HACIA el atardecer del día de la resurrección, dos de los discípulos se hallaban en
camino a Emaús, pequeña ciudad situada a unos doce kilómetros de Jerusalén. Estos
discípulos no habían tenido un lugar eminente en la obra de Cristo, pero creían
fervientemente en él. Habían venido a la ciudad para observar la Pascua, y se habían
quedado muy perplejos por los acontecimientos recientes. Habían oído las nuevas de esa
mañana, de que el cuerpo de Cristo había sido sacado de la tumba, y también el informe
de las mujeres que habían visto a los ángeles y se habían encontrado con Jesús. Volvían
ahora a su casa para meditar y orar. Proseguían tristemente su viaje vespertino, hablando
de las escenas del juicio y de la crucifixión. Nunca antes habían estado tan
descorazonados. Sin esperanza ni fe, caminaban en la sombra de la cruz.
No habían progresado mucho en su viaje cuando se les unió un extraño, pero estaban tan
absortos en su lobreguez y desaliento, que no le observaron detenidamente. Continuaron
su conversación, expresando los pensamientos de su corazón. Razonaban acerca de las
lecciones que Cristo había dado, que no parecían poder comprender. Mientras hablaban
de los sucesos que habían ocurrido, Jesús anhelaba consolarlos. Había visto su pesar;
comprendía las ideas contradictorias que, dejando a su mente perpleja, los hacían pensar:
¿Podía este hombre que se dejó humillar así ser el Cristo? Ya no podían dominar su pesar
y lloraban. Jesús sabía que el corazón de ellos estaba vinculado con él por el amor, y
anhelaba enjugar sus lágrimas y llenarlos de gozo y alegría. Pero primero debía darles
lecciones que nunca olvidaran.
"Y díjoles: ¿Qué pláticas son éstas que tratáis entre vosotros andando, y estáis tristes? Y
respondiendo el uno, que se llamaba Cleofas, le dijo: ¿Tú sólo peregrino eres en
Jerusalem, y no has sabido las cosas que en ella han acontecido estos días?" Ellos le
hablaron del desencanto que habían sufrido respecto de su Maestro, "el cual fue varón
profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo;" pero "los
príncipes de los sacerdotes y nuestros príncipes," dijeron, le entregaron "a condenación
de muerte, y le crucificaron." Con corazón apesadumbrado y labios temblorosos,
añadieron: "Mas nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel: y ahora
sobre todo esto, hoy es el tercer día que esto ha acontecido."
Era extraño que los discípulos no recordasen las palabras de Cristo, ni comprendiesen
que él había predicho los acontecimientos que iban a suceder. No comprendían que tan
exactamente coma la primera parte de su revelación, se iba a cumplir la última, de que al
tercer día resucitaría. Esta era la parte que debieran haber recordado. Los sacerdotes y
príncipes no la habían olvidado.
El día "después de la preparación, se juntaron los príncipes de los sacerdotes y los
Fariseos a Pilato, diciendo: Señor, nos acordamos que aquel engañador dijo, viviendo
aún: Después de tres días resucitaré." Pero los discípulos no recordaban estas palabras.
"Entonces él les dijo: ¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los
profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara
en su gloria?" Los discípulos se preguntaban quién podía ser este extraño, que penetraba
así hasta su misma alma, hablaba con tanto fervor, ternura y simpatía y alentaba tanta
esperanza. Por primera vez desde la entrega de Cristo, empezaron a sentirse
esperanzados. Con frecuencia miraban fervientemente a su compañero, y pensaban que
sus palabras eran exactamente las que Cristo habría hablado. Estaban llenos de asombro
y su corazón palpitaba de gozosa expectativa.
Empezando con Moisés, alfa de la historia bíblica, Cristo expuso en todas las Escrituras
las cosas concernientes a él. Si se hubiese dado a conocer primero, el corazón de ellos
habría quedado satisfecho. En la plenitud de su gozo, no habrían deseado más. Pero era
necesario que comprendiesen el testimonio que le daban los símbolos y las profecías del
Antiguo Testamento. Su fe debía establecerse sobre éstas. Cristo no realizó ningún
milagro para convencerlos, sino que su primera obra consistió en explicar las
Escrituras. Ellos habían considerado su muerte como la destrucción de todas sus
esperanzas. Ahora les demostró por los profetas que era la evidencia más categórica para
su fe.
Al enseñar a estos discípulos, Jesús demostró la importancia del Antiguo Testamento
como testimonio de su misión. Muchos de los que profesan ser cristianos ahora,
descartan el Antiguo Testamento y aseveran que ya no tiene utilidad. Pero tal no fue la
enseñanza de Cristo. Tan altamente lo apreciaba que en una oportunidad dijo: "Si no
oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán, si alguno se levantare de los
muertos."
Es la voz de Cristo que habla por los patriarcas y los profetas, desde los días de Adán
hasta las escenas finales del tiempo. El Salvador se revela en el Antiguo Testamento tan
claramente como en el Nuevo. Es la luz del pasado profético lo que presenta la vida de
Cristo y las enseñanzas del Nuevo Testamento con claridad y belleza. Los milagros de
Cristo son una prueba de su divinidad; pero una prueba aun más categórica de que él es
el Redentor del mundo se halla al comparar las profecías del Antiguo Testamento con la
historia del Nuevo.
