Joyas de los Testimonios, Tomo 3

Capítulo 69

Cristo y las nacionalidades

Cristo no reconocía distinción de nacionalidad, jerarquía o credo. Los escribas y fariseos querían acaparar todos los dones del cielo en favor de su nación, con exclusión del resto de la familia de Dios en el mundo entero. Pero Jesús vino para derribar toda barrera de separación. Vino a mostrar que el don de su misericordia y de su amor, como el aire, la luz o la lluvia que refresca el suelo, no reconoce límites.

Por su vida, Cristo estableció una religión sin casta, merced a la cual judíos y paganos, libres y esclavos quedan unidos por un vínculo fraternal de igualdad delante de Dios. Ningún exclusivismo influía en sus actos. No hacía ninguna diferencia entre prójimos y extraños, amigos o enemigos. Su corazón era atraído hacia toda alma que tuviese sed del agua de la vida.

No menospreciaba a ser humano alguno, y procuraba aplicar a toda alma la virtud sanadora. En cualquier sociedad que estuviese, presentaba una lección apropiada al tiempo y a las circunstancias. Todo desprecio y todo ultraje que los hombres infligían a sus semejantes no hacían sino hacerle sentir tanto más hondamente la necesidad en que se hallaban de su simpatía divino-humana. Procuraba hacer nacer la esperanza en el más rústico de los hombres y en aquel que menos esperanza daba, asegurándoles que podían tornarse irreprensibles e inofensivos, y adquirir un carácter que les hiciera hijos de Dios.

Una ilustración práctica

"Por lo cual, hermanos--dice Pedro,--procurad tanto más de hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será abundantemente administrada la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo." 2 Pedro 1:10, 11.

Cuando los creyentes, que esperaban el próximo regreso del Señor, eran sólo un puñado, hace muchos años ya, los observadores del sábado de Topsham, estado de Maine, se reunían para el culto en la amplia cocina del Hno. Stockbridge Howland. Un sábado de mañana, el Hno. Howland estaba ausente. Esto nos sorprendió, porque era siempre puntual. Muy pronto le vimos llegar con el rostro iluminado por la gloria de Dios. "Hermanos--dijo,--he hallado algo, y es esto: podemos adoptar una conducta que nos garantice la promesa de la Palabra divina: 'No caeréis jamás.' Voy a deciros de qué se trata."

Entonces contó que había notado que un hermano, que era un pobre pescador, pensaba no ser estimado en lo que merecía, y que el Hno. Howland y otros se creían superiores a él. Estaba equivocado; pero ese sentimiento había impedido a ese hermano asistir a las reuniones desde hacía algunas semanas. Así que el Hno. Howland fué a su casa, y poniéndose de rodillas delante de él, le dijo:

Perdóname, hermano; ¿qué daño te he hecho?

El hombre lo tomó del brazo y quiso hacer que se levantara.

No--dijo el Hno. Howland,--¿qué tienes contra mí?

No tengo nada contra ti.

Pero algo debes tener--insistió el Hno. Howland,--porque antes conversábamos juntos, mientras que ahora no me hablas más; quiero saber lo que pasa.

Levántate, Hno. Howland--repitió el hombre.

No, hermano, no me levantaré.

Entonces me toca a mí ponerme de rodillas--dijo; y cayendo de rodillas, el pescador le confesó cuán niño había sido y a cuántos malos pensamientos se había entregado.--Ahora--añadió,--voy a apartar de mí todo esto.

Al contar esta historia, el Hno. Howland tenía el rostro iluminado por la gloria de Dios. Apenas había terminado su relato cuando el pescador llegó con su familia, y tuvimos una excelente reunión.

Supongamos ahora que algunos de entre nosotros siguiesen el ejemplo dado por el Hno. Howland. Si, cuando nuestros hermanos albergan malas sospechas, fuésemos a decirles: "Perdonadme el mal que os pude hacer," se quebrantaría el hechizo de Satanás y nuestros hermanos quedarían libres de sus tentaciones. No dejéis que alguna cosa se interponga entre vosotros y vuestros hermanos. Si hay algo que podáis hacer para disipar las sospechas, aun al precio de un sacrificio, no vaciléis en hacerlo. Dios quiere que nos amemos unos a otros como hermanos. El quiere que seamos compasivos y amables. Quiere que cada uno se habitúe a pensar que sus hermanos le aman y que Jesús le ama. El amor engendra amor.

Alberguemos el amor de Cristo

¿Esperamos ver a nuestros hermanos en el cielo? Si podemos vivir con ellos aquí en paz y armonía, entonces podremos hacerlo también allá arriba. Pero, ¿cómo habríamos de vivir con ellos en el cielo, si no podemos hacerlo aquí sin rencillas y disputas continuas? Los que siguen una conducta que tiende a separarlos de sus hermanos y provocan discordia y disensiones, necesitan una conversión radical. Es necesario que nuestros corazones sean enternecidos y subyugados por el amor de Cristo. Debemos cultivar el amor que él manifestara al morir en la cruz del Calvario. Debemos allegarnos siempre más al Salvador. Debemos orar más y aprender a ejercitar nuestra fe. Necesitamos más benignidad, compasión y bondad. Pasamos sólo una vez por este mundo. ¿No nos esforzaremos por dejar impreso el sello de Jesús sobre las personas con quienes vivimos?

Nuestros duros corazones deben ser quebrantados. Debemos alcanzar una unidad perfecta y comprender que hemos sido rescatados por la sangre de Jesús de Nazaret. Diga cada cual para sí: "El dió su vida por mí y quiere que, mientras paso por el mundo, yo revele el amor manifestado por él al entregarse por mí." Cristo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre la cruz, para que Dios, permaneciendo justo, pudiese ser el que justifica a los que creen en él. La vida eterna está reservada para cuantos se entregan al Salvador.

Yo deseo ver al Rey en su hermosura. Deseo ver su belleza sin par. Y deseo que vosotros también podáis contemplarle. Cristo llevará a sus redimidos a lo largo del río de la vida, y les explicará todo lo que les fuera motivo de perplejidad en este mundo. Los misterios de la gracia se descubrirán ante su mirada. Allí donde sus mentes finitas sólo discernían confusión y desorden, percibirán la más perfecta y hermosa armonía.

Sirvamos al Señor con toda nuestra capacidad, con toda nuestra inteligencia. Esta se desarrollará a medida que hagamos uso de ella. Nuestra experiencia religiosa se afirmará a medida que vayamos poniendo más religión en nuestra vida diaria. Así iremos ascendiendo poco a poco por la escalera que lleva al cielo, hasta que podamos, desde la cima de la misma, poner el pie en el reino de Dios. Seamos cristianos en este mundo; y tendremos la vida eterna en el reino de gloria.

Cuando hay unidad entre los discípulos de Cristo, ella constituye una evidencia de que el Padre envió a su Hijo para salvar a los pecadores. Atestigua su poder; porque sólo el poder milagroso de Dios puede poner armonía en las acciones de seres humanos que difieren por sus temperamentos, e inspirarles a todos el deseo de decir la verdad con amor.

Las advertencias y los consejos de Dios son claros y positivos. Cuando, al leer las Escrituras, vemos el bien que resulta de la unión y el mal que produce la desunión, ¿cómo podemos negarnos a recibir la Palabra de Dios en nuestros corazones? La suspicacia y la desconfianza son una mala levadura. La unidad atestigua la potencia de la verdad.