Introducción
Los seis artículos agrupados bajo el título "La enfermedad y sus causas", constituyen uno de los primeros eslabones en la considerable serie de escritos de Elena G. de White acerca del tema de la salud. A continuación damos los antecedentes de esta serie. En primer término, la histórica visión sobre la reforma pro salud del 6 de junio de 1863. Luego, en 1864, la Sra. de White presentó ese tema por primera vez en forma impresa en un artículo de treinta páginas titulado "La salud", en el tomo cuarto de Spiritual Gifts (Los dones espirituales), que puede conseguirse en inglés en forma de facsímil. A continuación, en 1865, proporcionó un artículo para cada uno de seis folletos que contenían material de diferentes autores y que se publicaron como una serie titulada Health, or How to Live (La salud, o cómo vivir). Esos seis artículos de Elena G. de White eran una ampliación del artículo de treinta páginas publicado un año antes en Spiritual Gifts. La Sra. White no realizó ninguna otra contribución a la serie de folletos titulada How to Live.
Para completar el registro histórico de las primeras declaraciones de Elena G. de White concernientes a la salud, aquí reproducimos exactamente sus artículos.
Debemos decir que aunque la Sra. White nunca pidió la reimpresión de esos artículos, de todos modos fueron publicados en la Review and Herald en los años 1899 y 1900. Las presentaciones posteriores de Elena G. de White acerca del tema de la salud, que culminaron con la publicación de El ministerio de curación, en 1905, reemplazaron muchos artículos publicados anteriormente, incluyendo la serie titulada "La enfermedad y sus causas".
El lector debe tener en cuenta las condiciones que existían en el ámbito de la práctica médica cuando se prepararon estos artículos. Especialmente el último artículo debe leerse a la luz de las condiciones que prevalecían en el tiempo cuando fue escrito. Un examen de dichas condiciones aparece en.--The Story of Our Health Message (La historia de nuestro mensaje de la salud), edición de 1955, p. 112-130, 166-169, 427-431; en Ellen G. White and Her Critics (Elena G. de White y sus críticos), p. 136-160; y en Believe His Prophets (Creed a sus profetas), p. 253-267.--Los fideicomisarios.
Capítulo 1
La raza humana se ha estado degenerando desde su caída en el Edén. La deformidad, la imbecilidad, la enfermedad y el sufrimiento humanos han estado pesando cada vez más sobre cada generación sucesiva, y sin embargo las masas ignoran cuáles son las causas verdaderas de estos males. Los seres humanos no consideran que ellos mismos son los culpables, en gran medida, de esta condición deplorable. Por lo general culpan a la Providencia por sus sufrimientos, y consideran a Dios el autor de sus calamidades. Pero es la intemperancia la que se encuentra en un estado mayor o menor a la base de todo este sufrimiento.
Eva fue intemperante en sus deseos cuando extendió la mano para tomar el fruto del árbol prohibido. La gratificación egoísta ha reinado en forma casi suprema en los corazones de los hombres y las mujeres desde la caída de la raza humana. Especialmente el apetito ha sido gratificado; y éste en vez de la razón, ha dominado a la humanidad. Eva transgredió el mandato divino porque prefirió satisfacer su apetito. El Señor le había dado todo lo necesario para satisfacer necesidades, y sin embargo ella no estaba satisfecha. Desde entonces, sus hijos y sus hijas caídos han ido en pos de los deseos de sus ojos y de su gusto. Lo mismo que Eva, no han tenido en cuenta las prohibiciones de Dios y han sido desobedientes, y tal como Eva, se han halagado a sí mismos con la esperanza ilusoria de que las consecuencias de sus actos no serán tan terribles como ellos habían temido.
El ser humano ha desatendido las leyes que gobiernan el cuerpo, y como resultado de esto la enfermedad ha ido en aumento constante. La causa ha sido seguida por el efecto. El hombre no se ha considerado satisfecho con el alimento saludable, sino que ha complacido el gusto aun a costa de la salud.
Dios ha establecido las leyes de nuestro organismo. Si las violamos, tarde o temprano tendremos que sufrir las consecuencias. Las leyes que gobiernan nuestro cuerpo no pueden ser violadas con más éxito que cuando se amontona en el estómago alimento malsano en respuesta a los deseos de un apetito morboso. Si se come con exceso, aunque sea alimento sencillo, con el tiempo se dañarán los órganos digestivos; pero añádase a esto el consumo excesivo de alimento perjudicial, y el mal será mucho mayor. El organismo llega así a deteriorarse.
Los miembros de la familia humana se han dedicado cada vez más a la complacencia de sí mismos, a tal punto que la salud ha sido sacrificada con todo éxito sobre el altar del apetito sensual. Los habitantes del mundo antiguo comían y bebían con intemperancia. Consumían carne aunque Dios no les había dado permiso para comerla. Comían y bebían en exceso, y sus apetitos depravados eran ilimitados. Se entregaron a una idolatría abominable. Se tornaron violentos y feroces, y tan corrompidos, que Dios no pudo soportarlos durante más tiempo. Su copa estaba rebosante de iniquidad, de modo que Dios limpió la tierra de su contaminación moral mediante un diluvio. A medida que los hombres se multiplicaban después del diluvio, se olvidaron de Dios y se corrompieron delante de él. Toda forma de intemperancia aumentó en gran medida.
El Señor sacó a sus hijos de Egipto en forma victoriosa. Los condujo por el desierto para probarlos. Repetidas veces manifestó su poder milagroso al librarlos de sus enemigos. Prometió conservarlos para sí mismo, como su tesoro peculiar, si ellos obedecían su voz y guardaban sus mandamientos. No les prohibió comer la carne de los animales, pero la apartó de ellos en gran medida. Les proporcionó el alimento más saludable. Hizo llover su pan del cielo y les dio agua pura de la dura roca. Realizó un pacto con ellos según el cual los libraría de las enfermedades si ellos le obedecían en todas las cosas.
Pero los hebreos no estaban satisfechos. Despreciaron el alimento que recibían del cielo, y anhelaban volver a Egipto donde podían sentarse junto a las ollas de carne. Preferían la esclavitud, y hasta la muerte, antes que verse privados de la carne. Dios, en su ira, les dio carne para que satisficieran sus apetitos depravados, y muchísimos murieron mientras comían la carne que habían codiciado.
Nadab y Abiú fueron muertos por el fuego de la ira de Dios debido a su intemperancia en el uso del vino. Dios desea que su pueblo comprenda que será recompensado o castigado de acuerdo con su obediencia o su transgresión. El crimen y la enfermedad han aumentado con cada generación sucesiva. La intemperancia en el comer y en el beber, y la gratificación de las pasiones más bajas han entorpecido las facultades más nobles. El apetito ha controlado la razón en una medida alarmante.
La humanidad ha cultivado un deseo cada vez mayor de consumir alimentos exquisitos, hasta el punto en que se ha convertido en una moda recargar el estómago con toda clase de golosinas. El apetito se gratifica especialmente en las reuniones de placer y se hace poquísimo esfuerzo por dominarlo. Se participa en almuerzos abundantes y en cenas servidas tarde en la noche con abundancia de carnes muy condimentadas y servidas con salsas fuertes, con muchas tortas, pasteles, helados, etc.
Los cristianos profesos generalmente van a la cabeza en estas reuniones de moda. Grandes sumas de dinero se sacrifican a los dioses de la moda y el apetito, en la preparación de fiestas donde abundan los manjares destructores de la salud preparados para tentar el apetito, con el propósito de reunir fondos con fines religiosos. De este modo los ministros y los cristianos profesos han hecho su parte y han ejercido su influencia, mediante el precepto y el ejemplo, entregándose a la intemperancia en la comida y dirigiendo al pueblo en una glotonería que acaba con la salud. En lugar de excitar la razón, la benevolencia, la humanidad y las facultades más nobles del ser humano, se realiza el más exitoso llamado a su apetito.
La gratificación del apetito inducirá a los hombres a dar sus recursos que de otro modo no darían. ¡Qué cuadro triste para los cristianos! ¿Le agrada a Dios esa clase de sacrificio? El pequeño óbolo de la viuda fue mucho más aceptable para él. Los que siguen su ejemplo de todo corazón habrán hecho bien. Cuando el sacrificio realizado cuenta con la bendición del cielo, hasta la ofrenda más sencilla adquiere el valor más elevado.
Los hombres y las mujeres que profesan ser seguidores de Cristo, con frecuencia son esclavos de la moda y de la glotonería. En la preparación de una de esas reuniones de buen tono, el tiempo que debería dedicarse a propósitos superiores y más nobles, se emplea en cocinar una variedad de platos perjudiciales. Solamente porque está de moda, muchos que son pobres y dependen de su trabajo diario, se toman el trabajo e incurren en el gasto de preparar diferentes clases de tortas recargadas, dulces, pasteles y una variedad de alimentos apetecibles para los visitantes, todo lo cual perjudica a los que participan de ellos; sin embargo, necesitan esos mismos recursos para comprar ropas para ellos y para sus hijos. El tiempo empleado en cocinar alimentos destinados a agradar el gusto a expensas del estómago, debería dedicarse a la instrucción moral y religiosa de los hijos.
Las visitas dan ocasión a la glotonería. Alimentos y bebidas perjudiciales son consumidos en tanta cantidad que recargan en forma desmedida los órganos digestivos. Las fuerzas vitales son puestas en acción innecesariamente para realizar la digestión, y esto cansa y perturba en gran medida la circulación de la sangre, y como resultado, todo el organismo queda privado de la energía vital. Las bendiciones que podrían resultar de las visitas sociales, se pierden con frecuencia porque el ama de casa, en vez de disfrutar de la conversación de los visitantes, trabaja arduamente preparando una variedad de platos para complacerlos. Los hombres y las mujeres cristianos nunca deberían permitir que su influencia respalde tal conducta al participar de los manjares preparados en esa forma. Hacedles comprender que el objeto de vuestra visita no consiste en la gratificación del apetito, sino que mediante la asociación con ellos y el intercambio de pensamientos y de sentimientos buscáis una bendición mutua. La conversación debería ser de un carácter tan elevado y ennoblecedor que posteriomente pueda recordarse con el mayor placer.
Los que reciben visitas deberán tener un alimento nutritivo, preparado en forma sencilla y agradable con frutas, cereales y verduras. Esto requerirá muy poco trabajo o gasto extra, y no perjudicará a nadie que participe con moderación de estas cosas. Si la gente mundana prefiere sacrificar el tiempo, el dinero y la salud para gratificar el apetito, dejad que lo haga y que pague el precio de la violación de las leyes de la salud; pero los cristianos deberían tomar una posición definida con respecto a estas cosas y ejercer su influencia en la dirección debida. Pueden hacer mucho por reformar estas costumbres de moda que destruyen la salud y el alma.
Muchos tienen el hábito perjudicial de comer justamente antes de dormir. Tal vez han tenido tres comidas regulares; sin embargo, ingieren una cuarta comida porque experimentan una sensación de languidez. La complacencia de esta práctica equivocada la ha convertido en un hábito, y piensan que no podrán dormir si no comen antes. En muchos casos, esa languidez se debe a que los órganos digestivos ya han sido recargados severamente durante el día con la digestión de alimento perjudicial ingerido con demasiada frecuencia y en cantidad excesiva. Los órganos digestivos que han sido recargados de esta manera, se fatigan y necesitan un período de completo descanso para recobrar sus energías exhaustas. Nunca debería ingerirse una segunda comida hasta tanto el estómago haya tenido tiempo de descansar del trabajo de digerir la comida anterior. Si es necesario tomar una tercera comida, ésta debería ser liviana y debería tomarse varias horas antes de acostarse.
Pero en el caso de muchas personas, el pobre y cansado estómago puede quejarse en vano de cansancio. Se introduce en él una nueva cantidad de alimento que pone en movimiento los órganos digestivos para volver a realizar el mismo ciclo de trabajo durante las horas de sueño. El sueño de tales personas por lo general es perturbado por pesadillas, y en la mañana despiertan cansadas. Sienten una sensación de languidez e inapetencia. En todo el organismo se experimenta una falta de energía. En poco tiempo los órganos digestivos están agotados porque no han tenido tiempo para descansar. Estas personas se convierten en dispépticos desdichados, y se preguntan por qué se encuentran en tal condición. La causa ha producido infaliblemente el resultado. Si esta práctica se mantiene durante mucho tiempo, la salud quedará seriamente perjudicada. La sangre se torna impura, la tez se pone pálida y con frecuencia aparecen erupciones. Tales personas suelen quejarse de dolores frecuentes y de malestar en la región estomacal; y mientras trabajan, el estómago se cansa tanto que ellas se retiran del trabajo para ponerse a descansar. Pero parecería que son incapaces de explicar esta condición, porque aparte de esto, parecen gozar de buena salud.
Los que pasen de tres a dos comidas al día, al comienzo experimentarán una sensación de languidez, especialmente a la hora en que acostumbraban ingerir su tercera comida. Pero si perseveran durante un corto tiempo, esa languidez desaparecerá.
Cuando nos retiramos a descansar, el estómago ya debería haber realizado todo su trabajo, porque él también necesita tener descanso como cualquiera otra parte del cuerpo. El trabajo de digestión no debería efectuarse durante ningún lapso de las horas de sueño. Después que el estómago recargado ha realizado su tarea, queda exhausto, lo que provoca una sensación de languidez. Muchos se engañan en esto pensando que es la falta de comida la que produce esa sensación, e ingieren más alimento, sin permitir que el estómago descanse; y con esto la languidez desaparece momentáneamente. Y cuanto más se complace el apetito, tanto más insiste en ser gratificado. Esta sensación de languidez por lo general es el resultado del consumo de carne y de comer frecuentemente y en demasía. El estómago se fatiga porque se lo mantiene trabajando en forma constante para despachar un alimento que no es muy saludable. Los órganos digestivos se debilitan porque no tienen reposo, y esto hace que se experimente una sensación de decaimiento y un deseo de comer con frecuencia. El remedio para tales personas consiste en que coman con menor frecuencia y en menos abundancia, que se conformen con alimentos sencillos y que coman dos veces, o a lo más, tres veces al día. El estómago debe tener períodos regulares de trabajo y descanso; por esto el comer irregularmente y entre las horas de comida constituye una violación muy perniciosa de las leyes de la salud. El estómago puede recobrar su salud gradualmente si se practican hábitos regulares y si se ingiere alimento apropiado.
Debido a que está de moda y en armonía con el apetito mórbido, se llena el estómago con tortas recargadas, pasteles, budines, y con toda clase de cosas dañinas. La mesa debe estar cargada con una variedad de alimentos o de lo contrario el apetito no puede quedar satisfecho. Estos esclavos del apetito con frecuencia tienen mal aliento en la mañana y una lengua sarrosa. No gozan de salud y se preguntan cuál es la razón de sus molestias, de sus dolores de cabeza, y de sus diversas enfermedades. La causa ha producido infaliblemente el resultado.
La temperancia en todas las cosas es necesaria para preservar la salud. Temperancia en el trabajo, temperencia en la comida y en la bebida.
Muchas personas se han dedicado de tal manera a la intemperancia que no quieren cambiar su complacencia de la glotonería por ningún motivo. Prefieren sacrificar la salud y morir prematuramente antes que restringir su apetito intemperante. Y muchos ignoran la relación existente entre su hábito de comer y beber, y la salud. Si tales personas pudieran ser enseñadas tendrían el valor moral para negarse a satisfacer el apetito, para comer con más mesura únicamente alimentos saludables, con lo cual podrían evitarse una gran cantidad de sufrimientos.
Deberían realizarse esfuerzos para preservar cuidadosamente lo que resta de las fuerzas vitales, suprimiendo toda carga excesiva. Puede ser que en algún caso el estómago nunca recupere plenamente la salud, pero un régimen adecuado ahorrará más males ulteriores, y muchas personas podrán disfrutar de una recuperación mayor o menor, a menos que hayan ido demasiado lejos en la glotonería suicida.
Los que se dejan esclavizar por un apetito mórbido, con frecuencia avanzan un poco más y se rebajan al satisfacer sus pasiones corrompidas, las que han sido excitadas por la intemperancia en la comida y la bebida. Dan rienda suelta a sus pasiones degradantes hasta que la salud y el intelecto experimentan un gran padecimiento. El poder de razonamiento es destruido en gran medida por los hábitos inadecuados.
Me ha admirado el que los habitantes de la tierra no hayan sido destruidos como la generación de Sodoma y Gomorra. Hay razones que explican la condición actual de degeneración y mortalidad que impera en el mundo. La pasión ciega controla la razón, y muchos sacrifican todas las cosas de importancia superior en el altar de la concupiscencia.
El primer gran mal fue la intemperancia en la comida y en la bebida. Los hombres y las mujeres se han convertido en esclavos del apetito.
El cerdo, aunque constituye uno de los artículos más comunes del régimen alimenticio, es uno de los más perjudiciales. Dios no prohibió que los hebreos comiesen carne de cerdo únicamente para mostrar su autoridad, sino porque no era un alimento adecuado para el hombre. Llenaba el organismo con escrófula, y especialmente en ese clima cálido producía lepra y diversas clases de enfermedades. La influencia sobre el organismo en ese clima era mucho más perjudicial que en un clima más frío. Pero Dios nunca se propuso que se consumiese cerdo en circunstancia alguna. Los paganos consumían el cerdo como alimento, y el pueblo norteamericano ha utilizado abundantemente el cerdo como un importante artículo de alimentación. La carne de cerdo no sería agradable al paladar en su estado natural. De modo que se la torna apetecible condimentándola abundantemente, lo que hace que una cosa mala se torne peor. La carne de cerdo, por encima de todas las demás carnes, pone la sangre en mal estado. Los que consumen carne de cerdo en abundancia no pueden evitar estar enfermos. Los que hacen mucho ejercicio al aire libre no se dan cuenta de los efectos perjudiciales de la carne de cerdo como los que viven en los edificios, y cuyos hábitos son sedentarios y su trabajo es mental.
Pero el consumo de carne de cerdo no daña únicamente la salud física. La mente es afectada y la delicada sensibilidad queda embotada por el uso de este tosco alimento. Es imposible que la carne de ninguna criatura viviente esté sana cuando la inmundicia constituye su ambiente natural, y cuando se alimenta de toda clase de cosas detestables. La carne del cerdo se compone de lo que éste come. Si los seres humanos ingieren su carne, su sangre y su carne quedarán corrompidas por las impurezas que recibirán a través del cerdo.
El consumo de carne de cerdo ha producido escrófula, lepra y humores cancerosos. El consumo de carne de cerdo continúa causando el sufrimiento más intenso a la humanidad. El apetito depravado desea con vehemencia las cosas que son más perjudiciales para la salud. La maldición que ha descansado intensamente sobre la tierra, y ha sido sentida por toda la humanidad, también ha aquejado a los animales. Con el transcurso de los años el tamaño de las bestias y la duración de sus vidas ha degenerado. Los malos hábitos de los hombres las han hecho sufrir más de lo que hubiesen sufrido sin ellos.
Sólo pocos animales están libres de la enfermedad. Muchos han tenido que sufrir enormemente por la falta de luz, de aire puro y de alimento adecuado. Cuando se los engorda, con frecuencia se los deja en establos cerrados y se los priva del ejercio y del aire libre. Muchos pobres animales son obligados a respirar el veneno de las inmundicias que quedan en los establos. Sus pulmones enfermarán mientras respiran esas impurezas. El hígado y todo el organismo del animal enferma. Se los mata y se los prepara para el mercado, y la gente consume abundantemente esa carne tóxica. En esta forma se provocan muchas enfermedades. Pero la gente no puede ser inducida a creer que es la carne que han consumido la que ha envenenado su sangre y le ha causado tantos sufrimientos. Muchos mueren de enfermedades causadas enteramente por el consumo de carne, y a pesar de esto el mundo no aprende la lección.
El hecho de que los que consumen carne no experimentan de inmediato sus efectos, no constituye una evidencia de que no son perjudicados. Esta puede estar obrando con toda seguridad en el organismo y sin embargo las personas no se dan cuenta de ello en seguida.
Los animales son apiñados en carros cerrados y se los priva casi por completo de aire y luz, de alimento y agua, y en esa condición se los transporta durante miles de millas, respirando aire viciado por las inmundicias que se han acumulado. Y cuando llegan a su destino, muchos animales están casi muertos de hambre, sofocados y agonizantes, y si se los dejara solos morirían irremediablemente. Pero los carniceros terminan el trabajo y preparan la carne para el mercado.
