LLEVARON apresuradamente a Jesús al otro lado del arroyo Cedrón, más
allá de los huertos y olivares, y a través de las silenciosas calles de
la ciudad dormida. Era más de medianoche, y los clamores de la turba
aullante que le seguía rasgaban bruscamente el silencio nocturno. El
Salvador iba atado y cuidadosamente custodiado, y se movía penosamente.
Pero con apresuramiento, sus apresadores se dirigieron con él al palacio
de Annás, el ex sumo sacerdote.
Annás era cabeza de la familia sacerdotal en ejercicio, y por deferencia
a su edad, el pueblo lo reconocía como sumo sacerdote. Se buscaban y
ejecutaban sus consejos como voz de Dios. A él debía ser presentado
primero Jesús como cautivo del poder sacerdotal. El debía estar
presente al ser examinado el preso, por temor a que Caifás, hombre de
menos experiencia, no lograse el objeto que buscaban. En esta ocasión,
había que valerse de la arteria y sutileza de Annás, porque había que
obtener sin falta la condenación de Jesús.
Cristo iba a ser juzgado formalmente ante el Sanedrín; pero se le
sometió a un juicio preliminar delante de Annás. Bajo el gobierno
romano, el Sanedrín no podía ejecutar la sentencia de muerte. Podía tan
sólo examinar a un preso y dar su fallo, que debía ser ratificado por
las autoridades romanas. Era, pues, necesario presentar contra Cristo
acusaciones que fuesen consideradas como criminales por los romanos.
También debía hallarse una acusación que le condenase ante los judíos.
No pocos de entre los sacerdotes y gobernantes habían sido convencidos
por la enseñanza de Cristo, y sólo el temor de la excomunión les impedía
confesarle. Los sacerdotes se acordaban muy bien de la pregunta que
había hecho Nicodemo: "¿Juzga nuestra ley a hombre, si primero no oyere
de él, y entendiera lo que ha hecho?" Esta pregunta había producido
momentáneamente la disolución del concilio y estorbado sus planes.
Esta vez no se iba a convocar a José de Arimatea ni a Nicodemo, pero
había otros que podrían atreverse a hablar en favor de la justicia. El
juicio debía conducirse de manera que uniese a los miembros del Sanedrín
contra Cristo. Había dos acusaciones que los sacerdotes deseaban
mantener. Si se podía probar que Jesús había blasfemado, sería
condenado por los judíos. Si se le convencía de sedición, esto
aseguraría su condena por los romanos. Annás trató primero de
establecer la segunda acusación. Interrogó a Jesús acerca de sus
discípulos y sus doctrinas, esperando que el preso diese algo que le
proporcionara material con que actuar. Pensaba arrancarle alguna
declaración que probase que estaba tratando de crear una sociedad
secreta con el propósito de establecer un nuevo reino. Entonces los
sacerdotes le entregarían a los romanos como perturbador de la paz y
fautor de insurrección.
Cristo leía el propósito del sacerdote como un libro abierto. Como si
discerniese el más íntimo pensamiento de su interrogador, negó que
hubiese entre él y sus seguidores vínculo secreto alguno, o que los
hubiese reunido furtivamente y en las tinieblas para ocultar sus
designios. No tenía secretos con respecto a sus propósitos o
doctrinas. "Yo manifiestamente he hablado al mundo --contestó:-- yo
siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo, donde se juntan todos
los judíos, y nada he hablado en oculto."
El Salvador puso en contraste su propia manera de obrar con los métodos
de sus acusadores. Durante meses le habían estado persiguiendo,
procurando entramparle y emplazarle ante un tribunal secreto, donde
mediante el perjurio pudiesen obtener lo que les era imposible conseguir
por medios justos. Ahora estaban llevando a cabo su propósito, El
arresto a medianoche por una turba, las burlas y los ultrajes que se le
infligieron antes que fuese condenado, o siquiera acusado, eran la
manera de actuar de ellos, y no de él. Su acción era una violación de
la ley. Sus propios reglamentos declaraban que todo hombre debía ser
tratado como inocente hasta que su culpabilidad fuese probada. Por sus
propios reglamentos, los sacerdotes estaban condenados.
Volviéndose hacia su examinador, Jesús dijo: "¿Qué me preguntas a mi?"
¿Acaso los sacerdotes y gobernantes no habían enviado espías para
vigilar sus movimientos e informarlos de todas sus palabras ¿No habían
estado presentes en toda reunión de la gente y llevado información a los
sacerdotes acerca de todos sus dichos y hechos? "Pregunta a los que han
oído, qué les haya yo hablado --replicó Jesús:-- he aquí, éstos saben lo
que yo he dicho." Annás quedo acallado por la decisión de la respuesta.
