Notas biográficas de Elena G. de White

Capítulo 19

Visitando a la Grey esparcida

Mientras estábamos en Oswego, Nueva York, a principios del año 1850, se nos invitó a Camden, Nueva York, población situada a unos sesenta y cuatro kilómetros más al este. Antes de emprender el viaje, se me mostró la pequeña compañía de creyentes que allí había, y entre ellos vi a una mujer que aparentaba hipócritamente mucha piedad y engañaba al pueblo de Dios.

En Camden, Nueva York

El sábado por la mañana se reunieron unos cuantos para el culto, pero la engañosa mujer no estaba presente. Le pregunté a una hermana si todos los creyentes estaban presentes y me respondió que sí. La mujer a quien yo había visto en visión vivía a siete kilómetros del lugar y la hermana no pensó en ella. Poco después llegó, e inmediatamente reconocí en ella a la mujer cuyo verdadero carácter el Señor me había mostrado, trado.

Durante la reunión la mujer habló largo rato, diciendo que tenía perfecto amor y gozaba santidad de corazón, que no tenía pruebas ni tentaciones, sino que disfrutaba de perfecta paz y se sometía a la voluntad de Dios.

Al salir de la reunión volví a casa del Hno. Preston muy entristecida. Aquella noche soñé que un gabinete secreto, lleno de basura se abría ante mis ojos, y se me dijo que yo debía limpiarlo. A la luz de una lámpara quité la basura, y a quienes estaban conmigo les dije que el gabinete había de llenarse con objetos valiosos.

El domingo por la mañana nos reunimos con los hermanos, y mi esposo se levantó a predicar sobre la parábola de las diez vírgenes. El no tenía facilidad de palabra y propuso que orásemos un rato. Nos inclinamos ante el Señor y nos pusimos a orar fervorosamente. La nube negra se desvaneció y fui arrebatada en visión, y otra vez se me mostró el caso de aquella mujer. La veía en completas tinieblas. Jesús los miraba ceñudamente a ella y a su esposo. Aquel temible ceño me hizo temblar. Vi que la mujer obraba hipócritamente, pues fingía santidad mientras que su corazón estaba del todo corrompido.

Al salir de la visión, relaté temblorosa pero fielmente lo que había visto. La mujer dijo sin turbarse: "Me alegro de que el Señor conoce mi corazón y sabe que lo amo. Si vosotros pudierais escudriñar mi corazón, veríais que es puro y limpio".

Algunos de los presentes vacilaban en su ánimo. No sabían si creer lo que el Señor me había mostrado, o si dejar que las apariencias prevaleciesen sobre el testimonio que yo había dado.

Poco después de esto, la mujer se sintió sobrecogida de un miedo terrible. Llena de horror, empezó a confesar. Fue de casa en casa entre sus incrédulos vecinos confesando que el hombre con quien vivía desde hacía muchos años no era su marido, y que ella había huido de Inglaterra abandonando a un esposo amable y a un hijo. Confesó muchas otras maldades. Su arrepentimiento parecía sincero y en varias ocasiones restituyó lo que había tomado injustamente.

Esta experiencia tuvo por efecto que nuestros hermanos de Camden y sus vecinos creyeran firmemente que Dios me había revelado cuanto dije, y que por amor y misericordia se les había dado el mensaje para salvarlos de la decepción y de un error nocivo.

En Vermont

En la primavera de 1850 resolvimos visitar a Vermont y Maine. Dejé a mi pequeño Edson, a la sazón de nueve meses de edad, al cuidado de la Hna. Bonfoey, mientras continuamos nuestro viaje para cumplir la voluntad de Dios. Trabajamos duramente, sufriendo muchas privaciones, para lograr muy poco. Hallamos a los hermanos y hermanas en confusa dispersión. Casi cada uno estaba afectado por algún error, y todos se mostraban celosos por sus opiniones personales. A menudo sufríamos intensa angustia de ánimo al ver cuán pocos eran los que estaban dispuestos a escuchar la verdad bíblica, mientras que se encariñaban ardientemente con el error y el fanatismo. Tuvimos que hacer un molesto viaje de sesenta y cinco kilómetros en diligencia hasta Sutton, lugar de nuestra cita.

