"Y COMO vinieron al lugar que se llama de la Calavera, le crucificaron
allí."
"Para santificar al pueblo por su propia sangre," Cristo "padeció fuera
de la puerta." Por la transgresión de la ley de Dios, Adán y Eva
fueron desterrados del Edén. Cristo, nuestro substituto, iba a sufrir
fuera de los límites de Jerusalén. Murió fuera de la puerta, donde eran
ejecutados los criminales y homicidas. Rebosan de significado las
palabras: "Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por
nosotros maldición."
Una vasta multitud siguió a Jesús desde el pretorio hasta el Calvario.
Las nuevas de su condena se habían difundido por toda Jerusalén, y
acudieron al lugar de su ejecución personas de todas clases y
jerarquías. Los sacerdotes y príncipes se habían comprometido a no
molestar a los seguidores de Cristo si él les era entregado, así que los
discípulos y creyentes de la ciudad y región circundante pudieron unirse
a la muchedumbre que seguía al Salvador.
Al cruzar Jesús la puerta del atrio del tribunal de Pilato, la cruz que
había sido preparada para Barrabás fue puesta sobre sus hombros
magullados y ensangrentados. Dos compañeros de Barrabás iban a sufrir
la muerte al mismo tiempo que Jesús, y se pusieron también cruces sobre
ellos. La carga del Salvador era demasiado pesada para él en su
condición débil y doliente. Desde la cena de Pascua que tomara con sus
discípulos, no había ingerido alimento ni bebida. En el huerto de
Getsemaní había agonizado en conflicto con los agentes satánicos. Había
soportado la angustia de la entrega, y había visto a sus discípulos
abandonarle y huir. Había sido llevado a Annás, luego a Caifás y
después a Pilato. De Pilato había sido enviado a Herodes, luego de
nuevo a Pilato. Las injurias habían sucedido a las injurias, los
escarnios a los escarnios; Jesús había sido flagelado dos veces, y
toda esa noche se había producido una escena tras otra de un carácter
capaz de probar hasta lo sumo a un alma humana. Cristo no había
desfallecido. No había pronunciado palabra que no tendiese a glorificar
a Dios. Durante toda la deshonrosa farsa del proceso, se había portado
con firmeza y dignidad. Pero cuando, después de la segunda flagelación,
la cruz fue puesta sobre él, la naturaleza humana no pudo soportar más y
Jesús cayó desmayado bajo la carga.
La muchedumbre que seguía al Salvador vio sus pasos débiles y
tambaleantes, pero no manifestó compasión. Se burló de él y le
vilipendió porque no podía llevar la pesada cruz. Volvieron a poner
sobre él la carga, y otra vez cayó desfalleciente al suelo. Sus
perseguidores vieron que le era imposible llevarla más lejos. No sabían
dónde encontrar quien quisiese llevar la humillante carga. Los judíos
mismos no podían hacerlo, porque la contaminación les habría impedido
observar la Pascua. Entre la turba que le seguía no había una sola
persona que quisiese rebajarse a llevar la cruz.
En ese momento, un forastero, Simón cireneo, que volvía del campo, se
encontró con la muchedumbre. Oyó las burlas y palabras soeces de la
turba; oyó las palabras repetidas con desprecio: Abrid paso para el Rey
de los judíos. Se detuvo asombrado ante la escena; y como expresara su
compasión, se apoderaron de él y colocaron la cruz sobre sus hombros.
Simón había oído hablar de Jesús. Sus hijos creían en el Salvador, pero
él no era discípulo. Resultó una bendición para él llevar la cruz al
Calvario y desde entonces estuvo siempre agradecido por esta
providencia. Ella le indujo a tomar sobre sí la cruz de Cristo por su
propia voluntad y a estar siempre alegremente bajo su carga.
Había no pocas mujeres entre la multitud que seguía al Inocente a su
muerte cruel. Su atención estaba fija en Jesús. Algunas de ellas le
habían visto antes. Algunas le habían llevado sus enfermos y
dolientes. Otras habían sido sanadas. Al oír el relato de las escenas
que acababan de acontecer, se asombraron por el odio de la muchedumbre
hacia Aquel por quien su propio corazón se enternecía y estaba por
quebrantarse. Y a pesar de la acción de la turba enfurecida y de las
palabras airadas de sacerdotes y príncipes, esas mujeres expresaron su
simpatía. Al caer Jesús desfallecido bajo la cruz, prorrumpieron en
llanto lastimero.
Esto fue lo único que atrajo la atención de Cristo. Aunque abrumado por
el sufrimiento mientras llevaba los pecados del mundo, no era
indiferente a la expresión de pesar. Miró a esas mujeres con tierna
compasión. No eran creyentes en él; sabía que no le compadecían como
enviado de Dios, sino que eran movidas por sentimientos de compasión
humana. No despreció su simpatía, sino que ésta despertó en su corazón
una simpatía más profunda por ellas. "Hijas de Jerusalem --dijo,-- no
me lloréis a mí, mas llorad por vosotras mismas, y por vuestros hijos."
