La Edificación del Carácter

Capítulo 9

Un noble apóstol en el exilio

El maravilloso éxito que acompañó a la predicación del Evangelio por parte de los apóstoles y sus colaboradores aumentó el odio de los enemigos de Cristo. Estos hicieron todo esfuerzo posible por estorbar su progreso, y finalmente tuvieron éxito en obtener de su parte el poder del emperador romano contra los cristianos. Se realizó una terrible persecución, en la cual muchos de los seguidores de Cristo fueron muertos. El apóstol Juan era ahora un hombre de edad; pero con gran celo y éxito continuaba predicando la doctrina de Cristo. Tenía un testimonio de poder, que sus adversarios no podían controvertir, y que animaba grandemente a sus hermanos.

Cuando la fe de los cristianos parecía vacilar bajo la fiera oposición a la que los obligaron a hacer frente, el apóstol repetía con gran dignidad, poder y elocuencia: "Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida ...; lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo". 1 Juan 1:1, 3.

El más acerbo odio fue encendido contra Juan por su invariable fidelidad a la causa de Cristo. Era el último sobreviviente de los discípulos que estuvieron íntimamente relacionados con Jesús; y sus enemigos decidieron que su testimonio debía ser silenciado. Si esto podía hacerse, pensaban que la doctrina de Cristo no se expandiría; y si la trataban con severidad, pronto moriría en el mundo. De acuerdo con esto Juan fue citado a Roma para ser probado por su fe. Sus doctrinas eran expuestas falsamente. Testigos falsos lo acusaron como sedicioso, que enseñaba teorías que revolucionarían la nación.

El apóstol presentó su fe de una manera clara y convincente, con tal sencillez y candor que sus palabras tuvieron un efecto poderoso. Sus oidores estaban atónitos de su sabiduría y elocuencia. Pero cuanto más convincente era su testimonio, más profundo se tornaba el odio de aquellos que se oponían a la verdad. El emperador se llenó de ira, y blasfemó del nombre de Dios y de Cristo. No podía controvertir el razonamiento del apóstol, ni igualar el poder con que exponía la verdad, y determinó silenciar a su fiel abogado.

El testigo de Dios no fue silenciado

Acá podemos ver cuán duro se vuelve el corazón cuando obstinadamente se opone a los propósitos de Dios. Los adversarios de la iglesia estaban determinados a mantener su orgullo y poder ante el pueblo. Por decreto del emperador, Juan fue desterrado a la isla de Patmos, condenado, como él nos dice, "por causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo". Apocalipsis 1:9.

Pero los enemigos de Cristo fracasaron completamente en su propósito de silenciar al fiel testigo del Señor. Desde su lugar de exilio resuena la voz del apóstol, alcanzando aun hasta el fin del tiempo, para proclamar las más emocionantes verdades que alguna vez fueron presentadas a los mortales.

Patmos, una isla desierta y rocosa del mar Egeo, había sido elegida por el gobierno romano como un lugar de destierro para los criminales. Pero para el siervo de Dios, esta tenebrosa residencia resultó ser la puerta del cielo. El fue aislado de las bulliciosas escenas de la vida y del trabajo activo como evangelista; pero no fue excluido de la presencia de Dios. En su desolado hogar podía comulgar con el Rey de reyes, y estudiar más estrechamente las manifestaciones del poder divino en el libro de la naturaleza y en las páginas de la inspiración. Se deleitaba en meditar en la gran obra de la creación, y en glorificar el poder del Arquitecto divino. En los primeros años sus ojos habían sido alegrados por el panorama de colinas cubiertas de bosques, verdes valles, y llanuras fructíferas; y en todas las hermosuras de la naturaleza se había deleitado en descubrir la sabiduría y el poder del Creador. Ahora se hallaba rodeado de escenas que para muchos parecerían sombrías y carentes de interés. Pero para Juan era de otra manera. El podía leer las más importantes lecciones en las rocas agrestes y desoladas, los misterios del grande abismo, y las glorias del firmamento. Para él, todo llevaba la impresión del poder de Dios, y declaraba su gloria.

