Notas biográficas de Elena G. de White

Capítulo 21

En Rochester, Nueva York

En Abril de 1852 nos trasladamos a Rochester, Nueva York, en las circunstancias más desalentadoras. A cada paso nos veíamos precisados a seguir adelante por fe. Aún estábamos impedidos por la pobreza, y tuvimos que practicar la más rígida economía y abnegación. Daré un breve extracto de la carta escrita a la familia del Hno. Howland el 16 de abril de 1852:

"Acabamos de instalarnos en Rochester. Hemos alquilado una casa vieja por ciento setenta y cinco dólares al año. Tenemos la prensa en casa, pues de no ser así hubiéramos tenido que pagar cincuenta dólares al año por un local para oficina. Si pudierais ver nuestro ajuar os sonreiríais. Hemos comprado dos camas viejas por veinticinco centavos cada una. Mi esposo me trajo seis sillas viejas, en las que no había dos iguales, que le costaron un dólar, y después me regaló otras cuatro, también viejas, y sin asiento, por las que había pagado sesenta y dos centavos. Pero la armazón era fuerte y con un pedazo de dril remedié la falta de asiento. La mantequilla está tan cara que no podemos comprarla, ni tampoco las papas. Usamos salsa en vez de mantequilla y nabos en lugar de papas. Tomamos nuestras primeras comidas en un bastidor de chimenea colocado sobre dos barriles vacíos de harina. Nada nos importan las privaciones con tal que adelante la obra de Dios. Creemos que la mano del Señor nos guió en llegar a esta población. Hay un amplio campo de labor, pero pocos obreros. El sábado pasado tuvimos una excelente reunión. El Señor nos refrigeró con su presencia".

Muerte de Roberto Harmon

Poco después de que nuestra familia se estableció en Rochester, recibimos una carta de mi madre en que nos informaba de la peligrosa enfermedad de mi hermano Roberto, que vivía con mis padres en Gorham, Maine. Al recibir esta noticia, mi Hna. Sara decidió ir inmediatamente a Gorham.

Según las apariencias, mi hermano podía vivir solamente unos pocos días; sin embargo, en contra de la expectación de todos, vivió seis meses, pero sufriendo mucho. Mi hermana lo cuidó fielmente hasta el fin. Tuvimos el privilegio de visitarlo antes de su muerte. Fue una reunión emocionante. El había cambiado mucho, y sin embargo sus gastadas facciones se hallaban iluminadas de gozo. La brillante esperanza del futuro lo sostenía constantemente. Tuvimos oraciones en su habitación, y Jesús parecía estar muy cerca. Nos vimos obligados a separarnos de nuestro querido hermano, no esperando que nos encontraríamos más con él de este lado de la resurrección de los justos. Pronto mi hermano descansó en Jesús, con la plena esperanza de tener una parte en la primera resurrección.

Avanzando

Seguimos llevando a cabo nuestra obra en Rochester entre perplejidades y desalientos. El cólera atacó la ciudad, y durante la epidemia se oía toda la noche, por las calles, el rodar de las carrozas fúnebres que conducían los cadáveres al cementerio de Mount Hope. La epidemia no diezmaba únicamente a los pobres, sino que hizo víctimas de todas las clases. Los más hábiles médicos murieron y fueron llevados a Mount Hope. Al pasar nosotros por las calles de Rochester, encontrábamos casi en cada esquina furgones con ataúdes de pino basto, que trasportaban los cadáveres.

Nuestro pequeñuelo Edson cayó enfermo, y lo llevamos al gran Médico. Lo tomé en mis manos, y en el nombre de Jesús conjuré la enfermedad. En seguida encontró alivio, y al comenzar una hermana a orar al Señor para que lo curase, el pequeñuelo, que sólo tenía tres años, la miró asombrado, diciendo: "No hay necesidad de que oréis por mí, porque el Señor me ha sanado". Estaba muy débil, pero la enfermedad no siguió adelante. Sin embargo, no cobraba fuerzas. Todavía iba a ponerse a prueba nuestra fe. En tres días Edson no probó alimento.

Teníamos compromisos para dos meses, que abarcaban desde Rochester, Nueva York, hasta Bangor, Maine; y este viaje lo haríamos en nuestro carruaje cubierto y con nuestro buen caballo Charlie, que nos fueron dados por los hermanos de Vermont. Casi no nos atrevíamos a dejar al niño en un estado tan crítico, pero decidimos ir, a menos que empeorara. Dentro de dos días debíamos comenzar nuestro viaje para llegar a tiempo a nuestra primera cita. Presentamos el caso delante del Señor, tomando como prueba, de que si el niño tenía apetito para comer, nosotros nos aventuraríamos. El primer día no hubo mejoría. El no podía tomar ningún alimento. Al día siguiente, cerca del mediodía pidió caldo, y esto lo fortaleció.

Comenzamos nuestro viaje esa tarde. Cerca de las cuatro de la tarde tomé a mi hijo enfermo sobre una almohada y viajamos 35 kilómetros. El parecía estar muy nervioso esa noche. No podía dormir, y yo lo tuve en mis brazos casi toda la noche.