De la escena que presenciaba, Cristo miró hacia adelante al tiempo de la
destrucción de Jerusalén. En ese terrible acontecimiento, muchas de las
que lloraban ahora por él iban a perecer con sus hijos.
De la caída de Jerusalén, los pensamientos de Jesús pasaron a un juicio
más amplio. En la destrucción de la ciudad impenitente, vio un símbolo
de la destrucción final que caerá sobre el mundo. Dijo: "Entonces
comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados:
Cubridnos. Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco,
qué se hará?" Por el árbol verde, Jesús se represento a sí mismo, el
Redentor inocente. Dios permitió que su ira contra la transgresión
cayese sobre su Hijo amado. Jesús iba a ser crucificado por los pecados
de los hombres. ¿Qué sufrimiento iba entonces a soportar el pecador que
continuase en el pecado? Todos los impenitentes e incrédulos iban a
conocer un pesar y una desgracia que el lenguaje no podría expresar.
Entre la multitud que siguió al Salvador hasta el Calvario, había muchos
que le habían acompañado con gozosos hosannas y agitando palmas,
mientras entraba triunfantemente en Jerusalén. Pero no pocos de
aquellos que habían gritado sus alabanzas porque era una acción popular,
participaban en clamar: "Crucifícale, crucifícale." Cuando Cristo entró
en Jerusalén, las esperanzas de los discípulos habían llegado a su
apogeo. Se habían agolpado en derredor de su Maestro, sintiendo que era
un alto honor estar relacionados con él. Ahora, en su humillación, le
seguían de lejos. Estaban llenos de pesar y agobiados por las
esperanzas frustradas. Ahora se verificaban las palabras de Jesús:
"Todos vosotros seréis escandalizados en mí esta noche; porque escrito
está: Heriré al Pastor, y las ovejas de la manada serán dispersas."
Al llegar al lugar de la ejecución, los presos fueron atados a los
instrumentos de tortura. Los dos ladrones se debatieron en las manos de
aquellos que los ponían sobre la cruz; pero Jesús no ofreció
resistencia. La madre de Jesús, sostenida por el amado discípulo Juan,
había seguido las pisadas de su Hijo hasta el Calvario. Le había visto
desmayar bajo la carga de la cruz, y había anhelado sostener con su mano
la cabeza herida y bañar la frente que una vez se reclinara en su seno.
Pero se le había negado este triste privilegio. Juntamente con los
discípulos, acariciaba todavía la esperanza de que Jesús manifestara su
poder y se librara de sus enemigos. Pero su corazón volvió a
desfallecer al recordar las palabras con que Jesús había predicho las
mismas escenas que estaban ocurriendo. Mientras ataban a los ladrones a
la cruz, miró suspensa en agonía. ¿Dejaría que se le crucificase Aquel
que había dado vida a los muertos? ¿Se sometería el Hijo de Dios a esta
muerte cruel? ¿Debería ella renunciar a su fe de que Jesús era el
Mesías? ¿Tendría ella que presenciar su oprobio y pesar sin tener
siquiera el privilegio de servirle en su angustia? Vio sus manos
extendidas sobre la cruz; se trajeron el martillo y los clavos, y
mientras éstos se hundían a través de la tierna carne, los afligidos
discípulos apartaron de la cruel escena el cuerpo desfalleciente de la
madre de Jesús.
El Salvador no dejó oír un murmullo de queja. Su rostro permaneció
sereno. Pero había grandes gotas de sudor sobre su frente. No hubo
mano compasiva que enjugase el rocío de muerte de su rostro, ni se
oyeron palabras de simpatía y fidelidad inquebrantable que sostuviesen
su corazón humano. Mientras los soldados estaban realizando su terrible
obra, Jesús oraba por sus enemigos: "Padre, perdónalos, porque no saben
lo que hacen." Su espíritu se apartó de sus propios sufrimientos para
pensar en el pecado de sus perseguidores, y en la terrible retribución
que les tocaría. No invocó maldición alguna sobre los soldados que le
maltrataban tan rudamente. No invocó venganza alguna sobre los
sacerdotes y príncipes que se regocijaban por haber logrado su
propósito. Cristo se compadeció de ellos en su ignorancia y culpa.
Sólo exhaló una súplica para que fuesen perdonados, "porque no saben lo
que hacen."
