ESTANDO a sólo un paso de su trono celestial, Cristo dio su mandato a sus discípulos:
"Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra --dijo.-- Por tanto, id, y doctrinad a
todos los Gentiles." "Id por todo el mundo; predicad el evangelio a toda criatura.'
Repitió varias veces estas palabras a fin de que los discípulos comprendiesen su
significado. La luz del cielo debía resplandecer con rayos claros y fuertes sobre todos los
habitantes de la tierra, encumbrados y humildes, ricos y pobres. Los discípulos habían de
colaborar con su Redentor en la obra de salvar al mundo.
El mandato había sido dado a los doce cuando Cristo se encontró con ellos en el aposento
alto; pero debía ser comunicado ahora a un número mayor. En una montaña de Galilea se
realizó una reunión, en la cual se congregaron todos los creyentes que pudieron ser
llamados. De esta reunión, Cristo mismo había designado, antes de su muerte, la fecha y
el lugar. El ángel, al lado de la tumba, recordó a los discípulos la promesa que hiciera de
encontrarse con ellos en Galilea. La promesa fue repetida a los creyentes que se habían
reunido en Jerusalén durante la semana de la Pascua, y por ellos llegó a muchos otros
solitarios que estaban lamentando la muerte de su Señor. Con intenso interés, esperaban
todos la entrevista. Concurrieron al lugar de reunión por caminos indirectos, viniendo de
todas direcciones para evitar la sospecha de los judíos envidiosos. Vinieron con el
corazón en suspenso, hablando con fervor unos a otros de las nuevas que habían oído
acerca de Cristo.
Al momento fijado, como quinientos creyentes se habían reunido en grupitos en la ladera
de la montaña, ansiosos de aprender todo lo que podían de los que habían visto a Cristo
desde su resurrección. De un grupo a otro iban los discípulos, contando todo lo que
habían visto y oído de Jesús, y razonando de las Escrituras como él lo había hecho con
ellos. Tomás relataba la historia de su incredulidad y contaba cómo sus dudas se
habían disipado. De repente Jesús se presentó en medio de ellos. Nadie podía decir de
dónde ni cómo había venido. Nunca antes le habían visto muchos de los presentes, pero
en sus manos y sus pies contemplaban las señales de la crucifixión; su semblante era
como el rostro de Dios, y cuando lo vieron, le adoraron.
Pero algunos dudaban. Siempre será así. Hay quienes encuentran difícil ejercer fe y se
colocan del lado de la duda. Los tales pierden mucho por causa de su incredulidad.
Esta fue la única entrevista que Jesús tuvo con muchos de los creyentes después de su
resurrección. Vino y les habló diciendo: "Toda potestad me es dada en el cielo y en la
tierra." Los discípulos le habían adorado antes que hablase, pero sus palabras, al caer de
labios que habían sido cerrados por la muerte, los conmovían con un poder singular. Era
ahora el Salvador resucitado. Muchos de ellos le habían visto ejercer su poder sanando a
los enfermos y dominando a los agentes satánicos. Creían que poseía poder para
establecer su reino en Jerusalén, poder para apagar toda oposición, poder sobre los
elementos de la naturaleza. Había calmado las airadas aguas; había andado sobre las
ondas coronadas de espuma; había resucitado a los muertos.
Ahora declaró que "toda potestad" le era dada. Sus palabras elevaron los espíritus de sus
oyentes por encima de las cosas terrenales y temporales hasta las celestiales y eternas.
Les infundieron el más alto concepto de su dignidad y gloria.
Las palabras que pronunciara Cristo en la ladera de la montaña eran el anuncio de que su
sacrificio en favor del hombre era definitivo y completo. Las condiciones de la expiación
habían sido cumplidas; la obra para la cual había venido a este mundo se había realizado.
Se dirigía al trono de Dios, para ser honrado por los ángeles, principados y potestades.
