La razón por la que en este tiempo envío otro Testimonio a mis queridos hermanos y hermanas es que el Señor se me ha manifestado y una vez más me ha revelado asuntos de máxima importancia para los que profesan guardar los mandamientos de Dios y esperan la venida del Hijo del hombre. Entre la visión que me fue dada el 3 de junio de 1875 y la reciente manifestación del amor y el poder de Dios han trascurrido más de tres años. No obstante, antes de abordar los asuntos que se me revelaron daré un breve apunte de mi experiencia durante los últimos dos años.
El 11 de mayo de 1877 salimos de Oakland California, y fuimos a Battle Creek, Míchigan. Durante varios meses sufrí del corazón y padecí mucho a causa de dificultades en la respiración durante el viaje a través de las llanuras. Cuando llegamos a Míchigan las dificultades no desaparecieron. Otras personas habían ocupado nuestra casa en Battle Creek y, con los hijos en California, no teníamos parientes que pudieran ocuparse de nosotros. Sin embargo, unos amables amigos hicieron cuanto pudieron por mí; pero yo no me sentía bien porque me daban todos los cuidados que deberían haber dado a sus propias familias.
Mi esposo recibió un telegrama que reclamaba su presencia en Battle Creek para atender un importante asunto relacionado con la causa; más específicamente, supervisar los planos del gran edificio del sanatorio. Acudimos en respuesta a esta urgente llamada y nos dedicamos con sinceridad a predicar, escribir y reunirnos con las direcciones de la Review, el colegio y el sanatorio, casi siempre trabajando hasta bien entrada la noche. Mi esposo estaba abrumado, era consciente de la importancia de esas instituciones, en especial del edificio del sanatorio, en las cuales se habían invertido más de cincuenta mil dólares. Su ansiedad mental constante preparaba el camino para una repentina caída. Ambos nos apercibimos del peligro que corríamos y decidimos viajar a Colorado para disfrutar de un retiro que nos permitiera descansar. Mientras planeábamos el viaje, pareció que una voz me decía: "Ponte la armadura. Tengo trabajo para ti en Battle Creek". La voz parecía tan clara que involuntariamente me di la vuelta para ver quién me hablaba. No vi a nadie y, al sentir la presencia de Dios, el corazón se me inundó de ternura ante él. Cuando mi esposo entró en la estancia, le referí lo sucedido. Lloramos y oramos juntos. Habíamos dispuesto la partida para pasados tres días, pero nuestros planes habían sido cambiados.
El 30 de mayo, los pacientes y los trabajadores del sanatorio habían planeado pasar el día en una hermosa arboleda a orillas del lago Goguac, a dos millas de Battle Creek y se me pidió que asistiera y dirigiera unas palabras a los pacientes. De haber tenido en cuenta mis sentimientos, no habría acudido; pero pensé que quizá era parte de la labor que debía llevar a cabo en Battle Creek. A la hora acostumbrada, se pusieron las mesas y se llenaron con alimentos higiénicos, compartidos con entusiasmo. A las tres de la tarde se dio inicio a los ejercicios después de haber orado y cantado. Gocé de gran libertad para hablar a las personas. Todos escucharon con el máximo interés. Cuando terminé mi discurso, el juez Graham de Wisconsin, un paciente del sanatorio, se levantó y propuso que se imprimiera la conferencia y se distribuyera entre los pacientes y otras personas para su provecho moral y físico, para que las palabras pronunciadas en ese día nunca fuesen olvidadas o no recibiesen la atención merecida. La proposición fue aprobada por unanimidad de los presentes y la predicación se publicó en un pequeño folleto que se tituló: The Sanitarium Patients at Goguac Lake [Los pacientes del sanatorio en el Lago Goguac].
La clausura del curso académico del colegio de Battle Creek estaba cercana. Me sentía muy inquieta por los alumnos, muchos de los cuales no se habían convertido o se habían apartado de Dios. Deseaba hablarles y hacer un esfuerzo para su salvación antes de que se esparcieran de regreso a sus hogares. Sin embargo me sentía demasiado débil para trabajar por ellos. Después de la experiencia que he relatado, tenía todas las evidencias que podía haber pedido para estar segura de que Dios me sostendría en la tarea de la salvación de los alumnos.