Si hubiesen sabido que estaban torturando a Aquel que había venido para
salvar a la raza pecaminosa de la ruina eterna, el remordimiento y el
horror se habrían apoderado de ellos. Pero su ignorancia no suprimió su
culpabilidad, porque habían tenido el privilegio de conocer y aceptar a
Jesús como su Salvador. Algunos iban a ver todavía su pecado,
arrepentirse y convertirse. Otros, por su impenitencia, iban a hacer
imposible que fuese, contestada la oración de Cristo en su favor. Pero
asimismo se cumplía el propósito de Dios. Jesús estaba adquiriendo
derecho a ser abogado de los hombres en la presencia del Padre.
Esa oración de Cristo por sus enemigos abarcaba al mundo. Abarcaba a
todo pecador que hubiera vivido desde el principio del mundo o fuese a
vivir hasta el fin del tiempo. Sobre todos recae la culpabilidad de la
crucifixión del Hijo de Dios. A todos se ofrece libremente el perdón.
"El que quiere" puede tener paz con Dios y heredar la vida eterna.
Tan pronto como Jesús estuvo clavado en la cruz, ésta fue levantada por
hombres fuertes y plantada con gran violencia en el hoyo preparado para
ella. Esto causó los más atroces dolores al Hijo de Dios. Pilato
escribió entonces una inscripción en hebreo, griego y latín y la colocó
sobre la cruz, más arriba que la cabeza de Jesús. Decía: "Jesús
Nazareno, Rey de los Judíos." Esta inscripción irritaba a los judíos.
En el tribunal de Pilato habían clamado: "Crucifícale." "No tenemos rey
sino a César." Habían declarado que quien reconociese a otro rey era
traidor. Pilato escribió el sentimiento que habían expresado. No se
mencionaba delito alguno, excepto que Jesús era Rey de los judíos. La
inscripción era un reconocimiento virtual de la fidelidad de los judíos
al poder romano. Declaraba que cualquiera que aseverase ser Rey de
Israel, era considerado por ellos como digno de muerte. Los sacerdotes
se habían excedido. Cuando maquinaban la muerte de Cristo, Caifás había
declarado conveniente que un hombre muriese para salvar la nación.
Ahora su hipocresía quedó revelada. A fin de destruir a Cristo, habían
estado dispuestos a sacrificar hasta su existencia nacional.
Los sacerdotes vieron lo que habían hecho, y pidieron a Pilato que
cambiase la inscripción. Dijeron: "No escribas, Rey de los judíos:
sino, que él dijo: Rey soy de los Judíos." Pero Pilato estaba airado
consigo mismo por su debilidad anterior y despreciaba cabalmente a los
celosos y arteros sacerdotes y príncipes. Respondió fríamente: "Lo que
he escrito, he escrito."
Un poder superior a Pilato y a los judíos había dirigido la colocación
de esa inscripción sobre la cabeza de Jesús. Era la providencia de
Dios, tenía que incitar a reflexionar e investigar las Escrituras. El
lugar donde Cristo fue crucificado se hallaba cerca de la ciudad. Miles
de personas de todos los países estaban entonces en Jerusalén, y la
inscripción que declaraba Mesías a Jesús de Nazaret iba a llegar a su
conocimiento. Era una verdad viva transcrita por una mano que Dios
había guiado.
En los sufrimientos de Cristo en la cruz, se cumplía la profecía.
Siglos antes de la crucifixión, el Salvador había predicho el trato que
iba a recibir. Dijo: "Porque perros me han rodeado, hame cercado
cuadrilla de malignos: horadaron mis manos y mis pies. Contar puedo
todos mis huesos; ellos miran, considéranme. Partieron entre sí mis
vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes." La profecía concerniente a
sus vestiduras fue cumplida sin consejo ni intervención de los amigos o
los enemigos del Crucificado. Su ropa había sido dada a los soldados
que le habían puesto en la cruz. Cristo oyó las disputas de los hombres
mientras se repartían las ropas entre sí. Su túnica era tejida sin
costura y dijeron: "No la partamos, sino echemos suertes sobre ella, de
quién será."
En otra profecía, el Salvador declaró: "La afrenta ha quebrantado mi
corazón, y estoy acongojado: y esperé quien se compadeciese de mí, y no
lo hubo: y consoladores, y ninguno hallé. Pusiéronme además hiel por
comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre." Era permitido dar a
los que sufrían la muerte de cruz una poción estupefaciente que
amortiguase la sensación del dolor. Esta poción fue ofrecida a Jesús;
pero al probarla, la rehusó. No quería recibir algo que turbase su
inteligencia. Su fe debía aferrarse a Dios. Era su única fuerza.
Enturbiar sus sentidos sería dar una ventaja a Satanás.
Los enemigos de Jesús desahogaron su ira sobre él mientras pendía de la
cruz. Sacerdotes, príncipes y escribas se unieron a la muchedumbre
para burlarse del Salvador moribundo. En ocasión del bautismo y de la
transfiguración, se había oído la voz de Dios proclamar a Cristo como su
Hijo. Nuevamente, precisamente antes de la entrega de Cristo, el Padre
había hablado y atestiguado su divinidad. Pero ahora la voz del cielo
callaba. Ningún testimonio se oía en favor de Cristo. Solo, sufría los
ultrajes y las burlas de los hombres perversos.
