Al regresar a Portland, tropecé con pruebas notorias de los desoladores efectos del fanatismo. Algunos se figuraban que la religión consiste en mucha excitación y ruido. Solían hablar de manera que irritaba a los incrédulos y concitaba el odio contra las doctrinas que enseñaban y contra ellos mismos. Entonces se regocijaban de verse perseguidos. Los incrédulos no podían ver que semejante conducta fuera consecuente. En algunos lugares se les impidió a los hermanos celebrar sus reuniones. Los justos sufrían con los culpables.
Mi ánimo se apesadumbraba y entristecía gran parte del tiempo. Parecía tan cruel que la causa de Cristo quedara perjudicada por la conducta de aquellos hombres imprudentes que, no sólo perdían sus propias almas, sino que echaban sobre la causa un estigma difícil de borrar. Y Satanás lo veía con gusto. Le convenía que gentes profanas manosearan la verdad; que ésta quedara mezclada con el error, y que luego el todo fuese hollado en el polvo. Miraba con aire de triunfo el estado confuso y disperso de los hijos de Dios.
Temblábamos por las iglesias que iban a caer bajo el yugo de este espíritu de fanatismo. Mi corazón se dolía por el pueblo de Dios. ¿Había de engañarlo y extraviarlo aquel falso entusiasmo? Yo comuniqué fielmente las advertencias que me había dado el Señor; pero poco efecto produjeron, fuera de concitar contra mí los celos de aquellos extremistas.
Falsa humildad
Había algunos que profesaban profunda humildad, y abogaban por la práctica de arrastrarse por el suelo como los chiquillos en prueba de su humildad. Aseveraban que las palabras de Cristo en (Mateo 18:1-6) debían tener cumplimiento literal en esta época en que esperaban el regreso de su Salvador. Acostumbraban arrastrarse alrededor de sus casas, en las calles, en los puentes y hasta en la misma iglesia.
Les dije claramente que no se nos pedía esto, que la humildad que Dios esperaba de su pueblo había de manifestarse en una vida semejante a la de Cristo, y no arrastrándose por el suelo. Todas las cosas espirituales se han de tratar con sagrada dignidad. La humildad y la mansedumbre están de acuerdo con la conducta de Cristo, pero han de manifestarse de una manera digna.
El cristiano denota verdadera humildad siendo afable como Cristo, estando siempre dispuesto a ayudar al prójimo, pronunciando palabras cariñosas y haciendo obras de altruismo que elevan y ennoblecen el más sagrado mensaje dirigido a nuestro mundo.
La doctrina del "ocio"
En Paris, Maine, había algunos que creían que era pecado trabajar. El Señor me encargó que reprobase al dirigente de este error, declarándole que iba en contra de la Palabra de Dios al abstenerse del trabajo, al propagar este error y al condenar a quienes no lo aceptaban. Rechazó todas las pruebas que dio el Señor para convencerlo de su yerro y determinó no variar de conducta. Solía hacer viajes penosos e ir a poblaciones distantes donde no recibía sino ultrajes, con lo cual creía que así sufría por causa de Cristo. Prescindiendo de la razón y del juicio, obedecía a sus impresiones.
Vi que Dios iba a obrar por la salvación de su pueblo y que aquel extraviado sujeto se daría pronto a conocer, de suerte que todos los sinceros de corazón viesen que no obraba con rectitud de espíritu, y así acabaría pronto su carrera. Poco tardó en romperse el hechizo y apenas tuvo influencia en los hermanos. Dijo que mis visiones eran obra del demonio y siguió dando rienda suelta a sus antojos hasta que se le trastornó el entendimiento y hubieron de encerrarlo en un manicomio. Finalmente se ahorcó con las retorcidas sábanas de su cama, y los que lo habían seguido se convencieron de la falacia de sus enseñanzas.
Dignidad del trabajo
Dios dispuso que los seres creados por él debían trabajar. De esto depende su dicha. En los vastos dominios de la creación del Señor nadie había de ser zángano. Nuestra dicha aumenta y nuestras facultades se fortalecen cuando nos ocupamos en labores útiles.
