Notas biográficas de Elena G. de White

Capítulo 25

Pruebas personales

Antes de trasladarnos de Rochester, sintiéndose mi esposo muy débil, creyó él necesario librarse de las responsabilidades de la obra de publicaciones. Entonces propuso que la iglesia se hiciese cargo de esa obra, y que ésta fuese administrada por una junta editorial que aquélla debía nombrar, suponiéndose además que ninguno de sus integrantes debería recibir beneficio financiero alguno en adición al salario que ya estuviera recibiendo por su trabajo.

Esfuerzos para establecer la obra de publicaciones

Aunque el asunto fue discutido varias veces, los hermanos no tomaron ningún acuerdo sobre el particular hasta el año 1861. Hasta ese momento mi esposo había sido el propietario legal de la casa editora y el único administrador de la misma. Gozaba de la confianza de amigos activos de la causa, quienes confiaban a él los medios que de vez en cuando donaban, a medida que la obra crecía y necesitaba más fondos para el firme establecimiento de la empresa editorial. Pero a pesar de que constantemente se informaba a través de la Review que la casa publicadora era prácticamente propiedad de la iglesia, como él era el único administrador legal, nuestros enemigos se aprovecharon de esta situación y, con acusaciones de especulación, hicieron todo lo posible para perjudicarlo y retardar el progreso de la obra. Bajo estas circunstancias él presentó el asunto a la organización, y como resultado, en la primavera de 1861 se decidió organizar legalmente la Asociación Adventista de Publicaciones, de acuerdo con las leyes del Estado de Míchigan.

Preocupación por los hijos

Aunque nuestras responsabilidades en la obra de publicaciones y otras ramas de nuestro trabajo nos producían mucha preocupación, el sacrificio más fuerte que me imponía la obra en que estaba empeñada era tener que dejar con frecuencia sus hijos al cuidado de otras personas.

Enrique había estado ausente de nosotros ya por cinco años y a Edson lo habíamos podido atender muy poco. Durante los años que vivimos en Rochester nuestra familia era numerosa, y nuestra casa era como un hotel, pero nosotros pasábamos la mayor parte del tiempo ausentes de esa casa. Yo siempre tenía la gran preocupación de que mis hijos se criaran exentos de malos hábitos, y a menudo me afligía al pensar en el contraste entre mis hijos y los de otras personas que, no queriendo llevar cargas y responsabilidades, podían estar siempre con sus hijos, para aconsejarlos e instruirlos y, por lo tanto, pasaban casi todo el tiempo junto a sus familias. Y me preguntaba: ¿Por qué reclama Dios tanto de nosotros, y a otros no les exige nada? ¿Es esto justo? ¿Tendremos nosotros que pasar la vida siempre apresurados, resolviendo problemas aquí y allá, yendo de un lugar a otro, sin disponer siquiera de un poco de tiempo para atender a nuestros hijos?

Pérdida de hijos

En 1860 la muerte tocó a nuestra puerta y desgajó la más nueva rama de nuestro árbol familiar. El pequeño Herbert, que había nacido el 20 de septiembre de 1860, falleció el 14 de diciembre de ese mismo año. Nadie que no haya perdido un hijo pequeño que era una promesa podrá comprender cómo sangraron nuestros corazones cuando esa tierna rama fue quebrada.

Y luego, cuando nuestro noble hijo Enrique falleció,1 a la edad de 16 años; cuando nuestro dulce cantor fue llevado a la tumba y ya no pudimos escuchar más sus canciones en la mañana, nuestro hogar quedó muy solitario. Ambos padres y los dos hijos que quedaron, sentimos el golpe intensamente. Pero Dios nos consoló en medio de nuestra aflicción, y con fe y valor continuamos adelante con la obra que él nos había asignado, abrigando la luminosa esperanza de que un día, en ese mundo donde no habrá más muerte ni dolor, nos encontraremos con nuestros queridos hijos que nos fueron arrebatados por la muerte.