La simpatía
Dios desea unir a sus obreros por una simpatía común, un afecto puro. Es la atmósfera de un amor semejante al de Cristo que rodea el alma del creyente lo que lo hace sabor de vida para vida, y permite a Dios bendecir sus esfuerzos. El cristianismo no levanta murallas de separación entre el hombre y sus semejantes, sino que liga los seres humanos a Dios y unos con otros.
Notemos cuán tierno y misericordioso es el Señor en su trato con sus criaturas. El ama a su hijo errante, y le ruega que vuelva a él. El brazo del Padre está puesto en derredor de su hijo arrepentido; las ropas del Padre cubren sus andrajos; el anillo está puesto en su dedo como señal de realeza. Y sin embargo, ¡cuántos son los que miran al pródigo no sólo con indiferencia, sino con desprecio! Como el fariseo, dicen: "Dios, te doy gracias, que no soy como los otros hombres."1 Pero, ¿cómo os parece que considera Dios a aquellos que, al par que aseveran ser colaboradores con Cristo, ven al alma que lucha contra el desbordamiento de la tentación, y se mantienen alejados como el hermano mayor de la parábola, tercos, voluntariosos, egoístas?
¡Cuán poco comulgamos en simpatía con Cristo en aquello que debiera ser el más fuerte vinculo de unión entre él y nosotros, a saber, la compasión por las almas depravadas y culpables que sufren y están muertas en sus delitos y pecados! La falta de sentimientos humanitarios hacia los hombres es nuestro mayor pecado. Muchos piensan que representan la justicia de Dios, mientras que dejan completamente de representar su ternura y su gran amor. Muchas veces aquellos a quienes tratan con severidad se hallan sometidos a fuertes tentaciones. Satanás está luchando con estas almas, y las palabras duras y desprovistas de simpatía las desalientan, y las hacen caer víctimas del poder del tentador....
Necesitamos manifestar más simpatía de la clase que sintió Cristo; no meramente simpatía por aquellos que nos parecen sin falta, sino para con las pobres almas que sufren y luchan, que son a menudo sorprendidas en falta, pecan y se arrepienten, son tentadas y se desalientan. Debemos ir a nuestros semejantes, conmovidos, como nuestro misericordioso sumo Sacerdote, por el sentimiento de sus flaquezas.--The Ministry of Healing, 163, 164.
La integridad
Se necesitan para este tiempo hombres de probado valor y fuerte integridad, hombres que no teman elevar sus voces para defender lo justo. A cada obrero quiero decir: Que la integridad caracterice todo acto vuestro en el desempeño de todos vuestros deberes oficiales. Todos los diezmos y dineros confiados a vosotros con algún propósito especial, deben ser entregados cuanto antes adonde pertenecen. No debéis apropiaros para vuestro uso personal del dinero dado para la causa de Dios, con el pensamiento de que puede ser devuelto más tarde. Dios prohibe semejante cosa. Es una tentación de aquel ser que hace el mal y únicamente el mal. El predicador que recibe fondos para la tesorería del Señor debe dar al donante un recibo por la cantidad recibida, con la fecha. Luego, sin aguardar a ser tentado por la presión financiera a emplear recursos para sí mismo, deposítelos donde, cuando se pidan, estén a mano.
La unión con Cristo
Una relación vital con el Príncipe de los pastores hará del subpastor un representante vivo de Cristo, una verdadera luz para el mundo. Es esencial una comprensión de todos los puntos de nuestra fe, pero es aún de mayor importancia que el predicador esté santificado por la verdad que presenta.
El deseo y la capacidad de comprender el significado del servicio de Dios aumentan constantemente en el obrero que conoce el significado de la unión con Cristo. Su conocimiento se amplifica; porque crecer en gracia significa tener siempre mayor capacidad de comprender las Escrituras. El tal es verdaderamente colaborador de Dios. Se da cuenta de que no es sino un instrumento, y que debe ser pasivo en las manos del Maestro. Le sobrevienen pruebas; porque a menos que sea así probado, nunca conocería su falta de sabiduría y experiencia. Pero si busca al Señor con humildad y confianza, toda prueba obrará para bien suyo. A veces puede parecer que fracasa, pero su fracaso aparente puede ser el modo que Dios tenga de reportarle verdadero adelanto, y puede significar mejor conocimiento de sí mismo y una confianza más firme en el cielo. Puede ser que cometa todavía errores, pero aprenderá a no repetirlos. Se vuelve más fuerte para resistir al mal, y otros cosechan beneficios de su ejemplo.
