[Nota histórica.--"Nuestro pueblo está generalmente despertando en cuanto a la importancia del tema de la salud--escribía el pastor Jaime White en un editorial de la Review, el 13 de diciembre de 1864, y a fin de responder a sus necesidades actuales debieran prepararse publicaciones acerca del tema, a precios que estén al alcance de los más pobres". Al mismo tiempo anunció la pronta aparición de una serie de folletos bajo el título general de "La salud: o Cómo vivir".
La firme convicción que tenían el pastor y la Sra. White en cuanto a que las reformas que iban a ser esbozadas en esos folletos eran algo de gran importancia, se ilustra en la siguiente nota que apareció en la Review el 14 de enero de 1865, donde se informaba sobre la aparición del primer folleto de la serie:
"Deseamos presentar ante todos nuestros hermanos estos folletos, preparados con especial cuidado, acerca del importante tema de la reforma en cuanto a nuestro modo de vivir, lo cual es de gran necesidad, y según nos parece, será logrado en las vidas de todos aquellos que al fin estén preparados para la traslación".
En los primeros cinco meses del año 1863 se terminó de publicar la serie. Estos folletos sobre la salud, seis en total, contenían artículos de la Sra. White respecto "a las enfermedades y sus causas", y otros temas similares; y también muchos extractos de escritos de algunos médicos y otras personas interesados en los principios de la reforma pro salud. También contenían recetas para la sana alimentación e instrucciones relativas al uso del agua como remedio para muchas enfermedades. Más adelante se exponían los efectos nocivos del alcohol, el tabaco, el té y el café, las especias, y otros estimulantes y narcóticos.
El invierno de 1864 a 1865 fue un tiempo de muchas tensiones y pruebas. En esos días, aparte de tener que dedicar tiempo junto a su esposa y a la preparación de material de salud y temperancia para las publicaciones, el pastor White se vio en la necesidad de tener que trabajar incansablemente con el fin de ayudar a resolver los problemas que tenían que enfrentar los guardadores del sábado que eran reclutados para servir en el ejército. Este trabajo le causaba gran ansiedad y lo afectó emocionalmente, además de desgastar sus fuerzas físicas. Sus labores como administrador en la sesión de la Asociación General que se celebró en mayo de 1865 se añadieron a su agotadora actividad.
A pesar de estar agobiados por el pesado trabajo de las publicaciones y por la responsabilidad de tener que velar por todos los intereses relacionados con la obra en general, el pastor White y su esposa no encontraban tiempo para descansar. Inmediatamente después de la sesión de la Asociación General fueron llamados a Wisconsin y Iowa, en donde tuvieron que enfrentarse con muchas dificultades. Poco después de regresar a Míchigan le sobrevino una parálisis parcial. Una información referente a esta enfermedad y al impulso que indirectamente recibió de la misma el movimiento de reforma pro salud, apareció unos meses más tarde, presentada por la Sra. White, en las ediciones de la Review del 20 y 27 de febrero de 1866. Una porción de ella forma parte del contenido de este capítulo.]
La enfermedad del pastor Jaime White
Una mañana, mientras dábamos nuestro paseo habitual antes del desayuno, entramos en la huerta del hermano Lunt, y mientras mi esposo trataba de abrir una mazorca de maíz oí un extraño ruido. Rápidamente miré a mi esposo y noté que su cara estaba toda enrojecida y su brazo derecho colgaba como muerto. El trataba de levantar su brazo, pero sin resultado alguno: los músculos no respondían.
Lo ayudé a entrar en la casa, pero no pudo hablarme hasta que una vez dentro me dijo en forma ininteligible: "Ora, ora". Doblamos nuestras rodillas y elevamos fervientemente nuestras súplicas a Dios que siempre había estado a nuestro lado en momentos de prueba. Al poco rato mi esposo balbuceó algunas palabras de alabanza y gratitud a Dios porque al fin pudo mover su brazo. El movimiento de la mano le fue restituido, aunque no totalmente.
Mi esposo y yo sentimos la necesidad de acercarnos más a Dios, y habiéndonos acercado a él, mediante confesión y oración, tuvimos la bendecida seguridad de que él se acercó a nosotros. Aquellos momentos de comunión con Dios fueron realmente preciosos, extraordinariamente preciosos.
Las primeras cinco semanas de nuestra aflicción las pasamos en nuestro propio hogar. En su sabiduría nuestro Padre celestial no consideró apropiado devolver inmediatamente la salud a mi esposo en respuesta a nuestras fervientes oraciones, si bien nos parecía sentirlo gloriosamente cerca de nosotros, sosteniéndonos y consolándonos mediante su Santo Espíritu.
Estadía en Dansville, Nueva York
Teníamos confianza en el uso del agua como uno de los remedios indicados por Dios, pero no confiábamos en medicamentos. No obstante, me sentía muy cansada para poder aplicar yo misma los remedios hidroterápicos a mi esposo. Por lo tanto pensamos que lo mejor sería llevarlo a Dansville, Nueva York, donde él podría descansar y donde podríamos disponer del cuidado de médicos hidroterápicos capaces. No nos atrevimos a seguir nuestro propio juicio, y decidimos buscar el consejo de Dios. Después de orar mucho sobre el asunto decidimos ir. Mi esposo soportó el viaje muy bien.
Permanecimos en Dansville cerca de tres meses. Conseguimos alojamiento a corta distancia de la institución, y desde allí podíamos caminar, con lo que disfrutábamos el mayor tiempo posible del aire libre. Cada día íbamos a tomar el tratamiento, excepto los sábados y domingos.
