Notas biográficas de Elena G. de White

Capítulo 5

Mi separación de la iglesia

La familia de mi padre asistía todavía de vez en cuando a los cultos de la Iglesia Metodista, y también a las reuniones de clases [es decir, de estudio de la Biblia, y de oración] que se celebraban en casas particulares.

Una noche mi hermano Roberto y yo fuimos a una reunión de clase. El pastor presidente estaba presente. Cuando a mi hermano le tocó el turno de dar testimonio, habló muy humildemente y, sin embargo, con mucha claridad de lo necesario que era hallarse en perfecta disposición de ir al encuentro de nuestro Salvador cuando con poder y grande gloria viniese en las nubes del cielo. Mientras mi hermano hablaba, su semblante, de ordinario pálido, brillaba con luz celestial. Parecía transportado en espíritu por encima de todo lo que le rodeara y hablaba como si estuviese en presencia de Jesús.

Cuando se me invitó a mí a hablar, me levanté con ánimo tranquilo y el corazón henchido de amor y paz. Referí la historia de mi sufrimiento bajo la convicción de pecado, cómo había recibido por fin la bendición durante tanto tiempo anhelada--una completa conformidad con la voluntad de Dios--y manifesté mi gozo por las nuevas de la pronta venida de mi Redentor para llevar a sus hijos al hogar.

Diferencias doctrinales

En mi sencillez esperaba que mis hermanos y hermanas metodistas entendieran mis sentimientos y se regocijaran conmigo, pero me chasqueé. Varias hermanas murmuraron su desaprobación, movieron sus sillas ruidosamente y me dieron la espalda. Yo no podía pensar qué se había dicho que pudiera ofenderlas, y hablé muy brevemente, al sentir la fría influencia de su desaprobación.

Al terminar mi relato, me preguntó el pastor presidente si no sería mucho mejor vivir una vida larga y útil haciendo bien al prójimo, en lugar de que Jesús viniera prestamente para destruir a los pobres pecadores. Respondí que deseaba el advenimiento de Jesús, porque entonces acabaría el pecado para siempre, y gozaríamos de la eterna santificación, pues ya no habría demonio que nos tentase y extraviara.

Cuando el pastor que presidía se dirigió a los otros en la clase, expresó gran gozo en anticipar el milenio temporal, durante el cual la tierra sería llena del conocimiento del Señor, como las aguas cubren el mar. El anhelaba ver llegar ese glorioso período.

Después de la reunión noté que las mismas personas que antes me habían demostrado cariño y amistad me trataban con señalada frialdad. Mi hermano y yo nos volvimos a casa con la tristeza de vernos tan mal comprendidos por nuestros hermanos y de que la idea del próximo advenimiento de Jesús despertara en sus pechos tan acerba oposición.

La esperanza del segundo advenimiento

Durante el regreso a casa hablamos seriamente acerca de las pruebas de nuestra nueva fe y esperanza. "Elena--dijo mi hermano Roberto--, ¿estamos engañados? ¿Es una herejía esta esperanza en la próxima aparición de Cristo en la tierra, pues tan acremente se oponen a ella los pastores y los que profesan ser religiosos? Dicen que Jesús no vendrá en millares y millares de años. En caso de que siquiera se acercasen a la verdad, no podría acabar el mundo en nuestros días".

Yo no quise ni por un instante alentar la incredulidad. Así que repliqué vivamente: "No tengo la menor duda de que la doctrina predicada por el Sr. Miller sea la verdad. ¡Qué fuerza acompaña a sus palabras! ¡Qué convencimiento infunde en el corazón del pecador!"

Seguimos hablando francamente del asunto por el camino, y resolvimos que era nuestro deber y privilegio esperar la venida de nuestro Salvador, y que lo más seguro sería prepararnos para su aparición y estar listos para recibirlo gozosos. Si viniese, ¿cuál sería la perspectiva de quienes ahora decían: "Mi Señor se tarda en venir", y no deseaban verlo? Nos preguntábamos cómo podían los predicadores atreverse a aquietar el temor de los pecadores y apóstatas diciendo: "¡Paz, paz!", mientras que por todo el país se daba el mensaje de amonestación. Aquellos momentos nos parecían muy solemnes. Sentíamos que no teníamos tiempo que perder.

"Por el fruto se conoce el árbol--observó Roberto--. ¿Qué ha hecho por nosotros esta creencia? Nos ha convencido de que no estábamos preparados para la venida del Señor; que debíamos purificar nuestro corazón so pena de no poder ir en paz al encuentro de nuestro Salvador. Nos ha movido a buscar nueva fuerza y una gracia renovada en Dios.

