La restauración es la esencia misma del Evangelio, y el Salvador quiere que sus siervos inviten a los enfermos, a los desesperados y a los afligidos a confiar en su poder. Los siervos de Dios son los conductos de su gracia, y por ellos desea ejercer su poder sanador. Es obra suya presentar a los enfermos y a los que sufren al Salvador en los brazos de la fe. Deben vivir tan cerca de él, y revelar tan claramente en sus vidas el efecto de su verdad, que él pueda emplearlos como medios de bendecir a aquellos que necesitan ayuda corporal al mismo tiempo que curación espiritual.
Es privilegio nuestro orar con los enfermos, para ayudarles a asir la cuerda de la fe. Los ángeles de Dios están muy cerca de aquellos que así ayudan a la humanidad que sufre. El consagrado embajador de Cristo que, cuando los enfermos se dirigen a él, trata de fijar su atención en las realidades divinas, hace una obra que perdurará por toda la eternidad. Y al llevar a los enfermos la consolación de una esperanza adquirida por la fe en Cristo y por la aceptación de promesas divinas, su propia experiencia se vuelve más y más rica en fuerza espiritual.
Con una conciencia despierta, más de un alma afligida, que sufre dolencias corporales como resultado de la continua transgresión, clama: "Señor, ten misericordia de mí, pecador; hazme tu hijo." Entonces es cuando el predicador, fuerte en fe, debe estar listo para decir al que sufre que hay esperanza para el arrepentido, que en Jesús todo aquel que anhela recibir ayuda y aceptación puede recibir libramiento y paz. Aquel que con mansedumbre y amor lleva así el Evangelio al alma afligida que tanto necesita de su mensaje de esperanza, es portavoz de Aquel que se dió a sí mismo por la humanidad. Mientras él habla las palabras de ayuda apropiadas, y mientras eleva oración por la persona que está postrada sobre el lecho de dolor, Jesús hace la aplicación. Dios habla por labios humanos. El corazón se conmueve. La humanidad es puesta en contacto con la divinidad.
El predicador debe saber por experiencia que el poder calmante de la gracia de Cristo produce salud, paz y plenitud de gozo. Debe conocer a Cristo como Aquel que invitó a los cansados y cargados a venir a él y encontrar descanso. No debe olvidarse nunca que la amante presencia del Salvador rodea constantemente a todo agente humano ordenado por Dios para impartir bendición espiritual. El recordar esto dará vitalidad a su fe y fervor a sus peticiones.
Entonces podrá impartir el poder salutífero de la verdad de Dios a aquellos que acudan a él por ayuda. Podrá hablar de las obras de sanidad hechas por Cristo, y dirigir la mente de los enfermos hacia él como gran Médico, que es luz y vida, al mismo tiempo que consuelo y paz. Podrá decirles que no necesitan desesperarse, que el Salvador los ama, y que si se entregan a él, tendrán su amor, su gracia, su poder guardador. Instelos a descansar en las promesas de Dios, sabiendo que quien dió estas promesas es nuestro Amigo mejor y más fiel. Al tratar de dirigir la mente hacia el cielo, encontrará que el pensar en la tierna simpatía de Aquel que sabe cómo aplicar el bálsamo sanador, da a los enfermos un sentimiento de descanso y quietud.
El médico divino está presente en la pieza del enfermo; oye toda palabra de las oraciones a él elevadas con la sencillez de la verdadera fe. Sus discípulos de hoy han de orar por los enfermos tanto como los discípulos de antaño. Y habrá restablecimientos; porque "la oración de fe salvará al enfermo."1
En la Palabra de Dios tenemos instrucciones relativas a la oración especial para el restablecimiento de los enfermos. Pero el ofrecer tal oración es un acto muy solemne, que no debe emprenderse sin cuidadosa consideración. En muchos casos de oración por el restablecimiento de los enfermos, lo que se llama fe no es sino presunción.
Muchas personas traen la enfermedad sobre sí por actos de complacencia. No han vivido de acuerdo con la ley natural ni con los principios de pureza estricta. Otros han violado las leyes de la salud en sus hábitos de comer y beber, vestir o trabajar. Muchas veces, alguna forma de vicio es la causa de la debilidad de la mente o del cuerpo. Si estas personas recibiesen la bendición de la salud, muchas de ellas continuarían siguiendo el mismo curso de despreocupada transgresión de las leyes divinas naturales y espirituales, razonando que si Dios las sana en contestación a la oración, tienen plena libertad para seguir sus prácticas malsanas y ceder sin restricción a su apetito pervertido. Si Dios hiciese un milagro para devolverles la salud, estimularía el pecado.
