Joyas de los Testimonios, Tomo 2

Capítulo 23

Las responsabilidades del médico

"EL principio de la sabiduría es el temor de Jehová." Proverbios 1:7. Los profesionales, cualquiera que sea su vocación, necesitan sabiduría divina. Pero el médico necesita especialmente esa sabiduría para tratar con toda clase de mentes y enfermedades. Ocupa un puesto de responsabilidad aun mayor que la del ministro del Evangelio. Está llamado a ser colaborador con Cristo, y necesita sólidos principios religiosos, y una firme relación con el Dios de la sabiduría. Si recibe consejo de Dios, el gran Médico colaborará con sus esfuerzos; y procederá con la mayor cautela, no sea que por su trato equivocado perjudique a algunas de las criaturas de Dios. Será tan fiel a los principios como una roca, aunque bondadoso y cortés con todos. Sentirá la responsabilidad de su cargo, y su práctica de la medicina indicará que le mueven motivos puros y abnegados, y un deseo de adornar la doctrina de Cristo en todas las cosas. Un médico tal poseerá una dignidad nacida del cielo, y será en el mundo un agente poderoso para el bien. Aunque no lo aprecien los que no estén relacionados con Dios, será honrado del cielo. A la vista de Dios será más precioso que el oro de Ofir. ...

Hay muchas maneras de practicar el arte de sanar; pero hay una sola que el cielo aprueba. Los remedios de Dios son los simples agentes de la naturaleza, que no recargarán ni debilitarán el organismo por la fuerza de sus propiedades. El aire puro y el agua, el aseo y la debida alimentación, la pureza en la vida y una firme confianza en Dios, son remedios por cuya falta millares están muriendo; sin embargo, estos remedios están pasando de moda porque su uso hábil requiere trabajo que la gente no aprecia. El aire puro, el ejercicio, el agua pura y un ambiente limpio y amable, están al alcance de todos con poco costo; mientras que las drogas son costosas, tanto en recursos como en el efecto que producen sobre el organismo.

La obra del médico cristiano no acaba al curar las dolencias del cuerpo; sus esfuerzos deben extenderse a las enfermedades de la mente, a salvar el alma. Tal vez no tenga el deber de presentar los puntos teóricos de la verdad a menos que se lo pidan, pero puede conducir a sus pacientes a Cristo. Las lecciones del divino Maestro son siempre apropiadas. Debe llamar la atención de los quejosos a los indicios siempre renovados del amor y el cuidado de Dios, a su sabiduría y bondad según se manifiestan en sus obras creadas. La mente puede entonces ser conducida por la naturaleza al Dios de la naturaleza, y concentrarse en el cielo que él ha preparado para los que le aman.

El médico debe saber orar. En muchos casos debe intensificar el dolor para salvar la vida; y sea el paciente cristiano o no, siente mayor seguridad si sabe que su médico teme a Dios. La oración dará a los enfermos una confianza permanente; y muchas veces, si sus casos son presentados al gran Médico con humilde confianza, esto hará más para ellos que todas las drogas que se les puedan administrar.

Relación del pecado con la enfermedad

Satanás es el originador de la enfermedad; y el médico lucha contra su obra y poder. Por doquiera prevalece la enfermedad mental. Los nueve décimos de las enfermedades que sufren los hombres tienen su fundamento en esto. Puede ser que alguna aguda dificultad del hogar esté royendo como un cáncer el alma y debilitando las fuerzas vitales. A veces el remordimiento por el pecado mina la constitución y desequilibra la mente. Hay también doctrinas erróneas, como la de un infierno que ard eternamente y el tormento sin fin de los impíos, que, al presentar ideas exageradas y distorsionadas del carácter de Dios, han producido el mismo resultado en las mentes sensibles. Los incrédulos han sacado partido de estos casos desgraciados para atribuir la locura a la religión. Pero ésta es una grosera calumnia, y no les agradará tener que arrostrarla algún día. Lejos de ser causa de locura, la religión de Cristo es uno de sus remedios más eficaces; porque es un calmante poderoso para los nervios.

