Obreros Evangélicos

Capítulo 6

Cristo nuestro ejemplo

Nuestro Señor Jesucristo vino a este mundo para ministrar incansablemente a la necesidad del hombre. "Tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias,"1 a fin de poder ministrar a toda necesidad de la humanidad. Vino para quitar la carga de enfermedad, miseria y pecado. Era su misión traer completa restauración a los hombres; vino para darles salud, paz y perfección de carácter.

Diversas eran las circunstancias y necesidades de aquellos que solicitaban su ayuda, y ninguno de los que acudían a él se iba sin haber recibido ayuda. De él fluía un raudal de poder sanador, y los hombres eran sanados en cuerpo, mente y alma.

La obra del Salvador no se limitaba a lugar o tiempo alguno. Su compasión no conocía límites. Verificaba su obra de curación y enseñanza en tan grande escala que no había en toda Palestina edificio bastante amplio para contener las multitudes que acudían a él. En las verdes laderas de las colinas de Galilea, en los caminos, a orillas del mar, en las sinagogas, y en todo lugar donde se le podía llevar enfermos, encontraba su hospital. En toda ciudad, todo pueblo, toda aldea donde pasara, imponía las manos a los afligidos, y los sanaba. Dondequiera que hubiese corazones listos para recibir su mensaje, él los consolaba con la seguridad del amor de su Padre celestial. Durante todo el día servía a los que acudían a él; y por la noche atendía a los que durante el día debían trabajar para ganar una pitanza con que sostener a sus familias.

Jesús llevaba el peso aterrador de la responsabilidad por la salvación de los hombres. El sabía que a menos que hubiese un cambio radical en los principios y propósitos de la especie humana, todo se perdería. Tal era la carga de su alma, y nadie podía apreciar el peso que descansaba sobre él. En la niñez, en la juventud y en la edad viril, anduvo solo. Sin embargo, era estar en el cielo hallarse en su presencia. Día tras día hacía frente a pruebas y tentaciones; día tras día se hallaba en contacto con el mal, y presenciaba su poder sobre aquellos a quienes él trataba de bendecir y salvar. Sin embargo, no desmayaba ni se desalentaba.

En todo, ponía sus deseos en estricta conformidad con su misión. Glorificaba su vida subordinando todo en ella a la voluntad de su Padre. Cuando, en la niñez, su madre, encontrándolo en la escuela de los rabinos, dijo: "Hijo, ¿por qué nos has hecho así?" él contestó,--y su respuesta es la nota descollante de la obra de toda su vida,--"¿Qué hay? ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me conviene estar?"2

La suya fué una vida de constante abnegación. El no tenía hogar en este mundo, excepto el que la bondad de sus amigos le proveía como viajero. Vino a vivir en favor nuestro la vida de los más pobres, y a andar y trabajar entre los menesterosos y los que sufrían. No fué reconocido ni honrado mientras andaba entre la gente por la cual había hecho tanto.

Siempre se mostró paciente y gozoso, y los afligidos lo saludaban como un mensajero de vida y paz. Veía las necesidades de hombres y mujeres, de niños y jóvenes, y a todos daba la invitación: "Venid a mí."

Durante su ministerio, Jesús dedicó más tiempo a sanar a los enfermos que a la predicación. Sus milagros testificaban de la verdad de sus palabras, de que había venido no a destruir, sino a salvar. Dondequiera que fuese, le precedían las nuevas de su misericordia. Dondequiera que hubiese pasado, los seres objeto de su compasión se regocijaban con la buena salud, y ensayaban sus recién adquiridas faculta des. Muchedumbres se agolpaban en derredor suyo para oír de sus labios el relato de las obras que el Señor había hecho. Para muchos, su voz era la pri mera que oían, su nombre, la primera palabra que pronunciaban, su rostro, el primero que veían. ¿Por qué no habían de amar a Jesús, y cantar sus loores? Mientras pasaba por los pueblos y ciudades, era como una corriente vital, que difundía vida y gozo....

El Salvador hacía de cada obra de sanidad una ocasión de implantar principios divinos en la mente y el alma. Tal era el propósito de su obra. Impartía bendiciones terrenas, a fin de inclinar los corazones de los hombres a recibir el Evangelio de su gracia.