Había iniciado su obra de mediación. Revestido de autoridad ilimitada, dio su mandato a
los discípulos: "Id, pues, y haced discípulos entre todas las naciones, bautizándolos en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo: enseñándoles que guarden todas las
cosas que os he mandado: y he aquí que estoy yo con vosotros siempre, hasta la
consumación del siglo."
El pueblo judío había sido depositario de la verdad sagrada; pero el farisaísmo había
hecho de él el más exclusivista, el más fanático de toda la familia humana. Todo lo que
se refería a los sacerdotes y príncipes: sus atavíos, costumbres, ceremonias, tradiciones,
los incapacitaba para ser la luz del mundo. Se miraban a sí mismos, la nación judía,
como el mundo. Pero Cristo comisionó a sus discípulos para que proclamasen una fe y un
culto que no encerrasen idea de casta ni de país, una fe que se adaptase a todos los
pueblos, todas las naciones, todas las clases de hombres.
Antes de dejar a sus discípulos, Cristo presentó claramente la naturaleza de su reino. Les
recordó lo que les había dicho antes acerca de ello. Declaró que no era su propósito
establecer en este mundo un reino temporal, sino un reino espiritual. No iba a reinar
como rey terrenal en el trono de David. Volvió a explicarles las Escrituras, demostrando
que todo lo que había sufrido había sido ordenado en el cielo, en los concilios celebrados
entre el Padre y él mismo. Todo había sido predicho por hombres inspirados del Espíritu
Santo. Dijo: Veis que todo lo que os he revelado acerca de mi rechazamiento como
Mesías se ha cumplido. Todo lo que os he dicho acerca de la humillación que iba a
soportar y la muerte que iba a sufrir, se ha verificado. El tercer día resucité. Escudriñad
más diligentemente las Escrituras y veréis que en todas estas cosas se ha cumplido lo que
especificaba la profecía acerca de mí.
Cristo ordenó a sus discípulos que empezasen en Jerusalén la obra que él había dejado en
sus manos. Jerusalén había sido escenario de su asombrosa condescendencia hacia la
familia humana. Allí había sufrido, había sido rechazado y condenado. La tierra de Judea
era el lugar donde había nacido. Allí, vestido con el atavío de la humanidad, había
andado con los hombres, y pocos habían discernido cuánto se había acercado el cielo a la
tierra cuando Jesús estuvo entre ellos. En Jerusalén debía empezar la obra de los
discípulos.
En vista de todo lo que Cristo había sufrido allí, y de que su trabajo no había sido
apreciado, los discípulos podrían haber pedido un campo más promisorio; pero no
hicieron tal petición. El mismo terreno donde él había esparcido la semilla de la verdad
debía ser cultivado por los discípulos, y la semilla brotaría y produciría abundante
mies. En su obra, los discípulos habrían de hacer frente a la persecución por los celos y el
odio de los judíos; pero esto lo había soportado su Maestro, y ellos no habían de rehuirlo.
Los primeros ofrecimientos de la misericordia debían ser hechos a los homicidas del
Salvador.
Había en Jerusalén muchos que creían secretamente en Jesús, y muchos que habían sido
engañados por los sacerdotes y príncipes. A éstos también debía presentarse el Evangelio.
Debían ser llamados al arrepentimiento. La maravillosa verdad de que sólo por Cristo
podía obtenerse la remisión de los pecados debía presentarse claramente. Mientras todos
los que estaban en Jerusalén estaban conmovidos por los sucesos emocionantes de las
semanas recién transcurridas, la predicación del Evangelio iba a producir la más
profunda impresión.
