La tentación que le presentó Satanás a nuestro Salvador sobre la altísima montaña es una de las principales tentaciones a las cuales la humanidad debe hacer frente. Los reinos del mundo, con su gloria, le fueron ofrecidos a Cristo por Satanás como regalo, a condición de que éste le tributase la honra debida a un superior. Nuestro Salvador sintió la fuerza de esa tentación; pero le hizo frente en nuestro favor, y venció. No se le habría probado en ese punto, si el hombre no hubiese de ser probado por la misma tentación. Al resistir, nos dió un ejemplo de la conducta que debemos seguir cuando Satanás se acerca a nosotros individualmente, para apartarnos de nuestra integridad.
Nadie puede seguir a Cristo, y poner sus afectos en las cosas de este mundo. Juan, en su primera epístola, escribe: "No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él." 1 Juan 2:15. Nuestro Redentor, que hizo frente a esta tentación de Satanás en todo su poder, sabe cuánto peligro hay de que el hombre ceda a la tentación de amar al mundo.
Cristo se identificó con la humanidad, soportó esta prueba y venció en favor del hombre. Resguardó con sus advertencias esos mismos aspectos en los cuales Satanás podía tener más éxito al tentar al hombre. Sabía que Satanás obtendría la victoria sobre el hombre, a menos que éste estuviese especialmente guardado respecto del apetito y del amor a las riquezas y honores mundanales. Dice: "No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompe, y donde ladrones minan y hurtan: mas haceos tesoros en el cielo, donde ni polilla ni orín corrompe, y donde ladrones no minan ni hurtan: porque donde estuviere vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón." Mateo 6:19-21. "Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o se llegará al uno y menospreciará al otro: no podéis servir a Dios y a Mammón." Vers. 24.
Cristo señala aquí a dos señores: Dios y el mundo, y nos revela claramente que resulta simplemente imposible servir a ambos. Si predominan nuestro interés y amor por este mundo, no apreciaremos las cosas que sobre todas las demás, son dignas de nuestra atención. El amor al mundo excluirá el amor a Dios, y subordinará nuestros intereses más elevados a las consideraciones mundanales. Dios no ocupará así en nuestros afectos y devociones un lugar tan exaltado como las cosas del mundo.
Nuestras obras revelarán la medida exacta en la cual los tesoros terrenales poseen nuestros afectos. El mayor cuidado, ansiedad y trabajo se dedican a los intereses mundanales, mientras que las consideraciones eternas son secundarias. En esto Satanás recibe del hombre el homenaje que exigió de Cristo, pero que no alcanzó a obtener. Es el amor egoísta del mundo lo que corrompe la fe de los que profesan seguir a Cristo y los hace deficientes en fuerza moral. Cuanto más aman las riquezas terrenales, más se apartan de Dios y menos participan de su naturaleza divina, que les haría sentir las influencias corruptoras del mundo y los peligros a los cuales están expuestos.
Con sus tentaciones, Satanás se propone hacer muy atractivo al mundo. Por medio del amor a las riquezas y los honores mundanales, ejerce un poder hechizador para conquistar los afectos aun de aquellos que profesan ser cristianos. Muchos hombres que profesan ser cristianos harán cualquier sacrificio para obtener riquezas; y cuanto mayor sea su éxito en ello, menos amor tendrán por la verdad preciosa y menos interés por sus progresos. Pierden su amor por Dios y obran como locos. Cuanto más prosperan en la obtención de riquezas, tanto más pobres se sienten por no tener más, y menos quieren invertir en la causa de Dios.
Las obras de aquellos que tienen un insano amor por las riquezas, demuestran que no les es posible servir a dos señores, a Dios y a Mammón. El dinero es su dios. Tributan homenaje a su poder. En todos sus intentos y propósitos, sirven al mundo. Sacrifican su patrimonio de honor por las ganancias mundanales. Este poder dominante rige su mente, y ellos violarán la ley de Dios para servir sus intereses personales, para aumentar su tesoro terrenal.
Siervos de Mammón
Son muchos los que tal vez profesan la religión de Cristo, pero no aman ni prestan atención a la letra o los principios de las enseñanzas de Cristo. Dedican lo mejor de su fuerza a empresas mundanales, y se inclinan ante Mammón. Es alarmante que sean tantos los engañados por Satanás, los que se entusiasman en su imaginación ante las brillantes perspectivas de ganancias mundanales. Los domina la ilusión de alcanzar felicidad perfecta si pueden adquirir honores y riquezas en este mundo. Satanás los tienta con su cohecho seductor: "Todo esto te daré" (Mateo 4:9), todo este poder, toda esta riqueza, con lo cual puedes hacer mucho bien. Pero cuando obtienen el objeto por el cual trabajaron, no están ya relacionados con el abnegado Redentor que los haría participantes de la naturaleza divina. Retienen sus tesoros terrenales y desprecian la abnegación y los sacrificios requeridos por Cristo. No desean separarse de los caros tesoros terrenales a los cuales sus corazones se han aficionado. Han cambiado de señor; han aceptado a Mammón en lugar de Cristo. Mammón es su dios, y a él sirven.