A la mañana siguiente consultamos juntos si debíamos regresar a Rochester o continuar el viaje. La familia que nos había alojado nos dijo que si proseguíamos, tendríamos que enterrar al niño en el camino, lo cual parecía ser así. Pero no me atrevía a regresar a Rochester. Creíamos que la aflicción del niño era obra de Satanás, para impedirnos viajar. Y no cedimos ante él. Le dije a mi esposo: "Si regresamos puedo descontar que el niño morirá. Si seguimos viajando, lo más que puede ocurrir es que muera. Continuemos nuestro viaje, confiando en el Señor".

Teníamos delante de nosotros un viaje de 160 kilómetros para hacer en dos días, pero creíamos que el Señor obraría en nuestro favor en ese tiempo de extrema necesidad. Yo estaba muy agotada, y temía dormirme y que el niño se me cayera de los brazos; de manera que lo apoyé en mi regazo, y lo até a mi cintura, y ambos dormimos aquel día durante gran parte del viaje. El niño revivió y continuó fortaleciéndose a través de toda la gira, y lo trajimos de vuelta a casa bien robusto.

El Señor nos bendijo mucho en nuestro viaje a Vermont. Mi esposo tenía mucha preocupación y trabajo. En las diferentes reuniones realizó la mayor parte de las predicaciones, vendió libros y trabajó para extender la circulación del periódico. Cuando terminaba una conferencia, nos apresurábamos a la próxima. A mediodía alimentábamos el caballo al lado del camino, y comíamos nuestra merienda. Entonces mi esposo, apoyando su papel de escribir sobre la caja en la que teníamos el almuerzo o en la parte superior de su sombrero, escribía artículos para la Review y el Instructor.

Conversión del capataz de la imprenta

Mientras estábamos ausentes de Rochester en esta gira al este, el capataz de la imprenta fue atacado de cólera. Era un joven no convertido. La señora de la casa donde él se hospedaba murió de la misma enfermedad, y también su hija. Entonces él cayó, y nadie se aventuraba a cuidar de él, porque temían la enfermedad. Algunas personas de la imprenta lo cuidaron hasta que la enfermedad pareció detenida, y entonces lo llevaron a nuestra casa. Tuvo una recaída, y el médico que lo asistía se esforzó en sumo grado para salvarle la vida, pero por fin le dijo al paciente que su caso era desesperado, y que no podría sobrevivir esa noche. Los que se interesaban en el joven no podían soportar la idea de verlo morir sin esperanza. Oraron en torno a su cama mientras él pasaba por una gran agonía. El también oró que el Señor tuviera misericordia de él, y perdonara sus pecados. Sin embargo no obtuvo ningún alivio. Continuó teniendo calambres y agitación en medio de una agitada agonía. Los hermanos continuaron orando toda la noche para que el Señor le salvara la vida a fin de que se arrepintiera de sus pecados y guardara los mandamientos de Dios. Al fin pareció consagrarse a Dios, y le prometió al Señor que observaría el sábado y le serviría. Pronto se alivió.

A la mañana siguiente llegó el médico, y al entrar dijo: "A la una de la mañana le dije a mi esposa que con toda probabilidad el joven ya había dejado de sufrir". Pero le comunicaron que estaba vivo. El médico estaba sorprendido, e inmediatamente subió las escaleras en dirección a su habitación. Al tomarle el pulso dijo: "Joven, Ud. está mejor; la crisis ha pasado; pero no fue mi habilidad médica la que lo salvó, sino un poder superior. Con buen cuidado, Ud. mejorará". Mejoró rápidamente, y pronto ocupó su lugar en la imprenta, como un hombre convertido.

Natanael y Ana White

Después que regresamos del viaje del este, se me mostró que estábamos en peligro de asumir cargas que Dios no exigía que lleváramos. Teníamos que hacer una parte en la causa de Dios, y no debíamos recargarnos aumentando nuestra familia para gratificar los deseos de algunos. Vi que con el propósito de salvar almas debemos estar dispuestos a llevar responsabilidades; y que debíamos abrir la puerta para que el hermano de mi esposo, Natanael, y su hermana Ana, vinieran a vivir con nosotros. Ambos eran inválidos, y sin embargo, les extendimos una cordial invitación para venir a nuestro hogar. Ellos aceptaron la invitación.

Apenas vimos a Natanael, temimos que la tuberculosis lo llevara a la tumba. El color rojo propio de la tisis estaba ya en sus mejillas, y sin embargo esperábamos y orábamos que el Señor le salvara la vida, y que sus talentos fueran empleados en la causa de Dios. Pero el Señor vio bueno obrar de otra manera.

Natanael y Ana aceptaron la verdad lentamente pero con mucha comprensión. Ponderaron las evidencias de nuestra posición, y en forma concienzuda se decidieron por la verdad. El 6 de mayo de 1853 le preparamos la cena a Natanael, pero pronto él dijo que se estaba desmayando, y que sabía que estaba por morir. Mandó a buscarme, y tan pronto como yo entré en la habitación, supe que se estaba muriendo. Le dije: "Querido Natanael, confía en Dios. El te ama, y tú lo amas a él. Confía en él como un hijo confía en sus padres. No te aflijas. El Señor no te abandonará". El contestó: "Sí, sí". Oramos, y él respondió: "Amén, ¡alabado sea el Señor!" No parecía sentir dolor, no gimió ni una sola vez, ni luchó, ni movió un músculo de su cara, sino que su respiración se fue haciendo más y más corta, hasta que cayó dormido, a los 22 años de edad.