Pero la obra no debía detenerse allí. Había de extenderse hasta los más remotos confines
de la tierra. Cristo dijo a sus discípulos: Habéis sido testigos de mi vida de abnegación en
favor del mundo. Habéis presenciado mis labores para Israel. Aunque no han querido
venir a mí para obtener la vida, aunque los sacerdotes y príncipes han hecho de mí lo que
quisieron, aunque me rechazaron según lo predecían las Escrituras, deben tener todavía
una oportunidad de aceptar al Hijo de Dios. Habéis visto todo lo que me ha sucedido,
habéis visto que a todos los que vienen a mí confesando sus pecados yo los recibo
libremente. De ninguna manera echaré al que venga a mí. Todos los que quieran pueden
ser reconciliados con Dios y recibir la vida eterna. A vosotros, mis discípulos, confío este
mensaje de misericordia. Debe proclamarse primero a Israel y luego a todas las naciones,
lenguas y pueblos. Debe ser proclamado a judíos y gentiles. Todos los que crean han de
ser reunidos en una iglesia.
Mediante el don del Espíritu Santo, los discípulos habían de recibir un poder
maravilloso. Su testimonio iba a ser confirmado por señales y prodigios. No sólo los
apóstoles iban a hacer milagros, sino también los que recibiesen su mensaje. Cristo dijo:
"En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; quitarán serpientes, y
si bebieren cosa mortífera, no les dañará; sobre los enfermos pondrán sus manos y
sanarán."
En ese tiempo el envenenamiento era corriente. Los hombres faltos de escrúpulos no
vacilaban en suprimir por este medio a los que estorbaban sus ambiciones. Jesús sabía
que la vida de sus discípulos estaría así en peligro. Muchos pensarían prestar servicio a
Dios dando muerte a sus testigos. Por lo tanto, les prometió protegerlos de este peligro.
Los discípulos iban a tener el mismo poder que Jesús había tenido para sanar "toda
enfermedad y toda dolencia en el pueblo." Al sanar en su nombre las enfermedades del
cuerpo, testificarían de su poder para sanar el alma. Y se les prometía un nuevo don.
Los discípulos tendrían que predicar entre otras naciones, e iban a recibir la facultad de
hablar otras lenguas. Los apóstoles y sus asociados eran hombres sin letras, pero por el
derramamiento del Espíritu en el día de Pentecostés, su lenguaje, fuese en su idioma o en
otro extranjero, era puro, sencillo y exacto, tanto en los vocablos como en el acento.
Así dio Cristo su mandato a sus discípulos. Proveyó ampliamente para la prosecución de
la obra y tomó sobre sí la responsabilidad de su éxito. Mientras ellos obedeciesen su
palabra y trabajasen en relación con él, no podrían fracasar. Id a todas las naciones, les
ordenó. Id hasta las partes más lejanas del globo habitable, pero sabed que mi presencia
estará allí. Trabajad con fe y confianza, porque nunca llegará el momento en que yo os
abandone.
El mandato que dio el Salvador a los discípulos incluía a todos los creyentes en Cristo
hasta el fin del tiempo. Es un error fatal suponer que la obra de salvar almas sólo
depende del ministro ordenado. Todos aquellos a quienes llegó la inspiración celestial,
reciben el Evangelio en cometido. A todos los que reciben la vida de Cristo se les ordena
trabajar para la salvación de sus semejantes. La iglesia fue establecida para esta obra, y
todos los que toman sus votos sagrados se comprometen por ello a colaborar con Cristo.
"El Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven." Todo aquel que oye ha de
repetir la invitación. Cualquiera sea la vocación de uno en la vida, su primer interés debe
ser ganar almas para Cristo. Tal vez no pueda hablar a las congregaciones, pero puede
trabajar para los individuos. Puede comunicarles la instrucción recibida de su Señor. El
ministerio no consiste sólo en la predicación. Ministran aquellos que alivian a los
enfermos y dolientes, que ayudan a los menesterosos, que dirigen palabras de consuelo a
los abatidos y a los de poca fe. Cerca y lejos, hay almas abrumadas por un sentimiento de
culpabilidad. No son las penurias, los trabajos ni la pobreza lo que degrada a la
humanidad. Es la culpabilidad, el hacer lo malo. Esto trae inquietud y descontento. Cristo
quiere que sus siervos ministren a las almas enfermas de pecado.
