ternura humana. Se mostró audaz y desafiador, sin disposición a
enternecerse. Se había entregado a Satanás y no podía resistirle.
Jesús no rechazó el beso del traidor.
La turba se envalentonó al ver a Judas tocar la persona de Aquel que
había estado glorificado ante sus ojos tan poco tiempo antes. Se
apoderó entonces de Jesús y procedió a atar aquellas preciosas manos que
siempre se habían dedicado a hacer bien.
Los discípulos hablan pensado que su Maestro no se dejaría prender.
Porque el mismo poder que había hecho caer como muertos a esos hombres
podía dominarlos hasta que Jesús y sus compañeros escapasen. Se
quedaron chasqueados e indignados al ver sacar las cuerdas para atar las
manos de Aquel a quien amaban. En su ira, Pedro sacó impulsivamente su
espada y trató de defender a su Maestro, pero no logró sino cortar una
oreja del siervo del sumo sacerdote. Cuando Jesús vio lo que había
hecho, libró sus manos, aunque eran sujetadas firmemente por los
soldados romanos, y diciendo: "Dejad hasta aquí," tocó la oreja herida,
Y ésta quedó inmediatamente sana. Dijo luego a Pedro: "Vuelve tu espada
a su lugar; porque todos los que tomaren espada, a espada perecerán.
¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y él me daría más de
doce legiones de ángeles?"--una legión en lugar de cada uno de los
discípulos-- Pero los discípulos se preguntaban: ¿Oh, por qué no se
salva a sí mismo y a nosotros? Contestando a su pensamiento inexpresado,
añadió: "¿Cómo, pues, se cumplirían las Escrituras, que así conviene que
sea hecho?" "El vaso que el Padre me ha dado, ¿no lo tengo de beber?"
La dignidad oficial de los dirigentes judíos no les había impedido
unirse al perseguimiento de Jesús. Su arresto era un asunto demasiado
importante para confiarlo a subordinados; así que los astutos sacerdotes
y ancianos se habían unido a la policía del templo y a la turba para
seguir a Judas hasta Getsemaní. ¡Qué compañía para estos dignatarios:
una turba ávida de excitación y armada con toda clase de instrumentos
como para perseguir a una fiera!
Volviéndose a los sacerdotes y ancianos, Jesús fijó sobre ellos su
mirada escrutadora. Mientras viviesen, no se olvidarían de las palabras
que pronunciara. Eran como agudas saetas del Todopoderoso. Con
dignidad dijo: Salisteis contra mí con espadas y palos como contra un
ladrón. Día tras día estaba sentado enseñando en el templo. Tuvisteis
toda oportunidad de echarme mano, y nada hicisteis. La noche se adapta
mejor para vuestra obra. "Esta es vuestra hora, y la potestad de las
tinieblas."
Los discípulos quedaron aterrorizados al ver que Jesús permitía que se
le prendiese y atase. Se ofendieron porque sufría esta humillación para
si y para ellos. No podían comprender su conducta, y le inculpaban por
someterse a la turba. En su indignación y temor, Pedro propuso que se
salvasen a si mismos. Siguiendo esta sugestión, "todos los discípulos
huyeron, dejándole." Pero Cristo había predicho esta deserción. "He
aquí había dicho, la hora viene, y ha venido, que seréis esparcidos cada
uno por su parte, y me dejaréis solo: mas no estoy solo, porque el Padre
está conmigo."