Mensajes para los Jóvenes (1967)

Capítulo 101

“Honra a Jehová de tu sustancia”

"¿Cuanto debes a mi Señor?"1 ¿Hemos de recibir todas las bendiciones de mano de Dios y no retribuirle, ni siquiera dándole nuestro diezmo, la porción que él se ha reservado? Ha llegado a ser una costumbre pasar de la línea del sacrificio a la senda de la complacencia propia. Pero, ¿recibiremos continuamente sus favores con indiferencia sin corresponder en ninguna forma a su amor?

¿No queréis, queridos jóvenes, haceros misioneros de Dios? ¿Queréis, como no lo habéis hecho antes, aprender las preciosas lecciones de hacer donativos al Señor poniendo en la tesorería parte de lo que él os ha dado generosamente para vuestro gozo? Sea lo que fuere aquello que hayáis recibido, devolved una porción al Dador como ofrenda de gratitud. También debería entregarse una parte a la tesorería para obra misionera tanto en el país como en el extranjero.

Tesoros en el cielo

La causa de Dios debería estar muy cerca de nuestros corazones. La luz de la verdad llegará a ser una gran bendición para otras familias si los padres y los hijos de la familia que ya ha recibido su bendición la comunican a otros. Pero cuando las dádivas de Dios, tan rica y abundantemente prodigadas, se retienen de él y se destinan egoístamente a nosotros mismos se experimentará seguramente la maldición de Dios en lugar de su bendición, pues el Señor lo ha declarado. El derecho de Dios debe anteponerse a cualquier otro, y debe satisfacerse primero. Luego, hay que atender a los pobres y los necesitados. No se los debe descuidar, sea cual fuere el costo o sacrificio para nosotros.

"Y haya alimento en mi casa".2 Es deber nuestro ser temperantes en todas las cosas: en el comer, en el beber y en el vestir. Deberíamos considerar cuidadosamente nuestras casas y el moblaje de nuestros hogares, inspirados por el deseo de entregar a Dios lo que es suyo, no sólo como diezmos, sino hasta donde sea posible también como dádivas y ofrendas. Muchos podrían estar acumulando tesoros en el cielo si mantuviesen el granero de Dios provisto con la porción que él reclama como suya y con las ofrendas.

Los que averiguan sinceramente qué es lo que Dios requiere de ellos en cuanto a la propiedad que consideran como propia, deberían escudriñar las Escrituras del Antiguo Testamento y ver qué indicó a ese respecto a su pueblo Cristo, el conductor invisible de Israel en su largo viaje por el desierto. Individualmente deberíamos estar dispuestos a sufrir cualquier molestia, a encontrarnos en cualquier aprieto, antes que robar a Dios la porción que debería ser entregada a su casa. Los que son lectores de la Biblia y creyentes en ella, tendrán en este asunto un inteligente conocimiento de lo que "dijo el Señor".

Sin excusa

En aquel día en que cada hombre será juzgado de acuerdo con los hechos realizados en el cuerpo, se evaporará, como el rocío al sol, toda excusa que pueda dar ahora el egoísmo para no entregar al Señor el diezmo y las ofrendas. Si no fuera para siempre demasiado tarde, ¡con cuánto gusto volverían muchos atrás y reedificarían su carácter! Pero será entonces demasiado tarde para cambiar el registro de los que semanal, mensual y anualmente han robado a Dios. Su destino estará ya decidido inalterablemente.

El egoísmo es un mal mortal. El amor propio y la indiferencia descuidada hacia los términos específicos del acuerdo entre Dios y el hombre, la negativa a proceder como fieles mayordomos suyos, han acarreado sobre el hombre la maldición de Dios, tal cual él había declarado que ocurriría. Esas almas se han separado de Dios y por precepto y ejemplo han inducido a otros a desatender los claros mandamientos de Dios, por lo cual él no les pudo otorgar su bendición.

El diezmo

El Señor ha especificado: El diezmo de todas vuestras posesiones es mío; vuestros dones y ofrendas han de ser traídos a la tesorería para ser usados para el adelantamiento de mi causa, para enviar al predicador viviente a abrir las Escrituras ante los que están en tinieblas.

¿Correrá, pues, alguien el riesgo de retener de Dios lo que es suyo, haciendo así lo que hizo el siervo infiel que escondió en la tierra el dinero de su señor? ¿Trataremos, como dicho hombre, de justificar nuestra infidelidad, quejándonos de Dios y diciendo: "Señor, te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste, y recoges donde no esparciste; por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra: aquí tienes lo que es tuyo"?3 ¿No presentaremos más bien nuestras ofrendas de gratitud a Dios (Youth's Instructor, agosto 26, 1897).