La actividad acrecienta la fuerza. En el universo de Dios reina perfecta armonía. Todos los seres celestiales están en constante actividad; y el Señor Jesús nos dio a todos un ejemplo en la obra de su vida. Anduvo "haciendo bienes". Dios ha establecido la ley de acción obediente. Todas las cosas creadas ejecutan callada pero incesantemente la obra que les fue señalada. El océano está en continuo movimiento. La naciente hierba que hoy es y mañana es arrojada en el horno, cumple su encargo vistiendo de hermosura los campos. Las hojas se mueven sin que mano alguna las toque. El sol, la luna y las estrellas cumplen útil y gloriosamente su misión.
A toda hora funciona el mecanismo del cuerpo. Día tras día late el corazón, haciendo su tarea regular y señalada impeliendo incesantemente el carmíneo fluido por todas las partes del cuerpo. Se ve que la acción incesante predomina en toda la maquinaria viviente. Y el hombre, con su mente y cuerpo creados a semejanza de Dios, debe estar activo para desempeñar la labor que tiene señalada. No ha de estar ocioso. La ociosidad es pecado.
Una dura prueba
En medio de mi experiencia de lucha contra el fanatismo, me vi sujeta a una dura prueba. Si en las reuniones el Espíritu de Dios descendía sobre alguna persona y ella glorificaba y ensalzaba a Dios, había quienes lo achacaban a mesmerismo; y si al Señor le placía mostrarme alguna visión en una reunión, también se figuraban que era excitación y mesmerismo.
Afligida y desalentada, solía retirarme a un lugar apartado para derramar la carga de mi alma ante Aquel que invita a todos los cansados y cargados a que acudan en busca de alivio. A medida que mi fe descansaba en las promesas, me parecía que Jesús estaba muy cerca. Me circuía la suave luz del cielo, y me veía rodeada por los brazos de mi Salvador y transportada en visión. Pero cuando relataba lo que Dios me había revelado a solas, donde ninguna influencia terrena podía afectarme, me afligía y asombraba al oír a alguien decirme que quienes viven más cerca de Dios están mayormente expuestos a ser engañados por Satanás.
Algunos querían hacerme creer que no existía el Espíritu Santo, y que todo cuanto los santos varones de Dios experimentaron fue tan sólo efecto del mesmerismo o de los engaños de Satanás.
Quienes, exagerando textos de la Escritura, se abstenían de todo trabajo y rechazaban a cuantos no compartían sus ideas respecto a este y otros puntos del deber religioso, me acusaban de conformarme al estilo mundano. Por otra parte, los adventistas nominales me culpaban de fanatismo, y se me representaba falsamente como la cabecilla del fanatismo que yo me ocupaba sin cesar en combatir.
Se señalaron diferentes fechas para la venida del Señor y se hicieron insistentes esfuerzos para hacerlas adoptar por los hermanos. Pero el Señor me mostró que dichas fechas pasarían, porque el tiempo de angustia había de sobrevenir antes del regreso de Cristo, y que cada vez que se fijaba una fecha y ésta pasaba de largo, se debilitaba la fe del pueblo de Dios. Por esto me acusaron de ser el siervo malo que decía: "Mi Señor tarda en venir". Mateo 24:48.
Todas estas cosas pesaban gravemente sobre mi ánimo, y en mi confusión estuve tentada varias veces a dudar acerca de lo que me sucedía.
Una mañana, durante las oraciones de familia, el poder de Dios descendió sobre mí, y me acudió a la mente el pensamiento de que aquello era mesmerismo. Lo resistí e inmediatamente quedé muda, y por algunos momentos perdí de vista cuanto me rodeaba. Vi entonces mi pecado al dudar del poder de Dios y que por ello me había quedado muda, pero que antes de veinticuatro horas se desataría mi lengua. Se me mostró una tarjeta en que estaban escritos en letras de oro el capítulo y versículo de cincuenta pasajes de la Escritura.
Desvanecida la visión, hice señas de que me trajesen la pizarra y escribí en ella que estaba muda, y también lo que había visto, y que deseaba la Biblia grande. Tomé la Biblia y rápidamente busqué todos los textos que había visto en la tarjeta.