Los discípulos tenían que comenzar su obra donde estaban. No habían de pasar por alto
el campo más duro ni menos promisorio. Así también, todos los que trabajan para Cristo
han de empezar donde están. En nuestra propia familia puede haber almas hambrientas
de simpatía, que anhelan el pan de vida. Puede haber hijos que han de educarse para
Cristo. Hay paganos a nuestra misma puerta. Hagamos fielmente la obra que está más
cerca. Luego extiéndanse nuestros esfuerzos hasta donde la mano de Dios nos conduzca.
La obra de muchos puede parecer restringida por las circunstancias; pero dondequiera
que esté, si se cumple con fe y diligencia, se hará sentir hasta las partes más lejanas de la
tierra. La obra que Cristo hizo cuando estaba en la tierra parecía limitarse a un campo
estrecho, pero multitudes de todos los países oyeron su mensaje. Con frecuencia Dios
emplea los medios más sencillos para obtener los mayores resultados. Es su plan que
cada parte de su obra dependa de todas las demás partes, como una rueda dentro de otra
rueda, y que actúen todas en armonía. El obrero más humilde, movido por el Espíritu
Santo, tocará cuerdas invisibles cuyas vibraciones repercutirán hasta los fines de la tierra,
y producirán melodía a través de los siglos eternos.
Pero la orden: "Id por todo el mundo" no se ha de olvidar. Somos llamados a mirar las
tierras lejanas. Cristo derriba el muro de separación, el prejuicio divisorio de las
nacionalidades,
enseña a amar a toda la familia humana. Eleva a los hombres del círculo estrecho que
prescribe su egoísmo. Abroga todos los límites territoriales y las distinciones artificiales
de la sociedad. No hace diferencia entre vecinos y extraños, entre amigos y enemigos.
Nos enseña a mirar a toda alma menesterosa como a nuestro hermano, y al mundo como
nuestro campo.
Cuando el Salvador dijo: "Id, y doctrinad a todos los Gentiles," dijo también: "Estas
señales seguirán a los que creyeren: En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán
nuevas lenguas; quitarán serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les dañará; sobre los
enfermos pondrán sus manos, y sanarán." La promesa es tan abarcante como el mandato.
No porque todos los dones hayan de ser impartidos a cada creyente. El Espíritu reparte
"particularmente a cada uno como quiere." Pero los dones del Espíritu son prometidos a
todo creyente conforme a su necesidad para la obra del Señor. La promesa es tan
categórica y fidedigna ahora como en los días de los apóstoles. "Estas señales seguirán a
los que creyeren." Tal es el privilegio de los hijos de Dios, y la fe debe echar mano de
todo lo que puede tener como apoyo.
"Sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán." Este mundo es un vasto lazareto,
pero Cristo vino para sanar a los enfermos y proclamar liberación a los cautivos de
Satanás. El era en sí mismo la salud y la fuerza. Impartía vida a los enfermos, a los
afligidos, a los poseídos de los demonios. No rechazaba a ninguno que viniese para
recibir su poder sanador. Sabía que aquellos que le pedían ayuda habían atraído la
enfermedad sobre sí mismos; sin embargo no se negaba a sanarlos. Y cuando la virtud de
Cristo penetraba en estas pobres almas, quedaban convencidas de pecado, y muchos eran
sanados de su enfermedad espiritual tanto como de sus dolencias físicas.
El Evangelio posee todavía el mismo poder, y ¿por qué no habríamos de presenciar hoy
los mismos resultados? Cristo siente los males de todo doliente. Cuando los malos
espíritus desgarran un cuerpo humano, Cristo siente la maldición. Cuando la fiebre
consume la corriente vital, él siente la agonía. Y está tan dispuesto a sanar a los enfermos
ahora como cuando estaba personalmente en la tierra. Los siervos de Cristo son sus
representantes, los conductos por los cuales ha de obrar. El desea ejercer por ellos su
poder curativo.
