Primeras experiencias en el tratamiento de la pulmonía
En el vierno de 1864, mi Guillermito contrajo repentinamente una violenta fiebre pulmonar. Acabábamos de sepultar a nuestro hijo mayor que había fallecido a causa de esa enfermedad, y estábamos muy ansiosos por Guillermito, pues temíamos que él también muriera. Decidimos que no llamaríamos a un médico, sino que haríamos lo mejor que pudiésemos mediante el uso del agua y rogando al Señor en favor del niño. Invitamos a unas pocas personas que tenían fe a que unieran sus oraciones con las nuestras. Tuvimos la consoladora seguridad de la presencia y la bendición de Dios.
Al día siguiente Guillermito estaba muy enfermo y deliraba. Parecía no verme ni oírme cuando le hablaba. Su corazón no funcionaba con regularidad, sino que latía con una agitación constante. Continuamos intercediendo por él delante de Dios; seguimos aplicándole agua en abundancia sobre la cabeza; mantuvimos constantemente unas compresas sobre sus pulmones, y pronto pareció estar tan lúcido como siempre. Experimentaba un dolor agudo en el lado derecho y no podía acostarse sobre ese lado ni un momento. Hicimos desaparecer este dolor mediante compresas de agua fría, variando la temperatura del agua de acuerdo con la intensidad de la fiebre. Tuvimos mucho cuidado de mantenerle los pies y las manos calientes.
Esperábamos que la crisis se produjera en el séptimo día. Tuvimos poquísimo descanso durante su enfermedad, y nos vimos obligados a dejarlo al cuidado de otros durante la cuarta y quinta noches. Mi esposo y yo nos sentimos muy ansiosos el quinto día. El niño tuvo una nueva hemorragia, y tosía considerablemente. Mi esposo pasó mucho tiempo en oración. Esa noche dejamos a nuestro hijo al cuidado de manos expertas. Antes de retirarnos a descansar mi esposo oró larga y fervorosamente. De repente desapareció su deseo apremiante de orar, y le pareció como si una voz le hubiese dicho: "Ve a descansar, que yo me encargaré del niño".
Yo me había acostado enferma, y no pude dormir por la ansiedad durante varias horas. Sentía que me faltaba el aire. Aunque dormíamos en una habitación amplia, me levanté, abrí la puerta que daba a una gran sala, y al punto sentí alivio, y pronto me dormí. Soñé que un médico experimentado estaba junto a mi hijo, observaba cada respiración, y tenía una mano sobre su corazón y con la otra le tomaba el pulso. Se volvió hacia nosotros y nos dijo: "La crisis ha pasado. Su peor noche ha quedado atrás. Se recuperará rápidamente porque no tiene que luchar contra la influencia perjudicial de las drogas. La naturaleza ha realizado noblemente su obra para librar el organismo de las impurezas". Le hablé de mi condición agobiada, de la falta de aire, y del alivio que obtuve al abrir la puerta.
El me dijo: "Eso que la alivió, también aliviará a su hijo. El necesita aire. Lo habéis mantenido demasiado caliente. El aire calentado por una estufa es perjudicial, y si no fuera por el aire que penetra a través de las aberturas de las ventanas, se tornaría tóxico y destruiría la vida. El calor de la estufa destruye la vitalidad del aire, y debilita los pulmones. Los pulmones del niño han sido debilitados porque se ha mantenido demasido caliente el ambiente de la habitación. Los enfermos se debilitan por la enfermedad y necesitan todo el aire vigorizador que puedan soportar a fin de fortalecer los órganos vitales y resistir la enfermedad. Y sin embargo, en la mayoría de los casos se excluyen el aire y la luz de la habitación del enfermo justamente en el momento cuando más los necesita, como si fueran enemigos peligrosos".
Este sueño y la experiencia de mi esposo constituyeron un consuelo para ambos. A la mañana siguiente encontramos que nuestro niño había pasado una noche inquieta. Pareció tener fiebre alta hasta el mediodía. Luego la fiebre lo abandonó, y estuvo tranquilo pero débil. Durante los cinco días que duró su enfermedad había comido una sola galletita. Se recuperó rápidamente, y en adelante gozó de mejor salud de la que había tenido durante muchos años. Esta experiencia es valiosa para nosotros.--Spiritual Gifts 4:151-153 (1864).
El restablecimiento de Jaime White
Hace varios años [en 1865], mientras mi esposo tenía pesadas responsabilidades en Battle Creek, comenzó a sentir los efectos del recargo de trabajo. Su salud se debilitó rápidamente. Por fin su mente y su cuerpo experimentaron un quebranto, y no pudo llevar a cabo cosa alguna. Mis amigos me dijeron: "Sra. White, su esposo no podrá vivir". Decidí llevarlo a un lugar más favorable para que se recuperara. Su madre dijo: "Elena, debes quedarte para cuidar a tu familia".
"Mamá--repliqué--, nunca permitiré que este cerebro magistral falle completamente. Trabajaré con Dios, y Dios trabajará conmigo, para salvar el cerebro de mi esposo".
Vendí mis alfombras a fin de tener recursos para el viaje... Con el dinero obtenido de la venta de las alfombras, compré una galera con toldo. Hice los preparativos para el viaje colocando en la galera un colchón para que se acostara mi esposo. Acompañados por Guillermo, que era sólo un muchacho de once años, iniciamos el viaje hacia Wright, Míchigan.