Con frecuencia se matan animales a los que se ha hecho caminar grandes distancias hasta el matadero. Su sangre se ha calentado. Han sido engordados y se los ha privado de ejercicio saludable, de modo que cuando tienen que viajar lejos se enferman y quedan exhaustos, y estando en esas condiciones se los mata para el consumo. Tienen la sangre muy inflamada, y los que comen de su carne comen veneno. Algunas personas no son afectadas inmediatamente, en tanto que otras experimentan dolores severos y mueren de fiebre, de cólera o de alguna enfermedad desconocida. En los mercados se venden muchos animales cuyos dueños sabían que estaban enfermos, y los que los compran para distribuirlos en el mercado no siempre ignoran esa condición. Esta práctica es muy frecuente, especialmente en las grandes ciudades, y los que consumen carne no saben que están comiendo carne procedente de animales enfermos.
Algunos animales que son llevados al matadero al parecer comprenden lo que ocurrirá, y se ponen furiosos, y hasta enloquecen literalmente. Son muertos mientras se encuentran en esas condiciones, y su carne es preparada para el mercado. Su carne es veneno, y ha producido, en los que la consumen, calambres, convulsiones, apoplejía y muerte repentina. Sin embargo, la causa de todo este sufrimiento no es atribuida a la carne. Algunos animales son tratados en forma inhumana mientras se los lleva al matadero. Literalmente se los tortura, y después de haber padecido muchas horas de sufrimiento extremo, son sacrificados. [Muchos] cerdos han sido preparados para el mercado mientras estaban afectados por la peste, y su carne tóxica ha propagado las enfermedades contagiosas que han producido una gran mortandad.--How to Live 1:51-60.
Capítulo 2
Los seres humanos crean apetitos antinaturales al complacer el hábito de consumir alimentos condimentados en demasía, especialmente carnes con salsas fuertes, y al ingerir bebidas estimulantes como el té y el café. El organismo se afiebra, los órganos de la digestión se dañan, las facultades mentales se entorpecen, y las pasiones interiores se excitan y predominan sobre las facultades más nobles. El apetito se torna más antinatural y más difícil de ser dominado. La circulación de la sangre es irregular y el fluido vital se torna impuro. Todo el organismo queda perturbado, las exigencias del apetito se hacen más irrazonables, y éste desea intensamente cosas excitantes y perjudiciales, hasta que se deprava por completo.
En muchas personas, el apetito exige el tabaco repugnante y la cerveza fuerte, enriquecida por mixturas venenosas y destructoras de la salud. Muchos no se detienen ni aun aquí. Sus apetitos pervertidos piden bebidas más fuertes, que ejercen un efecto más perturbador aún sobre el cerebro. Así es como se entregan a toda clase de excesos, hasta que el apetito ejerce un completo control sobre la mente; y el hombre formado a la imagen de su Creador se rebaja a un nivel inferior al de las bestias. La virilidad y el honor son igualmente sacrificados en el altar del apetito. Se requirió tiempo para entorpecer las sensibilidades de la mente. Esto se llevó a cabo gradual pero seguramente. La complacencia del apetito que exigía primero alimento muy condimentado, creó un apetito mórbido y preparó el camino para toda clase de complacencia, hasta que la mente y el intelecto fueron sacrificados a la concupiscencia.
Muchas personas se han casado sin haber adquirido una propiedad, y sin haber recibido una herencia. No poseían fortaleza física o energía mental para adquirir una propiedad. Y han sido precisamente éstos los que han tenido apuro por casarse, y los que han asumido responsabilidades cuya importancia desconocían. No poseían sentimientos nobles y elevados, ni tenían idea de lo que era el deber de esposo y padre, y de lo que les costaría satisfacer las necesidades de una familia. Y no manifestaron mejor juicio en el aumento de su familia del que tuvieron en sus transacciones comerciales. Los que tienen serias deficiencias en su capacidad para los negocios y que están menos capacitados para abrirse paso en el mundo, por lo general llenan su casa de niños; mientras que los hombres que tienen habilidad para adquirir propiedades generalmente no tienen más hijos de los que pueden criar adecuadamente. Los que no están calificados para cuidar de sí mismos no deberían tener hijos. Ha sido el caso que la numerosa prole de estos pobres seres queda abandonada para crecer como los brutos. Estos hijos no son alimentados ni vestidos adecuadamente, y no reciben educación física ni mental; y para estos padres y estos hijos no hay nada que sea sagrado en la palabra empeñada o en el hogar.
La institución del matrimonio fue ideada por el cielo para que fuese una bendición para el hombre; pero en un sentido general se la ha sometido a tantos abusos, que se ha convertido en una temible maldición. La mayor parte de los hombres y las mujeres, frente al matrimonio, ha actuado como si la única cosa digna de tomarse en cuenta fuese el hecho de si se amaban o no. Pero deberían comprender que su matrimonio implica una responsabilidad mucho mayor que esto. Deberían considerar si sus hijos tendrán salud física y poder mental y moral. Pero pocos han obrado teniendo en cuenta las consideraciones más elevadas: que tienen responsabilidades ineludibles con la sociedad y que el peso de la influencia de su familia puede gravitar en el platillo superior o inferior de la balanza.
La sociedad está integrada por familias. Y los jefes de las familias son responsables del modelamiento de la sociedad. Si los que contraen matrimonio sin las debidas consideraciones fueran los únicos que sufren, en ese caso el mal no sería tan grande, y su pecado sería comparativamente pequeño. Pero la desgracia que surge de los matrimonios infelices se extiende a todos los hijos de esas uniones. Les imponen una vida miserable, y aunque son inocentes sufren las consecuencias de la conducta desconsiderada de sus padres. Los hombres y las mujeres no tienen derecho de actuar impulsivamente o bajo el influjo de una pasión ciega, cuando se trata del matrimonio, y luego traer al mundo hijos inocentes que por diversas causas llegarán a comprender que la vida tiene poquísimo gozo y muy poca felicidad, y que por lo tanto constituye una carga.
Los hijos por lo general heredan los rasgos de carácter de sus padres, y en adición a todo esto muchos crecen sin experimentar una influencia compensadora. Con gran frecuencia viven amontonados en medio de la pobreza y la suciedad. En ese ambiente y con tales ejemplos, ¿qué podría esperarse de los hijos cuando les toca actuar en la vida, sino que se hundan aun más abajo que sus padres en la escala de los valores morales, y que sus deficiencias en todo sentido sean más evidentes que las de éstos? Así es como estas personas han perpetuado sus deficiencias y han maldecido a su posteridad con la pobreza, la imbecilidad y la degradación. No deberían haberse casado. O por lo menos, no deberían haber traído al mundo hijos inocentes para que compartiesen su miseria, y para transmitir de generación a generación, sus propias deficiencias cada vez con mayor desgracia, lo que constituye una de las grandes causas de la depravación de la humanidad.
Si las mujeres de las generaciones pasadas siempre hubiesen actuado teniendo en cuenta las consideraciones más elevadas, si siempre hubiesen comprendido que las generaciones futuras serían ennoblecidas o rebajadas por su conducta, habrían decidido que no podrían unir sus vidas a la vida de hombres que tenían un apetito antinatural por las bebidas alcohólicas y el tabaco, los que constituyen venenos de acción lenta pero segura y mortal, que debilitan el sistema nervioso y rebajan las facultades nobles de la mente. Si los hombres insistían en conservar esos malos hábitos, las mujeres deberían haberlos dejado en su bendita soltería para que disfrutasen de esos compañeros de su elección [el alcohol y el tabaco]. Las mujeres no deberían haberse considerado de tan escaso valor como para unir su destino al de hombres que no tenían control sobre sus apetitos, pero cuya felicidad principal consistía en comer, beber y gratificar sus pasiones animales. Las mujeres no siempre han seguido los dictados de la razón y en cambio han obrado por impulso. No han sentido en elevado grado las responsabilidades que descansaban sobre ellas y según las cuales debían elegir compañeros para la vida que no estamparan sobre sus hijos un grado de baja moralidad y una pasión por gratificar los apetitos pervertidos a expensas de la salud y hasta de la vida. Dios las tendrá por responsables en gran medida por la salud física y el carácter moral que de este modo han transmitido a las generaciones futuras.
Los hombres y las mujeres que han corrompido sus cuerpos mediante hábitos disolutos, también han rebajado sus intelectos y han destruido la delicada sensibilidad del alma. Muchas personas que han pertenecido a esta clase se han casado y han transmitido a su hijos las taras de su propia debilidad física y de su moral depravada. La complacencia de las pasiones animales y de la tosca sensualidad han constituido características notables de su posteridad, que se ha ido rebajando de una generación a otra, aumentando las miserias humanas a un grado terrible y apresurando la depreciación de la raza.
Hombres y mujeres que han enfermado, en su relación matrimonial han pensado con frecuencia egoístamente tan sólo en su propia felicidad. No han considerado seriamente la cuestión desde el punto de vista de los principios nobles y elevados y no han razonado que lo único que podían esperar de su posteridad era una energía corporal y mental disminuida, que no elevaría a la sociedad sino que la hundiría aún más.
Hombres enfermos con frecuencia han ganado los afectos de mujeres que aparentemente estaban sanas, y porque se amaban mutuamente se sentían con total libertad de casarse, sin que uno ni otro considerasen que mediante su unión la esposa tendría que soportar sufrimiento a causa de la enfermedad del marido. En muchos casos mejora la salud del esposo enfermo, en tanto que la esposa queda afectada por la enfermedad. El vive en gran medida de la vitalidad de ella y ella pronto se queja de una salud desmejorada. El prolonga sus días acortando los de su esposa. Los que se casan estando en estas condiciones pecan, porque consideran livianamente la salud y la vida que Dios les da para que las utilicen para su gloria. Si esto afectase únicamente a los que participan en el matrimonio, el pecado no sería tan grande. Pero obligan a sus hijos a sufrir a causa de las enfermedades que les transmiten. Así es como la enfermedad se ha perpetuado en una generación tras otra. Y muchos arrojan sobre Dios todo el peso de su miseria humana, cuando ha sido su conducta equivocada la que ha producido ese resultado inevitable. Han dado a la sociedad una raza debilitada, y han hecho su parte para deteriorar a la humanidad al hacer que la enfermedad fuera hereditaria, con todo lo cual el sufrimiento humano se ha acrecentado.
Otra causa de la deficiencia de la generación actual en lo que concierne a la fortaleza física y al poder moral, la constituyen los casamientos entre hombres y mujeres cuyas edades varían ampliamente. Es frecuente que hombres viejos elijan a mujeres jóvenes para casarse con ellas. Con esto, a menudo la vida del esposo se ha prolongado en tanto que la mujer ha tenido que sentir la falta de esa vitalidad que ha impartido a su esposo anciano. Ninguna mujer ha tenido el deber de sacrificar la vida y la salud aun cuando amara a un hombre mucho mayor que ella, y estuviera dispuesta a realizar tal sacrificio. Debería haber controlado sus afectos. Habría tenido que tomar en cuenta consideraciones más elevadas que sus intereses personales. Habría tenido que pensar en cuál sería la condición de los hijos que nacerían de tal unión. Peor es aún que los jóvenes se casen con mujeres considerablemente mayores que ellos. Los hijos de tales uniones, cuando las edades difieren ampliamente, con frecuencia han tenido mentes desequilibradas. También su fuerza física ha sido deficiente. En tales familias se han manifestado rasgos de carácter alterados, peculiares y hasta penosos. [Los hijos] suelen morir prematuramente, y los que llegan a la madurez, en muchos casos son deficientes en su fuerza física, en su poder mental y en su dignidad moral.
En esos casos el padre pocas veces está preparado, a causa de sus facultades menguantes, para educar a su familia en forma adecuada. Esos hijos tienen rasgos de carácter peculiares que necesitan constantemente una influencia contrarrestadora, sin la cual irían a una ruina inevitable. No se los educa correctamente. Su disciplina con gran frecuencia ha sida dictada por el impulso, a causa de la edad del padre. Este ha estado sujeto a sentimientos cambiantes. Una vez ha sido indulgente en demasía, mientras que otras ha sido excesivamente severo. En algunas de esas familias todas las cosas andan mal y la desdicha doméstica ha aumentado enormemente. Así es como se ha arrojado al mundo una clase de seres que han sido una carga para la sociedad. Sus padres eran responsables en gran medida por el carácter desarrollado por sus hijos, el que se transmite de generación en generación.
Los que aumentan el número de su familia, cuando si consultasen su razón sabrían que los hijos heredarán debilidad física y mental, son transgresores de los últimos seis preceptos de la ley de Dios que especifican el deber del hombre hacia sus semejantes. Hacen su parte en aumentar la degeneración de la humanidad y en hundir más abajo la sociedad, con lo cual perjudican a su prójimo. Si Dios considera de esta manera los derechos del prójimo, ¿no se preocupa de una relación más estrecha y más sagrada? Si ni un gorrión cae sin que él lo advierta, ¿no se preocupará de los niños nacidos en el mundo, enfermos física y mentalmente, y que sufren en mayor o menor grado durante toda su vida? ¿No pedirá cuenta a sus padres, a los que ha dado la facultad de la razón, por desentenderse de ella y por convertirse en esclavos de la pasión cuando, como resultado de ello, las generaciones posteriores tendrán que llevar la marca de sus deficiencias físicas, mentales y morales? Además del sufrimiento a que someten a sus hijos, no tienen nada para legarles, a no ser la pobreza. No pueden educarlos, y muchos ni siquiera ven la necesidad de ello, y aunque la vieran tampoco podrían encontrar tiempo para educarlos, para instruirlos y para atenuar tanto como fuera posible la odiosa herencia que les han transmitido. Los padres no deberían aumentar sus familias, a no ser que sepan que pueden atender y educar bien a sus hijos. Un hijo en los brazos de la madre un año tras otro constituye una gran injusticia cometida contra ella. Disminuye, y a menudo aniquila el goce proporcionado por la vida social, y aumenta las penurias domésticas. Priva a los hijos del cuidado y la educación que los padres deberían considerar como su deber impartirles.
El esposo viola el voto matrimonial y los deberes que le impone la Palabra de Dios, cuando desatiende la salud y la felicidad de su esposa al aumentar sus cargas y sus cuidados a causa de una familia numerosa. "Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella". Efesios 5:25. "Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia". Efesios 5:28, 29.
Este mandato divino es casi enteramente desatendido, aun por los cristianos profesos. Dondequiera que se mire pueden verse mujeres pálidas, enfermas, agobiadas de inquietud, abatidas, descorazonadas y desanimadas. Por regla general trabajan en exceso, y sus energías vitales están exhaustas debido a los frecuentes alumbramientos. El mundo está lleno de seres humanos que carecen de valor para la sociedad. Muchos tienen un intelecto deficiente, y muchos que poseen talentos naturales no los emplean para ningún propósito beneficioso. Carecen de cultura, y la razón de esto consiste en que los hijos se han multiplicado más rápido de lo que los padres podían educarlos adecuadamente, y por lo tanto han quedado abandonados como bestias.
En esta época, los hijos están sufriendo juntamente con sus padres, en mayor o en menor grado, la penalidad de la violación de las leyes de la salud. La conducta que en general han seguido, desde su infancia, se opone continuamente a las leyes que gobiernan su organismo. Se los obligó a recibir una herencia miserable de enfermedad y debilidad, antes de su nacimiento, ocasionada por los malos hábitos de sus padres, lo cual los afectará en mayor o menor medida durante toda su vida. Este estado inconveniente de cosas es empeorado en todo sentido por los padres que prosiguen una conducta errada en la educación física de sus hijos durante toda su infancia.
Los padres manifiestan una ignorancia, una indiferencia y un descuido asombrosos en lo que respecta a la salud física de sus hijos, lo cual con frecuencia resulta en la destrucción de la escasa vitalidad dejada a los niños a quienes se ha sometido a abusos, con lo cual se los envía prematuramente a la tumba. Con frecuencia se oye a los padres lamentarse por la providencia de Dios que ha arrancado a sus hijos de sus brazos. Nuestro Padre celestial es demasiado sabio para errar, y es demasiado bueno como para causarnos un mal. No se complace en el sufrimiento de sus criaturas. Miles de hijos han sido arruinados para toda la vida debido a que sus padres no han obrado de acuerdo con las leyes de la salud. Han actuado por impulso en lugar de seguir los dictados del juicio serio, y en vez de tomar en cuenta constantemente el bienestar futuro de sus hijos.
El primer gran objetivo que debe alcanzarse en la educación de los hijos es una constitución vigorosa que los preparará en gran medida para la educación mental y moral. La salud física y moral están estrechamente unidas. Qué enorme responsabilidad descansa sobre los padres cuando consideramos que la conducta que siguen antes del nacimiento de sus hijos tiene mucho que ver con el desarrollo de su carácter después del nacimiento.
Se permite que muchos niños crezcan con menos atención de sus padres que la que un buen agricultor dedica a sus animales. Especialmente los padres son culpables a menudo de prestar menos atención a su esposa y sus hijos que la que prestan a su ganado. Un agricultor compasivo dedicará tiempo y consideración especial a la forma más adecuada de atender su ganado, y tendrá cuidado de que sus valiosos caballos no trabajen en exceso, que no coman en demasía ni cuando están acalorados, a fin de que no se arruinen. Dedicará tiempo y cuidado a sus animales para que no sean dañados por el descuido, por permanecer a la intemperie o por un trato inadecuado, todo lo cual disminuiría el valor de su ganado joven. Les dará comida a horas regulares y sabrá la cantidad de trabajo que pueden llevar a cabo sin dañarlos. Con el fin de cumplir esto les proporcionará únicamente el alimento más saludable, en la cantidad debida y a las horas adecuadas. Los agricultores que de este modo siguen los dictados de la razón, consiguen conservar las fuerzas de sus bestias. Si el interés de cada padre por su esposa y sus hijos correspondiera a ese cuidado manifestado por su ganado, en la medida en que sus vidas son más valiosas que las de los animales, habría una completa reforma en cada familia, y la miseria humana sería mucho menor.
Los padres deberían ejercer el mayor cuidado en proporcionar a sus hijos y a sí mismos los alimentos más saludables. Y en ningún caso deberían ofrecer a sus hijos alimentos que su razón les enseña que no promoverán la buena salud, sino que afiebrarán el organismo y perturbarán los órganos digestivos. Los padres no hacen un estudio que va de las causas a los efectos en lo que atañe a sus hijos, como lo hacen en el caso de sus animales, y no razonan que el trabajo excesivo, que el comer después del ejercicio violento y cuando se está muy cansado y acalorado, dañará la salud de los seres humanos tanto como la salud de los animales, y colocará el fundamento de una constitución débil en el hombre tanto como en las bestias.
Si los padres o los hijos comen con frecuencia, irregularmente y en demasía, aun los alimentos más saludables, esto dañará su constitución; pero además de esto, si el alimento es de mala calidad y si está preparado con grasas y con especias indigeribles, el resultado será mucho más perjudicial. Los órganos digestivos serán recargados gravemente y la naturaleza exhausta tendrá poquísima oportunidad de descanso y de recuperar sus fuerzas, con lo cual los órganos vitales no tardarán en ser dañados y en enfermar. Si se considera que el cuidado y la regularidad son necesarios para los animales, son más esenciales aún para los seres humanos formados a la imagen de su Creador, porque ellos son de más valor que los seres irracionales.
En muchos casos el padre actúa con menos raciocinio y tiene menos cuidado de su esposa y sus hijos, antes de su nacimiento, que el que manifiesta por su ganado con cría pequeña. En muchos casos se deja que la madre, antes del nacimiento de sus hijos, trabaje desde la mañana hasta la noche, afiebrando su sangre, mientras prepara diversos platos perjudiciales para la salud a fin de complacer el gusto pervertido de su familia y de los visitantes. Debería haberse tenido una tierna consideración con su salud. La preparación de alimentos saludables habría requerido tan sólo la mitad del gasto y del trabajo, y la comida habría sido mucho más alimenticia.