En las curaciones del Salvador hay lecciones para sus discípulos. Una vez ungió con
barro los ojos de un ciego, y le ordenó: "Ve, lávate en el estanque de Siloé.... Y fue
entonces, lavóse, y volvió viendo." Lo que curaba era el poder del gran Médico, pero él
empleaba medios naturales. Aunque no apoyó el uso de drogas, sancionó el de remedios
sencillos y naturales.
A muchos de los afligidos que eran sanados, Cristo dijo: "No peques más, porque no
te venga alguna cosa peor." Así enseñó que la enfermedad es resultado de la violación
de las leyes de Dios, tanto naturales como espirituales. El mucho sufrimiento que impera
en este mundo no existiría si los hombres viviesen en armonía con el plan del Creador.
Cristo había sido guía y maestro del antiguo Israel, y le enseñó que la salud es la
recompensa de la obediencia a las leyes de Dios. El gran Médico que sanó a los enfermos
en Palestina había hablado a su pueblo desde la columna de nube, diciéndole lo que
debía hacer y lo que Dios haría por ellos. "Si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios
--dijo,-- e hicieres lo recto delante de sus ojos, y dieres oído a sus mandamientos, y
guardares todos sus estatutos, ninguna enfermedad de las que envié a los Egipcios te
enviaré a ti; porque yo soy Jehová tu Sanador." Cristo dio a Israel instrucciones
definidas acerca de sus hábitos de vida y le aseguró: "Quitará Jehová de ti toda
enfermedad." Cuando el pueblo cumplió estas condiciones, se le cumplió la promesa.
"No hubo en sus tribus enfermo."
Estas lecciones son para nosotros. Hay condiciones que deben observar todos los que
quieran conservar la salud. Todos deben aprender cuáles son esas condiciones. Al Señor
no le agrada que se ignoren sus leyes, naturales o espirituales. Hemos de colaborar con
Dios para devolver la salud al cuerpo tanto como al alma.
Y debemos enseñar a otros a conservar y recobrar la salud. Para los enfermos, debemos
usar los remedios que Dios proveyó en la naturaleza, y debemos señalarles a Aquel que
es el único que puede sanar. Nuestra obra consiste en presentar los enfermos y dolientes a
Cristo en los brazos de nuestra fe. Debemos enseñarles a creer en el gran Médico.
Debemos echar mano de su promesa, y orar por la manifestación de su poder. La misma
esencia del Evangelio es la restauración, y el Salvador quiere que invitemos a los
enfermos, los imposibilitados y los afligidos a echar mano de su fuerza.
El poder del amor estaba en todas las obras de curación de Cristo, y únicamente
participando de este amor por la fe podemos ser instrumentos apropiados para su obra. Si
dejamos de ponernos en relación divina con Cristo, la corriente de energía vivificante no
puede fluir en ricos raudales de nosotros a la gente. Hubo lugares donde el Salvador
mismo no pudo hacer muchos prodigios por causa de la incredulidad. Así también la
incredulidad separa a la iglesia de su Auxiliador divino. Ella está aferrada sólo
débilmente a las realidades eternas. Por su falta de fe, Dios queda chasqueado y
despojado de su gloria.
Haciendo la obra de Cristo es como la iglesia tiene la promesa de su presencia. Id,
doctrinad a todas las naciones, dijo; "y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días,
hasta el fin del mundo."
Una de las primeras condiciones para recibir su poder consiste en tomar su yugo. La
misma vida de la iglesia depende de su fidelidad en cumplir el mandato del Señor.
Descuidar esta obra es exponerse con seguridad a la debilidad y decadencia espirituales.
Donde no hay labor activa por los demás, se desvanece el amor, y se empaña la fe.
Cristo quiere que sus ministros sean educadores de la iglesia en la obra evangélica. Han
de enseñar a la gente a buscar y salvar a los perdidos. Pero, ¿es ésta la obra que están
haciendo?