Es trabajo perdido enseñar a la gente a mirar a Dios como sanador de sus dolencias, a menos que se le enseñe también a poner a un lado sus prácticas malsanas. A fin de recibir su bendición en contestación a la oración, deben cesar de hacer mal y aprender a hacer bien. Su ambiente debe ser higiénico, sus hábitos de vida, correctos. Deben vivir en armonía con la ley de Dios, tanto natural como espiritual.
La confesión del pecado
A aquellos que deseen que se ore para que la salud les sea devuelta, debe declarárseles sencillamente que la violación de la ley de Dios, natural o espiritual, es pecado, y que a fin de recibir su bendición, deben confesar y abandonar el pecado.
La Escritura nos ordena: "Confesaos vuestras faltas unos a otros, y rogad los unos por los otros, para que seáis sanos."2 Al que pida que se ore por él preséntense pensamientos como éstos: "No podemos leer en el corazón, ni conocer los secretos de su vida. Estos son conocidos únicamente por Vd. y por Dios. Si Vd. se arrepiente de sus pecados, es deber suyo confesarlos."
El pecado de carácter privado debe confesarse a Cristo, el único mediador entre Dios y el hombre. Porque "si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo."3 Todo pecado es una ofensa contra Dios, y ha de ser confesado a él por Cristo. Todo pecado abierto debe confesarse abiertamente. El perjuicio causado a un semejante debe ser arreglado con el que fué ofendido. Si cualquiera de los que buscan la salud se hizo culpable de la maledicencia, si sembró la discordia en la familia, el vecindario o la iglesia, y provocó desunión y disensión, si por alguna mala práctica indujo a otros a pecar, debe confesar estas cosas delante de Dios, y delante de las personas que fueron ofendidas. "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda maldad."4
Cuando los agravios han sido arreglados, podemos presentar las necesidades de los enfermos al Señor con fe tranquila, según indique su Espíritu. El conoce a cada persona por nombre, y cuida de cada una como si no hubiese en la tierra otra por la cual hubiese dado a su Hijo amado. Y por ser tan grande e inagotable el amor de Dios, debe alentarse a los enfermos a confiar en él y a tener buen ánimo. El sentir ansiedad acerca de sí mismos tiende a causarles debilidad y enfermedad. Si quieren elevarse por encima de la depresión y la lobreguez, su perspectiva de restablecimiento será mejor; porque "el ojo de Jehová" está "sobre los que esperan en su misericordia."5
La sumisión a la voluntad de Dios
Al orar por los enfermos, debe recordarse que "qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos."6 No sabemos si la bendición que deseamos será lo mejor o no. Por lo tanto, nuestras oraciones deben incluir este pensamiento: "Señor, tú conoces todo secreto del alma. Tú conoces a estas personas. Jesús, su Abogado, dió su vida por ellas. Su amor por ellas es mayor que el que podemos tenerles. Por lo tanto, si es para gloria tuya y para bien de los afligidos, pedimos, en el nombre de Jesús, que les sea devuelta la salud. Si no es tu voluntad que les sea devuelta, pedimos que tu gracia las consuele y tu presencia las sostenga en sus sufrimientos."
Dios conoce el fin desde el principio. Conoce el corazón de todos los hombres. Lee todo secreto del alma. El sabe si, en caso de serles concedida la vida, podrían o no soportar las pruebas que les sobrevendrían a aquellos para quienes se ora. El sabe si su vida sería una bendición o una maldición para ellos mismos y el mundo. Esta es una de las razones porque, aunque presentemos nuestras peticiones con fervor, debamos decir: "Empero no se haga mi voluntad, sino la tuya."7 Jesús añadió estas palabras de sumisión a la sabiduría y voluntad de Dios cuando estaba en el huerto de Getsemaní y rogaba: "Padre mío, si es posible, pase de mí este vaso."8 Y si eran apropiadas para él, el Hijo de Dios, ¡cuánto más han de convenir a los labios de los finitos y errantes mortales!
Para ser consecuentes, debemos comunicar nuestros deseos a nuestro omnisapiente Padre celestial, y luego, con perfecta confianza, entregárselo todo a él. Sabemos que Dios nos oye si le pedimos conforme a su voluntad. Pero el tratar de apremiarlo con nuestras peticiones, sin tener espíritu sumiso, no es correcto; nuestras oraciones deben asumir la forma, no de una orden, sino de una intercesión.
Hay casos en que Dios obra decididamente por su poder divino en el restablecimiento de la salud. Pero no todos los enfermos sanan. Muchos duermen en Jesús. A Juan en la isla de Patmos le fué ordenado que escribiese: "Bienaventurados los muertos que de aquí adelante mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, que decansarán de sus trabajos; porque sus obras con ellos siguen."9 De ello se desprende que si las personas no se restablecen, no debe juzgárselas por ello como carentes de fe.