Razonando sobre la base de la profecía, Cristo dio a sus discípulos una idea correcta de
lo que había de ser en la humanidad. Su expectativa de un Mesías que había de asumir el
trono y el poder real de acuerdo con los deseos de los hombres, había sido engañosa. Les
había impedido comprender correctamente su descenso de la posición más sublime a la
más humilde que pudiese ocupar. Cristo deseaba que las ideas de sus discípulos fuesen
puras y veraces en toda especificación. Debían comprender, en la medida de lo posible,
la copa de sufrimiento que le había sido dada. Les demostró que el terrible conflicto que
todavía no podían comprender era el cumplimiento del pacto hecho antes de la fundación
del mundo. Cristo debía morir, como todo transgresor de la ley debe morir si continúa en
el pecado. Todo esto había de suceder, pero no terminaba en derrota, sino en una victoria
gloriosa y eterna. Jesús les dijo que debía hacerse todo esfuerzo posible para salvar al
mundo del pecado. Sus seguidores deberían vivir como él había vivido y obrar como él
había obrado, esforzándose y perseverando.
Así discurrió Cristo con sus discípulos, abriendo su entendimiento para que
comprendiesen las Escrituras. Los discípulos estaban cansados, pero la conversación no
decaía. De los labios del Salvador brotaban palabras de vida y seguridad. Pero los ojos de
ellos estaban velados. Mientras él les hablaba de la destrucción de Jerusalén, miraron con
llanto la ciudad condenada. Pero poco sospechaban quién era su compañero de viaje. No
pensaban que el objeto de su conversación estaba andando a su lado; porque Cristo se
refería a si mismo como si fuese otra persona. Pensaban que era alguno de aquellos que
habían asistido a la gran fiesta y volvía ahora a su casa. Andaba tan cuidadosamente
como ellos sobre las toscas piedras, deteniéndose de vez en cuando para descansar un
poco. Así prosiguieron por el camino montañoso, mientras andaba a su lado Aquel que
habría de asumir pronto su puesto a la diestra de Dios y podía decir: "Toda potestad me
es dada en el cielo y en la tierra."
Durante el viaje, el sol se había puesto, y antes que los viajeros llegasen a su lugar de
descanso los labradores de los campos habían dejado su trabajo. Cuando los discípulos
estaban por entrar en casa, el extraño pareció querer continuar su viaje. Pero los
discípulos se sentían atraídos a él. En su alma tenían hambre de oír más de él. "Quédate
con nosotros," dijeron. Como no parecía aceptar la invitación, insistieron diciendo: "Se
hace tarde, y el día ya ha declinado." Cristo accedió a este ruego y "entró pues a estarse
con ellos."
Si los discípulos no hubiesen insistido en su invitación, no habrían sabido que su
compañero de viaje era el Señor resucitado. Cristo no impone nunca su compañía a
nadie. Se interesa en aquellos que le necesitan. Gustosamente entrará en el hogar más
humilde y alegrará el corazón más sencillo. Pero si los hombres son demasiado
indiferentes para pensar en el Huésped celestial o pedirle que more con ellos, pasa de
largo. Así muchos sufren grave pérdida. No conocen a Cristo más de lo que le conocieron
los discípulos mientras andaban con él en el camino.
Pronto estuvo preparada la sencilla cena de pan. Fue colocada delante del huésped, que
había tomado su asiento a la cabecera de la mesa. Entonces alzó las manos para bendecir
el alimento. Los discípulos retrocedieron asombrados. Su compañero extendía las
manos exactamente como solía hacerlo su Maestro. Vuelven a mirar, y he aquí que ven
en sus manos los rastros de los clavos. Ambos exclaman a la vez: ¡Es el Señor Jesús! ¡Ha
resucitado de los muertos!
Se levantan para echarse a sus pies y adorarle, pero ha desaparecido de su vista. Miran el
lugar que ocupara Aquel cuyo cuerpo había estado últimamente en la tumba y se dicen
uno al otro: "¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y
cuando nos abría las Escrituras?"
Pero teniendo esta gran nueva que comunicar, no pueden permanecer sentados
conversando. Han desaparecido su cansancio y su hambre. Dejan sin probar su cena, y
llenos de gozo vuelven a tomar la misma senda por la cual vinieron, apresurándose para
ir a contar las nuevas a los discípulos que están en la ciudad. En algunos lugares, el
camino no es seguro, pero trepan por los lugares escabrosos y resbalan por las rocas lisas.
No ven ni saben que tienen la protección de Aquel que recorrió el camino con ellos. Con
su bordón de peregrino en la mano, se apresuran deseando ir más ligero de lo que se
atreven. Pierden la senda, pero la vuelven a hallar. A veces corriendo, a veces
tropezando, siguen adelante, con su compañero invisible al lado de ellos todo el camino.
La noche es obscura, pero el Sol de justicia resplandece sobre ellos. Su corazón salta de
gozo.
Parecen estar en un nuevo mundo. Cristo es un Salvador vivo. Ya no le lloran como
muerto. Cristo ha resucitado, repiten vez tras vez. Tal es el mensaje que llevan a los
entristecidos discípulos.
Deben contarles la maravillosa historia del viaje a Emaús. Deben decirles quién se les
unió en el camino. Llevan el mayor mensaje que fuera jamás dado al mundo, un mensaje
de alegres nuevas, de las cuales dependen las esperanzas de la familia humana para este
tiempo y para la eternidad.