La madre, antes del nacimiento de sus hijos, con frecuencia tiene que trabajar más allá del límite de sus fuerzas. Pocas veces se disminuyen sus cargas y sus cuidados, y ese período que debería ser para ella, más que ningún otro, un tiempo de descanso, es en cambio un tiempo donde predomina la fatiga, la tristeza y la melancolía. Debido al exceso de trabajo priva a su hijo del alimento que la naturaleza ha provisto para él, y al afiebrar su sangre le proporciona una sangre de mala calidad. En esta forma priva de vitalidad a su vástago y lo despoja de su fuerza física y mental. El padre debería ver en qué forma puede hacer feliz a la madre. No debería permitirse llegar a su hogar con el ceño fruncido. Si está confundido a causa de sus negocios, no debería, a menos que fuese estrictamente necesario, comentar sus problemas con su esposa y perturbarla con tales asuntos. Ella tiene que soportar sus propias preocupaciones y pruebas, y por lo tanto habría que evitarle tiernamente toda carga innecesaria.
Es muy frecuente que la madre se encuentre con una fría reserva de parte del padre. Si las cosas no resultan tan agradablemente como él desearía, culpa a la esposa y madre, y se muestra indiferente a sus preocupaciones y sus pruebas cotidianas. Los hombres que hacen esto están trabajando directamente contra sus propios intereses y felicidad. La madre se desanima. Pierde su esperanza y su alegría. Hace sus trabajos en forma mecánica porque sabe que deben ser hechos, y esto pronto debilita su salud física y mental. Sus hijos nacen con diversas enfermedades, y Dios hace a los padres responsables en gran medida de esta situación, porque fueron sus hábitos errados los que hicieron enfermar a sus hijos que se verán obligados a sufrir durante toda la vida. Algunos viven solamente durante corto tiempo con su carga de debilidad. La madre observa ansiosamente la vida de su hijo y queda abatida por la aflicción cuando tiene que cerrar sus ojos, y con frecuencia considera que Dios es el autor de esa aflicción, cuando en realidad fueron los padres los asesinos de su propio hijo.
El padre debería recordar que la forma en que trata a su esposa antes del nacimiento de su hijo afectará la disposición de la madre durante ese período, y tendrá mucho que ver con el carácter que el niño desarrollará después de su nacimiento. Muchos padres han estado tan deseosos de obtener rápidamente propiedades que han sacrificado las consideraciones más elevadas, a tal punto que algunos hombres han descuidado criminalmente a la madre y a su hijo, y demasiado a menudo las vidas de ambos han sido sacrificadas al fuerte deseo de acumular riquezas. Muchos no sufren inmediatamente la pesada realidad de su mal procedimiento, y están dormidos en lo que atañe al resultado de su conducta. La condición de la esposa suele no ser mejor que la de una esclava, y a veces es igualmente culpable con el esposo de malgastar la salud física a fin de obtener medios para vivir a la moda. Tales personas cometen un crimen al tener hijos, porque éstos con frecuencia tendrán una salud física, mental y moral deficiente, y llevarán la marca oculta, miserable y egoísta de sus padres, y el mundo recibirá la maldición de su mezquindad.
Es el deber de hombres y mujeres actuar razonablemente en lo que atañe a su trabajo. No deberían agotar sus energías innecesariamente, porque al hacerlo no sólo acarrean sufrimiento sobre sí mismos, sino que por sus errores derraman ansiedad, hastío y sufrimiento sobre sus seres amados. ¿Qué es lo que exige tanto trabajo? La intemperancia en el comer, en el beber y el deseo de riquezas han conducido hacia este trabajo intemperante. Si se controla el apetito y si se consume únicamente un alimento sano, habrá un ahorro tan grande de dinero que los hombres y las mujeres no se sentirán obligados a trabajar más allá de sus fuerzas, violando de este modo las leyes de la salud. El deseo de acumular riquezas no es pecaminoso si en el esfuerzo realizado por lograr ese objetivo, los hombres y mujeres no se olvidan de Dios ni transgreden los últimos preceptos de Jehová que dictan el deber del hombre hacia sus semejantes, ni se colocan en una posición desde donde les resulte imposible glorificar a Dios en sus cuerpos y en sus espíritus, los cuales le pertenecen. Si en su apresuramiento por enriquecerse sobrecargan sus energías y violan las leyes de su organismo, se colocan en una condición que les impide rendir a Dios un servicio perfecto, y siguen una conducta pecaminosa. Los bienes que se adquieren en esta forma se consiguen al precio de un sacrificio inmenso.
El trabajo duro y el cuidado que produce ansiedad, con frecuencia ponen al padre nervioso, impaciente y exigente. No advierte el aspecto cansado de su esposa que ha estado trabajando con su fuerza debilitada en forma tan laboriosa como él con su mayor energía. El mismo sufre a causa de la premura de los negocios, y debido a su ansiedad por enriquecerse pierde en gran medida el sentido de su obligación hacia su familia y no aprecia con justicia la capacidad de resistencia de su esposa. Con frecuencia agranda su granja, lo que requiere la ayuda de más trabajadores, y esto necesariamente aumenta el trabajo de la casa. La esposa se da cuenta cada día de que está efectuando un trabajo mayor que sus fuerzas, y sin embargo trabaja pensando que las tareas deben realizarse. Continuamente extrae fuerzas de las reservas que pertenecen al futuro y está viviendo con un capital prestado, y en el momento cuando necesita esas fuerzas no las tiene a su disposición; y si es que no pierde su vida, su constitución queda dañada más allá de toda posibilidad de recuperación.
Si el padre tuviera conocimiento de las leyes físicas, podría comprender mejor sus obligaciones y sus responsabilidades. Vería que es culpable de casi haber asesinado a sus hijos al permitir que la madre soportase tantas cargas, al obligarla a trabajar más allá de sus fuerzas antes del nacimiento de sus vástagos, a fin de obtener los medios de vida para ellos. Luego deben cuidar a sus hijos durante su vida de sufrimiento, y con frecuencia los llevan prematuramente a la tumba, sin comprender que su conducta equivocada ha producido un resultado ineludible. Cuánto mejor habría sido proteger a la madre de sus hijos del trabajo agotador y de la ansiedad mental, permitir que los hijos heredasen constituciones sanas, y darles la oportunidad de abrirse paso en la vida sin confiar en los bienes de su padre sino en su propia fuerza y su dinamismo. La experiencia que podrían obtener en esta forma sería de más valor para ellos que las casas y los terrenos adquiridos a costa de la salud de la madre y de los hijos.
Parece perfectamente natural para algunos hombres ser ásperos, egoístas, exigentes y despóticos. Nunca aprendieron la lección del dominio propio, de modo que no están dispuestos a restringir sus sentimientos irrazonables, no importa cuáles sean las consecuencias. Tales hombres recibirán su pago al ver a sus compañeras enfermas y desanimadas, y a sus hijos llevando las peculiaridades de sus propios rasgos de carácter desagradable.
Todo matrimonio tiene el deber de evitar con cuidado el dañar mutuamente sus sentimientos. Deberían controlar toda mirada y expresión de mal humor y de ira. Deberían tener en cuenta la felicidad mutua en las cuestiones pequeñas tanto como en las grandes, y manifestar una tierna consideración mediante actos bondadosos y pequeñas cortesías. Estas cosas pequeñas no deberían descuidarse porque son tan importantes para la felicidad del marido y la esposa, como el alimento es necesario para mantener la salud física. El padre debería animar a la esposa y madre a reclinarse en el cariño de él. Las palabras bondadosas, alegres y estimulantes de aquel a quien ha confiado la felicidad de su vida serán para ella más beneficiosas que cualquier medicina; y los alegres rayos de luz que esas palabras comprensivas llevarán al corazón de la esposa y madre, reflejarán sobre el corazón del padre sus propios alegres rayos.
Es frecuente que el esposo vea a su esposa cargada de cuidados y debilidad, envejeciendo prematuramente, mientras se esfuerza por preparar comidas que sean agradables al gusto pervertido. El complace su apetito y come y bebe las comidas y bebidas preparadas a costa de mucho tiempo y trabajo; y esas comidas perjudiciales tienden a tornar nerviosos e irritables a los que las comen. La esposa pocas veces está libre de los dolores de cabeza, y los hijos sufren los efectos de comer alimentos perjudiciales, y tanto los padres como los hijos no manifiestan paciencia ni cariño. Todos sufren juntos porque la salud se ha sacrificado al apetito licencioso. El hijo, antes de su nacimiento, ha recibido como herencia la enfermedad y un apetito morboso. Y la irritabilidad, la nerviosidad y la melancolía manifestadas por la madre, constituirán los rasgos distintivos del carácter del hijo.
Si las madres pertenecientes a generaciones pasadas se hubiesen informado acerca de las leyes de su organismo, habrían comprendido que sus fuerzas físicas tanto como su tono moral y sus facultades mentales, estarían representadas en gran medida en sus hijos. Su ignorancia acerca de este tema, que tiene tantas implicaciones, es criminal. Muchas mujeres nunca deberían haber sido madres. Su sangre estaba llena de escrófula, transmitida a ellas por sus padres, y aumentada por su tosco sistema de vida. Se ha rebajado el intelecto y se lo ha esclavizado para que sirva a los apetitos animales; y los pobres hijos nacidos de esos padres han tenido que sufrir las consecuencias, y han sido de poquísima ayuda para la sociedad.
Una de las mayores causas del decaimiento de las generaciones pasadas y de las actuales ha sido que las esposas y las madres que deberían haber ejercido una influencia beneficiosa sobre la sociedad, en la elevación de las normas morales, no han influido de ese modo en la sociedad debido a la multiplicación de los cuidados domésticos, causada por la forma de cocinar a la moda pero perjudicial para la salud, y también debido a los alumbramientos demasiado frecuentes. Se ha obligado a la esposa a soportar sufrimientos innecesarios, su salud se ha quebrantado y su intelecto se ha limitado debido al gasto excesivo de sus reservas vitales. Sus hijos sufren por su debilidad, y la sociedad recibe miembros pobremente dotados por culpa de la incapacidad de la madre de educar a sus hijos para que presten aunque sea un mínimo de utilidad.
Si esas madres hubieran tenido sólo pocos hijos, y si hubieran cuidado de vivir de alimentos que preservaran la salud física y la fuerza mental, de modo que los aspectos moral e intelectual del ser predominasen sobre sus apetitos animales, habrían podido educar a sus hijos para que fuesen útiles y para que se convirtiesen en brillantes ornamentos de la sociedad.
Si los padres, miembros de las generaciones pasadas, hubiesen mantenido con firmeza el cuerpo como siervo de la mente y si no hubiesen permitido que el intelecto fuera esclavizado por las pasiones animales, en esta época habría una clase diferente de seres viviendo sobre la tierra. Y si la madre, antes del nacimiento de sus hijos, hubiera ejercido siempre dominio sobre sí misma, comprendiendo que estaba imprimiendo el sello en el carácter de las generaciones futuras, el estado actual de la sociedad no sería tan lamentable.
Toda mujer que está por ser madre, no importa en qué ambiente viva, debería estimular constantemente en sí misma una disposición feliz, gozosa y satisfecha, sabiendo que los esfuerzos que realice en ese sentido le proporcionarán diez veces más en términos de la constitución física y carácter moral de sus hijos. Y esto no es todo. Puede habituarse a tener pensamientos alegres y con esto estimular una disposición feliz en su mente a fin de reflejar sobre su familia, y sobre las personas con quienes se relaciona, su propio gozo y felicidad. Y hasta su salud física mejorará en forma notable. Las fuentes de la vida recibirán una nueva fuerza, la sangre no circulará con lentitud, como sería el caso si tuviese que ceder al desánimo y la melancolía. Su salud mental y moral se vigoriza por la alegría imperante en su estado de ánimo. Mediante la fuerza de voluntad es posible resistir las impresiones negativas de la mente, y con esto se ejercerá una notable acción sedante sobre los nervios. Los hijos que han sido privados de la vitalidad que deberían haber heredado de sus padres deberían recibir el mayor cuidado. Su condición puede mejorarse notablemente si se presta cuidadosa atención a las leyes que gobiernan su organismo.
El período durante el cual los niños reciben su alimentación de la madre es decisivo. Muchas madres, mientras amamantaban a sus hijos, se han visto obligadas a trabajar en exceso y a afiebrar su sangre en la cocina; y esto ha afectado seriamente al lactante, no sólo mediante un alimento afiebrado del pecho materno; también su sangre ha sido envenenada por el régimen alimenticio perjudicial de la madre que ha afiebrado todo su organismo y por lo tanto ha afectado el alimento que recibe el niño. El niño también será afectado por el estado mental de la madre. Si ella se siente infeliz, si se altera fácilmente, si es irritable y si tiene arranques de ira, el alimento que el niño reciba de su madre estará inflamado, y con frecuencia producirá cólicos y espasmos, y en algunos casos provocará convulsiones y accesos.
También el carácter del niño es afectado en mayor o menor grado por la naturaleza del alimento que recibe de la madre. Cuán importante es entonces que la madre, mientras alimenta al hijo, mantenga un estado de felicidad mental y controle perfectamente su espíritu. Al hacer esto no perjudicará el alimento del niño, y el trato calmado y sereno que la madre dará a su hijo contribuirá en gran medida a modelar su mente. Si el hijo es nervioso y se altera fácilmente, los modales cuidadosos y calmos de la madre ejercerán una influencia sedante y correctora, y la salud del niño podrá mejorar notablemente.
Hay niños que han sido muy afectados a causa de un trato indebido. A los niños irritables suele dárseles comida para mantenerlos tranquilos, cuando, en la mayoría de los casos la razón de su irritabilidad es precisamente el exceso de comida y el perjuicio recibido por los hábitos errados de la madre. La mayor cantidad de alimentos empeora la situación porque el estómago ya está recargado.
Por lo general se enseña a los niños desde la cuna a complacer el apetito, y se les inculca la idea de que viven para comer. La madre tiene mucho que ver con la formación del carácter de sus hijos durante la infancia. Puede enseñarles a dominar su apetito, o bien puede enseñarles a complacerlo y a convertirse en glotones. La madre a menudo traza sus planes para realizar cierta cantidad de trabajo durante el día, y cuando los niños la molestan, en lugar de tomar tiempo para suavizar sus pequeñas aflicciones y apartar su atención de ellas, les da algo para comer a fin de mantenerlos tranquilos, y con esto consigue su propósito durante un tiempo, pero a largo plazo empeora la situación. El estómago de los niños está recargado de comida cuando no la necesita. Todo lo que se hubiera requerido habría sido un poco de tiempo y de atención de la madre. Pero ella consideraba su tiempo demasiado precioso para dedicarlo a entretener a sus hijos. Tal vez el arreglo elegante de la casa para recibir la alabanza de los visitantes, y la preparación de los alimentos según la moda, son considerados por ella de más importancia que la felicidad y la salud de sus hijos.
La intemperancia en la comida y en el trabajo debilita a los padres, suele ponerlos nerviosos y los descalifica para cumplir debidamente su deber con sus hijos. Padres e hijos se reúnen tres veces al día alrededor de una mesa cargada con una variedad de alimentos preparados a la moda. Hay que probar los méritos de cada plato. Tal vez la madre ha trabajado hasta quedar afiebrada y exhausta, y no estaba en condiciones de tomar ni el alimento más sencillo antes de haber descansado. Un alimento tal, preparado a costa de tanto sacrificio, era enteramente inadecuado para ella en ése y en cualquier otro momento, pues recarga los órganos digestivos, en especial cuando la sangre está afiebrada y el organismo exhausto. Los que han insistido de este modo en violar las leyes que gobiernan su cuerpo, se han visto obligados a pagar la penalidad en algún momento de su vida.
Existen amplias razones que explican que haya tantas mujeres nerviosas en el mundo y que sufren de dispepsia con su estela de males. La causa ha sido seguida por el efecto. A las personas intemperantes les resulta imposible ser pacientes. Primero deben reformar los malos hábitos y vivir en forma saludable, y después de esto no encontrarán difícil ser pacientes. Al parecer muchas personas no comprenden la relación que hay entre la mente y el cuerpo. Si el organismo es perturbado a causa del alimento impropio, el cerebro y los nervios quedan afectados de tal modo que hasta las cosas pequeñas molestan a los que padecen de este mal. Las pequeñas dificultades son para ellos problemas enormes. Esta clase de individuos está incapacitada para educar debidamente a sus hijos. En su vida primarán las actitudes extremas: algunas veces serán muy indulgentes y en cambio otras serán severos y condenarán pequeñeces que no merecían ninguna atención.
La madre con frecuencia ordena a sus hijos que se retiren de su presencia porque piensa que no puede soportar el ruido ocasionado por sus alegres juegos. Pero al no tener los ojos de la madre sobre ellos para aprobarlos o desaprobarlos en el momento oportuno, suelen presentarse molestas dificultades entre los hijos. Una palabra de la madre bastaría para restablecer la calma. Los niños se cansan pronto y desean un cambio, de modo que se van a la calle en busca de diversión y de este modo los niños de mente pura e inocente son inducidos a ponerse en contacto con malas compañías, y las conversaciones malignas susurradas en sus oídos corrompen sus buenas maneras. Es frecuente que la madre ignore cuáles son los intereses de sus hijos hasta que es sacudida dolorosamente por la manifestación del vicio. Las semillas del mal fueron sembradas en sus mentes jóvenes, anunciando una abundante cosecha. La madre luego se admira de que sus hijos estén tan inclinados hacia el mal. Los padres deberían comenzar a tiempo a poner en la mente de sus hijos los principios buenos y correctos. La madre debería pasar con sus hijos tanto tiempo como sea posible, y debería sembrar semillas preciosas en sus corazones.
El tiempo de la madre pertenece en forma especial a sus hijos. Ellos tienen derecho a su tiempo como ninguna otra persona puede tenerlo. En muchos casos las madres han descuidado disciplinar a sus hijos porque esto requeriría mucho de su tiempo, y ellas piensan que ese tiempo deberían emplearlo en la cocina o en la confección de su propia ropa o la de sus hijos siguiendo los dictados de la moda, para estimular el orgullo en sus tiernos corazones. Con el fin de mantener tranquilos a sus hijos les dan bizcochos o caramelos a casi cualquier hora del día, de modo que sus estómagos están repletos de cosas perjudiciales en períodos irregulares. Sus rostros pálidos dan testimonio de esto e indican que sus madres están haciendo todo lo que pueden por destruir las fuerzas vitales restantes de sus pobres hijos. Los órganos digestivos están constantemente recargados y no se les proporciona descanso. El hígado se vuelve inactivo, la sangre se torna impura, y los niños enferman y se ponen irritables porque son verdaderas víctimas de la intemperancia, y así les resulta imposible tener paciencia.
Los padres se admiran de que sus hijos sean más difíciles de dominar de lo que solían ser, cuando en la mayor parte de los casos su propia conducta criminal es la responsable de esta situación. La calidad de los alimentos que ponen en sus mesas, y que animan a sus hijos a comer, está excitando continuamente sus pasiones animales y debilitando sus facultades morales e intelectuales. Muchísimos niños son convertidos en dispépticos infelices en sus tiernos años por la conducta inadecuada que sus padres han seguido con respecto a ellos en su infancia. Los padres tendrán que rendir cuenta a Dios por haber tratado así a sus hijos.
Muchos padres no enseñan a sus hijos lecciones de dominio propio. Gratifican su apetito y desde su infancia forman en ellos el hábito de comer y de beber siguiendo los dictados de sus deseos. Esa misma tendencia la llevarán a su juventud. Sus deseos no han sido restringidos, y a medida que crezcan no sólo complacerán los hábitos comunes de intemperancia, sino que la complacencia se extenderá hacia otras áreas. Elegirán sus propios compañeros aunque éstos estén corrompidos. No soportarán las restricciones establecidas por sus padres. Darán rienda suelta a sus pasiones corrompidas y tendrán poquísima consideración por la pureza o la virtud. Esta es la razón por la cual hay tan poca pureza y dignidad moral entre los jóvenes de estos días, y constituye la gran causa por la que hombres y mujeres se sienten tan poco obligados a obedecer la ley de Dios. Algunos padres carecen de control sobre sí mismos. No dominan sus apetitos morbosos ni sus temperamentos iracundos, y por lo tanto no pueden educar a sus hijos acerca de la negación del apetito ni enseñarles el dominio de sí mismos.