No pude hablar en todo el día. A la mañana siguiente, temprano, mi alma se llenó de gozo, se desató mi lengua y prorrumpí en grandes alabanzas a Dios. Después de esto ya no me atreví a dudar; ni por un momento resistí al poder de Dios, aunque los demás pensaran de mí lo que quisieran.
Hasta entonces no me había sido posible escribir, y mi mano temblorosa era incapaz de sujetar firmemente la pluma. Mientras estaba en visión, un ángel me mandó que escribiera la visión. Obedecí, y pude escribirla fácilmente. Mis nervios estaban fortalecidos, y desde entonces hasta hoy, he tenido la mano firme.
Exhortaciones a la fidelidad
Muy penoso me era decirles a los que andaban en error lo que se me había mostrado respecto a ellos. Me causaba mucha angustia ver a otros turbados o afligidos. Y cuando me veía obligada a declarar los mensajes, a menudo los suavizaba y los hacía parecer tan favorables para las personas a quienes concernían como me era posible, y después me retiraba a la soledad para llorar en agonía de espíritu. Me fijaba en aquellos que parecían no tener que cuidar sino de sus propias almas, y pensaba que, de hallarme yo en su situación, no me quejaría. Me era muy penoso referir los explícitos y terminantes testimonios recibidos de Dios. Anhelosamente aguardaba el resultado, y si los reprendidos se rebelaban contra la reprensión y después se oponían a la verdad, yo me preguntaba: ¿Habré dado debidamente el mensaje? ¿No podía haber algún medio de salvarlos? Y entonces se oprimía tan angustiosamente mi alma, que muchas veces la muerte habría sido para mí una mensajera bienvenida, y la tumba un dulce lugar de reposo.
No me daba cuenta de que, con estas dudas y preguntas, quebrantaba mi fidelidad; ni advertía el peligro y el pecado de semejante conducta, hasta que fui transportada en visión a la presencia de Jesús. Me dirigió una mirada de desaprobación y apartó de mí su rostro. No es posible describir el terror y la agonía que sentí entonces. Postré mi rostro en el suelo ante él sin poder articular una palabra. ¡Oh, cuánto anhelaba ocultarme y esconderme de aquel terrible ceño! Entonces pude percatarme en parte de lo que sentirán los perdidos cuando griten a las montañas y a las peñas: "Caed sobre nosotros, y escondednos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero". Apocalipsis 6:16.
Al rato, un ángel me mandó que me levantara, y es difícil describir lo que vieron mis ojos. Ante mí había una hueste, de cabellos desgreñados y vestidos desgarrados, en cuyos semblantes se retrataban el horror y la desesperación. Se me acercaron y restregaron sus vestiduras contra las mías. Miré después mi vestido y lo vi manchado de sangre. De nuevo caí como muerta a los pies del ángel que me acompañaba, y sin poder alegar excusa alguna, deseaba alejarme de aquel lugar santo.
El ángel me puso en pie y dijo: "Este no es ahora tu caso; pero has visto esta escena para que sepas cuál será tu situación si descuidas declarar a los demás lo que el Señor te ha revelado. Pero si eres fiel hasta el fin, comerás del árbol de la vida y beberás del agua del río de vida. Habrás de sufrir mucho; pero la gracia de Dios es suficiente".
Entonces me sentí con ánimo para hacer cuanto el Señor exigiese de mí, a fin de lograr su aprobación y no experimentar su terrible enojo.
El sello de la aprobación divina
Aquélla fue una época de tribulaciones. De no mantenernos entonces firmes, hubiera naufragado nuestra fe. Algunos decían que éramos tercos; pero estábamos obligados a mantener nuestros rostros como el pedernal, sin volvernos ni a derecha ni a izquierda.
Durante años nos esforzamos en combatir los prejuicios y vencer la oposición, que a veces amenazaba con arrollar a los fieles portaestandartes de la verdad: los héroes y heroínas de la fe. Pero echamos de ver que quienes acudían a Dios con humildad y contrición de alma, podían discernir entre lo verdadero y lo falso. "Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera". Salmos 25:9.