¡Ay, cuán pocos se esfuerzan para avivar la chispa de vida en una iglesia que está por
morir! ¡Cuántas iglesias son atendidas como corderos enfermos por aquellos que
debieran estar buscando a las ovejas perdidas! Y mientras tanto millones y millones están
pereciendo sin Cristo.
El amor divino ha sido conmovido hasta sus profundidades insondables por causa de los
hombres, y los ángeles se maravillan al contemplar una gratitud meramente superficial en
los que son objeto de un amor tan grande. Los ángeles se maravillan al ver el aprecio
superficial que tienen los hombres por el amor de Dios. El cielo se indigna al ver la
negligencia manifestada en cuanto a las almas de los hombres. ¿Queremos saber cómo lo
considera Cristo? ¿Cuáles serían los sentimientos de un padre y una madre si supiesen
que su hijo, perdido en el frío y la nieve, había sido pasado de lado y que le dejaron
perecer aquellos que podrían haberle salvado? ¿No estarían terriblemente agraviados,
indignadísimos? ¿No denunciarían a aquellos homicidas con una ira tan ardiente como
sus lágrimas, tan intensa como su amor? Los sufrimientos de cada hombre son los
sufrimientos del Hijo de Dios, y los que no extienden una mano auxiliadora a sus
semejantes que perecen, provocan su justa ira. Esta es la ira del Cordero. A los que
aseveran tener comunión con Cristo y sin embargo han sido indiferentes a las
necesidades de sus semejantes, les declarará en el gran día del juicio: "No os conozco de
dónde seáis; apartaos de mí todos los obreros de iniquidad."
En el mandato dirigido a sus discípulos, Cristo no sólo esbozó su obra, sino que les dio su
mensaje. Enseñad al pueblo, dijo, "que guarden todas las cosas que os he mandado." Los
discípulos habían de enseñar lo que Cristo había enseñado. Ello incluye lo que él había
dicho, no solamente en persona, sino por todos los profetas y maestros del Antiguo
Testamento. Excluye la enseñanza humana. No hay lugar para la tradición, para las
teorías y conclusiones humanas ni para la legislación eclesiástica. Ninguna ley ordenada
por la autoridad eclesiástica está incluida en el mandato. Ninguna de estas cosas han de
enseñar los siervos de Cristo. "La ley y los profetas," con el relato de sus propias palabras
y acciones, son el tesoro confiado a los discípulos para ser dado al mundo. El nombre de
Cristo es su consigna, su señal de distinción, su vínculo de unión, la autoridad de su
conducta y la fuente de su éxito. Nada que no lleve su inscripción ha de ser reconocido
en su reino.
El Evangelio no ha de ser presentado como una teoría sin vida, sino como una fuerza
viva para cambiar la vida. Dios desea que los que reciben su gracia sean testigos de su
poder. A aquellos cuya conducta ha sido más ofensiva para él los acepta libremente;
cuando se arrepienten, les imparte su Espíritu divino; los coloca en las más altas
posiciones de confianza y los envía al campamento de los desleales a proclamar su
misericordia ilimitada. Quiere que sus siervos atestigüen que por su gracia los hombres
pueden poseer un carácter semejante al suyo y que se regocijen en la seguridad de su gran
amor. Quiere que atestigüemos que no puede quedar satisfecho hasta que la familia
humana esté reconquistada y restaurada en sus santos privilegios de hijos e hijas.