"Si eres Hijo de Dios --decían,-- desciende de la cruz." "Sálvese a sí,
si éste es el Mesías, el escogido de Dios." En el desierto de la
tentación, Satanás había declarado: "Si eres Hijo de Dios, di que estas
piedras se hagan pan." "Si eres Hijo de Dios, échate abajo" desde el
pináculo del templo. Y Satanás, con ángeles suyos en forma humana,
estaba presente al lado de la cruz. El gran enemigo y sus huestes
cooperaban con los sacerdotes y príncipes. Los maestros del pueblo
habían incitado a la turba ignorante a pronunciar juicio contra Uno a
quien muchos no habían mirado hasta que se les instó a que diesen
testimonio contra él. Los sacerdotes, los príncipes, los fariseos y el
populacho empedernido estaban confederados en un frenesí satánico. Los
dirigentes religiosos se habían unido con Satanás y sus ángeles.
Estaban cumpliendo sus órdenes.
Jesús, sufriendo y moribundo, oía cada palabra mientras los sacerdotes
declaraban: "A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar. El Cristo,
Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, para que veamos y creamos."
Cristo podría haber descendido de la cruz. Pero por el hecho de que no
quiso salvarse a sí mismo tiene el pecador esperanza de perdón y favor
con Dios.
Mientras se burlaban del Salvador, los hombres que profesaban ser
expositores de la profecía repetían las mismas palabras que la
Inspiración había predicho que pronunciarían en esta ocasión. Sin
embargo, en su ceguera, no vieron que estaban cumpliendo la profecía.
Los que con irrisión dijeron: "Confió en Dios: líbrele ahora si le
quiere: porque ha dicho: Soy Hijo de Dios," no pensaron que su
testimonio repercutiría a través de los siglos. Pero aunque fueron
dichas en son de burla, estas palabras indujeron a los hombres a
escudriñar las Escrituras como nunca lo habían hecho antes. Hombres
sabios oyeron, escudriñaron, reflexionaron y oraron. Hubo quienes no
descansaron hasta que, por la comparación de un pasaje de la
Escritura con otro, vieron el significado de la misión de Cristo. Nunca
antes hubo un conocimiento tan general de Jesús como una vez que fue
colgado de la cruz. En el corazón de muchos de aquellos que
presenciaron la crucifixión y oyeron las palabras de Cristo resplandeció
la luz de la verdad.
Durante su agonía sobre la cruz, llegó a Jesús un rayo de consuelo. Fue
la petición del ladrón arrepentido. Los dos hombres crucificados con
Jesús se habían burlado de él al principio; y por efecto del
padecimiento uno de ellos se volvió más desesperado y desafiante. Pero
no sucedió así con su compañero. Este hombre no era un criminal
empedernido. Había sido extraviado por las malas compañías, pero era
menos culpable que muchos de aquellos que estaban al lado de la cruz
vilipendiando al Salvador. Había visto y oído a Jesús y se había
convencido por su enseñanza, pero había sido desviado de él por los
sacerdotes y príncipes. Procurando ahogar su convicción, se había
hundido más y más en el pecado, hasta que fue arrestado, juzgado como
criminal y condenado a morir en la cruz. En el tribunal y en el camino
al Calvario, había estado en compañía de Jesús. Había oído a Pilato
declarar: "Ningún crimen hallo en él." Había notado su porte divino y
el espíritu compasivo de perdón que manifestaba hacia quienes le
atormentaban. En la cruz, vio a los muchos que hacían gran profesión de
religión sacarle la lengua con escarnio y ridiculizar al Señor Jesús.
Vio las cabezas que se sacudían, oyó cómo su compañero de culpabilidad
repetía las palabras de reproche: "Si tú eres el Cristo, sálvate a ti
mismo y a nosotros." Entre los que pasaban, oía a muchos que defendían
a Jesús. Les oía repetir sus palabras y hablar de sus obras. Penetró
de nuevo en su corazón la convicción de que era el Cristo. Volviéndose
hacia su compañero culpable, dijo: "¿Ni aun tú temes a Dios, estando en
la misma condenación?" Los ladrones moribundos no tenían ya nada que
temer de los hombres. Pero uno de ellos sentía la convicción de que
había un Dios a quien temer, un futuro que debía hacerle temblar. Y
ahora, así como se hallaba, todo manchado por el pecado, se veía a punto
de terminar la historia de su vida. "Y nosotros, a la verdad,
justamente padecemos --gimió,-- porque recibimos lo que merecieron
nuestros hechos: mas éste ningún mal hizo."
