Obreros Evangélicos

Capítulo 20

La consagración

A fin de que un hombre tenga éxito como predicador, es esencial algo más que el conocimiento obtenido de los libros. El que trabaja por las almas necesita consagración, integridad, inteligencia, laboriosidad, energía y tacto. Poseyendo estas calificaciones, ningún hombre puede ser inferior; sino que, al contrario, ejercerá poderosa influencia para bien.

Cristo puso sus deseos en conformidad estricta con su misión,--la misión que llevaba las insignias del cielo. El subordinó todo a la obra que vino a hacer en este mundo. Cuando, en su juventud, su madre lo encontró en la escuela de los rabinos, y le dijo: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? He aquí, tu padre y yo te hemos buscado con dolor," él contestó: "¿Qué hay? ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me conviene estar?"1

La misma devoción, la misma consagración, la misma sujeción a los requisitos de la Palabra de Dios, que eran manifiestas en Cristo, deben verse en sus siervos. El dejó su hogar de seguridad y paz, dejó la gloria que tenía con el Padre antes que el mundo fuese, dejó su posición en el trono del universo, y salió, como hombre de sufrimientos, tentado; salió a la soledad, para sembrar en lágrimas, para regar con su sangre la semilla de vida para un mundo perdido.

Sus siervos deben salir asimismo para sembrar. Cuando fué llamado a ser sembrador de la semilla de verdad, le fué dicho a Abrahán: "Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré."2 "Y salió sin saber dónde iba,"3 como portaluz de Dios, para mantener vivo su nombre en la tierra. El abandonó su país, su hogar, sus parientes, y todos los agradables recuerdos asociados con su vida terrena, para hacerse peregrino y extranjero.

Asimismo al apóstol Pablo, mientras oraba en el templo de Jerusalén, le llegó el mensaje: "Ve, porque yo te tengo que enviar lejos a los gentiles."4 Así también los que son llamados a unirse con Cristo deben abandonarlo todo para seguirle. Deben romper relaciones antiguas, renunciar a ciertos planes de vida, y entregar esperanzas terrenas. Mediante labor y lágrimas, en soledad y con sacrificio, debe sembrarse la semilla.

Aquellos que consagran cuerpo, alma y espíritu a Dios, recibirán constantemente nueva dotación de poder físico, mental y espiritual. Las inagotables provisiones del cielo están a su disposición. Cristo les da el aliento de su propio Espíritu, la vida de su propia vida. El Espíritu Santo pone por obra sus energías más sublimes en el corazón y la mente. La gracia de Dios amplía y multiplica sus facultades, y toda perfección de la naturaleza divina acude en su ayuda en la obra de salvar almas. Por la cooperación con Cristo son hechos completos en él, y en su debilidad humana quedan habilitados para hacer las obras de la Omnipotencia.

El Redentor no aceptará un servicio a medias. Diariamente el que trabaja para Dios debe aprender el significado de la entrega propia. Debe estudiar la Palabra de Dios, aprender su significado y obedecer sus preceptos. Así puede alcanzar el nivel de la excelencia cristiana. Día tras día Dios obra con él, perfeccionando el carácter que ha de subsistir en el tiempo de la prueba final. Y día tras día el creyente está verificando ante hombres y ángeles un experimento sublime, demostrando lo que el Evangelio puede hacer por los seres humanos caídos.

Cuando Cristo llamó a sus discípulos para que le siguieran, no les ofreció halagüeñas perspectivas para esta vida. No les prometió ganancias ni honores mundanales, ni tampoco hizo estipulación alguna acerca de lo que recibirían. A Mateo, que estaba sentado cobrando impuestos, el Salvador le dijo: "Sígueme. Y se levantó, y le siguió."5 Antes de prestar sus servicios, Mateo no aguardó para reclamar salario seguro, equivalente a la cantidad que recibía en su ocupación anterior. Sin preguntar nada ni vacilar, siguió a Jesús. Le bastaba estar con el Salvador, para poder oír sus palabras y unirse a él en su obra.

Así había sucedido con los discípulos anteriormente llamados. Cuando Jesús invitó a Pedro y sus compañeros a seguirle, ellos dejaron inmediatamente sus botes y sus redes. Algunos de estos discípulos tenían personas amadas que dependían de ellos para su sostén; pero cuando recibieron la invitación del Salvador, no vacilaron ni le preguntaron: ¿Cómo viviré y sostendré mi familia? Fueron obedientes al llamado, y cuando más tarde Jesús les preguntó: "Cuando os envié sin bolsa, y sin alforja, y sin zapatos, ¿os faltó algo?" pudieron contestar: "Nada."6

Hoy día el Salvador nos llama, como llamó a Mateo, Juan y Pedro, a su obra. Si nuestros corazones han sido conmovidos por su amor, la cuestión de la compensación no ocupará el lugar supremo en nuestra consideración. Nos alegraremos de ser colaboradores de Cristo, y no temeremos confiar en su cuidado. Si confiamos en Dios para obtener fuerza, tendremos claras percepciones del deber y aspiraciones abnegadas; nuestra vida será regida por un propósito noble, que nos elevará por encima de motivos sórdidos.