Muchas madres piensan que no tienen tiempo para instruir a sus hijos, y para quitarlos de en medio y librarse de sus ruidos y de las molestias que causan, los envían a la escuela. El aula es un lugar muy riguroso para los niños que han heredado constituciones débiles. Las aulas por lo general no se han construído teniendo en cuenta la salud, sino la economía. Las habitaciones no se han dispuesto de tal modo que puedan ventilarse en la forma debida sin exponer a los niños a contraer graves resfríos. Y los asientos pocas veces se han construído para que los niños se sienten cómodamente y mantengan sus pequeños esqueletos en crecimiento en una posición adecuada con el fin de asegurar el funcionamiento saludable de los pulmones y el corazón. El esqueleto del niño que crece puede adoptar casi cualquier forma, y mediante el ejercicio debido y la posición adecuada del cuerpo puede adquirir la forma correcta. Es dañino para la salud y la vida de los niños el sentarse en el aula sobre bancos duros y mal construidos de tres a cinco horas por día, respirando el aire impuro y viciado por la respiración de muchas personas. Los débiles pulmones son afectados, el cerebro, que proporciona la energía nerviosa para todo el organismo, se debilita porque se lo somete a una ejercitación activa antes que la fuerza de los órganos mentales esté lo suficientemente madura como para soportar la fatiga.
En el aula se ha colocado ineludiblemente el fundamento de diversas enfermedades. Pero en especial el órgano más delicado de todos, el cerebro, con frecuencia ha sido dañado permanentemente por habérselo sometido a una ejercitación excesiva. Esto ha provocado a menudo inflamación, hidropesía de la cabeza, y convulsiones con sus temibles resultados. Y en esta forma se ha sacrificado la vida de muchos niños a causa del proceder de madres ambiciosas. De los niños que al parecer han tenido una constitución lo suficientemente fuerte como para sobrevivir a esas condiciones, hay muchísimos que soportan sus efectos durante toda la vida. La energía nerviosa del cerebro se debilita tanto, que después de llegar a la madurez es imposible para ellos soportar mucho trabajo mental. Parecería que se ha agotado la fuerza de algunos de los delicados órganos del cerebro.
Y no sólo se ha dañado la salud física y mental de los niños por habérselos enviado a la escuela a una edad demasiado tierna, sino que también han salido perdedores desde el punto de vista moral. Han tenido oportunidad de relacionarse con niños de modales no cultivados. Se los colocó en la compañía de muchachos vulgares y ásperos, que mienten, juran, roban y engañan, y que se complacen en impartir su conocimiento del vicio a los que son más jóvenes que ellos. Y así se permite que los niños aprendan lo malo con más facilidad que lo bueno. Los malos hábitos concuerdan mejor con el corazón natural, y las cosas que ven y oyen en su infancia y en su niñez se graban profundamente en sus mentes; la mala semilla sembrada en sus jóvenes corazones se arraiga y con el tiempo llegará a convertirse en agudas espinas que herirán los corazones de sus padres.
Durante los primeros seis o siete años de la vida del niño hay que prestar atención especial a su educación física antes que a su intelecto. Después de este período, si la constitución física es buena habría que atender a su educación física e intelectual. La infancia se extiende hasta la edad de seis o siete años. Durante ese período los niños deberían dejarse libres como los corderitos para que corran por los alrededores de la casa y los patios impulsados por la animación de su estado de ánimo, saltando y brincando, libres de toda preocupación y problema.
Los padres, y especialmente las madres, deberían ser los únicos maestros de las mentes de los niños en esa edad. No deberían educarlos basándose en los libros. Por regla general los niños son lo bastante curiosos como para aprender las cosas directamente de la naturaleza. Formularán preguntas acerca de las cosas que ven y que oyen, y los padres deberían aprovechar la oportunidad de instruirlos y de contestar pacientemente esas pequeñas preguntas. En esta forma pueden tomar ventaja al enemigo y fortalecer las mentes de sus hijos al sembrar buenas semillas en sus corazones sin dejar lugar para que arraigue el mal. Las amorosas instrucciones de las madres impartidas a una tierna edad es lo que los niños necesitan en la formación de su carácter.
La primera lección importante que deben aprender los niños consiste en el dominio debido del apetito. Las madres tienen el deber de atender las necesidades de sus hijos apaciguando sus emociones y distrayendo sus mentes de lo que los aflige, en vez de darles alimentos, enseñándoles así que la comida es el remedio para los males de la vida.
Si los padres hubiesen vivido en forma saludable, si hubiesen estado satisfechos con un régimen sencillo, habrían ahorrado muchos gastos. El padre no habría estado obligado a trabajar más allá del límite de sus fuerzas a fin de satisfacer las necesidades de su familia. Un régimen nutritivo y sencillo no habría influido para excitar indebidamente el sistema nervioso y las pasiones animales, produciendo mal humor e irritabilidad. Si el niño consumiera únicamente alimentos sencillos, tendría la cabeza despejada, los nervios firmes y el estómago sano; y por tener un organismo en buenas condiciones, no padecería de inapetencia; y con todo esto, la generación actual estaría en una condición mucho mejor que la que tiene ahora. Pero aun ahora, en este período tardío, es posible hacer algo para mejorar nuestra condición. La temperancia en todas las cosas es necesaria. Un padre temperante no se quejará si no tiene una gran variedad de alimentos en la mesa. La manera sana de vivir mejorará la condición de la familia en todo sentido, y permitirá que la esposa y madre tenga tiempo para dedicarlo a sus hijos. Los padres deberían estudiar detenidamente en qué forma pueden preparar mejor a sus hijos a fin de que sean útiles en este mundo y sean idóneos para el cielo. Deberían contentarse con que sus hijos tengan vestidos limpios, sencillos, pero cómodos, libres de bordados y adornos. Deben trabajar seriamente para conseguir que sus hijos posean los adornos interiores, el ornamento de un espíritu humilde y sereno, lo cual tiene un gran valor a la vista de Dios.
Antes de que el padre cristiano salga de su casa para ir a su trabajo, debe reunir a su familia junto a él y arrodillarse delante de Dios para encomendarla al cuidado del Pastor principal. Luego debe ir a trabajar con el amor y la bendición de su esposa, y con el amor de sus hijos, que le alegrarán el corazón durante las horas de labor. Y esa madre que ha comprendido cuál es su deber, se hace cargo de las obligaciones que descansan sobre ella con respecto a sus hijos en ausencia del padre. Sentirá que vive para su esposo y para sus hijos. Al enseñar correctamente a sus hijos, al inculcarles hábitos de temperancia y de dominio propio, y al enseñarles su deber hacia Dios, los está preparando para que lleguen a ser útiles en el mundo, para que eleven las normas morales de la sociedad, y para que reverencien y obedezcan la ley de Dios. La madre piadosa instruirá a sus hijos con paciencia y perseverancia, dándoles línea sobre línea y precepto sobre precepto, no en una forma áspera y apremiante, sino atrayéndolos hacia ella con amor y ternura. Ellos prestarán atención a las lecciones de amor, y escucharán gozosamente sus palabras de instrucción.
En lugar de hacer salir a sus hijos de su presencia para que no la molesten con su ruido, y para que no la fastidien pidiéndole una cantidad de cosas, ella sentirá que la mejor forma de emplear su tiempo será serenando sus mentes inquietas con algún entretenimiento o con algún trabajo liviano que puedan hacer con gozo. La madre será ampliamente recompensada por sus esfuerzos y por el tiempo que invierte entreteniendo a sus hijos.
A los niños pequeños les agrada tener compañía. Por lo general no disfrutan estando solos, y por esta razón la madre debería comprender que en muchos casos el lugar para sus hijos, cuando están en la casa, es la habitación donde ella se encuentra. Así ella podrá observarlos y zanjar las pequeñas diferencias que surgen entre ellos cuando se lo pidan, y corregir los malos hábitos o las manifestaciones de egoísmo o de ira; de este modo podrá imprimir a sus mentes un giro en la dirección correcta. Los niños piensan que a la madre le agrada aquello con lo que ellos disfrutan, y les parece perfectamente natural consultar a su madre acerca de los pequeños problemas que los confunden. Y la madre no debería herir el corazón de sus hijos sensibles tratando sus intereses con indiferencia o rehusando molestarse con tales asuntos de poca monta. Lo que puede parecer pequeño a la madre puede ser muy importante para ellos. Y una palabra de consejo o de advertencia dada en el momento oportuno con frecuencia resultará de gran valor. Una mirada de aprobación, una palabra de ánimo y de alabanza de la madre a menudo serán como un rayo de luz en sus tiernos corazones durante todo el día.
La primera educación que los hijos deberían recibir de su madre en la infancia es la relativa a su salud física. Deberían recibir solamente alimentos sencillos, de la calidad adecuada para conservar su salud en la mejor condición, y deberían tomarlos únicamente a horas regulares, no más de tres veces por día; y aun dos comidas serían mejor que tres. Si se disciplina debidamente a los hijos, pronto aprenderán que no conseguirán nada llorando o irritándose. Una madre juiciosa obrará para educar a sus hijos, no sólo en lo que atañe a su comodidad presente sino también a su bien futuro. Y para lograrlo les enseñará la importante lección del dominio del apetito y de la abnegación, con el fin de que puedan comer, beber y vestirse teniendo en cuenta los mejores intereses de la salud.
Una familia bien disciplinada que ame y obedezca a Dios, tendrá una disposición gozosa y feliz. Cuando el padre regrese de su trabajo diario no llevará sus perplejidades al hogar. Comprenderá que el hogar y el círculo de la familia son demasiado sagrados para malograrlos con preocupaciones infelices. Cuando salió de su hogar no dejó atrás a su Salvador y su religión. Ambos fueron sus compañeros. La dulce influencia de su hogar, la bendición de su esposa y el amor de sus hijos, alivianan sus cargas de modo que regresa con paz en el corazón y con palabras de gozo y de ánimo para la esposa y los hijos, quienes lo esperan para darle gozosamente la bienvenida. Cuando se arrodilla con su familia en el altar de la oración, para ofrecer su agradecimiento a Dios por su cuidado protector derramado sobre él y sobre sus seres amados durante todo el día, los ángeles de Dios están en la habitación y llevan al cielo las fervorosas oraciones de los padres que temen a Dios, como un suave incienso, las cuales son contestadas por medio de nuevas bendiciones.
Los padres deberían enseñar a sus hijos que es pecado dar satisfacción al gusto con perjuicio del estómago. Deberían inculcarles que al violar las leyes que rigen el organismo pecan contra su Creador. No será difícil gobernar a los niños que han sido educados en esa forma. No tendrán estados de ánimo cambiantes, no serán irritables, y estarán en una condición mucho mejor para disfrutar de la vida. Esos hijos comprenderán con más rapidez y claridad cuáles son sus obligaciones morales. Los hijos a quienes se ha enseñado a someter su voluntad y sus deseos a sus padres, estarán mejor dispuestos a entregar sin dilación su voluntad a Dios, y se dejarán controlar por el Espíritu de Cristo. La razón por la que tantas personas que pretenden ser cristianas tienen numerosas pruebas que mantienen afligida a la iglesia, se debe a que no han sido enseñadas correctamente en su infancia y a que se permitió que ellas mismas formaran en buena medida su carácter. Sus malos hábitos y su disposición peculiar y desagradable no fueron corregidos. No se les enseñó a someter su voluntad a la de sus padres. Toda su experiencia religiosa es afectada por la educación que recibieron en su niñez. No fueron dominados a su debido tiempo. Crecieron sin disciplina, y ahora, en su experiencia religiosa les resulta difícil someterse a la sencilla disciplina enseñada en la Palabra de Dios. Por lo tanto los padres deberían comprender la responsabilidad que tienen de educar a sus hijos en lo que se refiere a su experiencia religiosa.
Los que consideran el matrimonio como una ordenanza sagrada de Dios, resguardada por su santo precepto, serán controlados por los imperativos de la razón. Considerarán cuidadosamente el resultado del privilegio conferido por la relación marital. Tales personas sentirán que sus hijos son joyas preciosas encomendadas a su cuidado por Dios, para que quiten de sus naturalezas mediante la disciplina la superficie áspera a fin de que aparezca su brillo. Se sentirán bajo la obligación más solemne de formar su carácter de tal modo que hagan el bien en la vida, que bendigan a otros con su luz, que el mundo llegue a ser mejor por el hecho de haber vivido ellos en él, y que finalmente estén capacitados para participar de la vida superior, del mundo mejor, a fin de brillar para siempre en la presencia de Dios y del Cordero.--How to Live 2:25-48.
Capítulo 3
Los seres humanos se han acarreado diversas enfermedades a causa de sus malos hábitos. No se han preocupado por aprender a vivir en forma saludable, y su transgresión de las leyes que gobiernan el organismo ha producido un estado de cosas deplorable. Los hombres y las mujeres pocas veces han atribuido su sufrimiento a la causa verdadera: su propia conducta equivocada. Han sido intemperantes en la comida y han convertido el apetito en un dios. En todos sus hábitos han manifestado descuido con respecto a la salud y la vida; y cuando han enfermado, como resultado de ello, han culpado a Dios, cuando su propia conducta equivocada es la que ha producido el resultado inevitable. Cuando se ven en apuros mandan llamar al médico y confían sus cuerpos a sus manos esperando que él los sane. Este les da drogas, medicamentos cuya naturaleza ellos desconocen, y en su confianza ciega ingieren cualquier cosa que el médico les proporcione. En esta forma a menudo se les administran venenos poderosos que coartan los benéficos esfuerzos de la naturaleza por remediar el abuso a que ha sido sometido el organismo, y como resultado el paciente pierde la vida.
La madre que se siente levemente indispuesta, y que podría recuperarse absteniéndose de alimento y descansando del trabajo durante un corto período, en lugar de eso envía a buscar al médico. Y él, que debería estar preparado para impartir unos pocos consejos sencillos, para establecer restricciones en el régimen y para ponerla en el camino debido, es demasiado ignorante como para hacerlo o está demasiado ansioso por cobrar sus honorarios.
Hace que el caso parezca grave y administra sus venenos, los que él mismo no se aventuraría a tomar si estuviera enfermo. Como el paciente empeora, se le administran drogas venenosas en más abundancia, hasta que la naturaleza es vencida en sus esfuerzos, deja de luchar y la madre muere. Su muerte se ha debido al exceso de drogas recibidas. Su organismo fue envenenado más allá de toda posibilidad de recuperación. Fue asesinada. Los vecinos y los parientes se admiran de los incomprensibles designios de la Providencia, que se lleva a una madre cuando precisamente es más útil, en un momento cuando los hijos tanto necesitan sus cuidados. Cometen una injusticia con nuestro Padre celestial bueno y sabio cuando arrojan sobre él el peso de este dolor humano. El cielo quería que esa madre viviera, y su muerte prematura deshonró a Dios. Los malos hábitos de la madre y su desatención de las leyes que gobernaban su ser fueron los que la enfermaron. Y los remedios de moda del médico, introducidos en el organismo, pusieron fin a su existencia y dejaron a una familia desvalida, agobiada y sin madre.
Las drogas prescriptas por el médico no siempre producen este resultado. Los enfermos que toman esas drogas venenosas parecen recuperar la salud. Algunos tienen suficiente fuerza vital de la que la naturaleza puede echar mano como para expulsar el veneno del organismo a fin de que el enfermo se recupere tras un período de descanso. Pero no debe darse crédito a las drogas ingeridas, porque su único efecto consistió en estorbar los esfuerzos de la naturaleza. Todo el crédito hay que darlo al poder de restauración de la naturaleza.
Aunque el enfermo se recupere, el poderoso esfuerzo realizado por la naturaleza a fin de vencer el efecto del veneno, perjudicó la constitución y acortó la vida del paciente. Hay muchos que no mueren debido a la influencia de las drogas, pero hay muchísimos que quedan convertidos en ruinas inútiles, en seres que sufren sin esperanza, melancólicos y miserables, que son una carga para sí mismos y para la sociedad.
Si los que toman esas drogas fuesen los únicos que sufren, entonces el mal no sería tan grande. Pero los padres no sólo pecan contra ellos mismos al tomar drogas venenosas, sino que también pecan contra sus hijos. Su sangre viciada, el veneno distribuido en todo el organismo, la constitución quebrantada y diversas enfermedades, como resultado de las drogas venenosas, son transmitidos a sus descendientes, y éstos los reciben como una herencia desdichada; todo esto constituye otra gran causa de la degeneración de la humanidad.
Los médicos, al administrar sus drogas venenosas, han contribuido mucho a desmejorar el valor físico, mental y moral de la humanidad. Dondequiera que vayáis encontraréis deformidad, enfermedad e imbecilidad; y estos males, en muchísimos casos, pueden atribuirse directamente a las drogas venenosas administradas por la mano del médico para curar alguna enfermedad. El así llamado remedio ha sometido al paciente a un grave sufrimiento, y con esto ha resultado peor que la enfermedad contra la cual se tomó la droga. Todos los que posean una capacidad mental común deben comprender cuáles son las necesidades de su organismo. La filosofía de la salud debería constituir un importante tema de estudio para nuestros hijos. Es indispensable que se comprenda el organismo humano, porque entonces los hombres y las mujeres inteligentes pueden ser sus propios médicos. Si los hombres y mujeres razonaran de causa a efecto y prestaran atención a la luz que brilla sobre ellos, seguirían una conducta que les aseguraría la salud, y la mortalidad sería mucho menor. Pero están muy dispuestos a permanecer sumidos en una ignorancia inexcusable y a confiar su cuerpo a los médicos en vez de asumir ellos mismos la responsabilidad que les corresponde.
Me fueron presentadas varias ilustraciones acerca de este importante tema. La primera consistió en una familia integrada por el padre y una hija. La hija estaba enferma, y el padre en su gran preocupación llamó a un médico. Mientras conducía al médico a la habitación de la enferma, el padre manifestó una gran ansiedad. El médico examinó a la enferma y habló muy poco. Ambos se retiraron de la habitación de la paciente. El padre le informó al médico que había tenido que sepultar a su esposa, a un hijo y a una hija, y que esa hija era lo único que le quedaba de la familia. Preguntó ansiosamente al médico si el caso de su hija era desesperado.
El médico hizo averiguaciones acerca de la naturaleza y la duración de la enfermedad de la que habían muerto los demás miembros de la familia. El padre refirió quejumbrosamente los dolorosos hechos relacionados con la enfermedad de sus seres amados. "Mi hijo primero tuvo fiebre. Llamé a un médico. Este afirmó que podía administrar medicamentos que pronto suprimirían la fiebre. Le dio una medicina poderosa, pero quedó descontento por sus efectos. La fiebre disminuyó, pero mi hijo quedó en un estado gravísimo. Se le administró nuevamente la misma medicina sin que ésta produjera ninguna mejoría. El médico recurrió entonces a medicamentos aún más poderosos, pero mi hijo no obtuvo alivio alguno. Aunque la fiebre desapareció, él no se restableció. Desmejoró rápidamente y murió.
"La muerte de mi hijo, tan repentina e inesperada, nos afligió muchísimo a todos pero especialmente a su madre. Sus cuidados y la ansiedad experimentada durante la enfermedad del hijo, y la aflicción ocasionada por su muerte repentina, fueron demasiado para su sistema nervioso, de modo que mi esposa pronto cayó enferma. Quedé desconforme con el procedimiento de ese médico. Perdí confianza en su habilidad y no lo llamé por segunda vez. Llamé a otro para que atendiera a mi esposa enferma. Este segundo médico le dio una dosis abundante de opio; afirmó que eso aliviaría sus dolores, tranquilizaría sus nervios y le daría el descanso que tanto necesitaba. El opio la hundió en un estado de estupor. Se quedó dormida y nada pudo despertarla de ese estupor mortal. Su pulso y su corazón algunas veces latían violentamente y luego se debilitaban cada vez más hasta que dejó de respirar. Así fue como murió sin dar siquiera una mirada a su familia. Esta segunda muerte pareció más de lo que podíamos soportar. Todos nos afligimos muchísimo, pero yo quedé tan angustiado que no podía ser consolado.
"Luego enfermó mi hija. La aflicción, la ansiedad y la vigilia habían minado su resistencia de modo que sus fuerzas decayeron, y ella enfermó. Yo había perdido la confianza en esos dos médicos. Me recomendaron a otro médico que había tenido éxito en el tratamiento de los enfermos. Y aunque vivía lejos decidí obtener sus servicios.