Todos deseamos recibir contestaciones inmediatas y directas a nuestras oraciones, y estamos tentados a desanimarnos cuando la contestación demora o nos llega en una forma que no esperábamos. Pero Dios es demasiado sabio y bueno para contestar nuestras oraciones siempre en el preciso momento y de la precisa manera que deseamos. El hará para nosotros algo más y mejor que cumplir con todos nuestros deseos. Y como podemos confiar en su sabiduría y amor, no debemos pedirle que nos conceda lo que queremos, sino tratar de compenetrarnos de su propósito y ejecutarlo. Nuestros deseos e intereses deben perderse en su voluntad.
Estas experiencias que prueban la fe son para beneficio nuestro. Por ellas se pone de manifiesto si nuestra fe es verdadera y sincera y descansa en la Palabra de Dios sola, o si, dependiendo de las circunstancias, es incierta y variable. La fe queda fortalecida por el ejercicio. Debemos dejar a la paciencia hacer su obra perfecta, recordando que hay en las Escrituras preciosas promesas para aquellos que esperan en el Señor.
No todos comprenden estos principios. Muchos de los que buscan la misericordia sanadora del Señor piensan que el no recibir una respuesta directa e inmediata a su oración, indica que su fe es deficiente. Por esta razón, los que están debilitados por la enfermedad necesitan ser aconsejados sabiamente, a fin de obrar con discreción. No deben pasar por alto su deber para con los amigos que les sobrevivan, ni descuidar el empleo de los agentes de la naturaleza para devolver la salud.
A menudo existe peligro de error en esto. Creyendo que serán sanados en contestación a la oración, algunos temen hacer algo que parecería indicar falta de fe. Pero no deben descuidar de poner sus asuntos en orden como lo harían si contasen con ser llevados por la muerte. Ni tampoco deben temer decir las palabras de aliento y consejo que en la hora de partida deseen decir a sus amados.
Los agentes terapéuticos
Aquellos que buscan la curación por la oración no deben descuidar el empleo de los agentes terapéuticos que estén a su alcance. No es negación de la fe el empleo de los remedios que Dios proveyó para aliviar el dolor y ayudar a la naturaleza en su trabajo de restauración. No es negación de la fe el cooperar con Dios, y ponernos en la condición más favorable para el restablecimiento. Dios nos ha habilitado para obtener conocimiento de las leyes de la vida. Este conocimiento ha sido puesto a nuestro alcance para que lo usemos. Debemos emplear toda facilidad provista para recuperar la salud, aprovechar toda ventaja posible y trabajar en armonía con las leyes naturales. Cuando hemos orado por el restablecimiento de los enfermos podemos trabajar con energía tanto mayor, dando gracias a Dios por el privilegio de cooperar con él, y pidiendo su bendición sobre los medios que él mismo proveyó.
Tenemos la sanción de la Palabra de Dios para el empleo de agentes terapéuticos. Ezequías, rey de Israel, enfermó una vez, y un profeta de Dios le trajo el mensaje de que iba a morir. El clamó al Señor, y el Señor oyó a su siervo, y le avisó que quince años serían añadidos a su vida. Ahora bien, una palabra de Dios habría sanado instantáneamente a Ezequías; pero fueron dadas instrucciones especiales en estas palabras: "Tomen masa de higos, y pónganla en la llaga, y sanará."10
En cierta ocasión Cristo ungió los ojos de un ciego con barro, y le ordenó: "Ve, lávate en el estanque de Siloé.... Y fué entonces, y lavóse, y volvió viendo."11 La curación podía efectuarse únicamente por el poder del gran Sanador, y sin embargo, Cristo empleó los sencillos agentes de la naturaleza. Aunque no abogó por la medicación con drogas, sancionó el empleo de remedios sencillos y naturales.
Cuando hayamos orado por el restablecimiento de los enfermos, cualquiera que sea el resultado del caso, no perdamos la fe en Dios. Si somos llamados a afrontar el duelo, aceptemos el amargo cáliz, recordando que la mano de un Padre lo acerca a nuestros labios. Pero si él devuelve la salud, no hay que olvidar que aquel que recibió la merced sanadora se halla bajo renovadas obligaciones para con el Creador. Cuando los diez leprosos fueron purificados, uno solo volvió para ver a Jesús y darle gloria. No sea ninguno de nosotros como los nueve olvidadizos, cuyos corazones no fueron conmovidos por la misericordia de Dios. "Toda buena dádiva y todo don perfecto es de lo alto, que desciende del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación."12--The Ministry of Healing, 227-233.