La voz de la naturaleza

El apóstol contemplaba a su alrededor los testimonios del diluvio, que inundó a la tierra porque sus habitantes se atrevieron a transgredir la ley de Dios. Las rocas, arrojadas desde el profundo abismo y desde la tierra, por la fuerza arrolladora de las aguas, traían vívidamente a su imaginación los horrores de aquella pavorosa manifestación de la ira de Dios.

Pero en tanto que todo lo que lo rodeaba parecía desolado y desierto, los cielos azules que se extendían encima del apóstol por sobre la solitaria Patmos, eran tan brillantes y hermosos como los cielos que se extendían por encima de su propia y amada Jerusalén. Observe el hombre alguna vez la gloria del cielo en las horas de la noche, y note la obra del poder de Dios en las huestes allí presentes, y aprenderá una lección de la grandeza del Creador en contraste con su propia pequeñez. Si ha albergado orgullo y un espíritu de importancia propia debido a las riquezas, los talentos o los atractivos personales, salga afuera en la noche hermosa, y mire hacia arriba los cielos estrellados, y aprenda a humillar su orgulloso espíritu en la presencia del Infinito.

En la voz de las muchas aguas--el abismo llama al abismo--, el profeta oyó la voz del Creador. El mar, fustigado con fiereza por los vientos inclementes, representaba para él la ira de un Dios ofendido. Las poderosas olas, en su más terrible conmoción, mantenidas dentro de sus límites señalados por una mano invisible, le hablaban a Juan de un infinito poder que gobierna el abismo. Y en contraste vio y sintió la insensatez de los débiles mortales, meros gusanos del polvo, que se glorían de su sabiduría y fortaleza, y enaltecen su corazón contra el Creador del universo, como si Dios fuera completamente igual a ellos. ¡Cuán ciego y sin sentido es el orgullo humano! Una hora de las bendiciones de Dios en la luz del sol y la lluvia sobre la tierra, hará más para cambiar el rostro de la naturaleza que lo que el hombre, con todo su jactancioso conocimiento y perseverantes esfuerzos, podrá realizar durante todo el tiempo de su vida.

En los alrededores de su hogar isleño, el exiliado profeta leía las manifestaciones del poder divino, y a través de todas las obras de la naturaleza mantuvo comunión con su Dios. Desde la rocosa Patmos subían al cielo el más ardiente anhelo del alma por Dios y las más fervorosas oraciones. Mientras Juan miraba las rocas, recordaba a Cristo, la Roca de su fortaleza, en cuyo abrigo podía esconderse sin temor.

Un observador del sábado

El día del Señor mencionado por Juan era el sábado, el día en el cual Jehová descansó de su gran obra de creación, el que él bendijo y santificó porque había descansado en él. El sábado fue tan sagradamente observado por Juan en la isla de Patmos como cuando estaba entre el pueblo, predicando en ese día. Junto a las rocas desiertas que lo rodeaban, Juan se acordaba de la roca de Horeb, y cómo, cuando Dios pronunció su ley a oídos del pueblo que allí estaba, dijo: "Acuérdate del día de reposo para santificarlo". Éxodo 20:8.

El Hijo de Dios habló a Moisés desde la cumbre de la montaña. Dios hizo de las rocas su santuario. Su templo eran las colinas eternas. El divino Legislador descendió sobre la rocosa montaña para pronunciar su ley a oídos de todo el pueblo, a fin de que sus hijos pudieran ser impresionados por la grandiosa y pavorosa exhibición de su poder y gloria, y temiesen transgredir su mandamiento. Dios pronunció su ley en medio de truenos y relámpagos y la espesa nube que estaba en la cumbre de la montaña, y su voz era como voz de trompeta de gran intensidad. La ley de Jehová no podía ser cambiada, y las tablas en las cuales él escribió la ley eran de sólida piedra, lo cual simbolizaba la inmutabilidad de sus preceptos. El rocoso Horeb llegó a ser un lugar sagrado para todos los que amaban y reverenciaban la ley de Dios.