Durante el viaje, Guillermo trató de poner el bocado del freno en la boca de uno de los caballos, pero no pudo hacerlo. Le dije a mi esposo: "Apóyate en mi hombro, y ven a poner el bocado".
Dijo que no sabía cómo podría hacerlo. "Sí, puedes hacerlo--repliqué--. Levántate y ven". Así lo hizo, y finalmente logró colocar el bocado del freno. En ese momento se dio cuenta de que tendría que volver a hacerlo la próxima vez.
Mantuve a mi esposo constantemente ocupado en esas cositas sencillas. No le permitía quedarse quieto, sino que procuraba mantenerlo en actividad. Tal es el plan que deberían seguir los médicos y los asistentes en los sanatorios. Deberían conducir a los pacientes paso a paso, y mantener sus mentes lo suficientemente ocupadas como para que no tengan tiempo de amargarse por su condición.
Se recomienda la actividad física y mental
Con frecuencia los hermanos acudían a nosotros en busca de consejos. Mi esposo no quería ver a nadie. Prefería retirarse a otra habitación cuando llegaba alguien. Pero con frecuencia, antes de que él se diera cuenta de que había llegado alguien, llevaba al visitante adonde él estaba, y le decía: "Esposo, aquí hay un hermano que ha venido a realizar una consulta, y como tú puedes contestarla mucho mejor que yo, lo he traído para que hables con él". Por supuesto que en ese caso no podía irse. Debía permanecer en la habitación y contestar la pregunta. En esa forma y en muchas otras, hice que ejercitara la mente. Si no hubiera logrado que hiciera trabajar la mente, en poco tiempo habría fallado por completo.
Mi esposo salía a caminar todos los días. En el invierno sobrevino una terrible tormenta de nieve, y mi esposo pensó que no podría salir a caminar en la tormenta y en la nieve. Fui a ver al Hno. Root y le dije: "Hno. Root, ¿tiene Ud. un par de botas que no use?"
"Sí", contestó.
"Le agradecería mucho que me las prestara esta mañana", le dije. Me puse las botas, salí afuera y recorrí medio kilómetro pisando la nieve profunda. A mi regreso, le pedí a mi esposo que saliera para caminar. Me contestó que no podría hacerlo en semejante tiempo. "Oh, sí; tú puedes hacerlo--repliqué--. Con seguridad puedes andar sobre las huellas que yo dejé". Era un hombre que respetaba mucho a las mujeres; de modo que cuando vio las huellas que yo había dejado, pensó que si una mujer podía caminar en la nieve, él también podría hacerlo. Esa mañana salió a caminar como de costumbre.
En la primavera había que trasplantar árboles y cultivar la huerta. "Guillermo--dije--, por favor ve a comprar tres azadones y tres rastrillos. Cuida de comprar tres de cada uno". Cuando me los trajo le pedí a él que tomara uno de los azadones y a mi esposo que tomara el otro. El padre puso objeciones, pero igualmente tomó uno. Yo tomé el restante y salimos a trabajar; y aunque me saqué ampollas en las manos, marqué el paso para ellos en el cavado de la tierra. El padre no pudo hacer mucho, pero de todos modos se ejercitó con el movimiento del azadón. Mediante métodos como éste procuré colaborar con Dios en el restablecimiento de la salud de mi esposo. ¡Y cuánto nos bendijo el Señor!
Siempre llevaba a mi esposo conmigo cuando salía en la galera. Y también lo llevaba conmigo cuandoquiera que iba a predicar a algún lugar. Tenía un circuito regular de reuniones. Pero no podía persuadirlo a que me acompañara al púlpito mientras yo predicaba. Finalmente, después de muchos, muchos meses le dije: "Ahora, esposo mío, tú me vas a acompañar al púlpito". No quería ir, pero no cedí. Lo llevé al púlpito conmigo. Ese día habló a la gente. Aunque el salón estaba lleno de personas que no eran creyentes, no pude dejar de llorar durante media hora. Mi corazón rebosaba de gozo y gratitud. Sabía que se había ganado la victoria.
La recompensa del esfuerzo perseverante
Después de 18 meses de cooperación constante con Dios por restablecer la salud de mi esposo, lo llevé a casa nuevamente. Lo presenté a sus padres, y les dije: "Padre, madre, aquí está vuestro hijo".
"Elena--dijo su madre--, a nadie más fuera de Dios y de ti misma debes agradecer por esta maravillosa restauración. Tus energías la han logrado".
Mi esposo vivió una cantidad de años después de su restauración, y durante ese tiempo llevó a cabo la mejor obra de su vida. ¿No constituyen esos años adicionales de utilidad una recompensa incalculable por los 18 meses pasados en cuidados afanosos?
Les he hecho esta breve reseña de nuestra vida, a fin de mostrarles que conozco algo acerca del empleo de los medios naturales para la restauración de los enfermos. Dios realizará maravillas por cada uno de nosotros si trabajamos con fe y si obramos creyendo que cuando colaboramos con él, él está listo a realizar su parte. Quiero hacer todo lo posible para inducir a mis hermanos a tener una conducta sensata, a fin de que sus esfuerzos tengan mucho éxito. Muchas personas que han descendido a la tumba, hoy podrían estar vivas si hubiesen colaborado con Dios. Seamos hombres y mujeres razonables en lo que concierne a estos asuntos (Manuscrito 50, 1902).