Por el amor a las riquezas, Satanás conquistó la adoración de estas almas engañadas. El cambio se ha hecho tan imperceptiblemente y el poder de Satanás ha sido tan seductor y astuto, que se han conformado al mundo y no notan que se han separado de Cristo, y que no son ya sus siervos sino de nombre.
Satanás obra con los hombres con más cuidado que con Cristo en el desierto de la tentación, porque sabe que allí perdió la batalla. Es un enemigo vencido. No se presenta al hombre directamente para exigirle el homenaje de un culto exterior. Pide simplemente a los hombres que pongan sus afectos en las buenas cosas de este mundo. Si logra ocupar la mente y los afectos, los atractivos celestiales se eclipsan. Todo lo que quiere del hombre es que caiga bajo el poder seductor de sus tentaciones, que ame el mundo, la ostentación y los altos puestos, que ame el dinero y ponga sus afectos en los tesoros terrenales. Si lo logra, obtiene todo lo que pidió de Cristo.
La liberación por medio de Cristo
El ejemplo de Cristo nos muestra que nuestra única esperanza de victoria reside en resistir continuamente a los ataques de Satanás. El que triunfó sobre el adversario de las almas en el conflicto de la tentación, comprende el poder de Satanás sobre la especie humana, pues lo venció en nuestro favor. Como vencedor, nos ha dado la ventaja de su victoria, para que en nuestros esfuerzos por resistir las tentaciones de Satanás podamos unir nuestra debilidad a su fuerza, nuestra indignidad a sus méritos. Y si en las fuertes tentaciones somos sostenidos por su poder prevaleciente, logramos resistir en su nombre todopoderoso y vencer como él venció.
Es por medio de sufrimientos indecibles cómo nuestro Redentor puso la redención a nuestro alcance. En este mundo no fué honrado ni reconocido, para que por medio de su maravillosa condescendencia y humillación pudiese ensalzar al hombre hasta ponerlo en situación de recibir honores celestiales y goces imperecederos en las cortes del Rey. ¿Murmurará el hombre caído porque el cielo puede obtenerse únicamente mediante lucha, humillación, trabajo y esfuerzo?
Más de un corazón orgulloso pregunta: ¿Por qué necesito humillarme y arrepentirme antes de poder tener la seguridad de que Dios me acepta y alcanzar la recompensa inmortal? ¿Por qué no es más fácil, placentera y atrayente la senda del cielo? Remitimos a todos los que dudan y murmuran al que fué nuestro gran Ejemplo mientras sufría bajo las cargas de la culpabilidad humana y soportaba las más agudas torturas del hambre. En él no había pecado. Aun más; era el Príncipe del Cielo; pero se hizo pecado por toda la especie humana. "Herido fué por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados: el castigo de nuestra paz sobre él; y por su llaga fuimos nosotros curados." Isaías 53:5.
Cristo lo sacrificó todo por el hombre, a fin de permitirle ganar el cielo. Ahora le incumbe al hombre caído demostrar que a su vez está dispuesto a sacrificarse por amor de Cristo, a fin de obtener la gloria inmortal. Los que tienen un sentido justo de la magnitud de la salvación y de su costo, no murmurarán nunca porque deban sembrar con lágrimas y porque los conflictos y la abnegación sean la suerte del cristiano en esta vida. Las condiciones de la salvación del hombre han sido ordenadas por Dios. La humillación y el llevar la cruz son provistos para que el pecador arrepentido halle consuelo y paz. El pensamiento de que Cristo se sometió a una humillación y a un sacrificio que el hombre nunca será llamado a soportar, debiera acallar toda voz murmuradora. El hombre obtiene el gozo más dulce por su sincero arrepentimiento ante Dios por la transgresión de su ley, y por la fe en Cristo como Redentor y Abogado del Pecador.
Los hombres trabajan a gran costo para obtener los tesoros de esta vida. Sufren trabajos, penurias y privaciones para obtener alguna ventaja mundanal. ¿Por qué debiera estar menos dispuesto el pecador a sufrir y sacrificarse a fin de obtener un tesoro imperecedero, una vida que se compara con la de Dios, una corona inmarcesible de gloria inmortal? Debemos obtener a cualquier costo los infinitos tesoros del cielo, la herencia cuyo valor sobrepuja todo cálculo, y que constituye un eterno peso de gloria. No debemos murmurar contra la abnegación, porque el Señor de vida y gloria la practicó antes que nosotros. No debemos evitar los sufrimientos y las privaciones, pues la Majestad del cielo los aceptó en favor de los pecadores. El sacrificio de las comodidades y conveniencias no debe provocar en nosotros un pensamiento de protesta, porque el Redentor del cielo aceptó todo aquello en nuestro favor. Aun sumando en su mayor valor todas nuestras abnegaciones, privaciones y sacrificios, nos cuesta mucho menos, en todo respecto, de lo que le costó al Príncipe de la vida. Cualquier sacrificio que hagamos, parecerá insignificante cuando lo comparemos con el que hizo Cristo en favor nuestro.