Temiendo que Cristo dijese acerca de su conducta algo que él prefería
mantener encubierto, nada más le dijo por el momento. Uno de sus
oficiales, lleno de ira al ver a Annás reducido al silencio, hirió a
Jesús en la cara diciendo: "¿Así respondes al pontífice?"
Cristo replicó serenamente: "Si he hablado mal, da testimonio del mal: y
si bien, ¿por qué me hieres?" No pronunció hirientes palabras de
represalia. Su serena respuesta brotó de un corazón sin pecado,
paciente y amable, a prueba de provocación.
Cristo sufrió intensamente bajo los ultrajes y los insultos. En manos de
los seres a quienes había creado y en favor de los cuales estaba
haciendo un sacrificio infinito, recibió toda indignidad. Y sufrió en
proporción a la perfección de su santidad y su odio al pecado. El ser
interrogado por hombres que obraban como demonios, le era un continuo
sacrificio. El estar rodeado por seres humanos bajo el dominio de
Satanás le repugnaba. Y sabía que en un momento, con un fulgor de su
poder divino podía postrar en el polvo a sus crueles atormentadores.
Esto le hacía tanto más difícil soportar la prueba.
Los judíos esperaban a un Mesías que se revelase con manifestación
exterior. Esperaban que, por un despliegue de voluntad dominadora,
cambiase la corriente de los pensamientos de los hombres y los obligase
a reconocer su supremacía. Así, creían ellos, obtendría su propia
exaltación y satisfaría las ambiciosas esperanzas de ellos. Así que
cuando Cristo fue tratado con desprecio, sintió una fuerte tentación a
manifestar su carácter divino. Por una palabra, por una mirada, podía
obligar a sus perseguidores a confesar que era Señor de reyes y
gobernantes, sacerdotes y templo. Pero le incumbía la tarea difícil de
mantenerse en la posición que había elegido como uno con la humanidad.
Los ángeles del cielo presenciaban todo movimiento hecho contra su amado
General. Anhelaban librar a Cristo. Bajo las órdenes de Dios, los
ángeles son todopoderosos. En una ocasión, en obediencia a la orden de
Cristo, mataron en una noche a ciento ochenta y cinco mil hombres del
ejército asirio. ¡Cuán fácilmente los ángeles que contemplaban la
ignominiosa escena del juicio de Cristo podrían haber testificado su
indignación consumiendo a los adversarios de Dios! Pero no se les
ordenó que lo hiciesen. El que podría haber condenado a sus enemigos a
muerte, soportó su crueldad. Su amor por su Padre y el compromiso que
contrajera desde la creación del mundo, de venir a llevar el pecado, le
indujeron a soportar sin quejarse el trato grosero de aquellos a quienes
había venido a salvar. Era parte de su misión soportar, en su humanidad,
todas las burlas y los ultrajes que los hombres pudiesen acumular sobre
él. La única esperanza de la humanidad estribaba en esta sumisión de
Cristo a todo el sufrimiento que el corazón y las manos de los hombres
pudieran infligirle.
Nada había dicho Cristo que pudiese dar ventaja a sus acusadores, y sin
embargo estaba atado para indicar que estaba condenado. Debía haber, sin
embargo, una apariencia de justicia. Era necesario que se viese una
forma de juicio legal. Las autoridades estaban resueltas a apresurarlo.
Conocían el aprecio que el pueblo tenía por Jesús, y temían que si
cundía la noticia de su arresto, se intentase rescatarle. Además, si no
se realizaba en seguida el juicio y la ejecución, habría una demora de
una semana por la celebración de la Pascua. Esto podría desbaratar sus
planes. Para conseguir la condenación de Jesús, dependían mayormente del
clamor de la turba, formada en gran parte por el populacho de Jerusalén,
Si se produjese una demora de una semana, la agitación disminuirla, y
probablemente se produciría una reacción. La mejor parte del pueblo se
decidiría en favor de Cristo; michos darían un testimonio que le
justificaría, sacando a luz las obras poderosas que había hecho. Esto
excitaría la indignación popular contra el Sanedrín. Sus procedimientos
quedarían condenados y Jesús sería libertado, y recibiría nuevo homenaje
de las multitudes. Los sacerdotes y gobernantes resolvieron, pues, que
antes que se conociese su propósito, Jesús fuese entregado los romanos.