La humildad
El ministro de Dios debe poseer humildad en un grado eminente. Aquellos que tienen la experiencia más profunda de las cosas de Dios son los que más se alejan del orgullo y ensalzamiento propio. Por tener un alto concepto de la gloria de Dios, comprenden que el lugar más humilde en su servicio es demasiado honorable para ellos.
Cuando Moisés bajó del monte después de pasar cuarenta días en comunión con Dios, no sabía que su rostro reflejaba un resplandor que atemorizaba a aquellos que lo miraban.
Pablo tenía una muy humilde opinión de su progreso en la vida cristiana. Habla de sí mismo como del mayor de los pecadores. También dice: "No que ya haya alcanzado, ni que ya sea perfecto."2 Sin embargo, Pablo había sido altamente honrado por el Señor.
Nuestro Salvador declaró que Juan el Bautista era el mayor de los profetas; sin embargo, cuando se le preguntó a él mismo si era el Cristo, declaró que no se consideraba digno de desatar las sandalias de su Maestro. Cuando sus discípulos se presentaron con la queja de que todos se volvían hacia el nuevo Maestro, Juan les recordó que él no era sino el precursor del que había de venir.
Hoy se necesitan obreros que tengan ese espíritu. Los que se sientan suficientes, y estén satisfechos de sí mismos, pueden muy bien quedar separados de la obra de Dios. Nuestro Señor pide obreros que, sintiendo su propia necesidad de la sangre expiatoria de Cristo, entren en su obra, no con jactancia ni con suficiencia propia, sino con la plena seguridad de la fe, percatándose de que siempre necesitarán la ayuda de Cristo para saber cómo tratar con las mentes.
El fervor
Hay necesidad de mayor fervor. El tiempo transcurre rápidamente, y se necesitan hombres que estén dispuestos a trabajar como trabajaba Cristo. No es suficiente vivir una vida tranquila, de oración. La meditación sola no satisfará la necesidad del mundo. La religión no ha de reducirse a una influencia subjetiva en nuestra vida. Hemos de ser cristianos alertas, enérgicos, fervientes, llenos de un deseo de dar la verdad a otros.
La gente necesita oír las buenas nuevas de la salvación por la fe en Cristo, y por esfuerzos fervientes y fieles se le ha de dar el mensaje. Se ha de buscar a las almas, orar y trabajar por ellas. Deben hacerse fervientes llamados, y elevarse ardientes oraciones. Nuestras oraciones tibias y sin vida deben ser cambiadas en oraciones de intenso fervor.
La fidelidad
El carácter de muchos de los que profesan la piedad es imperfecto y desparejo. Ellos demuestran que como alumnos de la escuela de Cristo han aprendido muy imperfectamente sus lecciones. Algunos, que han aprendido a imitar a Cristo en mansedumbre, no manifiestan su diligencia en hacer lo bueno. Otros son activos y celosos, pero son jactanciosos; nunca aprendieron a ser humildes. Hay aun otros que dejan a Cristo fuera de su trabajo. Pueden tener modales agradables; tal vez demuestren simpatía para con sus semejantes; pero sus corazones no se concentran en el Salvador, ni han aprendido el lenguaje del cielo. No oran como oraba Cristo; no estiman las almas como él las estimaba; no han aprendido a soportar las penurias en sus esfuerzos por salvar almas. Algunos, sabiendo poco del poder transformador de la gracia, se vuelven egotistas, criticones, duros. Otros son plásticos y complacientes, y se inclinan a uno y otro lado para agradar a sus semejantes.
Por muy celosamente que se defienda la verdad, si la vida diaria no testifica de su poder santificador, de nada valdrán las palabras dichas. Un curso de acción inconsecuente endurece el corazón, empequeñece la mente del obrero, y pone piedras de tropiezo en el camino de aquellos por quienes trabaja.
La vida diaria
El predicador debe estar libre de toda perplejidad temporal innecesaria, para poder entregarse por completo a su vocación sagrada. Debe dedicar mucho tiempo a la oración, y disciplinarse según la voluntad de Dios, a fin de que su vida ponga de manifiesto los frutos del dominio propio. Su lenguaje debe ser correcto; sin que salgan de sus labios frases chabacanas ni expresiones bajas. Su indumentaria debe estar en armonía con el carácter de la obra que hace. Esfuércense los predicadores y maestros por alcanzar la norma fijada en las Escrituras. No descuiden las cosas pequeñas, que a menudo no se consideran importantes. La negligencia en las cosas pequeñas induce a descuidar las responsabilidades mayores.