A solas con Dios

Mientras Juan contemplaba las escenas de Horeb, el Espíritu de Aquel que santificó el séptimo día, vino sobre él. Contempló el pecado de Adán y la transgresión de la ley divina, y el terrible resultado de esa violación. El amor infinito de Dios, al dar a su Hijo para redimir a la raza perdida, parecía demasiado grande para ser expresado en el lenguaje humano. Como lo presenta en su epístola, él pide que la iglesia y el mundo lo contemplen. "Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él". 1 Juan 3:1. Era un misterio para Juan que Dios pudiera dar a su Hijo para morir por el hombre rebelde. Y lo desconcertaba el hecho de que el plan de salvación, trazado a un costo tan grande por el cielo, fuera rehusado por aquellos para quienes el sacrificio infinito había sido hecho.

Juan estaba, por así decirlo, a solas con Dios. Al aprender más del carácter divino, por medio de las obras de la creación, su reverencia hacia Dios aumentaba. A menudo se preguntó a sí mismo: ¿Por qué los hombres, que dependen tan completamente de Dios, no tratan de estar en paz con él por una obediencia voluntaria? El es infinito en sabiduría, y no hay límite para su poder. Controla los cielos con sus mundos incontables. Mantiene en perfecta armonía la grandiosidad y la hermosura de las cosas que ha creado. El pecado es la transgresión de la ley de Dios; y la penalidad del pecado es la muerte. No habría habido discordia en el cielo o en la tierra, si el pecado no hubiera entrado jamás. La desobediencia a la ley divina ha traído toda la miseria que ha existido entre las criaturas de Dios. ¿Por qué los hombres no se reconcilian con su Señor?

No es algo liviano pecar contra Dios: erigir la perversa voluntad del hombre en oposición a la voluntad de su Hacedor. Conviene a los mejores intereses de los hombres, aun en este mundo, obedecer los mandamientos de Dios. Y conviene, por cierto, a su eterno interés someterse a Dios y estar en paz con él. Las bestias del campo obedecen la ley de su Creador en el instinto que las gobierna. El habla al orgulloso océano: "Hasta aquí llegarás, y no pasarás adelante" (Job 38:11), y las aguas obedecen su palabra con prontitud. Los planetas son gobernados en orden perfecto, obedeciendo las leyes que Dios ha establecido. De todas las criaturas que Dios ha hecho sobre la tierra, sólo el hombre se ha rebelado. Sin embargo, posee facultades de razonamiento para comprender las exigencias de la ley divina, y una conciencia para sentir la culpabilidad de la transgresión por una parte, y la paz y el gozo de la obediencia por la otra. Dios lo hizo un agente moral libre, para obedecer o desobedecer. La recompensa de la vida eterna--un eterno peso de gloria--se promete a los que hacen la voluntad de Dios, en tanto que la amenaza de su ira pende sobre los que desafían su ley.

La majestad de Dios

Cuando Juan meditaba en la gloria de Dios desplegada en sus obras, se sentía agobiado por la grandeza y la majestad del Creador. Si todos los habitantes de este pequeño mundo rehusaran obedecer a Dios, el Señor no sería dejado sin gloria. Eliminaría todo mortal de la faz de la tierra en un momento, y crearía una nueva raza para poblarla y glorificar su nombre. Dios no depende del hombre para el honor. El podría ordenar a las huestes estrelladas de los cielos, los millones de mundos del firmamento, que elevaran un canto de honor, alabanza y gloria a su Creador. "Celebrarán los cielos tus maravillas, oh Jehová, tu verdad también en la congregación de los santos. Porque ¿quién en los cielos se igualará a Jehová? ¿Quién será semejante a Jehová entre los hijos de los potentados? Dios temible en la grande congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor de él". Salmos 89:5-7.