Pero ante todo, había que hallar una acusación. Hasta aquí, nada habían
ganado. Annás ordenó que Jesús fuese llevado a Caifás. Este pertenecía
a los saduceos, algunos de los cuales eran ahora los más encarnizados
enemigos de Jesús. El mismo, aunque carecía de fuerza de carácter, era
tan severo, despiadado e inescrupuloso como Annás. No dejaría sin
probar medio alguno de destruir a Jesús. Era ahora de madrugada y muy
obscuro; así que a la luz de antorchas y linternas, el grupo armado se
dirigió con su preso al palacio del sumo sacerdote. Allí, mientras los
miembros del Sanedrín se reunían, Annás y Caifás volvieron a interrogar
a Jesús, pero sin éxito.
Cuando el concilio se hubo congregado en la sala del tribunal, Caifás
tomó asiento como presidente. A cada lado estaban los jueces y los que
estaban especialmente interesados en el juicio. Los soldados romanos se
hallaban en la plataforma situada más abajo que el solio a cuyo pie
estaba Jesús. En él se fijaban las miradas de toda la multitud. La
excitación era intensa. En toda la muchedumbre, él era el único que
sentía calma y serenidad. La misma atmósfera que le rodeaba parecía
impregnada de influencia santa.
Caifás había considerado a Jesús como su rival. La avidez con que el
pueblo oía al Salvador y la aparente disposición de muchos a aceptar sus
enseñanzas, habían despertado los acerbos celos del sumo sacerdote.
Pero al mirar Caifás al preso, le embargó la admiración por su porte
noble y digno. Sintió la convicción de que este hombre era de filiación
divina. Al instante siguiente desterró despectivamente este
pensamiento. Inmediatamente dejó oír su voz en tonos burlones y
altaneros, exigiendo que Jesús realizase uno de sus grandes milagros
delante de ellos. Pero sus palabras cayeron en los oídos del Salvador
como si no las hubiese percibido. La gente comparaba el comportamiento
excitado y maligno de Annás y Caifás con el porte sereno y majestuoso de
Jesús. Aun en la mente de aquella multitud endurecida, se levantó la
pregunta: ¿Será condenado como criminal este hombre de presencia y
aspecto divinos?
Al percibir Caifás la influencia que reinaba, apresuró el examen. Los
enemigos de Jesús se hallaban muy perplejos. Estaban resueltos a
obtener su condenación, pero no sabían cómo lograrla. Los miembros
del concilio estaban divididos entre fariseos y saduceos. Había acerba
animosidad y controversia entre ellos; y no se atrevían a tratar ciertos
puntos en disputa por temor a una rencilla. Con unas pocas palabras,
Jesús podría haber excitado sus prejuicios unos contra otros, y así
habría apartado de sí la ira de ellos. Caifás lo sabía, y deseaba
evitar que se levantase una contienda. Había bastantes testigos para
probar que Cristo había denunciado a los sacerdotes y escribas, que los
había llamado hipócritas y homicidas; pero este testimonio no convenía.
Los saduceos habían empleado un lenguaje similar en sus agudas disputas
con los fariseos. Y un testimonio tal no habría tenido peso para los
romanos, a quienes disgustaban las pretensiones de los fariseos. Había
abundantes pruebas de que Jesús había despreciado las tradiciones de los
Judíos y había hablado con irreverencia de muchos de sus ritos; pero
acerca de la tradición, los fariseos y los saduceos estaban en
conflicto; y estas pruebas no habrían tenido tampoco peso para los
romanos. Los enemigos de Cristo no se atrevían a acusarle de violar el
sábado, no fuese que un examen revelase el carácter de su obra. Si se
sacaban a relucir sus milagros de curación, se frustraría el objeto
mismo que tenían en vista los sacerdotes.
Habían sido sobornados falsos testigos para que acusasen a Jesús de
incitar a la rebelión y de procurar establecer un gobierno separado.
Pero su testimonio resultaba vago y contradictorio. Bajo el examen,
desmentían sus propias declaraciones.
En los comienzos de su ministerio, Cristo había dicho: "Destruid este
templo, y en tres días lo levantaré." En el lenguaje figurado de la
profecía, había predicho así su propia muerte y resurrección. "Mas él
hablaba del templo de su cuerpo ." Los judíos habían comprendido estas
palabras en un sentido literal, como si se refiriesen al templo de
Jerusalén. A excepción de esto, en todo lo que Jesús había dicho, nada
podían hallar los sacerdotes que fuese posible emplear contra él.
Repitiendo estas palabras, pero falseándolas, esperaban obtener una
ventaja. Los romanos se habían dedicado a reconstruir y embellecer el
templo, y se enorgullecían mucho de ello; cualquier desprecio
manifestado hacia él habría de excitar seguramente su indignación.
En este terreno, podían concordar los romanos y los judíos, los fariseos
y los saduceos; porque todos tenían gran veneración por el templo.