"Este tercer médico dijo que comprendía el caso de mi hija. Afirmó que estaba muy debilitada, que su sistema nervioso se hallaba perturbado y que tenía una fiebre que podía ser controlada, pero que se requería tiempo para restablecerla de su estado de debilidad. Manifestó que tenía perfecta confianza en su capacidad para restablecerla. Le administró un poderoso medicamento para combatir la fiebre. Pero cuando desapareció la fiebre, el caso tomó características alarmantes y se tornó más complicado. Cuando los síntomas cambiaron, le dio otros medicamentos que consideró más adecuados. Mientras estaba bajo la influencia de los nuevos medicamentos pareció revivir por un tiempo, lo que halagó nuestra esperanza en su recuperación; pero esto hizo que nuestro chasco fuera más amargo cuando su estado empeoró.
"El último recurso del médico fue el calomelanos. Por un tiempo pareció estar entre la vida y la muerte. Cayó en un estado convulsivo. Cuando cesaron sus espasmos, comprendimos el doloroso hecho de que sus facultades mentales se habían debilitado. Comenzó a mejorar lentamente, aunque seguía sufriendo mucho. Sus miembros quedaron inválidos por el poderoso efecto del veneno que había ingerido. Vivió unos pocos años como una pobre enferma inválida, y finalmente murió en medio de gran sufrimiento".
Cuando el padre concluyó su triste relato, miró con ojos implorantes al médico y le rogó que salvara a su última hija. El rostro del médico revelaba tristeza y ansiedad, pero no recetó nada. Se levantó para retirarse y dijo que volvería al día siguiente.
A continuación se me presentó otra escena. Me vi en la habitación de una mujer de unos treinta años de edad. Un médico se hallaba junto a ella, y decía que su sistema nervioso estaba perturbado, que su sangre era impura y que circulaba perezosamente, y que su estómago estaba frío e inactivo. Dijo que le administraría remedios activos que pronto mejorarían su condición. Le dio un polvo de un frasco en el que aparecía escrito "Nuez vómica". Observé para ver el efecto que esto tendría sobre la paciente. Al parecer obró favorablemente. Su estado pareció mejorar. Se animó y hasta pareció contenta y activa.
Luego se llamó mi atención a otro caso. Fui llevada a un dormitorio de uno que padecía de fiebre elevada. Un médico estaba junto a su lecho y tenía una porción de medicamento tomado de un frasco sobre el que aparecía escrito "Calomelanos". Le administró este veneno químico, y al parecer ocurrió un cambio, pero no fue favorable.
Se me presentó un caso más. Se trataba de una mujer que parecía experimentar mucho dolor. Un médico estaba junto a la cama de la paciente y le administraba un medicamento que había tomado de un frasco en el que aparecía escrito "Opio". Al principio pareció que esta droga afectaba su mente. La mujer habló en forma extraña, pero finalmente se tranquilizó y se durmió.
Luego se atrajo mi atención al primer caso, al del padre que había perdido a la esposa y a dos hijos. El médico estaba en la habitación de la enferma, junto a la afligida hija. El facultativo volvió a salir del dormitorio sin prescribir ningún medicamento. El padre, cuando se encontró solo con el médico, parecía profundamente conmovido, y preguntó con impaciencia: "¿Ud. no se propone hacer nada? ¿Dejará que muera mi única hija?" El médico dijo:
"He escuchado el triste relato de la muerte de su amada esposa y de sus dos hijos, y Ud. mismo me ha dicho que los tres murieron mientras estaban bajo el cuidado de los médicos, mientras se hallaban bajo la acción de los medicamentos prescriptos y administrados por sus manos. Los remedios no salvaron a sus seres amados, y yo declaro como médico que ninguno de ellos debería haber muerto. Pudieron haberse restablecido si no se les hubiese administrado en forma abusiva drogas que debilitaron la naturaleza y que finalmente la aniquilaron". Luego le dijo firmemente al agitado padre: "No puedo administrar medicamentos a su hija. Tan sólo procuraré ayudar a la naturaleza en sus esfuerzos por quitar toda obstrucción, y luego dejaré que la naturaleza recobre las exhaustas energías del organismo". Luego le dio al padre unas pocas instrucciones y le indicó que las siguiera estrictamente.
"Mantenga a la paciente libre de toda excitación y de toda influencia deprimente. Las personas que la asisten deberían estar gozosas y manifestar esperanza. Su dieta debe ser sencilla y debe dársele abundante agua para que beba. Hay que bañarla frecuentemente en agua pura y luego hay que friccionarla. Déjese que la luz y el aire entren abundantemente en su habitación. Debe disfrutar de un reposo tranquilo, sin que nadie la perturbe".
El padre leyó lentamente la prescripción, y se admiró por las instrucciones sencillas que contenía. Pareció dudar que esos recursos tan sencillos pudieran producir bien alguno. El facultativo dijo:
"Ud. ha tenido confianza suficiente en mi habilidad como para colocar la vida de su hija en mis manos. No retire su confianza. Visitaré diariamente a su hija, y lo instruiré acerca de la forma en que debe tratarla. Siga confiadamente mis instrucciones, porque confío presentársela dentro de pocas semanas en un estado de salud mucho más favorable, si es que no está completamente restablecida".
El padre parecía estar triste y en duda, pero aceptó la decisión del médico. Temía que su hija muriera si no recibía medicamentos.
Volvió a presentárseme el segundo caso. La paciente pareció mejorar bajo la influencia de la nuez vómica. Estaba sentada, bien arrebozada con un chal y se quejaba de tener frío. El aire de la habitación era impuro. Estaba calentado y había perdido su vitalidad. Habían tapado casi todas las aberturas por donde podía entrar aire puro, para proteger a la enferma de una dolorosa sensación de frío que experimentaba en la región posterior del cuello y a lo largo de la columna vertebral. Cuando la puerta quedaba abierta, ella parecía nerviosa y afligida, y rogaba que la cerraran porque sentía frío. No podía soportar ni la menor corriente de aire de la puerta o de las ventanas. Una persona que poseía conocimientos estaba junto a ella mirándola compasivamente. Dijo a los presentes:
"Este es el segundo resultado de la nuez vómica. Actúa especialmente sobre los nervios, y afecta todo el sistema nervioso. Durante un tiempo se intensificará la acción sobre los nervios. Pero a medida que disminuya la fuerza de esta droga, sobrevendrán el frío y la postración. En la misma medida en que excita y anima, posteriormente ejerce un resultado depresor y entumecedor".
Volvió a presentárseme el tercer caso. Se trataba del joven a quien se le había administrado calomelanos. Sufría enormemente. Tenía los labios oscuros e hinchados, y las encías inflamadas. Tenía la lengua gruesa y tumefacta, y la saliva le corría de la boca en gran cantidad. La misma persona que poseía conocimientos lo miró tristemente y dijo:
"Esta es la influencia de los preparados a base de mercurio. Este joven posee aún suficiente energía nerviosa como para comenzar a luchar contra esta droga venenosa, para tratar de expulsarla de su organismo. Muchos no tienen fuerzas vitales suficientes como para entrar en acción; la naturaleza es vencida y deja de luchar, y la víctima muere".
Me fue presentado el cuarto caso: el de la mujer a quien se había administrado opio. Despertó de su sueño muy deprimida. Tenía la mente perturbada. Estaba impaciente e irritable, y censuraba a sus mejores amigos, porque pensaba que éstos no hacían nada por aliviar sus sufrimientos. Se puso frenética y disparataba como una maníaca. La misma persona a quien se aludió anteriormente, la miró con tristeza y dijo a los presentes:
"Este es el segundo resultado de la ingestión de opio". Llamaron a su médico. Este le administró una dosis mayor de opio, que apaciguó sus delirios, pero la puso muy habladora y alegre. Estaba en paz con todos los que la rodeaban, y manifestaba mucho cariño hacia sus amigos y sus parientes. Pronto se puso soñolienta y cayó en un estado estuporoso. La persona mencionada antes dijo solemnemente:
"El estado de su salud no es mejor ahora que cuando estaba en su delirio frenético. Ha empeorado definidamente. Esta droga venenosa, el opio, alivia el dolor en forma momentánea, pero no suprime su causa. Tan sólo pone el cerebro en un estado de estupor y lo hace incapaz de recibir las impresiones de los nervios. Mientras el cerebro está en esta condición insensible, el oído, el gusto y la vista quedan afectados. Cuando cesa la influencia del opio y el cerebro se recupera de su estado de parálisis, los nervios, cuya comunicación con el cerebro había sido interrumpida, transmiten en forma más intensa que nunca los dolores del organismo debido al mal trato que el organismo ha experimentado al recibir el veneno. Toda droga adicional que se dé al paciente, ya sea opio o algún otro veneno, complicará el caso y tornará más difícil el restablecimiento del paciente. Las drogas estupefacientes que se administran, no importa cuáles sean, perturban el sistema nervioso. Un mal que era sencillo al comienzo, de índole tal que la naturaleza habría podido remediar si se la hubiese dejado sola, se ha tornado diez veces más grave a causa de las drogas venenosas que han sido introducidas en el organismo, lo cual constituye una enfermedad destructiva en sí misma; y con todo eso las fuerzas vitales restantes han sido forzadas a una acción extraordinaria para luchar contra la droga intrusa y vencerla".
Nuevamente fui llevada a la habitación del primer caso, el del padre y su hija. La hija estaba sentada junto a su padre, gozosa y feliz, con el brillo de la salud en el rostro. El padre la contemplaba con feliz satisfacción, y su rostro revelaba la gratitud de su corazón porque se le había devuelto a su hija. El médico entró, y después de conversar brevemente con el padre y la hija, se levantó para retirarse. Se dirigió al padre en los siguientes términos:
"Le devuelvo a su hija en plena salud. No le administré medicamentos que habrían podido quebrantar su constitución. Los medicamentos no habrían sido capaces de devolverle la salud. Los medicamentos trastornan la delicada maquinaria de la naturaleza, quebrantan la constitución y matan; pero nunca curan. Sólo la naturaleza posee el poder de restaurar. Únicamente ella puede reconstituir sus energías exhaustas y reparar los perjuicios que ha recibido por desatención de las leyes que la gobiernan".
Luego preguntó al padre si estaba satisfecho con ese método de tratamiento. El feliz padre manifestó su sincera gratitud y su completa satisfacción, diciendo:
"He aprendido una lección que no olvidaré. Fue dolorosa, pero su valor es inapreciable. Ahora estoy convencido de que mi esposa y mis hijos no deberían haber muerto. Sus vidas fueron sacrificadas, mientras estaban en manos de los médicos, a causa de sus drogas venenosas".
Luego vi el segundo caso, el de la paciente a quien le habían administrado nuez vómica. Estaba siendo sostenida por dos asistentes mientras la conducían de su silla a la cama. Casi había perdido el uso de los miembros. Los nervios espinales estaban parcialmente paralizados, y las piernas habían perdido la capacidad de soportar el peso de una persona. Tosía penosamente y respiraba con dificultad. La acostaron, y no tardó en perder la facultad de oír y de ver; permaneció durante un tiempo en esta condición y luego murió. La persona mencionada anteriormente miró con tristeza el cuerpo inanimado, y dijo a los presentes:
"Sed testigos de la acción lenta pero segura de la nuez vómica sobre el organismo humano. Cuando se la administró, la energía nerviosa fue excitada a una acción extraordinaria a fin de hacer frente a esta droga venenosa. Esta excitación adicional fue seguida por un estado de postración, y el resultado final ha sido la parálisis de los nervios. Esta droga no ejerce el mismo resultado sobre todos. Algunas personas que tienen constituciones fuertes son capaces de recuperarse de los abusos a que puedan someter su organismo. En cambio otras personas que no son tan resistentes, que poseen constituciones debilitadas, nunca se han recuperado después de haber recibido una sola dosis, y hasta pueden morir únicamente a causa del efecto que ejerce una sola porción de este veneno. Sus efectos siempre tienden a la muerte. La condición en que se encuentra el organismo cuando recibe estos venenos, es la que determina si el paciente vivirá o no. La nuez vómica puede lisiar y paralizar, y destruir la salud para siempre, pero nunca cura".
Volvió a presentárseme el tercer caso, el del joven a quien se le había administrado calomelanos. Sufría lastimosamente. Tenía las piernas tullidas y estaba muy deformado. Dijo que sus sufrimientos eran insoportables y que la vida constituía para él una gran carga. La persona a quien he mencionado repetidamente lo miró con tristeza y compasión, y dijo:
"Este es el efecto de los calomelanos. Atormentan el organismo mientras quede en él una sola partícula. Siguen activos, sin perder sus propiedades, durante su larga permanencia en el organismo. Inflaman las articulaciones y con frecuencia corrompen los huesos. Su acción se manifiesta frecuentemente en forma de tumores, úlceras y cánceres, años después de haber sido introducidos en el organismo".
Nuevamente se me presentó el cuarto caso: el de la mujer a quien se le había administrado opio. Tenía el rostro cetrino, v sus ojos estaban inquietos y vidriosos. Sus manos se agitaban como si estuviesen afectadas de parálisis, y parecía estar muy excitada porque pensaba que todos los presentes se habían confabulado contra ella. Tenía la mente arruinada por completo y deliraba lastimosamente. Llamaron al médico y éste al parecer no se conmovió por el terrible cuadro. Le administró a la enferma una dosis más poderosa de opio, y declaró que eso lo arreglaría todo. Su delirio no cesó hasta que quedó completamente intoxicada. Entonces cayó en un estupor semejante a la muerte. La persona mencionada la miró y dijo tristemente:
"Sus días están contados. Los esfuerzos realizados por la naturaleza han sido vencidos tantas veces por este veneno, que las fuerzas vitales se hallan exhaustas por habérselas inducido repetidamente a una acción forzada para librar al organismo de esta droga venenosa. Los esfuerzos de la naturaleza están por cesar, y entonces terminará la vida de sufrimiento de la enferma".
La ingestión de drogas ha producido más muertes que todas las demás causas combinadas. Si hubiera en el país un médico en lugar de miles de ellos, se evitaría una gran cantidad de muertes prematuras. Una multitud de médicos y de drogas han maldecido a los habitantes del mundo, y han llevado a miles y a decenas de miles prematuramente a la tumba.
El comer con demasiada frecuencia y en mucha cantidad recarga los órganos digestivos y afiebra el organismo. La sangre se torna impura y luego ocurren diversas enfermedades. Se envía a buscar al médico, quien prescribe alguna droga que proporciona un alivio momentáneo, pero que no cura la enfermedad. Puede cambiar la forma de la afección, pero el verdadero mal aumenta diez veces en intensidad. La naturaleza estaba haciendo lo mejor posible por librar al organismo de una cantidad de impurezas que se habían acumulado, y si se la hubiese dejado librada a sí misma, y se la hubiese ayudado con las bendiciones sencillas provistas por el cielo, tales como el aire puro y el agua limpia, se habría producido una curación rápida y segura.
Las personas aquejadas por la enfermedad pueden hacer por ellas mismas lo que otros no pueden hacer. Deberían comenzar por aliviar la naturaleza de la carga que le han impuesto. Deberían suprimir la causa. Deberían ayunar durante un corto tiempo y dar al estómago la oportunidad de descansar. Deberían reducir el estado febril del organismo mediante la cuidadosa y bien realizada aplicación de agua. Estos esfuerzos ayudarán a la naturaleza en su lucha por librar al organismo de impurezas. Pero generalmente las personas que sufren de dolor se tornan impacientes. No están dispuestas a ser abnegadas y a sufrir un poco a causa del hambre. Tampoco están dispuestas a esperar el lento proceso de la naturaleza que se lleva a cabo para reconstituir las recargadas energías del organismo. Pero están decididas a obtener alivio de inmediato, de modo que ingieren drogas poderosas prescriptas por los médicos. La naturaleza estaba haciendo bien su trabajo, y habría triunfado, pero mientras cumplía su tarea se introdujo en ella una sustancia de naturaleza venenosa. ¡Qué error! Ahora la naturaleza que se ha sometido a abusos tiene que combatir dos males en lugar de uno. Abandona la tarea en que estaba empeñada y se dedica resueltamente a expulsar al intruso que acaba de introducirse en el organismo. La naturaleza siente esta doble carga que pesa sobre sus recursos, y se debilita.
Las drogas nunca curan la enfermedad. Únicamente cambian su forma y su localización. Sólo la naturaleza es el restaurador eficaz, y podría llevar a cabo su tarea en forma mucho mejor si se la dejara librada a sí misma. Pero pocas veces se le concede este privilegio. Si la naturaleza estropeada soporta la carga y finalmente cumple en gran medida la doble tarea, y el paciente vive, el médico es el que recibe el crédito. Pero si la naturaleza fracasa en su esfuerzo por expulsar el veneno del organismo, y si el paciente muere, se dice que eso se debe a las inescrutables disposiciones de la Providencia. Si el paciente hubiera tomado a tiempo las medicinas necesarias para aliviar la naturaleza recargada, y si hubiera utilizado con inteligencia el agua pura, habría podido evitar la ingestión de drogas mortíferas. El uso del agua puede ser de poco valor si el paciente no experimenta la necesidad de vigilar estrictamente su alimentación.
Muchas personas viven violando las leyes de la salud, e ignoran la relación que existe entre sus hábitos de comida, bebida y trabajo, y la salud. No comprenden cuál es su verdadera condición hasta que la naturaleza protesta contra los abusos a que se la somete, provocando dolores en el organismo. Si tan sólo en ese momento los pacientes comenzasen a obrar bien y si utilizasen los recursos sencillos que han descuidado: el uso de agua y el régimen de alimentación debido, la naturaleza tendría justamente la ayuda que necesita y que debería haber tenido mucho tiempo antes. Si se adoptan estas medidas, por lo general el paciente se restablecerá sin debilitarse.
Cuando se introducen drogas en el organismo, por un tiempo parecerá que éstas tienen un efecto beneficioso. Puede ocurrir un cambio, pero no se curará la enfermedad. Se manifestará en alguna otra forma. Los esfuerzos realizados por la naturaleza para expulsar la droga del organismo, provocan algunas veces un sufrimiento intenso al enfermo. Puede ser que esto haga desaparecer la enfermedad contra la cual se administró la droga, pero sólo para volver a aparecer en una forma nueva, tal como enfermedad de la piel, úlceras, dolor en las articulaciones, y algunas veces en una forma más peligrosa y mortífera. El hígado, el corazón y el cerebro a menudo son afectados por las drogas y con frecuencia todos esos órganos enferman, y las desafortunadas víctimas, si es que viven, quedan inválidas durante toda la vida, y arrastran con hastío una existencia desgraciada. ¡Oh, cuán elevado es el costo de las drogas venenosas! Aunque no cuesten la vida misma, su costo es demasiado alto. La naturaleza ha sido limitada en todos sus esfuerzos. Toda la maquinaria está descompuesta, y en un período futuro de la vida, cuando estos delicados órganos que han sido dañados deban llevar a cabo una parte más importante juntamente con las demás funciones de la maquinaria de la naturaleza, no podrán cumplir su labor prontamente y con eficacia, con lo que todo el sistema sufrirá por esa causa. Estos órganos que debían estar en una condición saludable, se hallan debilitados, y la sangre se torna impura. La naturaleza sigue luchando y el paciente sufre de diversas enfermedades, hasta que hay una repentina interrupción en sus esfuerzos, y sobreviene la muerte. Hay más personas que mueren por el uso de las drogas que todas las que tendrían que morir a causa de las enfermedades si se hubiera dejado que la naturaleza realizase su obra.
Muchas vidas han sido sacrificadas por los médicos que administran drogas para enfermedades desconocidas. No tienen un conocimiento real de la naturaleza exacta de la enfermedad que aflige al paciente. Sin embargo se espera que los médicos sepan en un momento qué deben hacer, y a menos que actúen de inmediato como si comprendieran perfectamente la enfermedad, son considerados como médicos incompetentes por sus amigos impacientes y por los enfermos. Por lo tanto, con el fin de satisfacer las opiniones equivocadas de los enfermos y de sus amigos, deben administrar medicamentos, realizar experimentos y efectuar pruebas, para curar al paciente de una enfermedad de la que no poseen ningún conocimiento real. La naturaleza es cargada con drogas venenosas que ella no puede expulsar del organismo. Los mismos médicos a menudo se convencen de que han utilizado medicamentos poderosos para una enfermedad que no existía, y la muerte ha sido el resultado.