En aquellos días nos dio Dios una valiosa experiencia. Al vernos en estrecho conflicto con las potestades de las tinieblas, como frecuentemente estábamos, confiamos por entero en el poderoso Protector. Repetidas veces oramos en demanda de fortaleza y sabiduría. No queríamos cejar en el empeño, convencidos de que íbamos a recibir auxilio. Y, gracias a la fe en Dios, la artillería del enemigo se volvió contra él, la causa de la verdad obtuvo gloriosas victorias, y comprendimos que Dios no nos daba su Espíritu con mezquindad. A no ser por aquellas apreciadas pruebas del amor de Dios, y si, por la manifestación de su Espíritu, no hubiese puesto él su sello sobre la verdad, acaso nos habríamos desalentado; pero aquellas pruebas de la dirección divina, aquellas vívidas experiencias en las cosas de Dios nos fortalecieron para pelear varonilmente las batallas del Señor. Los creyentes pudieron discernir con toda claridad cómo Dios les había señalado el camino, guiándolos por entre pruebas, desengaños y terribles conflictos. Cobraban mayores bríos según iban encontrando y venciendo obstáculos, y adquirían valiosa experiencia en cada paso que daban hacia adelante.
Lecciones del pasado
En años ulteriores se me mostró que todavía no se han abandonado las falsas teorías expuestas en lo pasado. Resurgirán en cuanto hallen circunstancias favorables. No olvidemos que será sacudido todo cuanto pueda ser sacudido. El enemigo logrará quebrantar la fe de algunos, pero quienes se mantengan fieles a los principios no serán conmovidos. Permanecerán firmes entre las pruebas y las tentaciones. El Señor ha señalado los errores, y quienes no disciernan dónde se ha introducido Satanás, continuarán extraviados por falsos senderos. Jesús nos manda velar y fortalecer las cosas que quedan y que están por morir.
No debemos entrar en controversia con quienes sustentan teorías falsas. La controversia es inútil. Cristo nunca entró en discusiones. El arma empleada por el Redentor del mundo fue: "Escrito está". Adhirámonos a la palabra. Dejemos que el Señor Jesús y sus mensajeros den testimonio. Sabemos que su testimonio es verdadero.
Cristo preside todas las obras de su creación. Guió a los hijos de Israel en la columna de fuego, pues sus ojos ven el pasado, el presente y el futuro. El ha de ser reconocido y honrado por cuantos amen a Dios. Sus mandamientos han de ser la fuerza reguladora de la conducta de su pueblo.
El tentador se nos acerca con el supuesto de que Cristo ha trasladado su sitial de honor y poder a alguna región desconocida, y que los hombres ya no necesitan molestarse por más tiempo en exaltar su carácter y obedecer su ley. Añade que cada ser humano ha de ser su propia ley. Estos sofismas exaltan al yo y reducen a Dios a la nada. Destruyen el freno y las restricciones morales de la familia humana, y debilitan más y más la represión del vicio. El mundo no ama ni teme a Dios. Y quienes no temen ni aman a Dios pronto pierden el sentimiento del deber para con el prójimo. Están sin Dios y sin esperanza en el mundo.
En grave riesgo se hallan los instructores que no incorporan la palabra de Dios en la obra de su vida, pues no tienen un conocimiento salvador ni de Dios ni de Cristo. Quienes no viven la verdad son los más propensos a inventar sofismas para ocupar el tiempo y absorber la atención que debieran dedicarse al estudio de la Palabra de Dios. Es para nosotros una terrible equivocación desdeñar el estudio de la Biblia para investigar teorías extraviadoras, y apartar la mente de las palabras de Cristo para dirigirla a falacias de invención humana.
No necesitamos enseñanzas imaginarias respecto a la personalidad de Dios. Lo que Dios quiere que conozcamos de él está revelado en su Palabra y en sus obras. Las bellezas de la naturaleza denotan su carácter y su poder como Creador. Ellas son el don que hizo al género humano para manifestar su poder y demostrar que él es un Dios de amor. Pero nadie está autorizado a decir que Dios en persona reside en una flor, en una hoja o en un árbol. Estas cosas son obra de Dios y revelan su amor a la humanidad.
Cristo es la perfecta revelación de Dios. Quienes deseen conocer a Dios han de estudiar la obra y enseñanzas de Cristo. A quienes lo reciban y crean en él, les da poder de llegar a ser hijos de Dios.