Acerca de este punto, se encontraron dos testigos cuyo testimonio no era
tan contradictorio como el de los demás. Uno de ellos, que había sido
comprado para acusar a Jesús, declaró: "Este dijo: Puedo derribar el
templo de Dios, y en tres días reedificarlo." Así fueron torcidas las
palabras de Cristo. Si hubiesen sido repetidas exactamente como él las
dijo, no habrían servido para obtener su condena ni siquiera de parte
del Sanedrín. Si Jesús hubiese sido un hombre como los demás, según
aseveraban los judíos, su declaración habría indicado tan sólo un
espíritu irracional y jactancioso, pero no podría haberse declarado
blasfemia. Aun en la forma en que las repetían los falsos, testigos,
nada contenían sus palabras que los romanos pudiesen considerar como
crimen digno de muerte.
Pacientemente Jesús escuchaba los testimonios contradictorios. Ni una
sola palabra pronunció en su defensa. Al fin, sus acusadores quedaron
enredados, confundidos y enfurecidos. El proceso no adelantaba; parecía
que las maquinaciones iban a fracasar. Caifás se desesperaba. Quedaba
un último recurso; había que obligar a Cristo a condenarse a sí mismo.
El sumo sacerdote se levantó del sitial del juez, con el rostro
descompuesto por la pasión, e indicando claramente por su voz y su porte
que, si estuviese en su poder, heriría al preso que estaba delante de
él. "¿No respondes nada? --exclamó,-- ¿qué testifican éstos contra ti?"
Jesús guardó silencio. "Angustiado él, y afligido, no abrió su boca:
como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus
trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca ."
Por fin, Caifás, alzando la diestra hacia el cielo, se dirigió a Jesús
con un juramento solemne: "Te conjuro por el Dios viviente, que nos
digas si eres tú el Cristo, Hijo de Dios."
Cristo no podía callar ante esta demanda. Había tiempo en que debía
callar, y tiempo en que debía hablar. No habló hasta que se le
interrogó directamente. Sabía que el contestar ahora aseguraría su
muerte. Pero la demanda provenía de la más alta autoridad reconocida en
la nación, y en el nombre del Altísimo. Cristo no podía menos que
demostrar el debido respeto a la ley. Más que esto, su propia
relación con el Padre había sido puesta en tela de juicio. Debía
presentar claramente su carácter y su misión. Jesús había dicho a sus
discípulos: "Cualquiera pues, que me confesare delante de los hombres,
le confesaré yo también delante de mi Padre que está en los cielos."
Ahora, por su propio ejemplo, repitió la lección.
Todos los oídos estaban atentos, y todos los ojos se fijaban en su
rostro mientras contestaba: "Tú lo has dicho." Una luz celestial parecía
iluminar su semblante pálido mientras añadía: "Y aun os digo, que desde
ahora habéis de ver al Hijo del hombre sentado a la diestra de la
potencia de Dios, y que viene en las nubes del cielo."
Por un momento la divinidad de Cristo fulguró a través de su aspecto
humano. El sumo sacerdote vaciló bajo la mirada penetrante del
Salvador. Esa mirada parecía leer sus pensamientos ocultos y entrar
como fuego hasta su corazón. Nunca, en el resto de su vida, olvidó
aquella mirada escrutadora del perseguido Hijo de Dios.
"Desde ahora --dijo Jesús,-- habéis de ver al Hijo del hombre sentado a
la diestra de la potencia de Dios, y que viene en las nubes del cielo."
Con estas palabras, Cristo presentó el reverso de la escena que ocurría
entonces. El, el Señor de la vida y la gloria, estaría sentado a la
diestra de Dios. Sería el juez de toda la tierra, y su decisión sería
inapelable. Entonces toda cosa secreta estaría expuesta a la luz del
rostro de Dios, y se pronunciaría el juicio sobre todo hombre, según sus
hechos.
Las palabras de Cristo hicieron estremecer al sumo sacerdote. El
pensamiento de que hubiese de producirse una resurrección de los
muertos, que hiciese comparecer a todos ante el tribunal de Dios para
ser recompensados según sus obras, era un pensamiento que aterrorizaba a
Caifás. No deseaba creer que en lo futuro hubiese de recibir sentencia
de acuerdo con sus obras. Como en un panorama, surgieron ante su
espíritu las escenas del juicio final. Por un momento, vio el pavoroso
espectáculo de los sepulcros devolviendo sus muertos, con los secretos
que esperaba estuviesen ocultos para siempre. Por un momento, se sintió
como delante del Juez eterno, cuyo ojo, que lo ve todo, estaba leyendo
su alma y sacando a luz misterios que él suponía ocultos con los
muertos.