Los médicos son dignos de censura, pero no son los únicos culpables. Los enfermos mismos, si fuesen pacientes, si se pusieran a dieta, si sufrieran un poco, y le dieran tiempo a la naturaleza para rehacerse, se restablecerían más pronto sin utilizar ninguna medicina. Únicamente la naturaleza posee facultades curativas. Las medicinas no tienen poder para curar, sino que por lo general estorbarán los esfuerzos de la naturaleza. Después de todo, es ella la que debe efectuar la obra de restablecimiento. Los enfermos tienen prisa por sanar y los amigos de los enfermos son impacientes. Quieren medicamentos, y si no experimentan en su organismo esa poderosa influencia que sus conceptos erróneos les inducen a pensar que deberían sentir, buscan con impaciencia otro médico. Ese cambio con frecuencia agrava el mal. Y vuelve a comenzar un sistema de curación tan peligroso como el primero, y más fatal, porque los dos tratamientos no concuerdan, y así el organismo queda envenenado más allá de toda esperanza de recuperación.
Pero muchas personas nunca han experimentado los efectos benéficos del agua, y temen utilizar una de las bendiciones más grandes del cielo. Se ha rehusado el agua a personas que sufrían de fiebre quemante por miedo a que les hiciese daño. Si en ese estado febril se les hubiese dado abundante agua para beber, y si se la hubiese aplicado externamente, se habrían evitado largos días y noches de sufrimiento, y se habrían salvado muchas vidas preciosas. Pero miles de personas han muerto por la fiebre consumidora, hasta que se agotó el combustible que las alimentaba, hasta que se consumieron las fuerzas vitales, y los pacientes murieron en la mayor agonía sin que se les permitiera beber agua para aliviar su sed abrasadora. El agua que se administra a un edificio insensible para apagar el fuego rugiente, le es negada a los seres humanos para apagar el fuego que consume sus fuerzas vitales.
Multitudes de personas permanecen en una ignorancia inexcusable acerca de los principios que rigen su organismo. Se preguntan por qué nuestra humanidad es tan débil, y por qué algunos mueren prematuramente. ¿No existe una causa? Los médicos que profesan comprender el organismo humano, prescriben para sus pacientes y aun para sus hijos amados y sus compañeras, venenos de acción lenta para que corten la enfermedad o para que curen indisposiciones leves. Por cierto que no comprenden el daño que estas cosas causan, ya que en ese caso no lo harían. Puede ser que los efectos de los venenos no se perciban inmediatamente, pero éstos inevitablemente realizan su obra en el organismo minando la constitución y estorbando la naturaleza en sus esfuerzos. Procuran corregir un mal pero producen uno peor que a menudo es incurable. Los que son tratados en esta forma están enfermos e ingiriendo medicamentos constantemente. Y sin embargo, si escucháis su conversación, les oiréis alabar con frecuencia las drogas que han estado empleando, y recomendarlas a otros, porque dicen haberse beneficiado con su uso. Para quienes razonen partiendo de las causas para llegar a los efectos, los padecimientos de que continuamente se quejan y la postración general de los que pretenden haber recibido beneficios, constituirían pruebas suficientes de los efectos destructores de la salud que esas drogas poseen. Y sin embargo muchas personas están enceguecidas de tal manera que no advierten que todas las drogas que han tomado no las han curado, sino que las han empeorado. Los inválidos a causa de las drogas abundan en el mundo, pero por lo general son rencillosos e irritables, están siempre enfermos, llevan una existencia miserable y parecen vivir para poner a prueba constantemente la paciencia de los demás. Las drogas venenosas no llegaron a matarlos porque la naturaleza se resiste a abandonar la vida. No está dispuesta a cesar en sus esfuerzos. Sin embargo, estos consumidores de drogas nunca están sanos.
La interminable variedad de medicina que hay en el mercado, los numerosos anuncios de nuevas drogas y mixturas, todas las que, según dicen, realizan curaciones maravillosas, matan a cientos por cada uno que benefician. Los que están enfermos no tienen paciencia. Están dispuestos a tomar diversos medicamentos, algunos de los cuales son muy poderosos, aunque no sepan nada de la naturaleza de estas mixturas. Todos los remedios que toman tienen como único efecto hacer que su restablecimiento sea más difícil. Sin embargo, siguen medicándose, y continúan empeorando hasta que mueren. Algunos desean tener medicamentos a todo trance. En ese caso dejadlos que ingieran esas mixturas perjudiciales y los diversos venenos mortales, bajo su propia responsabilidad. Los siervos de Dios no deberían administrar medicamentos que saben que perjudicarán el organismo, aunque alivien momentáneamente el sufrimiento.--How to Live 3:49-64.
Capítulo 4
Cuando una enfermedad grave afecta a una familia, hay gran necesidad de que cada uno de sus miembros preste estricta atención a la limpieza personal y al régimen de alimentación a fin de mantenerse en una condición saludable, y al hacer esto, fortalecerse contra la enfermedad. Es también de la mayor importancia que la habitación del enfermo esté debidamente ventilada desde el mismo comienzo. Tal cosa será beneficiosa para los afectados por la enfermedad, y es muy necesaria para mantener con salud a los que están obligados a permanecer durante un tiempo prolongado en la habitación del enfermo.
Es muy importante que el enfermo tenga una temperatura estable en su habitación. Si esto se deja librado al juicio de los que lo asisten, no siempre podrá determinarse en forma correcta, porque éstos pueden no ser los mejores jueces de una temperatura adecuada. Y algunas personas requieren más calor que otras, de modo que se sentirán cómodas en una habitación que para otra persona podría estar desagradablemente caliente. Y si se permite que cada una regule el calor para acomodarlo a su propia conveniencia, la atmósfera de la habitación del enfermo distará mucho de tener un calor regular. Algunas veces estará desagradablemente caliente para el paciente, y otras veces estará demasiado fría, lo cual ejercerá el efecto más perjudicial sobre el enfermo. Los amigos o los asistentes del enfermo que, a causa de la ansiedad o de los cuidados que deben prestarle, no pueden dormir lo suficiente, o tienen que levantarse repentinamente en la noche para prestar algún servicio, tienden a ser muy sensibles al frío. Tales personas no constituyen termómetros correctos para medir la temperatura de la habitación del enfermo. Estas cosas pueden parecer de poca importancia, pero tienen mucho que ver con el restablecimiento del enfermo. En numerosos casos la vida ha sido puesta en peligro por los cambios extremos a que se ha sometido la temperatura de la habitación del paciente.
Cuando hay tiempo agradable, en ningún caso debe privarse a los enfermos de abundante aire fresco. Puede ser que sus habitaciones no siempre hayan sido construidas para permitir que las ventanas y las puertas se abran en ellas sin que la corriente de aire los afecte directamente, exponiéndolos a un enfriamiento. En esos casos las ventanas y las puertas deberían abrirse en una habitación adyacente, permitiendo así que el aire fresco entre en el cuarto ocupado por el enfermo. El aire fresco resultará más benéfico para los enfermos que los medicamentos, y es mucho más esencial para ellos que su alimento. Les irá mejor y se restablecerán más pronto privados de alimento que de aire fresco.
Muchos inválidos han estado confinados durante semanas y meses en habitaciones cerradas, privados de la luz y del aire puro y vigorizador del cielo, como si el aire fuera un enemigo mortal, cuando éste era precisamente la medicina que el enfermo necesitaba para recuperarse. Todo el organismo se debilitó y enfermó por falta de aire, y la naturaleza se estaba hundiendo bajo su carga de impurezas acumuladas, con la adición de los venenos de moda administrados por los médicos, hasta que fue vencida y se quebrantó debido a sus esfuerzos, y como resultado de esto los enfermos murieron. Pudieron haber vivido. El cielo no quería su muerte. Murieron como víctimas de su propia ignorancia, de la ignorancia de sus amigos, y de la ignorancia y el engaño de los médicos que les dieron venenos de moda, y los privaron de agua pura para beber y de aire fresco para respirar, lo que habría vigorizado los órganos vitales, purificado la sangre y ayudado a la naturaleza en su tarea de vencer el estado deficiente de su organismo. Estos remedios valiosos provistos por el cielo, y que no cuestan nada, fueron puestos de lado y considerados no solamente sin valor sino también como enemigos peligrosos, mientras los venenos prescriptos por los médicos eran tomados con ciega confianza.
Miles de personas han muerto por falta de agua pura y de aire puro, y sin embargo, habrían podido vivir. Y miles de inválidos que están vivos, que constituyen una carga para sí mismos y para otros, piensan que sus vidas dependen de la ingestión de los medicamentos recetados por los médicos. Se están protegiendo continuamente del aire y evitando el uso del agua. Pero necesitan de estas bendiciones para restablecerse. Si quisieran recibir instrucción y dejaran de lado los medicamentos, si se acostumbraran al ejercicio al aire libre y a tener aire en sus casas, en el verano y en el invierno, y a utilizar agua pura para beber y bañarse, estarían comparativamente bien y felices en lugar de arrastrar una existencia miserable.
Los asistentes y las enfermeras que trabajan en los cuartos de los enfermos deben cuidar su propia salud, especialmente en los casos graves de fiebre y de tuberculosis. No debe permitirse que una sola persona permanezca durante un tiempo prolongado en la habitación del enfermo. Es más seguro que dos o tres enfermeras cuidadosas y competentes se turnen para atender al enfermo en su cuarto cerrado. Cada una debería hacer ejercicio al aire libre con tanta frecuencia como sea posible. Esto es importante para los que asisten a los enfermos, especialmente si los amigos del enfermo pertenecen a esa clase de gente que considera el aire como un enemigo cuando se lo deja entrar en la habitación del enfermo, y no permite que se abran las ventanas y las puertas. En este caso, el enfermo y sus asistentes se ven obligados a respirar diariamente una atmósfera intoxicante, debido a la inexcusable ignorancia de los amigos del enfermo.
En muchísimos casos los acompañantes del enfermo ignoran las necesidades del organismo y la relación que existe entre la respiración de aire fresco y la salud, y desconocen también la influencia destructora de la vida que ejerce la inhalación del aire contaminado del cuarto del enfermo. En este caso peligra la vida del paciente, y los acompañantes mismos corren el riesgo de contraer la enfermedad y de perder la salud, y posiblemente hasta la vida.
Si la fiebre ataca a una familia, a menudo más de uno de sus miembros la padece. Esto no debería ocurrir si los hábitos de la familia fuesen correctos. Si la alimentación fuese adecuada, si observasen hábitos de aseo y comprendiesen la necesidad de ventilación, la fiebre no necesitaría contagiar a los demás miembros de la familia. La razón por la que las fiebres reinan en las familias, y amenazan a los acompañantes del enfermo, es que la habitación del paciente no se mantiene libre de la infección tóxica mediante la limpieza y la ventilación adecuadas.
Si los que atienden a los enfermos se interesan seriamente en el tema de la salud y comprenden la necesidad de ventilación para su propio beneficio tanto como el del paciente, y si los parientes y el enfermo se oponen a que se deje entrar aire y luz en la habitación, los que asisten al enfermo deberían abandonar el cuarto sin tener escrúpulos de conciencia. Deberían sentirse liberados de sus obligaciones hacia el enfermo. No es deber de una o más personas el arriesgarse a contraer una enfermedad y poner en peligro su vida respirando una atmósfera tóxica. Si los enfermos son víctimas de sus propias ideas erróneas, e impiden la entrada a sus habitaciones de las bendiciones más esenciales del cielo, dejad que lo hagan, pero sin poner en peligro a los que desean vivir.
La madre, guiada por el sentido del deber, ha dejado a su familia para servir en la habitación del enfermo, donde no se permitía la entrada de aire fresco, y ha enfermado por respirar en una atmósfera contaminada; todo su organismo quedó afectado. Después de sufrir intensamente durante un tiempo, ha muerto dejando huérfanos a sus hijos. El enfermo que compartió la simpatía y la abnegación de esta madre recuperó su salud, pero ni él ni sus amigos comprendieron que se había sacrificado una vida preciosa debido a la ignorancia de la relación que existe entre el aire puro y la salud. Tampoco se sintieron responsables hacia los hijos que habían quedado sin el cuidado tierno de una madre.
Las madres a veces permiten que sus hijas cuiden a los enfermos en habitaciones mal ventiladas, y como resultado de eso han tenido que atenderlas durante el período de su enfermedad. Y debido a la ansiedad de la madre y a los cuidados prestados a su hija, ella también ha enfermado, y con frecuencia una o las dos han muerto, o han quedado con una constitución quebrantada o bien han vivido como inválidas durante el resto de su vida. Hay una lista lamentable de males que tienen su origen en la habitación del enfermo, pero de la que se ha excluido el aire puro del cielo. Todos los que respiran esa atmósfera tóxica violan las leyes que rigen su organismo y deben sufrir la penalidad.
Los enfermos, por regla general, se ven obligados a soportar a un exceso de visitantes que hablan con ellos y los cansan con sus diversos temas de conversación, cuando lo que necesitan es reposo sin ninguna clase de perturbación. Muchos han enfermado por haber abusado de sus fuerzas. Sus energías exhaustas los obligan a dejar de trabajar, y son llevados al lecho del dolor. El descanso, la libertad de las preocupaciones, la luz, el aire puro, el agua pura y una dieta sobria, es todo lo que necesitan para restablecerse. Es una bondad equivocada la que conduce a muchos a visitar a los enfermos por cortesía. Con frecuencia han pasado una noche sin dormir y con sufrimiento después de recibir visitantes. Han sido excitados en mayor o en menor grado, y la reacción ha sido demasiado grande para sus energías que ya estaban debilitadas, y como resultado de esas visitas de cortesía, los enfermos han sido puestos en estado peligroso, y se han sacrificado vidas por falta de consideración y prudencia.
A veces al enfermo le agrada ser visitado y saber que sus amigos no lo han olvidado en su aflicción. Pero aunque estas visitas pueden producir satisfacción, en muchos casos han cargado la balanza cuando el enfermo se estaba restableciendo, y la balanza ha descendido hasta la muerte. Los que no están en condiciones de prestar ayuda deberían tener cuidado en lo que concierne a las visitas a los enfermos. Si no pueden hacer ningún bien, puede ser que hagan mal. Pero no hay que descuidar a los enfermos. Debe atendérselos en la mejor forma posible, y deben contar con la simpatía de sus amigos y sus parientes.
La costumbre muy difundida de tener veladores, que cuidan al enfermo durante la noche, ha producido mucho daño. Esto puede ser necesario en casos críticos; pero con frecuencia con esta práctica se causa más perjuicio que beneficio al enfermo. Ha imperado la costumbre de impedir la entrada de aire a la habitación de los enfermos. La atmósfera de estos cuartos, para decir lo menos, es sumamente impura, lo que agrava mucho la condición del enfermo. Además de esto, el tener uno o más veladores que usan el escaso aire vital que puede entrar en la habitación del enfermo a través de las hendiduras de las puertas y las ventanas, priva a los pacientes de su vitalidad y los deja más debilitados de lo que habrían podido estar si se los hubiese dejado solos. Pero el mal no termina aquí. Aun un solo velador causará más o menos perturbación que molestará al enfermo. Pero cuando hay dos veladores a menudo conversan, a veces en voz alta, pero más frecuentemente cuchicheando, lo que resulta más exasperante y excita más los nervios del enfermo que si se hablara en voz alta.
Los enfermos pasan muchas horas de sufrimiento por causa de los veladores. Si se los dejase solos, con las luces apagadas, sabiendo que todos descansan, podrían dormir con más facilidad, y en la mañana despertarían refrescados. Cada porción de aire vital en la habitación del enfermo tiene el más alto valor, aunque muchos enfermos lo ignoren. Se sienten muy deprimidos y no saben a qué atribuirlo. Una corriente de aire puro que circulase por la habitación ejercería un efecto vigorizador sobre ellos.
Pero si temen al aire, y si se privan de su bendición, el escaso aire que se permite que llegue hasta ellos no debería ser consumido por los veladores ni por la llama de una lámpara. Los acompañantes de los enfermos, de ser posible, deberían dejarlos que descansen durante la noche, mientras ellos ocupan una habitación contigua.
En la habitación del enfermo debería evitarse todo ruido y excitación, y toda la casa debería mantenerse tan tranquila como sea posible. La ignorancia, el descuido y la imprudencia han causado la muerte de muchas personas que habrían podido vivir si hubiesen recibido el cuidado debido de parte de asistentes juiciosos y considerados. Las puertas hay que abrirlas y cerrarlas con cuidado, y los asistentes deben moverse sin prisa, sin ruido y con aplomo.
La habitación del enfermo, si es posible, debería tener una corriente de aire que circulara por ella día y noche. La corriente no debería dar directamente sobre el enfermo. Se corre poco peligro de enfriamiento cuando hay una fiebre intensa. Pero debe tenerse cuidado especial cuando sobreviene la crisis y pasa la fiebre. Hay que ejercer una vigilancia constante para mantener la vitalidad del organismo. Los enfermos deben tener aire puro y vigorizador. Si no es posible hacerlo en otra forma, el enfermo, hasta donde se pueda, debería ser llevado a otra habitación y puesto en otra cama, mientras su cuarto, su cama y sus ropas son purificados mediante el proceso de ventilación. Si los que están bien necesitan las bendiciones de la luz y del aire, y necesitan tener hábitos de limpieza a fin de conservarse sanos, los enfermos tienen una necesitad aún mayor de estos recursos en proporción a su condición debilitada.
Podría evitarse una gran cantidad de sufrimiento si todos colaboran para prevenir la enfermedad, obedeciendo estrictamente las leyes de la salud. Hay que observar hábitos estrictos de aseo. Muchas personas, mientras están bien, no se toman el trabajo de conservarse sanas. Descuidan el aseo personal y no tienen cuidado de mantener su ropa limpia. Las impurezas pasan en forma constante e imperceptible del cuerpo a la piel, a través de los poros, y si no se mantiene la superficie de la piel en una condición saludable, el organismo es recargado con los residuos impuros. Si la ropa que se usa no se lava y se airea con frecuencia, se contamina con las impurezas expelidas por el cuerpo por medio de la transpiración. Y si no se eliminan con frecuencia las impurezas de la ropa, los poros de la piel vuelven a absorber los materiales de desecho que habían sido expelidos. Las impurezas del cuerpo, si no se permite su salida, son llevadas de vuelta a la sangre e introducidas forzadamente en los órganos internos. La naturaleza, para librar al organismo de las impurezas tóxicas, realiza un esfuerzo que produce fiebre, y a esto se lo llama enfermedad. Pero aun entonces, si los que enferman ayudan a la naturaleza en sus esfuerzos, utilizando agua pura, se evitaría mucho sufrimiento. Pero muchas personas en lugar de hacer esto y de procurar eliminar las sustancias venenosas del organismo, introducen en el organismo un veneno más mortal para eliminar otro veneno que ya estaba allí.
Si cada familia comprendiese los resultados beneficiosos de la limpieza cabal, efectuaría esfuerzos especiales para quitar toda impureza de sus personas y de sus casas, y extendería sus esfuerzos a los patios. Muchos permiten que haya cerca de sus casas sustancias vegetales en descomposición. No comprenden la influencia de estas cosas. De esas sustancias descompuestas surgen continuamente emanaciones que envenenan el aire. Al respirar ese aire impuro, la sangre se envenena, los pulmones se afectan y enferma todo el organismo. Diversas enfermedades son causadas por la inhalación del aire contaminado por estas sustancias en descomposición.
Algunas familias han enfermado de fiebre, algunos de sus integrantes han muerto y los miembros restantes casi han murmurado contra su Creador debido a la aflicción que les ha sobrevenido, cuando la única causa de su enfermedad y muerte ha sido su propio descuido. Las impurezas que había alrededor de su casa han acarreado sobre ellos las enfermedades contagiosas y las grandes tribulaciones de las que culpan a Dios. Toda familia que aprecie la salud debería limpiar sus casas y sus patios de toda sustancia en descomposición.
Dios ordenó a los israelitas que no permitieran que hubiera impurezas en su persona ni en su ropa. Los que tenían alguna impureza personal debían ser excluidos del campamento hasta la noche, y luego se requería que se limpiasen ellos mismos y sus ropas antes de poder regresar al campamento. Dios les ordenó también que no tuvieran impurezas cerca de sus tiendas y hasta una gran distancia del campamento, no fuera que el Señor pasara por allí y viera su inmundicia.