Nada ponía ya en tela de juicio. No expresaba dudas ni reproches. Al
ser condenado por su crimen, el ladrón se había llenado de
desesperación; pero ahora brotaban en su mente pensamientos extraños,
impregnados de ternura. Recordaba todo lo que había oído decir acerca
de Jesús, cómo había sanado a los enfermos y perdonado el pecado. Había
oído las palabras de los que creían en Jesús y le seguían llorando.
Había visto y leído el título puesto sobre la cabeza del Salvador.
Había oído a los transeúntes repetirlo, algunos con labios temblorosos y
afligidos, otros con escarnio y burla. El Espíritu Santo iluminó su
mente y poco a poco se fue eslabonando la cadena de la evidencia. En
Jesús, magullado, escarnecido y colgado de la cruz, vio al Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo. La esperanza se mezcló con la
angustia en su voz, mientras que su alma desamparada se aferraba de un
Salvador moribundo. "Señor, acuérdate de mí --exclamó,-- cuando
vinieres en tu reino." Prestamente llegó la respuesta. El tono era
suave y melodioso, y las palabras, llenas de amor, compasión y poder: De
cierto te digo hoy: estarás conmigo en el paraíso.
Durante largas horas de agonía, el vilipendio y el escarnio habían
herido los oídos de Jesús. Mientras pendía de la cruz, subía hacia él
el ruido de las burlas y maldiciones. Con corazón anhelante, había
escuchado para oír alguna expresión de fe de parte de sus discípulos.
Había oído solamente las tristes palabras: "Esperábamos que él era el
que había de redimir a Israel." ¡Cuánto agradecimiento sintió entonces
el Salvador por la expresión de fe y amor que oyó del ladrón moribundo!
Mientras los dirigentes judíos le negaban y hasta sus discípulos dudaban
de su divinidad, el pobre ladrón, en el umbral de la eternidad, llamó a
Jesús, Señor. Muchos estaban dispuestos a llamarle Señor cuando
realizaba milagros y después que hubo resucitado de la tumba; pero
mientras pendía moribundo de la cruz, nadie le reconoció sino el ladrón
arrepentido que se salvó a la undécima hora.
Los que estaban cerca de allí oyeron las palabras del ladrón cuando
llamaba a Jesús, Señor. El tono del hombre arrepentido llamó su
atención. Los que, al pie de la cruz, habían estado disputándose la
ropa de Cristo y echando suertes sobre su túnica, se detuvieron a
escuchar. Callaron las voces airadas. Con el aliento en suspenso,
miraron a Cristo y esperaron la respuesta de aquellos labios moribundos.
Mientras pronunciaba las palabras de promesa, la obscura nube que
parecía rodear la cruz fue atravesada por una luz viva y brillante. El
ladrón arrepentido sintió la perfecta paz de la aceptación por Dios. En
su humillación, Cristo fue glorificado. El que ante otros ojos parecía
vencido, era el Vencedor. Fue reconocido como Expiador del pecado. Los
hombres pueden ejercer poder sobre su cuerpo humano. Pueden herir sus
santas sienes con la corona de espinas. Pueden despojarle de su
vestidura y disputársela en el reparto. Pero no pueden quitarle su
poder de perdonar pecados. Al morir, da testimonio de su propia
divinidad, para la gloria del Padre. Su oído no se ha agravado al punto
de no poder oír ni se ha acortado su brazo para no poder salvar. Es su
derecho real salvar hasta lo sumo a todos los que por él se allegan a
Dios.
De cierto te digo hoy: estarás conmigo en el paraíso. Cristo no
prometió que el ladrón estaría en el paraíso ese día, El mismo no fue
ese día al paraíso. Durmió en la tumba, y en la mañana de la
resurrección dijo: "Aun no he subido a mi Padre." Pero en el día de la
crucifixión, el día de la derrota y tinieblas aparentes, formuló la
promesa. "Hoy;" mientras moría en la cruz como malhechor, Cristo
aseguró al pobre pecador: "Estarás conmigo en el paraíso."
Los ladrones crucificados con Jesús estaban "uno a cada lado, y Jesús en
medio." Así se había dispuesto por indicación de los sacerdotes y
príncipes. La posición de Cristo entre los ladrones debía indicar que
era el mayor criminal de los tres. Así se cumplía el pasaje: "Fue
contado con los perversos." Pero los sacerdotes no podían ver el pleno
significado de su acto. Como Jesús crucificado con los ladrones fue
puesto "en medio," así su cruz fue puesta en medio de un mundo que yacía
en el pecado. Y las palabras de perdón dirigidas al ladrón arrepentido
encendieron una luz que brillará hasta los más remotos confines de la
tierra.
Con asombro, los ángeles contemplaron el amor infinito de Jesús, quien,
sufriendo la más intensa agonía mental y corporal, pensó solamente en
los demás y animó al alma penitente a creer. En su humillación, se
había dirigido como profeta a las hijas de Jerusalén; como sacerdote
y abogado, había intercedido con el Padre para que perdonase a sus
homicidas; como Salvador amante, había perdonado los pecados del ladrón
arrepentido.