La escena se desvaneció de la visión del sacerdote. Las palabras de
Cristo habían herido en lo vivo al saduceo. Caifás había negado la
doctrina de la resurrección, del juicio y de una vida futura. Ahora se
sintió enloquecido por una furia satánica. ¿Iba este hombre, preso
delante de él, a asaltar sus más queridas teorías? Rasgando su manto, a
fin de que la gente pudiese ver su supuesto horror, pidió que sin más
preliminares se condenase al preso por blasfemia. "¿Qué más necesidad
tenemos de testigos? --dijo.-- He aquí, ahora habéis oído su blasfemia.
¿Qué os parece?" Y todos le condenaron.
La convicción, mezclada con la pasión, había inducido a Caifás a obrar
como había obrado. Estaba furioso consigo mismo por creer las palabras
de Cristo, y en vez de rasgar su corazón bajo un profundo sentimiento de
la verdad y confesar que Jesús era el Mesías, rasgo sus ropas
sacerdotales en resuelta resistencia. Este acto tenía profundo
significado. Poco lo comprendía Caifás. En este acto, realizado para
influir en los jueces y obtener la condena de Cristo, el sumo sacerdote
se había condenado a sí mismo. Por la ley de Dios, quedaba
descalificado para el sacerdocio. Había pronunciado sobre sí mismo la
sentencia de muerte.
El sumo sacerdote no debía rasgar sus vestiduras. La ley levítica lo
prohibía bajo sentencia de muerte. En ninguna circunstancia, en ninguna
ocasión, había de desgarrar el sacerdote sus ropas, como era, entre los
judíos, costumbre hacerlo en ocasión de la muerte de amigos y deudos.
Los sacerdotes no debían observar esta costumbre. Cristo había dado a
Moisés ordenes expresas acerca de esto.
Todo lo que llevaba el sacerdote había de ser entero y sin defecto.
Estas hermosas vestiduras oficiales representaban el carácter del gran
prototipo, Jesucristo. Nada que no fuese perfecto, en la vestidura y la
actitud, en las palabras y el espíritu, podía ser aceptable para Dios.
El es santo, y su gloria y perfección deben ser representadas por el
servicio terrenal. Nada que no fuese la perfección podía representar
debidamente el carácter sagrado del servicio celestial. El hombre
finito podía rasgar su propio corazón mostrando un espíritu contrito y
humilde. Dios lo discernía. Pero ninguna desgarradura debía ser hecha
en los mantos sacerdotales, porque esto mancillaría la
representación de las cosas celestiales. El sumo sacerdote que se
atrevía a comparecer en santo oficio y participar en el ministerio del
santuario con ropas rotas era considerado como separado de Dios. Al
rasgar sus vestiduras, se privaba de su carácter representativo y cesaba
de ser acepto para Dios como sacerdote oficiante. Esta conducta de
Caifás demostraba pues la pasión e imperfección humanas.
Al rasgar sus vestiduras, Caifás anulaba la ley de Dios para seguir la
tradición de los hombres. Una ley de origen humano estatuía que en caso
de blasfemia un sacerdote podía desgarrar impunemente sus vestiduras por
horror al pecado. Así la ley de Dios era anulada por las leyes de los
hombres.
Cada acción del sumo sacerdote era observada con interés por el pueblo;
y Caifás pensó ostentar así su piedad para impresionar. Pero en este
acto, destinado a acusar a Cristo, estaba vilipendiando a Aquel de quien
Dios había dicho: "Mi nombre está en él." El mismo estaba cometiendo
blasfemia. Estando él mismo bajo la condenación de Dios, pronunció
sentencia contra Cristo como blasfemo.
Cuando Caifás rasgó sus vestiduras, su acto prefiguraba el lugar que la
nación judía como nación iba a ocupar desde entonces para con Dios. El
pueblo que había sido una vez favorecido por Dios se estaba separando de
él, y rápidamente estaba pasando a ser desconocido por Jehová. Cuando
Cristo en la cruz exclamó: "Consumado es," y el velo del templo se
rasgó de alto a bajo, el Vigilante Santo declaró que el pueblo judío
había rechazado a Aquel que era el prototipo simbolizado por todas sus
figuras, la substancia de todas sus sombras. Israel se había divorciado
de Dios. Bien podía Caifás rasgar entonces sus vestiduras oficiales que
significaban que él aseveraba ser representante del gran Sumo Pontífice;
porque ya no tendrían significado para él ni para el pueblo. Bien podía
el sumo sacerdote rasgar sus vestiduras en horror por sí mismo y por la
nación.