Tal vez algunos pudieron haber pensado que al haber ido a Dansville para someternos a tratamientos de los médicos estábamos perdiendo la fe en que Dios podría curar a mi esposo en respuesta a nuestras oraciones. Pero no era así. Nunca pensamos que estábamos despreciando los medios que Dios había puesto a nuestro alcance para lograr la recuperación de la salud, sino que más bien, colocándolo a Dios sobre todo, creíamos que él, que ha dado al hombre el conocimiento de remedios naturales, esperaba que nosotros los usáramos para ayudar a nuestro maltratado organismo a recobrar sus energías gastadas. Estábamos seguros de que el Señor bendeciría las medidas que estábamos tomando para recuperar la salud.
Sesiones de oración y bendiciones
Tres veces al día dedicábamos un período especial a la oración para que el Señor devolviera la salud a mi esposo y para que su gracia nos sustentara en la hora de nuestra aflicción. Estas reuniones de oración significaban mucho para nosotros. Nuestros corazones muy a menudo se inundaban de indecible gratitud al pensar que en la hora de la adversidad teníamos un Padre celestial en quien podíamos confiar sin temor alguno.
El cuatro de diciembre de 1865, mi esposo pasó la noche muy mal. Oré junto a su cama, como de costumbre, pero no fue la voluntad del Señor aliviarlo esa noche. Mi esposo estaba muy preocupado. Pensaba que iba a morir, pero decía que no tenía temor a la muerte.
Yo también estaba muy preocupada. No creía ni por un momento que mi esposo moriría. Pero ¿cómo se le podría inspirar fe? Rogué a Dios para que me guiara y no me permitiera cometer ningún error, sino que me diera sabiduría para hacer lo correcto. Cuanto más fervientemente oraba, más fuerte era mi impresión de que debía llevar a mi esposo junto a sus hermanos, aun cuando tuviéramos que regresar de nuevo a Dansville.
El Dr. Lay llegó en la mañana y yo le dije que, al menos que se advirtiera una notable mejoría en mi esposo a lo sumo en las dos o tres siguientes semanas, yo me lo llevaría a mi casa. El me contestó: "Ud. no puede llevarlo a la casa. El no podría soportar un viaje tan incómodo". Yo le respondí: "Nosotros nos vamos. Me llevaré a mi esposo por fe, confiando en Dios; haremos nuestra primera parada en Rochester, donde estaremos por algunos días; luego pasaremos a Detroit, y si es necesario nos detendremos también allí por algunos días para descansar, y después nos dirigiremos a Battle Creek".
Este fue el primer indicio que mi esposo tuvo de mis intenciones. Pero no dijo ni una palabra. Esa noche empaquetamos nuestras maletas, y a la mañana siguiente ya estábamos de camino. Mi esposo viajaba muy cómodamente.
Durante las tres semanas que permanecimos en Rochester, la mayor parte del tiempo la pasamos en oración. Mi esposo sugirió que pidiéramos al pastor J. N. Andrews que viniera desde Maine, y a la hermana Lindsay, desde Olcott; y que los hermanos de Roosevelt que tuvieran suficiente fe en Dios y sintieran la necesidad de hacerlo, también viniesen para orar con él. Todos estos amigos respondieron a su llamado y durante diez días estuvimos juntos celebrando reuniones de ferviente oración. Todos los que participaron en estas reuniones fueron grandemente bendecidos. A veces nos sentíamos tan refrescados con las lluvias de gracia celestial que podíamos decir: "Mi copa está rebosando", y llorábamos y alabábamos a Dios por la riqueza de su salvación.
Los que vinieron de Roosevelt tuvieron que regresar pronto a sus hogares. El hermano Andrews y la hermana Lindsay, sin embargo, quedaron con nosotros. Continuamos nuestras oraciones de súplica al cielo. Todo parecía una dura lucha contra los poderes de las tinieblas. Algunas veces la tambaleante fe de mi esposo se asía de las promesas de Dios y entonces disfrutábamos de dulce y preciosa victoria.
En la Nochebuena, mientras nos humillábamos delante de Dios en ferviente oración, nos pareció ver como que la luz del cielo brillaba sobre nosotros, y fui arrebatada en una visión de la gloria de Dios. Me pareció como si hubiera sido trasladada rápidamente de la tierra al cielo, donde todo era salud, belleza y gloria. Mis oídos empezaron a oír acordes musicales, melodiosos, perfectos, fascinantes. Se me permitió disfrutar de esta escena por un momento, antes de que mi atención se fijara en este oscuro mundo. Luego se me mostraron las cosas que estaban ocurriendo sobre la tierra.1 Entonces tuve una visión alentadora acerca del caso de mi esposo.
Las circunstancias no se mostraban favorables para dirigirnos a Battle Creek, pero en mi mente estaba fija la idea de que debíamos ir.
Todo nos había ido muy bien en el viaje. Cuando el tren llegó a Battle Creek, fuimos recibidos por un grupo de fieles hermanos, quienes nos dieron una alegre bienvenida. Mi esposo descansó bien durante toda la noche. Al sábado siguiente caminó hasta el lugar donde se iban a celebrar los servicios del día y allí predicó durante tres cuartos de hora. Por la noche asistimos al servicio de la Cena del Señor. El Señor lo fortalecía mientras por fe se dirigía a estas reuniones.
La larga enfermedad de mi esposo fue un duro golpe no solamente para mí y mis hijos, sino también para la causa de Dios. Las iglesias se vieron privadas tanto de las labores de mi esposo como de las mías. Satanás se sentía triunfante al contemplar cómo quedaba interrumpida la obra de la verdad; pero, gracias a Dios, no se le permitió destruirnos. Después de haber estado desligados de la obra activa durante 15 largos meses, una vez más volvimos los dos a trabajar entre las iglesias.