Sobreponiéndonos al desaliento

La primera noche después de llegar al lugar de la reunión, el desaliento sobrecogió mi ánimo. Traté de vencerlo, pero me parecía imposible dominar mis pensamientos. Me apesadumbraba el recuerdo de mis pequeñuelos. Habíamos tenido que dejar en el Estado de Maine a uno de dos años y ocho meses, y a otro, en el Estado de Nueva York, de nueve meses de edad. Acabábamos de efectuar con gran fatiga un viaje molesto, y yo pensaba en las madres que en sus tranquilos hogares disfrutaban de la compañía de sus hijos. Recordaba nuestra vida pasada y me acudían a la mente las frases de una hermana que algunos días antes me había dicho que debía ser muy agradable viajar por el país sin ninguna preocupación. Esa era la clase de vida que a ella le gustaría llevar. En ese momento preciso, mi corazón se sentía anheloso por mis hijos, especialmente por el pequeñuelo de Nueva York, y acababa de salir de mi dormitorio, donde había estado batallando con mis sentimientos, y, anegada en lágrimas, había buscado al Señor en demanda de fuerzas para acallar toda queja, de modo que alegremente pudiese negarme a mí misma por causa de Jesús.

En este estado de ánimo me quedé dormida, y soñé que un ángel alto se ponía a mi lado y me preguntaba por qué estaba triste. Le referí los pensamientos que me habían conturbado, y dije: "¡Puedo hacer tan poco bien! ¿Por qué no podemos estar con nuestros pequeñuelos y disfrutar de su compañía?" El ángel respondió: "Has dado al Señor dos hermosas flores cuya fragancia le es tan grata como suave incienso, y más valiosa a sus ojos que el oro y la plata, porque es ofrenda de corazón. Este sacrificio conmueve todas las fibras del corazón como ningún otro. No debes mirar las presentes apariencias, sino atender únicamente a tu deber, para la sola gloria de Dios, y según sus manifiestas providencias. De este modo el sendero se iluminará ante tus pasos. Toda abnegación, todo sacrificio se anota fielmente y tendrá su recompensa".

En el este del Canadá

La bendición del Señor acompañó nuestra conferencia de Sutton, y una vez terminada la reunión, proseguimos nuestro viaje hacia el oriente de Canadá. La garganta me molestaba mucho, y no podía hablar en voz alta ni aun cuchichear sin sufrimiento. Durante el viaje oramos suplicando fortaleza para soportar las fatigas del camino.

Así continuamos hasta llegar a Melbourne, donde esperábamos encontrar oposición. Muchos de los que decían creer en el próximo advenimiento de nuestro Salvador combatían la ley de Dios. Sentíamos la necesidad de que Dios nos fortaleciese, y orábamos para que el Señor se manifestara en nosotros. Mi más fervorosa oración era que se me curase la garganta y se me devolviera la voz. Tuve la prueba de que la mano del Señor me tocó, porque al punto desapareció el malestar y se me aclaró la voz. La lámpara del Señor brilló sobre nosotros durante la reunión y gozamos de gran libertad. Los hijos de Dios quedaron grandemente fortalecidos y alentados.

Reunión en Johnson, Vermont

Pronto volvimos a Vermont y celebramos una notable reunión en Johnson. Durante el viaje nos detuvimos varios días en casa del Hno. E. P. Butler. Supimos que él y otros hermanos del norte de Vermont habían sufrido grave perplejidad y pruebas a causa de las falsas enseñanzas y el áspero fanatismo de un grupo de personas que pretendían estar completamente santificadas y, bajo la capa de santidad, llevaban un género de vida que deshonraba el nombre de cristiano.