Mientras la mirada de Jesús recorría la multitud que le rodeaba, una
figura llamó su atención. Al pie de la cruz estaba su madre, sostenida
por el discípulo Juan. Ella no podía permanecer lejos de su Hijo; y
Juan, sabiendo que el fin se acercaba, la había traído de nuevo al lado
de la cruz. En el momento de morir, Cristo recordó a su madre. Mirando
su rostro pesaroso y luego a Juan, le dijo: "Mujer, he ahí tu hijo," y
luego a Juan: "He ahí tu madre." Juan comprendió las palabras de Cristo
y aceptó el cometido. Llevó a María a su casa, y desde esa hora la
cuidó tiernamente. ¡Oh Salvador compasivo y amante! ¡En medio de todo su
dolor físico y su angustia mental, tuvo un cuidado reflexivo para su
madre! No tenía dinero con que proveer a su comodidad, pero estaba él
entronizado en el corazón de Juan y le dio su madre como legado
precioso. Así le proveyó lo que más necesitaba: la tierna simpatía de
quien la amaba porque ella amaba a Jesús. Y al recibirla como un
sagrado cometido, Juan recibía una gran bendición. Le recordaba
constantemente a su amado Maestro.
El perfecto ejemplo de amor filial de Cristo resplandece con brillo
siempre vivo a través de la neblina de los siglos. Durante casi treinta
años Jesús había ayudado con su trabajo diario a llevar las cargas del
hogar. Y ahora, aun en su última agonía, se acordó de proveer para su
madre viuda y afligida. El mismo espíritu se verá en todo discípulo de
nuestro Señor. Los que siguen a Cristo sentirán que es parte de su
religión respetar a sus padres y cuidar de ellos. Los padres y las
madres nunca dejarán de recibir cuidado reflexivo y tierna simpatía de
parte del corazón donde se alberga el amor de Cristo.
El Señor de gloria estaba muriendo en rescate por la familia humana. Al
entregar su preciosa vida, Cristo no fue sostenido por un gozo
triunfante. Todo era lobreguez opresiva. No era el temor de la muerte
lo que le agobiaba. No era el dolor ni la ignominia de la cruz lo que
le causaba agonía inefable. Cristo era el príncipe de los dolientes.
Pero su sufrimiento provenía del sentimiento de la malignidad del
pecado, del conocimiento de que por la familiaridad con el mal, el
hombre se había vuelto ciego a su enormidad. Cristo vio cuán terrible es
el dominio del pecado sobre el corazón humano, y cuán pocos estarían
dispuestos a desligarse de su poder. Sabía que sin la ayuda de Dios la
humanidad tendría que perecer, y vio a las multitudes perecer teniendo a
su alcance ayuda abundante.
Sobre Cristo como substituto y garante nuestro fue puesta la iniquidad
de todos nosotros. Fue contado por transgresor, a fin de que pudiese
redimirnos de la condenación de la ley. La culpabilidad de cada
descendiente de Adán abrumó su corazón. La ira de Dios contra el pecado,
la terrible manifestación de su desagrado por causa de la iniquidad,
llenó de consternación el alma de su Hijo. Toda su vida, Cristo había
estado proclamando a un mundo caído las buenas nuevas de la misericordia
y el amor perdonador del Padre. Su tema era la salvación aun del
principal de los pecadores. Pero en estos momentos, sintiendo el
terrible peso de la culpabilidad que lleva, no puede ver el rostro
reconciliador del Padre. Al sentir el Salvador que de él se retraía el
semblante divino en esta hora de suprema angustia, atravesó su corazón
un pesar que nunca podrá comprender plenamente el hombre. Tan grande fue
esa agonía que apenas le dejaba sentir el dolor físico.
Con fieras tentaciones, Satanás torturaba el corazón de Jesús. El
Salvador no podía ver a través de los portales de la tumba. La esperanza
no le presentaba su salida del sepulcro como vencedor ni le hablaba de
la aceptación de su sacrificio por el Padre. Temía que el pecado fuese
tan ofensivo para Dios que su separación resultase eterna. Sintió la
angustia que el pecador sentirá cuando la misericordia no interceda más
por la raza culpable. El sentido del pecado, que atraía la ira del Padre
sobre él como substituto del hombre, fue lo que hizo tan amarga la copa
que bebía el Hijo de Dios y quebró su corazón.