Cristo podría haber ocupado el primer puesto entre los maestros de la nación judía, pero prefirió llevar más bien el Evangelio a los pobres. Iba de lugar a lugar, para que los que estaban por los vallados y caminos oyesen las palabras de verdad. A orillas del mar, en la falda de la montaña, en las calles de la ciudad, en la sinagoga, se oía su voz explicando las Escrituras. A menudo enseñaba en el atrio exterior del templo para que los gentiles oyesen sus palabras.

Tan diferente era la enseñanza de Cristo de las explicaciones de la Escritura dadas por los escribas y fariseos, que llamaba la atención del pueblo. Los rabinos se explayaban en la tradición, en las teorías y especulaciones humanas. Muchas veces, lo que los hombres habían enseñado y escrito acerca de la Escritura era colocado en lugar de ésta. El tema de la enseñanza de Cristo era la Palabra de Dios. El respondía a sus interlocutores con un claro: "Escrito está," "¿Qué dice la Escritura?" "¿Qué lees?" En cada oportunidad, cuando un enemigo o un amigo despertaba interés, Jesús presentaba la Palabra. Con claridad y poder, proclamaba el mensaje del Evangelio. Sus palabras derramaban raudales de luz sobre las enseñanzas de los patriarcas y profetas, y las Escrituras se presentaban a los hombres como una nueva revelación. Nunca antes habían percibido sus oyentes tal profundidad de significado en la Palabra de Dios.

Sencillez en la enseñanza de Cristo

Nunca hubo un evangelista como Cristo. El era la Majestad del cielo, pero se humilló para tomar nuestra naturaleza, a fin de poder encontrar a los hombres donde estaban. A todos, ricos y pobres, libres y siervos, Cristo, el Mensajero del pacto, trajo las nuevas de salvación. Su fama de gran Médico cundió por toda Palestina. Los enfermos acudían a los lugares por donde debía pasar a fin de pedirle auxilio. Allí también iban muchos ansiosos de oír sus palabras y recibir el toque de su mano. Así iba de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio y sanando a los enfermos,--Rey de gloria en el humilde atavío de la humanidad.

Asistía a las grandes fiestas anuales de la nación, y a la multitud absorta en los detalles exteriores de la ceremonia le hablaba de cosas celestiales, trayendo la eternidad a su vista. A todos presentaba tesoros de la fuente de sabiduría. Les hablaba en lenguaje tan sencillo que no podían menos que comprenderlo. Por métodos peculiarmente suyos, ayudaba a todos los que estaban en tristeza y aflicción. Con gracia tierna y cortés, ministraba al alma enferma de pecado, dándole sanidad y fuerza.

El, Príncipe de los maestros, trataba de tener acceso a la gente por la senda de sus asociaciones más familiares. Presentaba la verdad de tal manera que más tarde, siempre sus oyentes la entrelazaban con sus recuerdos y afectos más santos. Enseñaba de tal modo que les hacía sentir la plenitud de su identificación con los intereses y la felicidad de ellos. Su instrucción era tan directa, sus ilustraciones tan apropiadas, sus palabras tan llenas de simpatía y alegría, que sus oyentes quedaban encantados. La sencillez y fervor con que se dirigía a los menesterosos, santificaban toda palabra.

A ricos y pobres igualmente

¡Qué vida atareada llevaba! Día tras día se lo podía ver entrando en las humildes moradas donde se sentía necesidad y tristeza, para infundir esperanza a los abatidos y paz a los angustiados. Benigno, tierno de corazón, compasivo, andaba levantando a los caídos y consolando a los tristes. Doquiera fuera, impartía bendiciones.

Al par que ayudaba a los pobres, Jesús estudiaba también modos de alcanzar a los ricos. Trababa relación con el pudiente y culto fariseo, el noble judío, y el gobernante romano. Aceptaba sus invitaciones, asistía a sus fiestas, se familiarizaba con sus intereses y ocupaciones, a fin de obtener acceso a sus corazones y revelarles las riquezas imperecederas.

Cristo vino a este mundo para demostrar que por recibir poder de lo alto, el hombre puede vivir una vida sin contaminación. Con paciencia incansable y simpatía ayudadora, se relacionaba con los hombres haciendo frente a sus necesidades. Por el suave toque de su gracia, desterraba del alma la agitación y la duda, cambiando la enemistad en amor, y la incredulidad en confianza....