Muchos de aquellos a quienes el Señor podría emplear no quieren oír ni obedecer su voz por encima de todas las demás. La parentela y los amigos, los hábitos y asociaciones anteriores, tienen tan fuerte influencia sobre ellos que Dios puede darles tan sólo poca instrucción, puede comunicarles tan sólo poco conocimiento de sus propósitos. El Señor haría mucho más por sus siervos si ellos se consagrasen completamente a él, y pusiesen su servicio por encima de los vínculos de parentesco y todas las otras relaciones terrenas.

Se necesita una consagración más profunda

La ocasión exige mayor eficiencia y consagración más profunda. Clamo a Dios: Suscita y manda mensajeros llenos de un sentimiento de su responsabilidad, hombres en cuyos corazones la egolatría, que es la raíz de todo pecado, haya sido crucificada; que estén dispuestos a consagrarse sin reserva al servicio de Dios; cuyas almas sientan el carácter sagrado de la obra y la responsabilidad de su vocación; que hayan decidido no ofrecer a Dios un sacrificio mutilado, que no cueste esfuerzo ni oración.

El duque de Wéllington asistía una vez a una reunión en la cual un grupo de cristianos discutía la posibilidad de éxito en el esfuerzo misionero entre los paganos. Apelaron al duque para que dijese si, a su parecer, los tales esfuerzos obtendrían un éxito proporcionado al costo. El viejo soldado contestó:

Caballeros, ¿cuál es vuestra orden de marcha? El éxito no es una cuestión que os toque discutir. Si mal no entiendo, las órdenes que se os dan son éstas: "Id por todo el mundo; predicad el Evangelio a toda criatura." Caballeros, obedeced vuestras órdenes de marcha.

Hermanos míos, el Señor vendrá pronto, y necesitamos dedicar toda energía nuestra al cumplimiento de la obra que debemos hacer. Os ruego que os entreguéis completamente a la obra. Cristo dió su tiempo, su alma, su fuerza, a fin de que trabajéis para beneficiar y bendecir a la humanidad. Consagraba días enteros a trabajar, y noches enteras a orar, a fin de tener fuerza para hacer frente al enemigo y ayudar a los que acudían a él por alivio. Así como la línea de césped verde indica la dirección de la corriente de agua viva que la produce, se puede ver a Cristo en los actos de misericordia que señalaban cada paso de su camino. Dondequiera que fuese, brotaba la salud, y la felicidad seguía sus pasos. Tan sencillamente presentaba las palabras de vida que hasta un niño podía comprenderlas. Los jóvenes se impregnaban de su espíritu de servicio, y trataban de imitar sus modales misericordiosos ayudando a los que necesitaban ayuda. Los ciegos y los sordos se regocijaban en su presencia. Las palabras que dirigía a los ignorantes y pecadores les abrían una fuente de vida. El dispensaba sus bendiciones abundantemente y de continuo; eran las atesoradas riquezas de la eternidad, dadas en Cristo, el don del Padre al hombre.

Los que trabajan para Dios deben poseer un sentimiento tan profundo de que no se pertenecen, como si la estampa y el sello de identificación estuviesen en sus personas. Han de estar asperjados por la sangre del sacrificio de Cristo, y con un espíritu de consagración completa deben resolver que por la gracia de Cristo serán un sacrificio vivo. Pero ¡cuán pocos de entre nosotros consideran la salvación de los pecadores desde el mismo punto de vista que el universo celestial,--como plan ideado desde la eternidad en la mente de Dios! ¡Cuán pocos de entre nosotros están cordialmente de parte del Redentor en esta obra solemne y final! Existe escasamente una décima parte de la compasión que debiera haber por las almas que no están salvadas. Quedan muchos por amonestar, y sin embargo, ¡cuán pocos son los que simpatizan lo suficiente con Dios para conformarse con ser cualquier cosa o nada con tal de ver almas ganadas para Cristo!

Cuando Elías estaba por abandonar a Eliseo, le dijo: "Pide lo que he de hacer por ti, antes que sea quitado de contigo. Entonces dijo Eliseo: Ruégote que tenga yo, cual hijo tuyo, una porción doble de tu espíritu."7 Eliseo no pidió honores mundanales, ni un lugar entre los grandes de la tierra. Lo que él anhelaba era una gran porción del espíritu dado a aquel a quien Dios estaba por honrar con la traslación. El sabía que ninguna otra cosa lo haría idóneo para la obra que iba a ser requerida de él.

Ministros del Evangelio, si esta pregunta hubiese sido dirigida a vosotros, ¿qué habríais contestado? ¿Cuál es el mayor deseo de vuestro corazón mientras os dedicáis al servicio de Dios?

El ministro de Cristo debe ser un hombre de oración, un hombre de piedad; debe ser alegre, pero nunca grosero ni tosco, burlón ni frívolo. El espíritu de frivolidad puede andar de acuerdo con la profesión de los payasos y artistas teatrales, pero está completamente por debajo de la dignidad de un hombre elegido para estar entre los vivos y los muertos, y para ser portavoz de Dios.