En lo que atañe a la limpieza, Dios no requiere de su pueblo hoy menos de lo que requería del Israel antiguo. El descuido de la limpieza producirá enfermedad. La enfermedad y la muerte prematura no ocurren sin una causa. Fiebres pertinaces y enfermedades violentas han prevalecido en vecindarios y en pueblos que hasta entonces se habían considerado saludables, y algunos han muerto mientras otros han quedado con una constitución quebrantada e inválidos durante toda la vida. En muchos casos sus propios patios contenían los agentes destructivos que enviaban venenos mortales a la atmósfera, para ser luego respirados por la familia y el vecindario. La pereza y el descuido que a veces se advierten son detestables, y es asombrosa la ignorancia del efecto que tales cosas ejercen sobre la salud. Esos lugares deberían ser purificados, especialmente durante el verano, con cal o ceniza, o enterrando las inmundicias.
Algunas casas están costosamente amuebladas más para gratificar el orgullo y para recibir visitas, que para la comodidad, la conveniencia y la salud de la familia. Las mejores habitaciones son mantenidas a oscuras. Se las priva de luz y de aire, no sea que la luz del cielo dañe los muebles costosos, destiña las alfombras o manche los marcos de los cuadros. Cuando se permite que los visitantes se sienten en estas habitaciones de gran valor, se arriesgan a contraer un resfrío debido a la atmósfera fría que reina en ellas. Los salones y los dormitorios se mantienen igualmente cerrados y por las mismas razones. Y quienquiera que ocupe esas camas que no han estado bien expuestas a la luz y al aire, lo hacen a expensas de su salud y con frecuencia hasta de la vida.
Las habitaciones que no están expuestas a la luz y al sol se humedecen. Las camas y las ropas de cama también se humedecen, y la atmósfera de estas habitaciones es tóxica, porque no ha sido purificada por la luz y el aire. Las personas que han dormido en estos departamentos de moda, pero destructores de la salud, han contraído diversas enfermedades. Toda familia que estime la salud por encima del hueco aplauso de los visitantes elegantes, permitirá que el aire circule y que haya abundancia de luz en cada habitación de sus casas durante varias horas cada día. Pero muchos siguen la moda tan de cerca que se hacen esclavos de ella, y están dispuestos a sufrir enfermedades y hasta la muerte, antes que estar al margen de la moda. Segarán lo que siembran. Vivirán en forma elegante, pero sufrirán enfermedades como resultado de esto, los médicos les recetarán venenos de moda, y morirán de una muerte a la moda.
Los dormitorios especialmente deberían estar bien ventilados, y su atmósfera debe ser hecha saludable mediante el aire y la luz. Hay que dejar las persianas abiertas varias horas cada día, hay que correr las cortinas y airear cabalmente la habitación. Ni por corto tiempo debería quedar nada que contamine la pureza de la atmósfera.
Muchas familias sufren de malestar de la garganta, de enfermedad del pulmón, y se quejan del hígado, a causa de su propia conducta inadecuada. Sus dormitorios son pequeños, inapropiados para dormir en ellos una sola noche, y sin embargo ocupan los pequeños apartamentos durante semanas, meses y años. Mantienen puertas y ventanas cerradas temiendo que se resfriarán si queda una hendidura abierta a la entrada del aire. Respiran el mismo aire una vez tras otra, hasta que se impregna de impurezas tóxicas y de desechos expelidos por sus cuerpos a través de los pulmones y los poros de la piel. Estas personas pueden realizar un sencillo experimento para convencerse de que el aire de sus habitaciones es insalubre; entren en ellas después de haber permanecido durante un tiempo al aire libre. Entonces podrán tener idea de las impurezas que han estado llevando a la sangre a través de las inhalaciones realizadas por los pulmones. Los que atentan en esta forma contra la salud deben sufrir de enfermedad. Todos deben considerar la luz y el aire como las bendiciones más preciadas del cielo. No deberían cerrar la puerta a esas bendiciones como si fuesen enemigos.
Los dormitorios deberían ser amplios, y estar dispuestos de tal modo que permitan que el aire circule por ellos durante el día y la noche. Los que han excluido el aire de sus dormitorios deberían comenzar a cambiar inmediatamente de proceder. Deberían permitir la entrada del aire gradualmente, y aumentar su circulación hasta que puedan soportarlo en invierno y en verano, sin peligro de resfriarse. Se necesita aire puro para mantener la salud de los pulmones.
Los que no han dejado que el aire circulara libremente en sus habitaciones durante la noche, por lo general despiertan sintiéndose agotados y afiebrados y no saben cuál es la causa. Era aire, aire vital, que todo el organismo necesitaba, pero no pudo obtenerlo. La mayor parte de las personas, después de levantarse en las mañanas, podrían recibir beneficio si se dieran un baño con ayuda de una esponja o, si les resulta más agradable, utilizando una toalla mojada. Esto quitará las impurezas de la piel. Luego hay que sacar las ropas de la cama, pieza por pieza, para exponerla a la acción del aire. Hay que abrir las ventanas, asegurar las persianas y dejar que el aire circule libremente por los dormitorios durante varias horas, o aun durante todo el día. En esta forma la cama y la ropa se airearán completamente y la habitación será limpiada de impurezas.
Los árboles de sombra y los arbustos plantados muy cerca de la casa son perjudiciales para la salud, porque impiden la libre circulación del aire y estorban el paso de los rayos del sol. Como resultado de esto la casa se humedece. Especialmente durante la estación lluviosa, los dormitorios se humedecen y los que duermen en las camas sufren de reumatismo, de neuralgias y de afecciones pulmonares que generalmente conducen a la tuberculosis. Cuando hay muchos árboles, éstos arrojan muchas hojas, las que, si no se las levanta inmediatamente, se corrompen e intoxican la atmósfera. Un patio hermoseado con árboles bien distribuidos y con algunos arbustos plantados a una distancia prudencial de la casa, proporciona felicidad y gozo a la familia, y si se lo cuida en forma debida no perjudicará la salud. Las casas, si esto es posible, deberían edificarse en lugares altos y secos. Si se construye una casa en un lugar donde el agua se junta alrededor de ella, y permanece durante un tiempo, y luego se seca poco a poco, se produce un miasma tóxico cuyos resultados serán fiebre, paludismo, mal de garganta, y enfermedades de los pulmones.
Muchas personas han esperado que Dios las protegería de las enfermedades únicamente porque así se lo pedían. Pero Dios no toma en cuenta sus oraciones porque su fe no ha sido hecha perfecta por las obras. Dios no obrará un milagro para librar de la enfermedad a los que no tienen cuidado de sí mismos, sino que violan continuamente las leyes de la salud, y no realizan ningún esfuerzo para impedir la enfermedad. Cuando hacemos todo lo posible por tener salud, entonces podemos esperar resultados positivos y podemos pedir a Dios con fe que bendiga nuestros esfuerzos realizados en favor de la conservación de la salud. Entonces él contestará nuestra oración, si su nombre puede ser glorificado de ese modo. Todos deben comprender que tienen una obra que realizar. Dios no obrará en forma milagrosa para conservar la salud de las personas que adoptan una conducta que seguramente los hará enfermar, a causa de su descuido de las leyes de la salud. How to Live 4:54-64.
Capítulo 5
En esta época de degeneración, los hijos nacen con constituciones débiles. Los padres se asombran por la gran mortalidad que reina entre los niños y los jóvenes, y dicen: "Esto no ocurría antes". Entonces los niños eran más saludables y vigorosos, y recibían menos cuidados que ahora. Sin embargo, con todo el cuidado que reciben ahora, crecen débiles, se marchitan y mueren. Debido a sus hábitos erróneos, los padres han transmitido enfermedad e imbecilidad a sus hijos.
Después del nacimiento, se los hace empeorar mucho debido a un gran descuido de las leyes que gobiernan su organismo. El cuidado debido mejoraría notablemente su salud física. Pero los padres pocas veces tratan debidamente a sus hijos pequeños, ni toman en cuenta la herencia miserable que ya recibieron de ellos. El trato errado que dan a sus hijos disminuye su capacidad para vivir y los dispone para una muerte prematura. Esos padres no carecían de amor hacia sus hijos, pero ese amor fue mal aplicado. Un gran error que la madre comete en relación con su hijo pequeño es que lo priva mucho de aire fresco, el que debería tener para fortalecerse. Muchas madres adoptan la práctica de tapar la cabeza de sus hijos pequeños mientras éstos duermen, y hacen esto en una habitación caliente que pocas veces es ventilada en forma debida. Esto solo es suficiente para debilitar mucho el funcionamiento del corazón y de los pulmones, con lo que todo el organismo queda afectado. Si bien es cierto que hay que proteger a los niños de las corrientes de aire o de cualquier cambio repentino y demasiado grande en la temperatura, también es verdad que hay que tener cuidado especial para que el niño respire en una atmósfera pura y vigorizante. En la habitación de la criatura no debería haber ningún olor desagradable, ni tampoco cerca del niño. Esas cosas son más peligrosas para la débil criatura que para los adultos.
Las madres han tenido la costumbre de vestir a sus hijos a la moda, en lugar de tener en cuenta los mejores intereses de la salud. Las ropas de los niños por lo general se confeccionan para que tengan una buena apariencia, más para ser exhibidas que para la conveniencia y la comodidad. Se pasa mucho tiempo bordando y preparando adornos innecesarios, para hacer más hermosas las ropas del niño. La madre con frecuencia realiza ese trabajo a expensas de su propia salud y de la de su hijo. Cuando debería estar disfrutando de un ejercicio agradable, a menudo está inclinada sobre un trabajo que recarga gravemente sus ojos y sus nervios. Y con frecuencia resulta difícil hacer comprender a la madre su solemne obligación de conservar su salud por su propio bien y por el de su hijo.
La ostentación y la moda son el altar del demonio sobre el que muchas mujeres americanas sacrifican a sus hijos. La madre coloca sobre el diminuto ser humano los trajes de moda que ha demorado semanas en confeccionar, y que son completamente inadecuados para usarlos si se han de tomar en cuenta los intereses de la salud. Los vestidos se hacen extravagantementes largos, y a fin de mantenerlos sobre el niño, su cuerpo o su pecho se ciñen estrechamente con bandas, lo que estorba el libre funcionamiento del corazón y de los pulmones. Se obliga a los niños a soportar un peso innecesario debido al largo de su ropa, y al estar vestidos de esa manera no pueden utilizar libremente sus músculos ni sus miembros.
Las madres han considerado que es necesario comprimir los cuerpos de sus niños pequeños para mantenerlos en forma, como si temieran que sin esas fajas las criaturas fueran a caer en pedazos o a deformarse. ¿Se ha deformado la creación animal debido a que se ha dejado que la naturaleza hiciera su obra por sí misma? ¿Se deforman los corderitos porque no se los ciñe con fajas para darles forma? Su forma es delicada y hermosa. Las criaturas humanas son las más perfectas, y sin embargo las más desvalidas de toda la obra del Creador, y por lo tanto sus madres deberían recibir instrucción acerca de las leyes físicas, a fin de ser capaces de criarlas con salud física, mental y moral. Madres, la naturaleza ha dado a vuestros hijos formas que no necesitan de ataduras ni de fajas para perfeccionarlas. Antes de entregarlos a vuestro cuidado, Dios les ha proporcionado huesos y músculos suficientes para su sostenimiento y para proteger la delicada maquinaria de su organismo.
Los vestidos de los niños pequeños deberían confeccionarse de tal modo que su cuerpo no quedara comprimido en el mínimo grado después de haber ingerido una comida. La costumbre de vestir a los niños a la moda, para ser admirados por las visitas, es muy perjudicial para ellos. Se les prepara la ropa con todo ingenio para hacérselos sentir lamentablemente incómodos, y el pequeño a menudo siente más desasosiego al pasar de unos brazos a otros y al ser acariciado por todos. Pero hay un mal mayor que los que hemos mencionado. Se expone a la criatura al aire viciado por la respiración de muchas personas, sin tomar en cuenta que esto es muy perjudicial hasta para los pulmones de los adultos. Los pulmones de la criatura sufren y se enferman por respirar la atmósfera de una habitación envenenada por el aliento corrompido de los que usan tabaco. Muchos niños son intoxicados irremediablemente al dormir en una misma cama con sus padres que usan tabaco. Al respirar las emanaciones que salen de los pulmones y de los poros de la piel, el organismo del niño se llena con el veneno. Mientras sobre algunos obra como un tóxico lento y afecta el cerebro, el corazón, el hígado y los pulmones, y como resultado de esto los niños se consumen y se debilitan gradualmente, sobre otros ejerce una influencia más directa causándoles espasmos, accesos, parálisis y muerte repentina. Los afligidos padres se lamentan a causa de la muerte de sus seres queridos y se extrañan de los inescrutables designios de Dios que los han afligido tan cruelmente, cuando en realidad la Providencia no tenía el propósito de que esos niños murieran. Murieron como mártires de la corrompida apetencia por el tabaco. Los padres matan por ignorancia, pero no por eso menos efectivamente, a sus hijos pequeños con ese repugnante veneno. Cada exhalación de los pulmones del esclavo del tabaco envenena el aire en torno a él. Los niños deberían mantenerse libres de todo lo que excite el sistema nervioso, y cuando están despiertos o dormidos, en el día o en la noche, deberían respirar en una atmósfera pura, limpia, saludable y libre de toda contaminación tóxica.
Otra gran causa de mortalidad de los niños y de los jóvenes es la costumbre de dejarles los brazos y los hombros desnudos. Ninguna censura es demasido severa para esta moda. Ha costado la vida a miles. El aire que baña los brazos y las piernas, y que circula alrededor de las axilas, enfría estas partes sensibles del cuerpo tan cercanas a los órganos vitales y estorba la circulación saludable de la sangre produciendo enfermedad, especialmente de los pulmones y del cerebro. Los que consideran la salud de sus hijos de más valor que las necias alabanzas de las visitas o la admiración de los desconocidos, siempre cubrirán los hombros y los brazos de sus tiernas criaturas. Con frecuencia se ha llamado la atención de una madre al tono morado de los brazos y las manos de su hijo, y se le ha advertido contra la práctica destructora de la salud y la vida; y su respuesta ha sido a menudo: "Siempre visto a mis hijos en esta forma. Están acostumbrados. No puedo soportar el ver cubiertos los brazos de los niños. Parece algo pasado de moda". Estas madres visten a sus delicados niños como no se atreverían a vestirse ellas mismas. Saben que si anduvieran con sus propios brazos desnudos temblarían de frío. ¿Pueden los niños de poca edad soportar este proceso de endurecimiento sin perjudicarse? Algunos niños pueden nacer con constituciones tan vigorosas que son capaces de soportar esos excesos sin perder la vida; sin embargo miles son sacrificados, y decenas de miles reciben el fundamento para una vida corta e inválida, debido a la costumbre de fajarlos y de recargar el cuerpo con demasiada ropa mientras se dejan desnudos los brazos que están tan distantes del asiento de la vida y que por esta misma causa necesitan aún más protección que el pecho y los pulmones. ¿Pueden las madres esperar tener hijos tranquilos y saludables si los tratan de ese modo?
Cuando las piernas y los brazos se enfrían, la sangre se aleja de ellos y se acumula en los pulmones y la cabeza. La circulación queda entorpecida y la delicada maquinaria de la naturaleza no funciona armoniosamente. El organismo del niño se trastorna, y éste llora y se queja debido al sufrimiento que se ve obligado a soportar. La madre lo alimenta porque piensa que tiene hambre, cuando el alimento lo único que consigue es aumentar el sufrimiento. Fajas apretadas y un estómago recargado no pueden llevarse bien. El niño no tiene lugar para respirar. De manera que llora, se agita y jadea por la falta de aire, y sin embargo la madre no descubre cuál es la causa. Si comprendiera cuál es la razón de ese estado, podría aliviar de inmediato sus sufrimientos, por lo menos en lo que atañe a las fajas apretadas. Por fin se alarma porque piensa que su hijo está realmente enfermo, de modo que llama a un médico; éste lo mira gravemente durante unos momentos y luego extrae medicamentos venenosos, o algo denominado jarabe calmante, que la madre introduce en la boca de su hijo maltratado, siguiendo las instrucciones del médico. Si no estaba enfermo antes, ahora sí lo está. Ahora sufre de una enfermedad producida por la droga, y ésta es la más pertinaz e incurable de todas las enfermedades. Si se restablece, experimentará en mayor o menor grado en su organismo los efectos de esa droga tóxica, y es probable que sufra espasmos, enfermedad del corazón, hidropesía en el cerebro o tuberculosis. Algunos niños no son lo suficientemente fuertes como para soportar ni aun una pequeña porción de drogas tóxicas, y cuando la naturaleza reúne sus fuerzas para hacer frente al intruso, las fuerzas vitales del tierno niño experimentan una carga demasido grande, hasta que la muerte pone fin a la escena.
En esta época no es infrecuente ver a una madre junto a la cuna de su hijo enfermo y agonizante, con el corazón traspasado de angustia mientras oye los débiles gemidos y presencia los estertores de muerte. Le parece incomprensible que Dios aflija de ese modo a un niño inocente. No piensa que su proceder errado es el que ha producido ese triste resultado. Destruyó la vida del niño tan seguramente como si le hubiera dado veneno. La enfermedad nunca sobreviene sin una causa. Primero se prepara el camino, y luego se invita a la enfermedad al no tomar en cuenta las leyes de la salud. Dios no se complace con los sufrimientos y la muerte de los niñitos. Los encomienda a los padres para que los eduquen física, mental y moralmente, y para que los preparen con el fin de ser útiles aquí en la tierra y luego en el cielo.
Si la madre permanece en ignorancia en lo que atañe a las necesidades físicas de su hijo, y como resultado éste enferma, no debe esperar que Dios obrará un milagro para contrarrestar la parte que ella tuvo para enfermarlo. Han muerto miles de niños que deberían haber vivido. Son mártires de la ignorancia de sus padres acerca de la relación que el alimento, el vestido y el aire que respiran tienen con la salud. Las madres, en el tiempo pasado, deberían haber sido como médicos para sus hijos. El tiempo que dedicaron al hermoseamiento superfluo de la ropa de sus hijos, deberían haberlo empleado en un propósito más noble: en instruirse acerca de sus propias necesidades físicas y las de sus hijos. Oeberían haber enriquecido su mente con conocimientos útiles acerca del mejor método para criar a sus hijos con salud, teniendo en cuenta que las generaciones futuras se perjudicarían o se beneficiarían con su proceder.
Las madres que tienen hijos fastidiosos e irritables deberían averiguar cuál es la causa de su desasosiego. Al hacerlo, con frecuencia descubrirían que hay algo que está errado en el trato que les dan. A menudo la madre se alarma por los síntomas de enfermedad manifestados por su hijo, y se apresura a llamar a un médico, cuando los sufrimientos del niño podrían aliviarse si le quitase las ropas apretadas y lo vistiera con ropas sueltas y cortas, para permitirle utilizar los pies y las piernas. Las madres deberían analizar las causas para llegar a los efectos. Si el niño se resfría, esto se debe generalmente al trato desacertado de la madre. Si le cubre la cabeza tanto como el cuerpo mientras duerme no tardará en transpirar a causa del esfuerzo de la respiración causado por la falta de aire puro y vital. Cuando lo saca de debajo de las frazadas es casi seguro que se resfriará. Por tener los brazos desnudos, el niño está expuesto constantemente al frío y a la congestión de los pulmones o del cerebro. Estas exposiciones al aire preparan el camino para fa enfermedad y la limitación del crecimiento.