En Cristo está la ternura del pastor, el afecto del padre y la incomparable gracia del
Salvador compasivo. El presenta sus bendiciones en los términos más seductores. No se
conforma con anunciar simplemente estas bendiciones; las ofrece de la manera más
atrayente, para excitar el deseo de poseerlas. Así han de presentar sus siervos las riquezas
de la gloria del don inefable. El maravilloso amor de Cristo enternecerá y subyugará
los corazones cuando la simple exposición de las doctrinas no lograría nada. "Consolaos,
consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios." "Súbete sobre un monte alto, anunciadora de
Sión; levanta fuertemente tu voz, anunciadora de Jerusalem; levántala, no temas; di a las
ciudades de Judá: ¡Veis aquí el Dios vuestro! . . . Como pastor apacentará su rebaño; en
su brazo cogerá los corderos, y en su seno los llevará.' Hablad al pueblo de Aquel que es
"señalado entre diez mil," y "todo él codiciable.' Las palabras solas no lo pueden contar.
Refléjese en el carácter y manifiéstese en la vida. Cristo está retratándose en cada
discípulo. Dios ha predestinado a cada uno a ser conforme "a la imagen de su Hijo.' En
cada uno, el longánime amor de Cristo, su santidad, mansedumbre, misericordia y
verdad, han de manifestarse al mundo.
Los primeros discípulos salieron predicando la palabra. Revelaban a Cristo en su vida. Y
el Señor obraba con ellos "confirmando la palabra con las señales que se seguían.' Estos
discípulos se prepararon para su obra. Antes del día de Pentecostés, se reunieron y
apartaron todas sus divergencias. Estaban unánimes. Creían la promesa de Cristo de que
la bendición sería dada, y oraban con fe. No pedían una bendición solamente para sí
mismos; los abrumaba la preocupación por la salvación de las almas. El Evangelio debía
proclamarse hasta los últimos confines de la tierra, y ellos pedían que se les dotase del
poder que Cristo había prometido. Entonces fue derramado el Espíritu Santo, y millares
se convirtieron en un día.
Así también puede ser ahora. En vez de las especulaciones humanas, predíquese la
Palabra de Dios. Pongan a un lado los cristianos sus disensiones y entréguense a Dios
para salvar a los perdidos. Pidan con fe la bendición, y la recibirán. El derramamiento del
Espíritu en los días apostólicos fue la "lluvia temprana,' y glorioso fue el resultado. Pero
la lluvia "tardía" será más abundante.
Todos los que consagran su alma, cuerpo y espíritu a Dios, recibirán constantemente una
nueva medida de fuerzas físicas y mentales. Las inagotables provisiones del Cielo están a
su disposición. Cristo les da el aliento de su propio espíritu, la vida de su propia vida. El
Espíritu Santo despliega sus más altas energías para obrar en el corazón y la mente.
La gracia de Dios amplía y multiplica sus facultades y toda perfección de la naturaleza
divina los auxilia en la obra de salvar almas. Por la cooperación con Cristo, son
completos en él, y en su debilidad humana son habilitados para hacer las obras de la
Omnipotencia.
El Salvador anhela manifestar su gracia e imprimir su carácter en el mundo entero. Es su
posesión comprada, y anhela hacer a los hombres libres, puros y santos. Aunque Satanás
obra para impedir este propósito, por la sangre derramada para el mundo hay triunfos que
han de lograrse y que reportarán gloria a Dios y al Cordero. Cristo no quedará satisfecho
hasta que la victoria sea completa, y él vea "del trabajo de su alma . . . y será saciado."
Todas las naciones de la tierra oirán el Evangelio de su gracia. No todos recibirán su
gracia; pero "la posteridad le servirá; será ella contada por una generación de Jehová.'
"El reino, y el dominio, y el señorío de los reinos por debajo de todos los cielos, será
dado al pueblo de los santos del Altísimo," y "la tierra será llena del conocimiento de
Jehová, como cubren la mar las aguas." "Y temerán desde el occidente el nombre de
Jehová, y desde el nacimiento del sol su gloria."
"¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que
publica la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salud, del que dice a Sión:
Tu Dios reina! . . . Cantad alabanzas, alegraos juntamente, soledades de Jerusalem:
porque Jehová ha consolado su pueblo.... Jehová desnudó el brazo de su santidad ante los
ojos de todas las gentes; y todos los términos de la tierra verán la salud del Dios
nuestro."