El médico necesita sabiduría y poder más que humanos para saber atender a los muchos casos aflictivos de enfermedades de la mente y del corazón que está llamado a tratar. Si ignora el poder de la gracia divina, no puede ayudar al afligido, sino que agravará la dificultad; pero si tiene firme confianza en Dios, podrá ayudar a la mente enferma y perturbada. Podrá dirigir sus pacientes a Cristo, enseñarles a llevar todos sus cuidados y perplejidades al gran Portador de cargas.

Dios ha señalado la relación que hay entre el pecado y la enfermedad. Ningún médico puede ejercer durante un mes sin ver esto ilustrado. Tal vez pase por alto el hecho; su mente puede estar tan ocupada en otros asuntos que no fije en ello su atención; pero si quiere observar sinceramente, no podrá menos que reconocer que el pecado y la enfermedad llevan entre sí una relación de causa a efecto. El médico debe reconocer esto prestamente y actuar de acuerdo con ello. Cuando conquistó la confianza de los afligidos al aliviar sus sufrimientos, y los rescató del borde de la tumba, puede enseñarles que la enfermedad es el resultado del pecado; y que es el enemigo caído el que procura inducirlos a seguir prácticas que destruyen la salud y el alma. Puede inculcar en sus mentes la necesidad de abnegación y de obedecer a las leyes de la vida y la salud. Especialmente en la mente de los jóvenes puede implantar los principios correctos.

Dios ama a sus criaturas con un amor a la vez tierno y fuerte. Ha establecido las leyes de la naturaleza; pero sus leyes no son exigencias arbitrarias. Cada: "No harás," sea en la ley física o moral, contiene o implica una promesa. Si obedecemos, las bendiciones acompañarán a nuestros pasos; si desobedecemos, habrá como resultado peligro y desgracia. Las leyes de Dios están destinadas a acercar más a sus hijos a él. Los salvará del mal y los conducirá al bien, si quieren ser conducidos; pero nunca los obligará. No podemos discernir los planes de Dios, pero debemos confiar en él y mostrar nuestra fe por nuestras obras. ...

El esfuerzo requerido por el ejercicio de la medicina

El médico se ve casi diariamente frente a frente con la muerte. Está, por así decirlo, pisando el umbral de la tumba. En muchos casos, la familiaridad con las escenas de sufrimiento y muerte resulta en descuido e indiferencia para con la desgracia humana y temeridad en el tratamiento de los enfermos. Los tales médicos parecen no tener tierna simpatía. Son duros y abruptos, y los enfermos temen su trato. Esos hombres, por grande que sea su conocimiento y habilidad, beneficiarán poco a los dolientes; pero si el médico combina el conocimiento del ramo con el amor y la simpatía que Jesús manifestó para con los enfermos, su misma presencia será una bendición. No considerará al paciente como una simple pieza de mecanismo humano, sino como un alma que se puede salvar o perder.

Los deberes del médico son arduos. Pocos se dan cuenta del esfuerzo mental y físico al cual está sometido. Debe alistar toda energía y capacidad con la más intensa ansiedad en la batalla contra la enfermedad y la muerte. A menudo sabe que un movimiento torpe de la mano, que la desvíe en la mala dirección el espacio de un cabello, puede enviar a la eternidad un alma que no está preparada para ella. ¡Cuánto necesita el médico fiel la simpatía y las oraciones del pueblo de Dios! Sus requerimientos en este sentido no son inferiores a los del ministro o misionero más consagrado. Como está muchas veces privado del descanso y del sueño necesarios, y aun de los privilegios religiosos del sábado, necesita una doble porción de la gracia, una nueva provisión diaria de ella, o perderá su confianza en Dios, y el peligro de hundirse en las tinieblas espirituales será mayor para él que para los hombres de otras vocaciones. Y sin embargo, con frecuencia, se le hace objeto de reproches inmerecidos, se lo deja solo, sujeto a las más fieras tentaciones de Satanás, y se siente incomprendido, traicionado por sus amigos.