El Sanedrín había declarado a Jesús digno de muerte; pero era contrario
a la ley judaica juzgar a un preso de noche. Un fallo legal no podía
pronunciarse sino a la luz del día y ante una sesión plenaria del
concilio. No obstante esto, el Salvador fue tratado como criminal
condenado, y entregado para ser ultrajado por los más bajos y viles
de la especie humana. El palacio del sumo sacerdote rodeaba un atrio
abierto en el cual los soldados y la multitud se habían congregado. A
través de ese patio, y recibiendo por todos lados burlas acerca de su
aserto de ser Hijo de Dios, Jesús fue llevado a la sala de guardia.
Sus propias palabras, "sentado a la diestra de la potencia" y "que viene
en las nubes del cielo," eran repetidas con escarnio. Mientras estaba
en la sala de guardia aguardando su juicio legal, no estaba protegido.
El populacho ignorante había visto la crueldad con que había sido
tratado ante el concilio, y por tanto se tomó la libertad de manifestar
todos los elementos satánicos de su naturaleza. La misma nobleza y el
porte divino de Cristo lo enfurecían. Su mansedumbre, su inocencia y su
majestuosa paciencia, lo llenaban de un odio satánico. Pisoteaba la
misericordia y la justicia. Nunca fue tratado un criminal en forma tan
inhumana como lo fue el Hijo de Dios.
Pero una angustia más intensa desgarraba el corazón de Jesús; ninguna
mano enemiga podría haberle asestado el golpe que le infligió su dolor
más profundo. Mientras estaba soportando las burlas de un examen
delante de Caifás, Cristo había sido negado por uno de sus propios
discípulos.
Después de abandonar a su Maestro en el huerto, dos de ellos se habían
atrevido a seguir desde lejos a la turba que se había apoderado de
Jesús. Estos discípulos eran Pedro y Juan. Los sacerdotes reconocieron
a Juan como discípulo bien conocido de Jesús, y le dejaron entrar en la
sala esperando que, al presenciar la humillación de su Maestro,
repudiaría la idea de que un ser tal fuese Hijo de Dios. Juan habló en
favor de Pedro y obtuvo permiso para que entrase también.
En el atrio, se había encendido un fuego; porque era la hora más fría de
la noche, precisamente antes del alba, Un grupo se reunió en derredor
del fuego, y Pedro se situó presuntuosamente entre los que lo formaban.
No quería ser reconocido como discípulo de Jesús. Y mezclándose
negligentemente con la muchedumbre, esperaba pasar por alguno de
aquellos que habían traído a Jesús a la sala.
Pero al resplandecer la luz sobre el rostro de Pedro, la mujer que
cuidaba la puerta le echó una mirada escrutadora. Ella había notado que
había entrado con Juan, observó el aspecto de abatimiento que había
en su cara y pensó que sería un discípulo de Jesús. Era una de las
criadas de la casa de Caifás, y tenía curiosidad por saber si estaba en
lo cierto. Dijo a Pedro:
"¿No eres tú también de los discípulos de este hombre?" Pedro se
sorprendió y confundió; al instante todos los ojos del grupo se fijaron
en él. El hizo como que no la comprendía, pero ella insistió y dijo a
los que la rodeaban que ese hombre estaba con Jesús. Pedro se vio
obligado a contestar, y dijo airadamente: "Mujer, no le conozco." Esta
era la primera negación, e inmediatamente el gallo cantó. ¡Oh, Pedro,
tan pronto te avergüenzas de tu Maestro! ¡Tan pronto niegas a tu Señor!
El discípulo Juan, al entrar en la sala del tribunal, no trató de
ocultar el hecho de que era seguidor de Jesús. No se mezcló con la
gente grosera que vilipendiaba a su Maestro. No fue interrogado, porque
no asumió una falsa actitud y así no se hizo sospechoso. Buscó un
rincón retraído, donde quedase inadvertido para la muchedumbre, pero tan
cerca de Jesús como le fuese posible estar. Desde allí, pudo ver y oír
todo lo que sucedió durante el proceso de su Señor.
Pedro no había querido que fuese conocido su verdadero carácter. Al
asumir un aire de indiferencia, se había colocado en el terreno del
enemigo, y había caído fácil presa de la tentación. Si hubiese sido
llamado a pelear por su Maestro, habría sido un soldado valeroso; pero
cuando el dedo del escarnio le señaló, se mostró cobarde. Muchos que no
rehuyen una guerra activa por su Señor, son impulsados por el ridículo a
negar su fe. Asociándose con aquellos a quienes debieran evitar, se
colocan en el camino de la tentación. Invitan al enemigo a tentarlos, y
se ven inducidos a decir y hacer lo que nunca harían en otras
circunstancias. El discípulo de Cristo que en nuestra época disfraza su
fe por temor a sufrir oprobio niega a su Señor tan realmente como lo
negó Pedro en la sala del tribunal.