Con asombro, los ángeles presenciaron la desesperada agonía del
Salvador. Las huestes del cielo velaron sus rostros para no ver ese
terrible espectáculo. La naturaleza inanimada expresó simpatía por su
Autor insultado y moribundo. El sol se negó a mirar la terrible escena
Sus rayos brillantes iluminaba la tierra a mediodía, cuando de repente
parecieron borrarse. Como fúnebre mortaja, una obscuridad completa rodeó
la cruz. "Fueron hechas tinieblas sobre toda la tierra hasta la
hora de non a." Estas tinieblas, que eran tan profundas como la
medianoche sin luna ni estrellas, no se debía a ningún eclipse ni a otra
causa natural. Era un testimonio milagroso dado por Dios para confirmar
la fe de las generaciones ulteriores.
En esa densa obscuridad, se ocultaba la presencia de Dios. El hace de
las tinieblas su pabellón y oculta su gloria de los ojos humanos. Dios
y sus santos ángeles estaban al lado de la cruz. El Padre estaba con su
Hijo. Sin embargo, su presencia no se reveló. Si su gloria hubiese
fulgurado de la nube, habría quedado destruido todo espectador humano.
En aquella hora terrible, Cristo no fue consolado por la presencia del
Padre. Pisó solo el lagar y del pueblo no hubo nadie con él.
Con esa densa obscuridad, Dios veló la última agonía humana de su hijo.
Todos los que habían visto a Cristo sufrir estaban convencidos de su
divinidad. Ese rostro, una vez contemplado por la humanidad, no sería
jamás olvidado. Así como el rostro de Caín expresaba su culpabilidad de
homicida, el rostro de Cristo revelaba inocencia, serenidad,
benevolencia: la imagen de Dios. Pero sus acusadores no quisieron
prestar atención al sello del cielo. Durante largas horas de agonía,
Cristo había sido mirado por la multitud escarnecedora. Ahora le ocultó
misericordiosamente el manto de Dios.
Un silencio sepulcral parecía haber caído sobre el Calvario. Un terror
sin nombre dominaba a la muchedumbre que estaba rodeando la cruz. Las
maldiciones y los vilipendios quedaron a medio pronunciar. Hombres,
mujeres y niños cayeron postrados al suelo. Rayos vívidos fulguraban
ocasionalmente de la nube y dejaban ver la cruz y el Redentor
crucificado. Sacerdotes, príncipes, escribas, verdugos y la turba,
todos pensaron que había llegado su tiempo de retribución. Después de
un rato, alguien murmuró que Jesús bajaría ahora de la cruz. Algunos
intentaron regresar a tientas a la ciudad, golpeándose el pecho y
llorando de miedo.
A la hora nona, las tinieblas se elevaron de la gente, pero siguieron
rodeando al Salvador. Eran un símbolo de la agonía y horror que pesaban
sobre su corazón. Ningún ojo podía atravesar la lobreguez que rodeaba
la cruz, y nadie podía penetrar la lobreguez más intensa que rodeaba el
alma doliente de Cristo. Los airados rayos parecían lanzados contra
él mientras pendía de la cruz. Entonces "exclamó Jesús a gran voz,
diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabachthani?" "Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has desamparado?" Cuando la lobreguez exterior se asentó en derredor
del Salvador, muchas voces exclamaron: La venganza del cielo está sobre
él. Son lanzados contra él los rayos de la ira de Dios, porque se
declaró hijo de Dios. Muchos que creían en él oyeron su clamor
desesperado. La esperanza los abandonó. Si Dios había abandonado a
Jesús, ¿en quién podían confiar sus seguidores?
Cuando las tinieblas se alzaron del espíritu oprimido de Cristo,
recrudeció su sentido de los sufrimientos físicos y dijo: "Sed tengo."
Uno de los soldados romanos, movido a compasión al mirar sus labios
resecos, colocó una esponja en un tallo de hisopo y, sumergiéndola en un
vaso de vinagre, se la ofreció a Jesús. Pero los sacerdotes se burlaron
de su agonía. Cuando las tinieblas cubrieron la tierra, se habían
llenado de temor; pero al disiparse su terror volvieron a temer que
Jesús se les escapase todavía. Interpretaron mal sus palabras: "Eloi,
Eloi, ¿lama sabachthani?" Con amargo desprecio y escarnio dijeron: "A
Elías llama éste." Rechazaron la última oportunidad de aliviar sus
sufrimientos. "Deja --dijeron,-- veamos si viene Elías a librarle."
El inmaculado hijo de Dios pendía de la cruz: su carne estaba lacerada
por los azotes; aquellas manos que tantas veces se habían extendido para
bendecir, estaban clavadas en el madero; aquellos pies tan incansables
en los ministerios de amor estaban también clavados a la cruz; esa
cabeza real estaba herida por la corona de espinas; aquellos labios
temblorosos formulaban clamores de dolor. Y todo lo que sufrió: las
gotas de sangre que cayeron de su cabeza, sus manos y sus pies, la
agonía que torturó su cuerpo y la inefable angustia que llenó su alma al
ocultarse el rostro de su Padre, habla a cada hijo de la humanidad y
declara: Por ti consiente el Hijo de Dios en llevar esta carga de
culpabilidad; por ti saquea el dominio de la muerte y abre las puertas
del Paraíso. El que calmó las airadas ondas y anduvo sobre la cresta
espumosa de las olas, el que hizo temblar a los demonios y huir a la
enfermedad, el que abrió los ojos de los ciegos y devolvió la vida a los
muertos, se ofrece como sacrificio en la cruz, y esto por amor a
ti. El, el Expiador del pecado, soporta la ira de la justicia divina y
por causa tuya se hizo pecado.