Adquisición de una educación médica

Muchos, sabiendo cuán penosos son los deberes del médico, y cuán pocas oportunidades tienen los médicos de verse aliviados de cuidados, aun en sábado, no quieren elegir esta carrera. El gran enemigo está procurando constantemente destruir la obra de las manos de Dios, y hombres de cultura y de inteligencia, están llamados a combatir este poder cruel. Se necesita que un número mayor de la debida clase de hombres se dedique a esta profesión. Debe hacerse un esfuerzo esmerado para inducir a hombres idóneos a que se preparen para esta obra. Deben ser hombres cuyo carácter se base en los amplios principios de la Palabra de Dios, hombres que posean energía natural, fuerza y perseverancia que los capacitará para alcanzar una alta norma de excelencia. No cualquiera puede llegar a tener éxito como médico. Muchos han asumido los deberes de esta profesión sin estar preparados en todo sentido. No tienen el conocimiento requerido; tampoco la habilidad ni el tacto, ni el cuidado y la inteligencia necesarios para asegurar el éxito.

Un médico puede hacer una obra mucho mejor si tiene fuerza física. Si es débil, no puede soportar el trabajo agotador que acompaña a su vocación. Un hombre que tenga una constitución física débil, que sea dispéptico, o que no tenga perfecto dominio propio, no puede ser idóneo para tratar con toda clase de enfermedades. Debe ejercerse gran cuidado de no alentar a que estudien medicina, con gran costo de tiempo y recursos, ciertas personas que podrían ser útiles en alguna posición de menos responsabilidad, pero no pueden tener esperanza razonable de alcanzar éxito en la profesión médica.

Algunos han sido escogidos como hombres que podrían ser útiles como médicos, y se les ha estimulado a que tomasen el curso de medicina. Pero algunos que comenzaron sus estudios como cristianos en las facultades de medicina, no dieron preeminencia a la ley de Dios; sacrificaron los principios y perdieron su confianza en Dios. Les pareció que, solos, no podían guardar el cuarto mandamiento y arrostrar las burlas y el ridículo de los ambiciosos amadores del mundo, superficiales, escépticos e incrédulos. No estaban preparados para arrostrar esta clase de persecución. Tenían ambición de subir más en el mundo, tropezaron en las sombrías montañas de la incredulidad y se volvieron indignos de confianza. Se les presentaron tentaciones de toda clase y no tuvieron fuerza para resistirlas. Algunos de estos hombres se han vuelto deshonestos, maquinadores, y son culpables de graves pecados.

En esta época hay peligro para cualquiera que inicie el estudio de la medicina. Con frecuencia sus instructores son hombres sabios según el mundo y sus condiscípulos incrédulos, que no piensan en Dios, y corre el peligro de sentir la influencia de esas compañías irreligiosas. Sin embargo, algunos han terminado el curso de medicina, y han permanecido fieles a los principios. No quisieron estudiar en sábado, y demostraron que los hombres pueden prepararse para desempeñar los deberes del médico sin chasquear las expectativas de aquellos que les proporcionaron recursos con que obtener su educación. Como Daniel, honraron a Dios, y él los guardó. Daniel se propuso en su corazón no adoptar las costumbres de las cortes reales; no quiso comer de las viandas del rey ni beber de su vino; buscó en Dios fuerza y gracia, y Dios le dió sabiduría, capacidad y conocimiento sobre los de astrólogos, magos, y hechiceros del reino. En él se verificó la promesa: "Yo honraré a los que me honran." 1 Samuel 2:30.

El médico joven tiene acceso al Dios de Daniel. Por la gracia y el poder divinos, puede llegar a ser tan eficiente en su vocación como Daniel en su exaltada posición. Pero es un error hacer de la preparación científica lo de suma importancia y descuidar los principios religiosos que son el mismo fundamento del éxito en el ejercicio de la profesión. A muchos se los alaba como hombres hábiles en su profesión, a pesar de que desprecian la idea de que necesitan confiar en Jesús para obtener sabiduría en su trabajo. Pero si estos hombres que confían en sus conocimientos de la ciencia fuesen iluminados por la luz del cielo, ¡a cuánta mayor excelencia podrían alcanzar! ¡Cuánto más fuertes serían sus facultades, con cuánta mayor confianza podrían atender los casos difíciles! El hombre que se vincula estrechamente con el gran Médico del alma y del cuerpo, tiene a su disposición los recursos del cielo y de la tierra, y puede obrar con una sabiduría y una precisión infalibles, que el impío no puede poseer.