Se convocaron reuniones en la casa de adoración en beneficio de los alumnos. Durante una semana trabajé por ellos, dirigiendo reuniones cada tarde y el sábado y el primer día de la semana. Al ver que los alumnos del colegio llenaban casi por completo la casa de adoración, mi corazón fue tocado. Quise grabar en ellos que una vida de pureza y oración no sería un obstáculo para que obtuviesen un conocimiento preciso de las ciencias, sino que eliminaría muchas trabas que obstaculizan su crecimiento en el conocimiento. Al unirse al Salvador entrarían en la escuela de Cristo y, si eran alumnos diligentes, el vicio y la inmoralidad serían expulsados de en medio de ellos. Finalmente, cuando eso sucediera, el conocimiento se acrecentaría. Todos los que son alumnos de la escuela de Cristo se destacan tanto en la calidad como en la extensión de su educación. Les presenté a Cristo como el gran Maestro, la fuente de toda sabiduría, el mayor educador que el mundo jamás haya conocido.
"El temor de Jehová es el principio de la sabiduría". (Proverbios 9:10) Cuando conozca a Dios y sus exigencias el alumno abrirá su entendimiento y comprenderá sus responsabilidades para con Dios y para con el mundo. En ese momento entenderá que sus talentos deben desarrollarse de tal manera que produzcan los mejores resultados. Eso no será una realidad a menos que todos los principios y los preceptos de la religión impregnen su educación en la escuela. En ningún caso deberá separar a Dios de sus estudios. En su persecución del conocimiento busca la verdad y toda verdad viene de Dios, que es la fuente de la verdad. Los alumnos virtuosos e imbuidos del Espíritu de Cristo aprehenderán el conocimiento con todas sus facultades.
El colegio de Battle Creek fue fundado con el propósito de enseñar ciencias y, al mismo tiempo, llevar a los alumnos al Salvador, origen de todo el conocimiento verdadero. La educación adquirida sin la religión de la Biblia está privada de resplandor y gloria. Quería grabar en las mentes de los alumnos el hecho de que, desde el punto de vista educacional, nuestra escuela debe adoptar una posición más elevada que otras instituciones de enseñanza, abriendo ante los jóvenes visiones, metas y objetivos para la vida más nobles, educándolos para que tengan un correcto conocimiento de los deberes humanos y los intereses eternos. El gran objetivo de la fundación de nuestro colegio fue dar visiones correctas y mostrar la armonía de la ciencia con la religión de la Biblia.
El Señor me dio fuerzas y bendijo nuestros esfuerzos. Un gran número se adelantó para orar. Algunos de ellos, a causa de la ne gligencia y la falta de oración, había perdido la fe y la evidencia de su vinculación con Dios. Muchos testificaron que al dar ese paso recibían la bendición de Dios. Como resultado de las reuniones un gran número se presentó para el bautismo.
Puesto que los actos de clausura del año académico de Battle Creek tendrían lugar en el lago Goguac, se decidió que el bautismo se administrara allí. La congregación que se había reunido mostró gran interés por los servicios que tuvieron lugar, los cuales fueron conducidos con la más alta solemnidad y se cerraron con la sagrada ordenación. Yo hablé al inicio y al final de los actos. Mi esposo llevó a catorce de lo preciosos jóvenes dentro del lago y los sepultó con el Señor en el bautismo. Varios de los que se presentaron como candidatos para el bautismo escogieron recibirlo en sus hogares. Así fueron los memorables servicios de clausura de ese curso académico de nuestra amada escuela.
Reuniones de temperancia
Sin embargo, mi trabajo en Battle Creek todavía no había concluido. Inmediatamente, a nuestro regreso del lago, se me solicitó que tomara parte en una reunión pública de temperancia, un esfuerzo muy meritorio que estaba en marcha entre la clase más alta de ciudadanos de Battle Creek. Este movimiento incluía la Asociación de Reforma de Battle Creek, con seiscientos miembros, y la Unión Femenina de Temperancia Cristiana, con doscientos sesenta miembros. Dios, Cristo, el Espíritu Santo eran palabras corrientes en esos fervorosos obreros. Ya se había obrado mucho bien, y la actividad de los obreros, el método con que trabajaban y el espíritu de sus reuniones prometían un mayor beneficio en el futuro.