En silencio, los espectadores miraron el fin de la terrible escena. El
sol resplandecía; pero la cruz estaba todavía rodeada de tinieblas. Los
sacerdotes y príncipes miraban hacia Jerusalén; y he aquí, la nube densa
se había asentado sobre la ciudad y las llanuras de Judea. El sol de
justicia, la luz del mundo, retiraba sus rayos de Jerusalén, la que una
vez fuera la ciudad favorecida. Los fieros rayos de la ira de Dios iban
dirigidos contra la ciudad condenada.
De repente, la lobreguez se apartó de la cruz, y en tonos claros, como
de trompeta, que parecían repercutir por toda la creación, Jesús
exclamó: "Consumado es." "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu."
Una luz circuyó la cruz y el rostro del Salvador brilló con una gloria
como la del sol. Inclinó entonces la cabeza sobre el pecho y murió
Entre las terribles tinieblas, aparentemente abandonado de Dios, Cristo
había apurado las últimas heces de la copa de la desgracia humana. En
esas terribles horas había confiado en la evidencia que antes recibiera
de que era aceptado de su Padre. Conocía el carácter de su Padre;
comprendía su justicia, su misericordia y su gran amor. Por la fe,
confió en Aquel a quien había sido siempre su placer obedecer. Y
mientras, sumiso, se confiaba a Dios, desapareció la sensación de haber
perdido el favor de su Padre. Por la fe, Cristo venció.
Nunca antes había presenciado la tierra una escena tal. La multitud
permanecía paralizada, y con aliento en suspenso miraba al Salvador.
Otra vez descendieron tinieblas sobre la tierra y se oyó un ronco rumor,
como de un fuerte trueno. Se produjo un violento terremoto que hizo
caer a la gente en racimos. Siguió la más frenética confusión y
consternación. En las montañas circundantes se partieron rocas que
bajaron con fragor a las llanuras. Se abrieron sepulcros y los muertos
fueron arrojados de sus tumbas. La creación parecía estremecerse hasta
los átomos. Príncipes, soldados, verdugos y pueblo yacían postrados en
el suelo.
Cuando los labios de Cristo exhalaron el fuerte clamor: "Consumado es,"
los sacerdotes estaban oficiando en el templo. Era la hora del
sacrificio vespertino. Habían traído para matarlo el cordero que
representaba a Cristo. Ataviado con vestiduras significativas y
hermosas, el sacerdote estaba con cuchillo levantado, como Abrahán a
punto de matar a su hijo. Con intenso interés, el pueblo estaba
mirando. Pero la tierra tembló y se agitó; porque el Señor mismo se
acercaba. Con ruido desgarrador, el velo interior del templo fue
rasgado de arriba abajo por una mano invisible, que dejó expuesto a la
mirada de la multitud un lugar que fuera una vez llenado por la
presencia de Dios. En este lugar, había morado la shekinah . Allí Dios
había manifestado su gloria sobre el propiciatorio. Nadie sino el sumo
sacerdote había alzado jamás el velo que separaba este departamento del
resto del templo. Allí entra una vez al año para hacer expiación por
los pecados del pueblo. Pero he aquí, este velo se había desgarrado en
dos. Ya no era más sagrado el lugar santísimo del santuario terrenal.
Todo era terror y confusión. El sacerdote estaba por matar la víctima;
pero el cuchillo cayó de su mano enervada y el cordero escapó. El
símbolo había encontrado en la muerte del Hijo de Dios la realidad que
prefiguraba. El gran sacrificio había sido hecho. Estaba abierto el
camino que llevaba al santísimo. Había sido preparado para todos un
camino nuevo y viviente. Ya no necesitaría la humanidad pecaminosa y
entristecida esperar la salida del sumo sacerdote. Desde entonces, el
Salvador iba a oficiar como sacerdote y abogado en el cielo de los
cielos. Era como si una voz viva hubiese dicho a los adoradores: Ahora
terminan todos los sacrificios y ofrendas por el pecado. El Hijo de
Dios ha venido conforme a su Palabra: "Heme aquí (en la cabecera del
libro está escrito de mí) para que haga, oh Dios, tu voluntad." "Por su
propia sangre [él entra] una sola vez en el santuario, habiendo obtenido
eterna redención."