Pedro procuraba no mostrarse interesado en el juicio de su Maestro, pero
su corazón estaba desgarrado por el pesar al oír las crueles burlas y
ver los ultrajes que sufría. Más aún, se sorprendía y airaba de que
Jesús se humillase a sí mismo y a sus seguidores sometiéndose a un trato
tal. A fin de ocultar sus verdaderos sentimientos, trató de unirse
a los perseguidores de Jesús en sus bromas inoportunas, pero su
apariencia no era natural. Mentía por sus actos, y mientras procuraba
hablar despreocupadamente no podía refrenar sus expresiones de
indignación por los ultrajes infligidos a su Maestro.
La atención fue atraída a él por segunda vez, y se le volvió a acusar de
ser seguidor de Jesús. Declaró ahora con juramento: "No conozco al
hombre." Le fue dada otra oportunidad. Transcurrió una hora, y uno de
los criados del sumo sacerdote, pariente cercano del hombre a quien
Pedro había cortado una oreja, le preguntó: "¿No te vi yo en el huerto
con él?" "Verdaderamente tú eres de ellos; porque eres Galileo, y tu
habla es semejante." Al oír esto, Pedro se enfureció. Los discípulos de
Jesús eran conocidos por la pureza de su lenguaje, y a fin de engañar
plenamente a los que le interrogaban y justificar la actitud que había
asumido, Pedro negó ahora a su Maestro con maldiciones y juramentos. El
gallo volvió a cantar. Pedro lo oyó entonces, y recordó las palabras de
Jesús: "Antes que el gallo haya cantado dos veces, me negarás tres
veces."
Mientras los juramentos envilecedores estaban todavía en los labios de
Pedro y el agudo canto del gallo repercutía en sus oídos, el Salvador se
desvió de sus ceñudos jueces y miró de lleno a su pobre discípulo. Al
mismo tiempo, los ojos de Pedro fueron atraídos hacia su Maestro. En
aquel amable semblante, leyó profunda compasión y pesar, pero no había
ira.
Al ver ese rostro pálido y doliente, esos labios temblorosos, esa mirada
de compasión y perdón, su corazón fue atravesado como por una flecha.
Su conciencia se despertó. Los recuerdos acudieron a su memoria y Pedro
rememoró la promesa que había hecho unas pocas horas antes, de que iría
con su Señor a la cárcel y a la muerte. Recordó su pesar cuando el
Salvador le dijo en el aposento alto que negaría a su Señor tres veces
esa misma noche. Pedro acababa de declarar que no conocía a Jesús, pero
ahora comprendía, con amargo pesar, cuán bien su Señor lo conocía a él,
y cuán exactamente había discernido su corazón, cuya falsedad desconocía
él mismo.
Una oleada de recuerdos le abrumó. La tierna misericordia del
Salvador, su bondad y longanimidad, su amabilidad y paciencia para con
sus discípulos tan llenos de yerros: lo recordó todo. También recordó
la advertencia: "Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para
zarandaros como a trigo; mas yo he rogado por ti que tu fe no falte."
Reflexionó con horror en su propia ingratitud, su falsedad, su
perjurio. Una vez más miró a su Maestro, y vio una mano sacrílega que
le hería en el rostro. No pudiendo soportar ya más la escena, salió
corriendo de la sala con el corazón quebrantado.
Siguió corriendo en la soledad y las tinieblas, sin saber ni querer
saber adónde. Por fin se encontró en Getsemaní. Su espíritu evocó
vívidamente la escena ocurrida algunas horas antes. El rostro dolorido
de su Señor, manchado con sudor de sangre y convulsionado por la
angustia, surgió delante de él. Recordó con amargo remordimiento que
Jesús había llorado y agonizado en oración solo, mientras que aquellos
que debieran haber estado unidos con él en esa hora penosa estaban
durmiendo. Recordó su solemne encargo: "Velad y orad, para que no
entréis en tentación." Volvió a presenciar la escena de la sala del
tribunal. Torturaba su sangrante corazón el saber que había añadido él
la carga más pesada a la humillación y el dolor del Salvador. En el
mismo lugar donde Jesús había derramado su alma agonizante ante su
Padre, cayó Pedro sobre su rostro y deseó morir.