"¿Qué ha hecho por ti esta creencia, Elena? ¿Serías lo que eres si no hubieses oído la doctrina del pronto advenimiento de Cristo? ¡Qué esperanza ha infundido en tu corazón! ¡Cuánta paz, gozo y amor te ha dado! Y por mí lo ha hecho todo. Yo amo a Jesús y a todos los hermanos. Me complazco en la reunión de oración. Me gozo en orar y en leer la Biblia".

Ambos nos sentimos fortalecidos por esta conversación, y resolvimos que no debíamos desviarnos de nuestras sinceras convicciones de la verdad y de la bienaventurada esperanza de que pronto vendría Cristo en las nubes de los cielos. En nuestro corazón sentimos agradecimiento porque podíamos discernir la preciosa luz y regocijarnos en esperar el advenimiento del Señor.

Último testimonio en reunión de clase

No mucho después de esto volvimos a concurrir a la reunión de clase. Queríamos tener ocasión de hablar del amor precioso de Dios que animaba nuestras almas. Yo, en particular, deseaba referir la bondad y misericordia del Señor para conmigo. Tan profundo cambio había yo experimentado, que me parecía un deber aprovechar toda ocasión de testificar del amor de mi Salvador.

Cuando me llegó el turno de hablar, expuse las pruebas que tenía del amor de Jesús, y declaré que aguardaba con gozosa expectación el pronto encuentro con mi Redentor. La creencia de que estaba cerca la venida de Cristo había movido mi alma a buscar con gran vehemencia la santificación, que es obra del Espíritu de Dios. Al llegar a este punto el director de la clase me interrumpió diciendo: "Hermana, Ud. recibió la santificación por medio del metodismo, y no por medio de una teoría errónea".

Me sentí compelida a confesar la verdad de que mi corazón no había recibido sus nuevas bendiciones por medio del metodismo, sino por las conmovedoras verdades referentes a la personal aparición de Jesús, que me habían infundido paz, gozo y perfecto amor. Así terminó mi testimonio, el último que yo había de dar en clase con mis hermanos metodistas.

Después habló Roberto con su acostumbrada dulzura, pero de una manera tan clara y conmovedora que algunos lloraron y se sintieron muy emocionados. Pero otros tosían en señal de disentimiento y se mostraban sumamente inquietos.

Al salir de la clase volvimos a hablar acerca de nuestra fe, y nos maravillamos de que estos creyentes, nuestros hermanos y hermanas, tomasen tan a mal las palabras referentes al advenimiento de nuestro Salvador. Nos convencimos de que ya no debíamos asistir a ninguna otra reunión de clase. La esperanza de la gloriosa aparición de Cristo llenaba nuestras almas y, por lo tanto, desbordaría de nuestros labios al levantarnos para hablar. Era evidente que no podríamos tener libertad en la reunión de clase porque al terminar la reunión, oíamos las mofas y los insultos que nuestro testimonio provocaba, por parte de hermanos y hermanas a quienes habíamos respetado y amado.

Difundiendo el mensaje adventista

Por entonces los adventistas celebraban reuniones en la sala Beethoven. Mi padre y su familia asistían a ellas con regularidad. Se creía que el segundo advenimiento iba a ocurrir en el año 1843. Parecía tan corto el tiempo en que se podían salvar las almas, que resolví hacer cuanto de mí dependiese para conducir a los pecadores a la luz de la verdad.

Tenía yo en casa dos hermanas: Sara, que me llevaba algunos años, y mi hermana gemela, Isabel. Hablamos las tres del asunto, y decidimos ganar cuanto dinero podíamos para invertirlo en la compra de libros y folletos que distribuiríamos gratuitamente. Esto era lo mejor que podíamos hacer, y aunque era poco, lo hacíamos alegremente.

Nuestro padre era sombrerero, y la tarea que me correspondía, por ser la más fácil, era elaborar las copas de los sombreros. También hacía calcetines a veinticinco centavos el par. Mi corazón estaba tan débil que me veía obligada a quedar sentada y apoyada en la cama para realizar mi labor. Pero día tras día estuve allí dichosa de que mis dedos temblorosos pudiesen contribuir en algo a la causa que tan tiernamente amaba. Veinticinco centavos diarios era cuanto podía ganar. ¡Cuán cuidadosamente guardaba las preciosas monedas de plata que recibía en pago de mi trabajo y que estaban destinadas a comprar publicaciones con que iluminar y despertar a los que se hallaban en tinieblas!

No sentía ninguna tentación de gastar mis ganancias en mi satisfacción personal. Mi vestido era sencillo, y nada invertía en adornos superfluos, porque la vana ostentación me parecía pecaminosa. Así lograba tener siempre en reserva una pequeña suma con que comprar libros adecuados, que entregaba a personas expertas para que los enviasen a diferentes regiones.

