Obreros Evangélicos

Capítulo 28

"Que prediques la palabra"

"Requiero yo pues delante de Dios, y del Señor Jesucristo, que ha de juzgar a los vivos y los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina."1

En esta exhortación directa y fuerte se presenta claramente el deber del ministro de Cristo. Tiene que predicar "la palabra," no las opiniones y tradiciones de los hombres, ni fábulas agradables o historias sensacionales, para encender la imaginación y excitar las emociones. No ha de ensalzarse a sí mismo, sino que, como si estuviera en la presencia de Dios, ha de presentarse a un mundo que perece y predicarle la palabra. No debe notarse en él liviandad, trivialidad ni interpretación fantástica; el predicador debe hablar con sinceridad y profundo fervor, como si fuera la misma voz de Dios que expusiera las Escrituras. Ha de hablar a sus oyentes de aquellas cosas que más conciernan a su bienestar actual y eterno.

Hermanos ministros, al presentaros ante la gente hablad de cosas esenciales, de cosas que instruyan. Enseñad las grandes verdades prácticas que deben embargar la vida. Enseñad el poder salvador de Jesús. "en el cual tenemos redención, ... la remisión de pecados."2 Esforzaos por hacer comprender a vuestros oyentes el poder de la verdad.

Los predicadores deben presentar la segura palabra profética como fundamento de la fe de los adventistas del séptimo día. Deben estudiarse detenidamente las profecías de Daniel y del Apocalipsis, y en relación con ellas las palabras: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo."3

El capítulo 24 de Mateo me ha sido presentado repetidas veces como algo a que debe ser atraída la atención de todos. Vivimos hoy en el tiempo en que las predicciones de este capítulo se están cumpliendo. Expliquen nuestros predicadores y maestros estas profecías a aquellos a quienes instruyen. Excluyan de sus discursos los asuntos de menor importancia, y presenten las verdades que decidirán el destino de las almas.

El tiempo en que vivimos exige constante vigilancia, y los ministros de Dios han de presentar la luz referente a la cuestión del sábado. Deben advertir a los habitantes del mundo de que Cristo volverá pronto con poder y grande gloria. El último mensaje de amonestación al mundo ha de hacer ver a los hombres la importancia que Dios concede a su ley. Tan claramente ha de ser presentada la verdad que ningún transgresor que la oiga tenga excusa por dejar de discernir la importancia de la obediencia a los mandamientos de Dios.

Se me ha ordenado que diga: Recoged en las Escrituras las pruebas de que Dios santificó el séptimo día y leed estas pruebas ante la congregación. Mostrad a los que no oyeron la verdad que todos los que se apartan de un claro "así dice Jehová," deberán sufrir el resultado de su conducta. En todos los siglos, el sábado ha sido la prueba de la lealtad hacia Dios. "Señal es para siempre entre mí y los hijos de Israel,"4 declara el Señor.

La política en las cosas sagradas

El Evangelio encuentra ahora oposición por todos lados. Nunca fué la confederación del mal más fuerte que actualmente. Los espíritus del mal están combinándose con los agentes humanos para hacer guerra contra los mandamientos de Dios. La tradición y la mentira quedan ensalzadas por encima de las Escrituras; la razón y la ciencia por encima de la revelación; el talento humano por encima de la enseñanza del Espíritu; las formas y ceremonias por encima del poder vital de la piedad. Graves pecados han separado de Dios a la gente. La incredulidad se está poniendo rápidamente de moda. "No queremos que éste reine sobre nosotros," es el lenguaje de millares. Los ministros de Dios deben hacer resonar la voz como el sonido de una trompeta, y mostrar al pueblo sus transgresiones. Los sermones halagadores que tan a menudo se predican no producen impresión duradera, y después de oírlos, los hombres no quedan con el corazón contrito, porque no les han sido declaradas las claras y agudas verdades de la Palabra de Dios.

Muchos de aquellos que profesan creer la verdad dirían, si expresasen sus verdaderos sentimientos: ¿Qué necesidad hay de hablar tan claramente? Con igual razón podrían preguntar: ¿Qué necesidad tenía Juan el Bautista de decir a los fariseos: "Generación de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira que vendrá?"5 ¿Qué necesidad tenía de provocar la ira de Herodías diciendo a Herodes que no le era lícito vivir con la esposa de su hermano? Perdió la vida por haber hablado tan claramente. ¿Por qué no podría haber seguido adelante sin incurrir en la ira de Herodías?

Así han venido arguyendo los hombres, hasta que por fin la política reemplazó a la fidelidad. Se tolera el pecado sin reprenderlo. ¿Cuándo se volverá a oír en la iglesia la voz de fiel reprensión: "Tú eres aquel hombre"?6 Si estas palabras no fuesen tan escasas, veríamos más del poder de Dios. Los mensajeros del Señor no deben quejarse de que sus esfuerzos sean infructuosos antes de haberse arrepentido de su amor por la aprobación, su deseo de agradar a los hombres, que los induce a suprimir la verdad, y a clamar: Paz, cuando Dios no ha hablado de paz.