Por haber dormido cuando Jesús le había invitado a velar y orar, Pedro
había preparado el terreno para su grave pecado. Todos los discípulos,
por dormir en esa hora crítica, sufrieron una gran pérdida. Cristo
conocía la prueba de fuego por la cual iban a pasar. Sabía cómo iba a
obrar Satanás para paralizar sus sentidos a fin de que no estuviesen
preparados para la prueba. Por lo tanto, los había amonestado. Si
hubiesen pasado en vigilia y oración aquellas horas transcurridas en el
huerto, Pedro no habría tenido que depender de su propia y débil
fuerza. No habría negado a su Señor. Si los discípulos hubiesen velado
con Cristo en su agonía, habrían estado preparados para contemplar sus
sufrimientos en la cruz. Habrían comprendido en cierto grado la
naturaleza de su angustia abrumadora. Habrían podido recordar sus
palabras que predecían sus sufrimientos, su muerte y su
resurrección. En medio de la lobreguez de la hora más penosa, algunos
rayos de luz habrían iluminado las tinieblas y sostenido su fe.
Tan pronto como fue de día, el Sanedrín se volvió a reunir, y Jesús fue
traído de nuevo a la sala del concilio. Se había declarado Hijo de
Dios, y habían torcido sus palabras de modo que constituyeran una
acusación contra él. Pero no podían condenarle por esto, porque muchos
de ellos no habían estado presentes en la sesión nocturna, y no habían
oído sus palabras. Y sabían que el tribunal romano no hallaría en ellas
cosa digna de muerte. Pero si todos podían oírle repetir con sus
propios labios estas mismas palabras, podrían obtener su objeto. Su
aserto de ser el Mesías podía ser torcido hasta hacerlo aparecer como
una tentativa de sedición política.
"¿Eres tú el Cristo? --dijeron,-- dínoslo." Pero Cristo permaneció
callado. Continuaron acosándole con preguntas. Al fin, con acento de
la más profunda tristeza, respondió: "Si os lo dijere, no creeréis; y
también si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis." Pero a
fin de que quedasen sin excusa, añadió la solemne advertencia: "Mas
después de ahora el Hijo del hombre se asentará a la diestra de la
potencia de Dios."
"¿Luego tú eres Hijo de Dios? preguntaron a una voz. Y él les dijo:
"Vosotros decís que soy." Clamaron entonces: "¿Qué más testimonio
deseamos? porque nosotros lo hemos oído de su boca."
Y así, por la tercera condena de las autoridades judías, Jesús había de
morir. Todo lo que era necesario ahora, pensaban, era que los romanos
ratificasen esta condena, y le entregasen en sus manos.
Entonces se produjo la tercera escena de ultrajes y burlas, peores aún
que las infligidas por el populacho ignorante. En la misma presencia de
los sacerdotes y gobernantes, y con su sanción, sucedió esto. Todo
sentimiento de simpatía o humanidad se había apagado en su corazón. Si
bien sus argumentos eran débiles y no lograban acallar la voz de Jesús,
tenían otras armas, como las que en toda época se han usado para hacer
callar a los herejes: el sufrimiento, la violencia y la muerte.
Cuando los jueces pronunciaron la condena de Jesús, una furia
satánica se apoderó del pueblo.
El rugido de las voces era como el de las fieras. La muchedumbre corrió
hacia Jesús, gritando: ¡Es culpable! ¡Matadle! De no haber sido por los
soldados romanos, Jesús no habría vivido para ser clavado en la cruz del
Calvario. Habría sido despedazado delante de sus jueces, si no hubiese
intervenido la autoridad romana y, por la fuerza de las armas, impedido
la violencia de la turba.
Los paganos se airaron al ver el trato brutal infligido a una persona
contra quien nada había sido probado. Los oficiales romanos declararon
que los judíos, al pronunciar sentencia contra Jesús, estaban
infringiendo las leyes del poder romano, y que hasta era contrario a la
ley judía condenar a un hombre a muerte por su propio testimonio. Esta
intervención introdujo cierta calma en los procedimientos; pero en los
dirigentes judíos habían muerto la vergüenza y la compasión.
Los sacerdotes y gobernantes se olvidaron de la dignidad de su oficio, y
ultrajaron al Hijo de Dios con epítetos obscenos. Le escarnecieron
acerca de su parentesco, y declararon que su aserto de proclamarse el
Mesías le hacía merecedor de la muerte más ignominiosa. Los hombres más
disolutos sometieron al Salvador a ultrajes infames. Se le echó un
viejo manto sobre la cabeza, y sus perseguidores le herían en el rostro,
diciendo: "Profetízanos tú, Cristo, quién es el que te ha herido."
Cuando se le quitó el manto, un pobre miserable le escupió en el rostro.
Los ángeles de Dios registraron fielmente toda mirada, palabra y acto
insultantes de los cuales fue objeto su amado General. Un día, los
hombres viles que escarnecieron y escupieron el rostro sereno y pálido
de Cristo, mirarán aquel rostro en su gloria, más resplandeciente que el
sol.