Cada hoja impresa tenía mucho valor a mis ojos; porque era para el mundo un mensaje de luz, que lo exhortaba a que se preparase para el gran acontecimiento cercano. La salvación de las almas era mi mayor preocupación, y mi corazón se dolía por quienes se lisonjeaban de vivir con seguridad mientras que se daba al mundo el mensaje de admonición.

El tema de la inmortalidad

Un día escuché una conversación entre mi madre y una hermana, con referencia a un discurso que recientemente habían oído acerca de que el alma no es inmortal por naturaleza. Repetían algunos textos que el pastor había usado como prueba de su afirmación. Entre ellos recuerdo los siguientes, que me impresionaron profundamente: "El alma que pecare, esa morirá". Ezequiel 18:4. "Los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben". Eclesiastés 9:5. "La cual a su tiempo mostrará el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad". 1 Timoteo 6:15-16. "El cual pagará a cada uno conforme a sus obras: vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad". Romanos 2:6-7.

Y oí a mi madre que decía, comentando este último pasaje: "¿Por qué habrían de buscar ellos lo que ya tienen?"

Escuché estas nuevas ideas con intenso y doloroso interés. Cuando estuve a solas con mi madre le pregunté si verdaderamente ella creía que el alma no era inmortal. Me respondió que a su parecer temía que hubiésemos estado errados en aquella cuestión, lo mismo que en varias otras.

Pero, mamá--repuse yo--, ¿de veras crees tú que las almas duermen en el sepulcro hasta la resurrección? ¿Piensas tú que cuando un cristiano muere no va inmediatamente al cielo ni el pecador al infierno?

La Biblia no contiene prueba alguna de que haya un infierno eterno--respondió ella--. Si existiese un lugar tal, el Libro sagrado lo mencionaría.

¿Cómo es eso, mamá?--repliqué yo, asombrada--. Es muy extraño que digas tal cosa. Si crees en tan rara teoría, no se lo digas a nadie, porque temo que los pecadores se considerarían seguros con ella, y nunca desearían buscar al Señor.

Si es una sana verdad bíblica--respondió mi madre--, en vez de impedir la conversión de los pecadores, será el medio de ganarlos para Cristo. Si el amor de Dios no induce al rebelde a someterse, no lo moverán al arrepentimiento los terrores de un infierno eterno. Además, no parece un medio muy apropiado para ganar almas para Jesús el recurrir al abyecto temor, uno de los atributos más bajos de la mente humana. El amor de Jesús atrae, y subyugará al corazón más empedernido.

Hasta pasados algunos meses después de esta conversación, no volví a oír nada más referente a dicha doctrina. Pero durante este tiempo reflexioné muchísimo sobre el asunto. De manera que cuando oí una predicación en que se expuso esto, creí que era la verdad. Desde que la luz acerca del sueño de los muertos alboreó en mi mente, se desvaneció el misterio que envolvía la resurrección, y este grandioso acontecimiento asumió una nueva y sublime importancia. A menudo habían conturbado mi mente los esfuerzos que hiciera para conciliar la idea de la completa recompensa o castigo de los muertos con el indudable hecho de la futura resurrección y eljuicio. Si al morir el hombre, su alma entraba en el gozo de la eterna felicidad o caía en la eterna desdicha, ¿de qué servía la resurrección del pobre cuerpo reducido a polvo?

Pero esta nueva y hermosa creencia me descubría la razón por la cual los inspirados autores de la Biblia insistieran tanto en la resurrección del cuerpo. Era porque todo el ser dormía en el sepulcro. Entonces me di cuenta de la falacia de nuestro primitivo criterio sobre el asunto.

La visita del pastor

Toda mi familia estaba profundamente interesada en la doctrina de la pronta venida del Señor. Mi padre había sido una de las columnas de la Iglesia Metodista. Había actuado como exhortador y había presidido reuniones celebradas en casas distantes de la ciudad. Sin embargo, el pastor metodista vino a visitarnos especialmente para decirnos que nuestras creencias eran incompatibles con el metodismo. No preguntó por las razones para creer lo que creíamos, ni tampoco hizo referencia alguna a la Biblia para convencernos de nuestro error, sino que se limitó a decir que habíamos adoptado una nueva y extraña creencia inadmisible para la Iglesia Metodista.

Replicó mi padre diciéndole que sin duda debía equivocarse al calificar de nueva y extraña aquella doctrina, pues el mismo Cristo, en sus enseñanzas a sus discípulos, había predicado su segundo advenimiento, diciendo: "En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis". Juan 14:2-3. Cuando ascendió a los cielos, y los fieles discípulos se quedaron mirando tras su desaparecido Señor, "he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo". Hechos 1:10-11.