Los dos cabecillas del fanatismo eran en conducta y carácter muy semejantes a los que cuatro años antes habíamos encontrado en Claremont, Nueva Hampshire. Enseñaban la doctrina de la extrema santificación, pretendiendo que no podían pecar y que estaban listos para la traslación. Practicaban el mesmerismo y aseguraban que recibían iluminación divina mientras estaban en una especie de trance.

No tenían trabajo regular, sino que en compañía de dos mujeres que no eran sus esposas, iban de pueblo en pueblo, abusando de la hospitalidad de las gentes. Por medio de su sutil influencia mesmérica, se habían conquistado muchas simpatías entre los hijos mayores de nuestros hermanos.

El Hno. Butler era un hombre de rígida integridad. Se opuso resueltamente a la maligna influencia de aquellas fanáticas teorías, y era muy activo en su oposición a las falsas enseñanzas y arrogantes pretensiones de aquellos hombres. Además nos declaró explícitamente que no creía en visiones de ninguna clase.

Aunque de mala gana, el Hno. Butler consintió en asistir a la reunión que celebraríamos en Johnson. Los dos caudillos del fanatismo que tanto habían engañado y oprimido a los hijos de Dios, llegaron a la reunión en compañía de las dos mujeres que iban ataviadas con vestidos de hilo blanco, con la negra cabellera caída y suelta sobre los hombros. Los trajes de hilo blanco querían representar la justicia de los santos.

Yo tenía un mensaje de reprobación para ellos, y mientras yo hablaba, uno de esos dos hombres, el que estaba más adelante, mantuvo fija la vista en mí, como habían hecho otros mesmerizadores. Pero yo no temía su mesmérica influencia. El cielo me daba fuerzas para sobreponerme a su poder satánico. Los hijos de Dios que habían estado en esclavitud empezaban a respirar libremente y a regocijarse en el Señor.

Según proseguía la reunión, estos fanáticos trataban de levantarse para hablar, pero no encontraban ocasión para ello. Se les dio a conocer que su presencia allí no era grata, y sin embargo quisieron quedarse. Entonces el Hno. Samuel Rhodes, agarrando por detrás la silla en que estaba sentada una de las dos mujeres, la sacó del local, arrastrándola a través de la galería hasta el césped. Después hizo lo propio con la otra mujer. Los dos hombres abandonaron el local, pero intentaron volver.

Al concluir la reunión, mientras estábamos orando, uno de los hombres se acercó a la puerta y comenzó a hablar. Le cerraron la puerta sin dejarle entrar; pero él la abrió de nuevo y se puso a hablar otra vez. Entonces descendió el poder de Dios sobre mi esposo, quien, levantándose, extendió pálido las manos ante aquel hombre mientras exclamaba: "El Señor no necesita aquí tu testimonio. El Señor no quiere que vengáis a distraer y molestar aquí a su pueblo".

El poder de Dios llenó el local. El hombre aquel, aterrado y confundido retrocedió a través del vestíbulo hacia otro aposento, dando traspiés y tropezando contra la pared, hasta que, recobrando el equilibrio, encontró la puerta y salió de la casa. La presencia del Señor, tan penosa para los fanáticos pecadores, impresionó con reverente solemnidad a los circunstantes. Pero cuando se marcharon los hijos de las tinieblas, la dulce paz del Señor descansó sobre nuestra compañía. Después de aquella reunión, los falsos y ruines que pretendían perfecta santidad no fueron capaces de recobrar su influencia sobre nuestros hermanos.

Las experiencias de esta reunión nos conquistaron la confianza y el compañerismo del Hno. Butler.

Regreso a Nueva York

Después de cinco semanas regresamos a Nueva York. En North Brookfield nos encontramos con la Hna. Bonfoey y el pequeño Edson. El niño estaba muy débil. Había ocurrido un gran cambio en él. Era muy difícil librarlo de los pensamientos de murmuración. Pero sabíamos que nuestra única ayuda estaba en Dios, de manera que oramos por el niño, y sus síntomas mejoraron, y viajamos con él hasta Oswego para asistir a una conferencia que se realizaba allí.