Una visión de Cristo

Juan invita a rememorar los maravillosos incidentes de los cuales fue testigo en la vida de Cristo. En su imaginación goza de nuevo de las preciosas oportunidades con las cuales una vez se vio favorecido, y se siente grandemente confortado. De repente su meditación se detiene; alguien le habla en tonos distintos y claros. Se da vuelta para ver de dónde viene la voz, y he aquí ¡contempla a su Señor, a quien él ha amado, con quien ha caminado y ha hablado, y cuyo sufrimiento sobre la cruz ha presenciado! ¡Pero cuán cambiada es la apariencia del Salvador! Ya no es "varón de dolores, experimentado en quebranto". Isaías 53:3. No tiene las marcas de su humillación. Sus ojos son como llama de fuego; sus pies como fino bronce, como cuando brilla en un horno. Los tonos de su voz son como el sonido musical de muchas aguas. Su semblante brilla como el sol en la gloria del mediodía. En su mano hay siete estrellas, que representan los ministros de las iglesias. De su boca sale una aguda espada de doble filo, emblema del poder de su palabra.

Juan, que tanto amaba a su Señor, que se había adherido tan firmemente a la verdad pese a la prisión, los azotes y la muerte que lo amenazaba, no puede soportar la excelente gloria de la presencia de Cristo, y cae a tierra como herido de muerte. Jesús entonces coloca su mano sobre el cuerpo postrado de su siervo, diciendo: "No temas; yo soy ... el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos". Apocalipsis 1:17, 18. Juan fue fortalecido para vivir en la presencia de su glorificado Señor; y entonces se presentaron delante de él en santa visión los propósitos de Dios para las edades futuras. Los gloriosos atractivos del hogar celestial le fueron manifestados. Se le permitió mirar el trono de Dios, y contemplar la muchedumbre de redimidos vestidos de vestiduras blancas. Escuchó la música de los ángeles celestiales, y los cánticos de triunfo que elevaban aquellos que habían vencido por la sangre del Cordero y por la palabra de su testimonio.

La humildad de Juan

Al discípulo amado le fueron concedidos privilegios que raramente conocieron otros mortales. Y sin embargo se había asimilado tan estrechamente con el carácter de Cristo, que el orgullo no encontró lugar en su corazón. Su humildad no consistía en una mera profesión; era una gracia que lo cubría tan naturalmente como un vestido. Siempre trataba de esconder sus propios actos justos, e impedir cualquier cosa que pudiera atraer la atención a sí mismo. En su Evangelio, Juan menciona al discípulo al cual Jesús amó, pero esconde el hecho de que el discípulo así honrado era él mismo. Su conducta era carente de egoísmo. En su vida cotidiana enseñaba y practicaba la caridad en el sentido más pleno. Tenía un alto concepto del amor que debe existir entre los hermanos naturales y los hermanos cristianos. Presenta e insiste en la práctica de este amor como una característica esencial de los seguidores de Jesús. Sin la presencia de esta caridad, todas las pretensiones de llevar el nombre de cristianos son vanas.

Juan era un maestro de la santidad práctica. Presenta reglas inequívocas para la conducta de los cristianos. Deben ser puros de corazón, correctos en sus maneras. En ningún caso deben estar satisfechos con una profesión vacía. Declara con términos inequívocos que ser cristiano es ser semejante a Cristo.

La vida de Juan era una vida de esfuerzo ferviente para conformarse con la voluntad de Dios. El apóstol siguió a su Salvador tan estrechamente, y tenía un sentido tal de la pureza y la exaltada santidad de Cristo, que su propio carácter aparecía, en contraste, excesivamente defectuoso. Y cuando Jesús en su cuerpo glorificado, le apareció a Juan, fue suficiente una vislumbre de su gloria para que el apóstol cayera como muerto. Tales serán siempre los sentimientos de aquellos que conocen mejor a su Señor y Maestro. Cuanto más de cerca contemplan la vida y el carácter de Jesús, más profundamente sentirán su propia pecaminosidad, y tanto menos estarán dispuestos a pretender santidad de corazón, o a jactarse de su santificación.