¡Ojalá que todo ministro de Dios se diese cuenta de la santidad de su obra y del carácter sagrado de su vocación! Como mensajeros divinamente señalados, los predicadores se hallan en una posición de terrible responsabilidad. Han de trabajar en lugar de Cristo como mayordomos de los misterios del cielo, animando a los obedientes y amonestando a los desobedientes. Las normas de conducta mundanas no han de influir en su proceder. Nunca han de desviarse de la senda en que Jesús les ordenó que anduviesen. Han de salir con fe, recordando que están rodeados de una nube de testigos. No han de hablar sus propias palabras, sino las palabras que Uno que es mayor que los potentados de la tierra les ha ordenado hablar. Su mensaje ha de ser: "Así dice Jehová."

Dios llama a hombres que, como Natán, Elías y Juan, proclamen intrépidamente su mensaje, sin reparar en las consecuencias; que digan la verdad, aun a costa del sacrificio de cuanto tengan.

Como agudas saetas

Las palabras de Cristo eran como agudas saetas, que iban al blanco y herían los corazones de sus oyentes. Cada vez que se dirigía a la gente, fuese su auditorio grande o pequeño, sus palabras tenían efecto salvador sobre el alma de alguno. Ningún mensaje que pronunciasen sus labios se perdía. Cada palabra suya imponía una nueva responsabilidad a los que la oían. Y hoy día los predicadores que dan el último mensaje de misericordia al mundo con toda sinceridad, fiando en que Dios les dará fuerza para hacerlo, no necesitan temer que sus esfuerzos resulten vanos. Aunque ningún ojo humano pueda ver la trayectoria de la saeta de verdad, ¿quién puede decir que ella no dió en el blanco, y atravesó el alma de aquellos que escucharon? Aunque ningún oído humano oyó el clamor del alma herida, la verdad penetró silenciosamente en el corazón. Dios habló al alma; y en el día del ajuste final de cuentas, sus fieles ministros se presentarán con los trofeos de la gracia redentora, para dar honor a Cristo.

Nadie puede decir cuánto se pierde por intentar predicar sin la unción del Espíritu Santo. En toda congregación hay almas que vacilan, casi decididas a entregarse completamente a Dios. Se hacen decisiones; pero demasiado a menudo el predicador no tiene el espíritu y poder del mensaje, y no hace llamados directos a los que están temblando en la balanza.

En esta época de tinieblas morales, se requerirá algo más que una árida teoría para conmover las almas. Los predicadores deben estar en viva conexión con Dios. Al predicar deben hacer ver que creen lo que dicen. Las verdades vivientes que salgan de los labios del hombre de Dios, harán temblar a los pecadores, y clamar a los convencidos: Jehová es mi Dios; estoy resuelto a estar enteramente del lado del Señor.

Nunca debe el mensajero de Dios cesar de luchar por más luz y poder. Debe proseguir trabajando, orando, esperando, en medio del desaliento y las tinieblas, resuelto a obtener un cabal conocimiento de las Escrituras y a no quedarse atrasado en ningún don. Mientras haya un alma que beneficiar, debe proseguir hacia adelante con nuevo valor en todo esfuerzo. Puesto que Jesús dijo: "No te desampararé, ni te dejaré,"7 mientras que la corona de justicia sea ofrecida al vencedor, mientras que nuestro Abogado interceda por el pecador, los ministros de Cristo deben trabajar con energía incansable y llena de esperanza, y fe perseverante.

Los hombres que asumen la responsabilidad de dar al pueblo la palabra hablada por Dios, se hacen también responsables de la influencia que ejercen sobre sus oyentes. Si son verdaderos hombres de Dios, sabrán que la predicación no tiene por objeto entretener ni meramente impartir información, o convencer el intelecto.

La predicación de la palabra debe dirigirse al intelecto e impartir conocimiento, pero debe hacer algo más que esto. Las expresiones del predicador, para ser eficaces, deben alcanzar los corazones de sus oyentes. No debe introducir historias divertidas en su predicación. Debe esforzarse por comprender la gran necesidad y los intensos anhelos del alma. Al presentarse ante su congregación, recuerde él que hay entre sus oyentes quienes luchan con la duda, casi desesperados; quienes, constantemente acosados por la tentación, están peleando una fiera batalla con el adversario de las almas. Pida él al Salvador palabras que fortalezcan a estas almas para el conflicto contra el mal.

Al tratar de corregir o reformar a los demás, debemos cuidar nuestras palabras. Serán un sabor de vida para vida, o de muerte para muerte. Al dar reprensiones o consejos, muchos se permiten hablar mordaz y severamente, palabras no apropiadas para sanar el alma herida. Por estas expresiones imprudentes se crea un espíritu receloso, y a menudo los que yerran se sienten impulsados a la rebelión.

Todos los que defienden los principios de la verdad necesitan recibir el celestial aceite del amor. En todas las circunstancias la reprensión debe ser hecha con amor. Entonces nuestras palabras reformarán, sin exasperar. Cristo suplirá por su Espíritu Santo la fuerza y el poder. Esta es su obra.