Cristo no reconocía distinción de nacionalidad, alcurnia ni credo. Los escribas y fariseos deseaban convertir en un beneficio local y nacional los dones del cielo, y excluir de toda participación al resto de la familia de Dios en el mundo. Pero Cristo vino para derribar todo muro de separación. Vino para demostrar que su don de misericordia y amor es tan ilimitado como el aire, la luz o las lluvias que refrescan la tierra.

La vida de Cristo estableció una religión en la cual no hay casta, una religión por la cual judío y gentil, libre y siervo, están unidos en una fraternidad común y son iguales delante de Dios. Ninguna cuestión de métodos o conducta influía en sus actos. Para él no había diferencia entre vecinos y forasteros, amigos y enemigos. Lo que conmovía su corazón era un alma que tuviese sed de las aguas de vida.

El no desdeñaba ningún ser humano como inútil, sino que trataba de aplicar el remedio sanador a toda alma. En cualquier compañía en que se encontrase, presentaba una lección apropiada al tiempo y las circunstancias. Toda negligencia o desprecio que manifestasen los hombres para con sus semejantes, le hacía a él tan sólo más consciente de la necesidad que tenían de su simpatía divino-humana. El trataba de inspirar esperanza a los más toscos y menos promisorios, presentándoles la seguridad de que podían llegar a ser sin mancha ni maldad, y alcanzar a poseer un carácter que los diese a conocer como hijos de Dios.

Muchas veces se encontraba con aquellos que habían pasado bajo el dominio de Satanás, y que no tenían poder para escapar de su red. A una tal persona, desanimada, enferma, tentada, caída, Jesús hablaba palabras de la más tierna compasión, las palabras que necesitaba y podía comprender. Encontraba a otros que luchaban solos con el adversario de las almas. A éstos alentaba a perseverar, asegurándoles que ganarían; porque los ángeles de Dios estaban de su parte, y les darían la victoria.

Se sentaba a la mesa de los publicanos como huésped honrado, demostrando por su simpatía y bondad social que reconocía la dignidad de la humanidad; y los hombres anhelaban ser dignos de su confianza. Sobre sus corazones sedientos caían sus palabras con poder bienaventurado y vivificador. Se despertaban nuevos impulsos, y ante estos parias de la sociedad se abría la posibilidad de una nueva vida.

Aunque era judío, Jesús se mezclaba libremente con los samaritanos, anulando así las costumbres farisaicas de su nación. Frente a sus prejuicios, él aceptaba la hospitalidad de ese pueblo despreciado. Dormía con ellos bajo sus techos, comía con ellos en sus mesas, compartiendo los alimentos preparados y servidos por sus manos,--enseñaba en sus calles, y los trataba con la mayor bondad y cortesía. Y mientras atraía sus corazones por el lazo de la simpatía humana, su gracia divina les llevaba la salvación que los judíos rechazaban.--The Ministry of Healing, 17-26.

Si os acercáis a Jesús, y tratáis de enaltecer vuestra profesión por una vida bien ordenada y una pía conversación, vuestros pies serán guardados de extraviarse en sendas prohibidas. Si tan sólo queréis velar, velar continuamente en oración, si queréis hacer todo como si estuvieseis en la presencia inmediata de Dios, seréis salvados de ceder a la tentación, y podréis esperar ser guardados puros, sin mancha ni contaminación hasta el fin. Si retenéis firmemente el principio de vuestra confianza hasta el fin, vuestros caminos se afirmarán en Dios, y lo que la gracia empezó, la gloria lo coronará en el reino de nuestro Dios. Los frutos del Espíritu son amor, gozo, paz, longanimidad, bondad, benignidad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley. Si Cristo está en nosotros crucificaremos la carne con sus pasiones y concupiscencias.

Aquel que contemple el sin par amor del Salvador sentirá elevado su pensamiento, purificado su corazón, transformado su carácter. Saldrá para ser una luz para el mundo, para reflejar en cierto grado este amor misterioso. Cuanto más contemplemos la cruz de Cristo, tanto más plenamente adoptaremos el lenguaje del apóstol que dijo: "Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo."3