"Y--prosiguió mi padre, entusiasmado con el asunto--, el inspirado apóstol Pablo escribió una carta para alentar a sus hermanos de Tesalónica, diciéndoles: 'Y a vosotros que sois atribulados, daros reposo con nosotros, cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo; los cuales sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron' 2 Tesalonicenses 1:7-10. 'Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras' 1 Tesalonicenses 4:16-18.

"Esto es de suma autoridad para nuestra fe. Jesús y sus apóstoles insistieron en el suceso del segundo advenimiento gozoso y triunfante; y los santos ángeles proclaman que Cristo, el que ascendió al cielo, vendrá otra vez. Este es nuestro delito: creer en la palabra de Jesús y sus discípulos. Es una enseñanza muy antigua, sin mácula de herejía".

El predicador no intentó hacer referencia ni a un solo texto que probara que estábamos en error, sino que se excusó alegando falta de tiempo, y aconsejándonos que nos retiráramos calladamente de la iglesia para evitar la publicidad de un proceso. Pero nosotros sabíamos que a otros de nuestros hermanos se los trataba de la misma manera por igual causa, y como no queríamos dar a entender que nos avergonzábamos de reconocer nuestra fe, ni dar lugar a que se supusiera que no podíamos apoyarla en la Escritura, mis padres insistieron en que se les diesen las razones de semejante petición.

Por única respuesta declaró evasivamente el pastor que habíamos ido en contra de las reglas de la iglesia, y que el mejor método era que nos retiráramos voluntariamente de ella para evitar un proceso. Replicamos a esto que preferíamos un proceso regular para saber qué pecado se nos atribuía, pues sentíamos la seguridad de que no estábamos obrando mal al esperar y amar la aparición del Salvador.

Sometidos al juicio de la iglesia

No mucho tiempo después se nos notificó que estuviéramos presentes en la sala de la junta de la iglesia. Había sólo unos pocos asistentes. La influencia de mi padre y de su familia era tal que nuestros opositores no tenían deseo alguno de presentar nuestro caso ante un número mayor de la congregación. La sencilla acusación preferida era que habíamos contravenido las reglas de la iglesia. Al preguntarles qué reglas habíamos quebrantado, se declaró, después de alguna vacilación, que habíamos asistido a otras reuniones y habíamos descuidado la asistencia regular a nuestra clase.

Contestamos que una parte de la familia había estado en el campo durante un tiempo, que ninguno de los que habían permanecido en la ciudad se había ausentado de la clase más que unas pocas semanas, y que ellos se vieron obligados a no asistir porque los testimonios que presentaban eran recibidos con tan marcada desaprobación. También les recordamos que ciertas personas que no habían asistido a las reuniones de clase por un año eran consideradas todavía como miembros en regla.

Se nos preguntó si queríamos confesar que nos habíamos apartado de los reglamentos metodistas y si queríamos también convenir en que nos conformaríamos a ellos en lo futuro. Contestamos que no nos atrevíamos a renunciar a nuestra fe ni a negar la sagrada verdad de Dios; que no podíamos privarnos de la esperanza de la pronta venida de nuestro Redentor; que según lo que ellos llamaban herejía debíamos seguir adorando al Señor.

Mi padre en su defensa recibió la bendición de Dios, y todos nosotros salimos de la sala con un espíritu libre, felices, con la conciencia de la sonrisa de Jesús que aprobaba nuestro proceder.

El domingo siguiente, al principio de la reunión, el pastor presidente leyó nuestros nombres, siete en total, e indicó que quedábamos separados de la iglesia. Declaró que no se nos expulsaba por mal alguno, ni porque nuestra conducta fuese inmoral, que teníamos un carácter sin mácula y una reputación envidiable; pero que nos habíamos hecho culpables de andar contrariamente a las reglas de la Iglesia Metodista. También indicó que ahora quedaba una puerta abierta, y que todos los que fueran culpables de quebrantar las reglas serían tratados de la misma manera.

Había en la iglesia muchos que esperaban la aparición del Salvador, y esta amenaza se hacía con el propósito de intimidarlos y obligarlos a estar sujetos a la iglesia. En algunas clases este procedimiento produjo el resultado deseado, y el favor de Dios fue vendido por un puesto en la iglesia. Muchos creían, pero no se atrevían a confesar su fe, no fuera que resultaran expulsados de la sinagoga. Pero algunos salieron poco después, y se unieron con el grupo que aguardaba al Salvador.

Entonces nos fueron sobremanera preciosas las palabras del profeta: "Vuestros hermanos que os aborrecen, y os echan fuera por causa de mi nombre, dijeron: Jehová sea glorificado. Pero él se mostrará para alegría vuestra, y ellos serán confundidos". Isaías 66:5.