Los padres son responsables en gran medida de la salud física de sus hijos. Los hijos que sobreviven a pesar de los abusos a que se los ha sometido cuando eran criaturas, no están fuera de peligro durante su niñez. Sus padres siguen tratándolos equivocadamente. Les dejan las piernas y los brazos casi desnudos. Los que estiman la moda por encima de la salud colocan armados debajo de la ropa de sus hijas. Los armados no son convenientes, modestos ni saludables. Impiden que la ropa ciña el cuerpo. Las madres les visten la parte superior de las piernas con pantaletas de percal, que les llegan casi hasta las rodillas, mientras la parte inferior de las piernas está cubierta únicamente con un pliegue de franela o de algodón, y los pies están calzados con botines de suela delgada. Debido a que los vestidos son mantenidos alejados del cuerpo por los armados, es imposible que reciban calor suficiente de su ropa, y sus piernas están continuamente bañadas por aire frío. Las extremidades están heladas y el corazón debe realizar un doble trabajo para hacer circular la sangre por esas extremidades heladas, y cuando la sangre ha completado su circuito por el cuerpo y ha vuelto al corazón, no es la misma corriente vigorosa y caliente que salió de él. Se ha enfriado al pasar por las piernas. El corazón, debilitado por un trabajo excesivo y una circulación pobre de la sangre, se ve obligado a realizar un trabajo mayor aún para enviar la sangre a las extremidades que nunca están saludablemente calientes como otras partes del cuerpo. El corazón falla en sus esfuerzos y las piernas permanecen habitualmente frías; y la sangre que es impedida de circular por las extremidades a causa del frío, es llevada a los pulmones y el cerebro, y como resultado produce inflamación y congestión de estos órganos.
Dios considera responsables a las madres por las enfermedades que sus hijos se ven obligados a soportar. Las madres se inclinan ante el altar de la moda, y sacrifican la salud y la vida de sus hijos. Muchas madres ignoran cuál es el resultado de su costumbre de vestir en esa forma a sus hijos, ¿pero no deberían informarse cuando hay tanto en juego? ¿Es la ignorancia una excusa suficiente para vosotras que poseéis la facultad de razonar? Podéis informaros si deseáis hacerlo, y vestir a vuestros hijos en forma saludable.
Los padres no pueden esperar que sus hijos tengan salud mientras los visten con capas y pieles, y recargan con vestidos las partes del cuerpo que no los necesitan, y en cambio dejan casi desnudas las extremidades que deberían contar con una protección especial. Las partes del cuerpo que están cercanas a las fuentes de la vida necesitan menos protección que las extremidades que están más alejadas de los órganos vitales. Si las piernas y los pies pudiesen tener la protección adicional que usualmente se da a los hombros, los pulmones y el corazón, y si contaran con una circulación saludable, los órganos vitales funcionarían saludablemente sólo con la parte de ropa que les corresponde.
Os exhorto a vosotras madres. ¿No os sentís alarmadas y afligidas al ver a vuestros hijos pálidos y de baja estatura, sufriendo de catarro, influenza, crup, con tumefacciones escrofulosas en la cara y en el cuello, con inflamación y congestión de los pulmones y el cerebro? ¿Habéis analizado las causas para llegar a los efectos? ¿Les habéis proporcionado un régimen de alimentación sencillo, libre de grasas y de condimentos? ¿No habéis seguido los dictados de la moda en la preparación de vestidos para vuestros hijos? El dejar los brazos y las piernas mal protegidos ha sido la causa de una vasta cantidad de enfermedades y de muertes prematuras. No hay razón para que los pies y las piernas de vuestras hijas no estén cubiertos confortablemente como los de vuestros hijos. Los niños, acostumbrados al aire libre, se endurecen contra el frío y la exposición, y están menos sujetos a los resfríos cuando llevan poca ropa que las niñas, porque el aire libre parece ser su elemento natural. Las niñas delicadas, acostumbradas a vivir dentro de la casa y en una atmósfera calentada, salen de la habitación caldeada al aire libre con las piernas y los pies pocas veces mejor protegidos contra el frío de lo que están mientras permanecen en un cuarto cerrado y caliente. El aire pronto les enfría las piernas y los pies, y prepara el camino para la enfermedad.
Vuestras niñas deberían llevar el talle de sus vestidos perfectamente suelto, y deberían tener un estilo de vestir conveniente, cómodo y modesto. En tiempo frío deberían llevar pantaloncitos de abrigo de franela o de algodón que puedan colocarse dentro de las medias. Encima de éstos deberían llevar pantalones forrados abrigados, que pueden ser largos, bien abotonados en el tobillo o ceñidos a la pierna hasta el borde del zapato. Sus vestidos deberían llegar más abajo de las rodillas. Con este estilo de vestir se necesita una sola falda liviana, o a lo sumo dos, y éstas deberían ir abotonadas en la cintura. Los zapatos deberían tener suelas gruesas y ser bien confortables. Con este método de vestir, vuestras hijas no correrán más peligro al aire libre que vuestros hijos. Y su salud sería mucho mejor si viviesen más al aire libre, aun en invierno, en vez de estar confinadas en las habitaciones cerradas y calentadas con estufas.
Los padres pecan ante el cielo al vestir a sus hijos en la forma como lo hacen. La única excusa que pueden presentar es la moda. No pueden invocar la modestia al exponer al frío las extremidades de sus hijos, cubriéndolas insuficientemente. No pueden sostener que es saludable o atractivo. Los que se llaman a sí mismos reformadores no pueden presentar como excusa el hecho de que otros siguen practicando esta costumbre destructora de la salud y la vida. El hecho de que todos los que os rodean sigan una moda que es perjudicial para la salud no disminuirá en nada vuestro pecado, ni constituirá ninguna garantía para la salud y la vida de vuestros hijos.--How to Live 5:66-74.
Capítulo 6
Hermanas mías, es necesario que hagamos una reforma en nuestra manera de vestir. Hay muchos errores en el estilo de vestir femenino actual. Es perjudicial para la salud, y por lo tanto un pecado, el que las mujeres lleven corsés apretados, ballenas o que se compriman el talle. Esto ejerce una influencia depresora sobre el corazón, el hígado y los pulmones. La salud de todo el organismo depende del funcionamiento saludable de los órganos respiratorios. Miles de mujeres han arruinado su constitución y se han acarreado diversas enfermedades en sus esfuerzos por convertir una forma saludable y natural en una insalubre y antinatural. Están insatisfechas con los arreglos de la naturaleza, y en sus esfuerzos más fervorosos por corregir la naturaleza y ponerla de acuerdo con sus ideas acerca de lo que es la gracia y el encanto, destruyen su obra y la dejan convertida en una ruina.
Muchas mujeres empujan hacia abajo las vísceras y las caderas al colgar de ellas pesadas faldas. Estas no fueron formadas para soportar peso. En primer lugar nunca deberían llevarse pesadas faldas acolchadas. Son innecesarias y constituyen un gran mal. El vestido de la mujer debería estar suspendido de los hombros. A Dios le agradaría que hubiera más uniformidad en la manera de vestir de los creyentes. El estilo de vestir adoptado en tiempos pasados por los cuáqueros es el menos objetable. Muchos de ellos han renegado de esta costumbre, y aunque conservan la uniformidad de color, han consentido en el orgullo y la extravagancia, y sus vestidos han sido confeccionados con el material más costoso. Sin embargo, su selección de colores sencillos y la disposición modesta y pulcra de sus vestidos son dignas de imitación por parte de los cristianos.
Los hijos de Israel, después que fueron sacados de Egipto, recibieron la orden de colocar una sencilla cinta azul en el borde de sus vestiduras, para distinguirlos de las naciones circundantes y para dar a entender que eran el pueblo peculiar de Dios. En la actualidad no se requiere que el pueblo de Dios coloque un distintivo especial sobre sus vestiduras. Pero en el Nuevo Testamento con frecuencia se nos señala el Israel de la antigüedad como ejemplo. Si Dios dio instrucciones tan definidas a su pueblo de la antigüedad concernientes a su manera de vestir, ¿no tomará en cuenta el vestido de su pueblo en esta época? ¿No debería distinguirse del mundo por su manera de vestir? ¿No debería el pueblo de Dios, que es su especial tesoro, procurar glorificar a Dios aun en su vestimenta? ¿Y no deberían sus hijos ser ejemplos en lo que concierne a su manera de vestir, y con su estilo sencillo reprochar el orgullo, la vanidad y la extravagancia de los profesos cristianos que son mundanos y amantes del placer? Dios requiere esto de su pueblo. El orgullo es censurado en su Palabra.
Pero hay una clase de personas que habla insistentemente del orgullo y la vestimenta, y que sin embargo descuida su propia indumentaria, y que piensa que es una virtud ser sucios y vestirse sin orden ni gusto; y su ropa a menudo tiene el aspecto de haber ido volando y de haber caído sobre ellos. Sus prendas de vestir están sucias, y sin embargo tales personas se atreven a hablar contra el orgullo. Clasifican la decencia y la pulcritud en la misma categoría que el orgullo. Si hubieran estado entre el pueblo que se reunió alrededor del monte para escuchar la ley promulgada desde el Sinaí, habrían sido expulsadas de la congregación de Israel porque no habrían obedecido el mandamiento de Dios: "Y laven sus vestidos", como preparación para escuchar su ley dada con terrible majestad.
Los Diez Mandamientos promulgados por Jehová desde el Sinaí no pueden vivir en los corazones de personas de hábitos desordenados y sucios. Si el Israel de la antigüedad no podía ni escuchar la proclamación de esa ley santa, a menos que obedeciera la orden de Jehová y lavara sus vestidos, ¿cómo puede esa ley santa ser escrita en los corazones de personas que no tienen limpio el cuerpo, la ropa ni la casa? Es imposible. Su profesión puede ser tan elevada como el cielo, y sin embargo no tiene nada de valor. Su influencia disgusta a los incrédulos. Y habría sido mejor que hubieran permanecido siempre fuera de las filas del pueblo leal de Dios. La casa de Dios es deshonrada por tales profesos cristianos. Todos los que se reúnen el sábado para adorar a Dios deberían, hasta donde sea posible, tener un traje pulcro que les siente bien y que sea agradable para llevar a la casa de culto. Es una deshonra para el sábado y para Dios y su casa, que los que profesan creer que el sábado es el día santo del Señor y digno de honra, lleven en ese día la misma ropa que han usado durante toda la semana mientras trabajaban en sus granjas, cuando pueden obtener otras. Si hay personas dignas que desean honrar de todo corazón al Señor del sábado, y el culto de Dios, que no pueden conseguir otra muda de ropa, que los que puedan hacerlo les obsequien un traje para el sábado a fin de que se presenten en la casa de Dios con una vestimenta limpia y adecuada. A Dios le agradaría que hubiese una mayor uniformidad en el vestir. Los que gastan dinero en vestiduras costosas y en adornos superfluos, con un poco de abnegación pueden ejemplificar la religión pura, no sólo mediante la sencillez en el vestir sino también utilizando los recursos que usualmente gastaban en cosas innecesarias, para ayudar a algún hermano o alguna hermana pobre, a quienes Dios ama, a obtener una vestimenta pulcra y modesta.
Algunos piensan que para efectuar esa separación del mundo que la Palabra de Dios requiere, deben descuidar su manera de vestir. Hay una clase de hermanas que piensan que están practicando el principio de no conformidad con el mundo al tocarse con una cofia ordinaria y al vestirse el día sábado con el mismo traje que llevan durante la semana, para estar en la asamblea de los santos y participar en el culto a Dios. Y algunos hombres que profesan ser cristianos contemplan bajo la misma luz la cuestión del vestido. Se reúnen con el pueblo de Dios en el sábado con su ropa sucia y manchada, y hasta con roturas en ella, y la llevan con desaliño. Esta clase de personas, si tuvieran que encontrarse con amigos honrados por el mundo y si quisieran ser especialmente favorecidas por ellos, se esforzarían por presentarse con la mejor ropa que pudieran conseguir, porque esos amigos se sentirían ofendidos si aparecieran ante ellos despeinadas, con la ropa sucia y en desorden. Sin embargo, estas personas piensan que no importa en qué forma se vistan ni cuál sea la condición de su persona cuando se reúnen el sábado para adorar al gran Dios. Se congregan en su casa, que es como la cámara de audiencias del Altísimo, donde los ángeles celestiales ministran, con poquísimo respeto o reverencia, según lo indica su persona y su vestimenta. Toda su apariencia revela el carácter de estos hombres y de estas mujeres.
El tema favorito de esta clase de personas es el orgullo tal como se manifiesta en la vestimenta. Consideran como orgullo la decencia, el gusto y el orden. La conversación, las obras y los negocios de estas almas engañadas guardan una estrecha relación con la ropa que llevan. Son descuidadas, y a veces tienen una conversación rastrera en sus hogares, entre sus hermanos y ante el mundo. La ropa de una persona y la forma como se la lleva generalmente se consideran como un exponente de su personalidad. Los que son descuidados y desaliñados en su manera de vestir, difícilmente tienen una conversación elevada, y poseen sentimientos muy poco refinados. Algunas veces consideran como humildad la rudeza y la vulgaridad.
Cristo representa a sus seguidores como la sal de la tierra y la luz del mundo. Sin la influencia salvadora del cristianismo, el mundo perecería en su propia corrupción. Considerad la clase de cristianos profesos de que hemos hablado, los que son descuidados en su ropa y su persona, y son informales en sus negocios, tal como lo indica su vestimenta; son, además, vulgares y descorteses, sus modales son ásperos y su conversación es rastrera. Y al mismo tiempo consideran esos lastimosos rasgos como distintivos de verdadera humildad y de vida cristiana. ¿Pensáis que si el Salvador estuviera aquí en la tierra los designaría como la sal de la tierra y la luz del mundo? ¡No, nunca! Los cristianos tienen una conversación elevada, y aunque creen que es un pecado practicar la necia adulación, son corteses, bondadosos y benevolentes. Sus palabras encierran sinceridad y verdad. Son fieles en sus negocios con sus hermanos y con el mundo. En su vestimenta evitan todo lo que sea superfluo y la ostentación, pero su ropa es limpia; no es llamativa sino modesta, y la llevan con orden y gusto.
Hay que tener cuidado especial de vestirse de tal modo que se manifieste una sagrada consideración por el santo sábado y el culto de Dios. La línea que establece una separación entre esta clase de personas y el mundo será demasiado evidente para ser confundida. La influencia de los creyentes será diez veces mayor si los hombres y las mujeres que abrazan la verdad, que antes han sido descuidados y negligentes en sus hábitos, llegan a ser tan elevados y santificados por la verdad que en adelante manifiestan hábitos de pulcritud y orden, y buen gusto en su manera de vestir. Nuestro Dios es un Dios de orden y no le agrada la distracción, la suciedad ni el pecado.
Los cristianos no deberían tratar de convertirse en objetos de curiosidad por vestirse en forma diferente de la del mundo. Pero si de acuerdo con su fe y con su deber de vestirse en forma modesta y saludable, encuentran que no están de acuerdo con la moda, no deberían cambiar su vestimenta a fin de ser como el mundo. En cambio deberían manifestar una noble independencia y el valor necesario para obrar correctamente aunque todo el mundo difiriera de ellos. Si el mundo introduce una moda de vestir que sea conveniente y saludable, que esté de acuerdo con la Biblia, el adoptar ese estilo de vestir no cambiará nuestra relación con Dios ni con el mundo. Los cristianos deben seguir a Cristo y regir su manera de vestir por la Palabra de Dios. Deberían descartar los extremos.
Deberían seguir humildemente una conducta recta, independientemente del aplauso y de la censura, y aferrarse a lo recto por sus propios méritos.
Las mujeres deberían cubrirse las piernas teniendo en cuenta la salud y la comodidad. Deben tener las piernas y los pies abrigados tal como los hombres. El largo de los trajes de moda de las mujeres es objetable por varias razones.
1. Es extravagante e innecesario llevar los vestidos tan largos que barran la vereda y la calle.
2. Un vestido de ese largo absorbe la humedad del pasto y el barro de las calles, lo que lo ensucia.
3. El vestido embarrado y húmedo se pone en contacto con los tobillos, que no están suficientemente protegidos, y los enfría pronto; ésta es una de las grandes causas productoras de catarros y de tumefacciones escrofulosas, y pone en peligro la salud y la vida.
4. El largo innecesario constituye un peso adicional para las caderas y las vísceras.
5. Dificulta la marcha y a menudo constituye un estorbo para otras personas.
Hay otro estilo de vestir adoptado por las así llamadas reformadoras de la vestimenta. Estas imitan al sexo opuesto tan de cerca como les sea posible. Llevan gorro, pantalones, chaleco, saco y botas, siendo esta última la parte más razonable de su indumentaria. Los que adoptan y defienden este estilo de vestir están llevando la así llamada reforma de la vestimenta a un extremo muy objetable. Como resultado de esto habrá confusión. Algunas personas que adoptan esta indumentaria puede ser que tengan conceptos correctos, en general, acerca de la cuestión de la salud, y podrían ser utilizadas como instrumentos para realizar un bien muy grande si no llevasen a tales extremos el asunto de la vestimenta.
Los que adoptan ese estilo de vestir han trastrocado el orden establecido por Dios y han desatendido sus instrucciones especiales. "No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer; porque abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que esto hace". Deuteronomio 22:5. Dios no desea que su pueblo adopte este estilo de vestir. No es ropa modesta, y no es apropiada para mujeres modestas y humildes que profesan ser seguidoras de Cristo. Las prohibiciones de Dios son tomadas en cuenta livianamente por todos los que abogan por la eliminación de las características que distinguen la ropa de los hombres y la de las mujeres. La posición extrema que adoptan algunos reformadores de la vestimenta con respecto a esto disminuye su influencia.
Dios estableció que debía haber una neta distinción entre el vestido de los hombres y el de las mujeres, y ha considerado este asunto de suficiente importancia como para dar instrucciones explícitas con respecto a él; porque la misma vestimenta llevada por los dos sexos causaría confusión y un gran aumento de la criminalidad. Si San Pablo estuviera vivo y viera con esa clase de vestimenta a las mujeres que profesan piedad, pronunciaría expresiones de censura. "Asimismo que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad". 1 Timoteo 2:9, 10. La mayor parte de los cristianos profesos descartan completamente las enseñanzas de los apóstoles y usan oro, perlas y adornos costosos.
El pueblo leal de Dios es la luz del mundo y la sal de la tierra. Sus hijos siempre deben recordar que su influencia es valiosa. Si cambiaran sus vestidos extremadamente largos por otros sumamente cortos, en gran medida destruirían su influencia. Los incrédulos, a quienes es su deber beneficiar y procurar llevar al Cordero de Dios, sentirían disgusto. Pueden realizarse muchas mejoras en la vestimenta de las mujeres teniendo en cuenta la salud, pero sin efectuar cambios tan grandes que disgusten a quienes las miran.
El cuerpo de la mujer no debe ser comprimido ni en el menor grado por corsés ni ballenas. El vestido debe quedar holgado para que el corazón y los pulmones funcionen en forma saludable. El vestido debería llegar un poco más abajo del borde superior de la bota, pero debería ser lo suficientemente corto como para no ser arrastrado por la vereda y la calle, si no se lo levanta con la mano. Un vestido aún más corto que esto sería adecuado, conveniente y saludable para las mujeres cuando trabajan en la casa y especialmente para las mujeres que deben realizar trabajos al aire libre. Con este estilo de vestir se necesita una falda liviana o a lo más dos, y éstas deberían abrocharse en la cintura o suspenderse mediante breteles. Las caderas no fueron formadas para soportar grandes pesos. Las pesadas faldas llevadas por las mujeres con su peso actuando sobre las caderas, han sido la causa de diversas enfermedades que no curan fácilmente, porque las pacientes parecen ignorar la causa que las ha producido y continúan violando las leyes de su organismo ciñendo su cintura y llevando pesadas faldas hasta que se convierten en inválidas para toda la vida. Muchos exclamarán inmediatamente: "¡Pero si ese estilo de vestir está pasado de moda!" ¿Y qué importa si lo está? Quisiera que estuviésemos pasados de moda en muchos sentidos. Si pudiésemos tener la fuerza pasada de moda que caracterizaba a las mujeres pasadas de moda de generaciones anteriores, esto sería muy deseable. No hablo sin tino cuando digo que la forma de vestir de las mujeres, juntamente con su complacencia del apetito, constituyen la mayor causa de su actual estado de debilidad y enfermedad. No hay una mujer en mil que abrigue sus piernas como debería hacerlo. Cualquiera que sea el largo de sus vestidos, las mujeres deberían abrigarse las piernas tan bien como lo hacen los hombres. Esto podría conseguirse llevando pantalones recogidos y abrochados en los tobillos, o bien largos y ceñidos hasta el borde del zapato. De este modo las piernas y los tobillos quedan protegidos contra las corrientes de aire. Si las piernas y los pies se mantienen protegidos con ropa abrigada, la circulación se efectuará armoniosamente y la sangre permanecerá saludable y pura, porque no se enfriará ni será estorbada mientras circula por el organismo. How to Live 6:57-64.