Con motivo de la visita de la gran colección de fieras de Barnum, que tuvo lugar el 28 de junio, las damas de la Unión Femenina de Temperancia Cristiana dieron un gran espaldarazo a la temperancia y la reforma organizando un inmenso restaurante de temperancia con el fin de acomodar a la multitud que había acudido desde muy diversos lugares para visitar la colección de fieras y, así, se evitaba que los visitantes entraran a los salones y las tabernas, donde habrían estado expuestos a la tentación. Para la ocasión se plantó la inmensa carpa con capacidad para cinco mil personas que había usado la Asociación de Míchigan para las reuniones de campo. Bajo ese inmenso templo de lona se dispusieron quince o veinte mesas para acomodar a los huéspedes.
El sanatorio fue invitado a disponer una gran mesa en el centro del gran pabellón, magníficamente surtida de excelentes frutas, cereales y hortalizas. Esa mesa era la atracción principal y fue, de largo, la más frecuentada. Aunque tenía más de diez metros de longitud, se llenó tanto de gente que fue preciso disponer otra de seis metros que, a su vez, también se llenó por completo.
Por invitación del Comité Organizador, el alcalde Austin, W. H. Skinner, cajero del First National Bank, y C. C. Peavey, la tarde del domingo 1 de julio hablé en la carpa sobre la temperancia cristiana. Esa tarde Dios me ayudó y, a pesar de que hablé durante noventa minutos, la multitud de cinco mil personas escuchó en el silencio más absoluto.
Visita a Indiana
Del 9 al 14 de agosto asistí a la reunión de campo de Indiana en compañía de mi hija, Mary K. White. A mi esposo le resultó imposible abandonar Battle Creek. En esa reunión el Señor me fortaleció para que pudiera trabajar con mayor fervor. Me dio claridad y poder para llamar al pueblo. Al echar una mirada a los hombres y mujeres que se habían reunido, de apariencia noble y de gran influencia, y compararlos con el pequeño grupo reunido seis años antes, en su mayoría pobres e incultos, no pude menos que exclamar: "¡Qué gran obra la del Señor!"
El lunes padecí mucho a causa de mis pulmones porque me había visto afectada por un grave resfriado. Aun así, supliqué al Señor que me diera fuerzas para hacer un esfuerzo más en pro de la salvación de las almas. Me levanté de la enfermedad y fui bendecida con gran libertad y poder. Urgí al pueblo para que entregara el corazón a Dios. Unas cincuenta personas se adelantaron para orar. Se manifestó un gran interés. Quince fueron sepultados con Cristo en el bautismo como resultado de la reunión.
Habíamos planeado asistir a las reuniones de campo de Ohio y de la costa este; pero nuestros amigos creyeron que, dado mi estado de salud, sería arriesgado y decidimos permanecer en Battle Creek. La garganta y los pulmones me afligieron mucho y aún padecía del corazón. Puesto que sufría la mayor parte del tiempo, ingresé como paciente del sanatorio.
Efectos del exceso de trabajo
Mi esposo trabajó incesantemente para el avance de los intereses de la causa de Dios en varios departamentos de la obra centrada en Battle Creek. Sus amigos estaban atónitos ante la gran cantidad de trabajo que llevaba a cabo. La mañana del sábado 18 de agosto habló en la casa de adoración. Por la tarde, su mente se vio sometida a un esfuerzo crítico de cuatro horas consecutivas durante la lectura del manuscrito del tercer volumen del Spirit of Prophecy [Espíritu de profecía]. La materia era de mucho interés y calculada para conmover el alma hasta sus mismos tuétanos; era una relación del juicio, la crucifixión, la resurrección y la ascensión de Cristo. Antes de que nos diéramos cuenta, ya se había fatigado. El domingo empezó a trabajar a las cinco de la madrugada y no se detuvo hasta la medianoche.
A la mañana siguiente, alrededor de las seis y media, sufrió un mareo y estuvo a punto de quedar paralítico. Esa terrible enfermedad nos asustó mucho, pero el Señor tuvo misericordia y nos libró de esa aflicción. Sin embargo, al ataque siguió una gran postración física y mental y, de hecho, parecía imposible que pudiésemos asistir a las reuniones de campo de la costa este o que yo asistiera sola, dejando a mi esposo deprimido y con la salud quebrantada.
Viendo postrado a mi esposo dije: "Es obra del enemigo. No debemos sucumbir a su poder. Dios nos ayudará". El viernes dedicamos un tiempo especial de oración para que la bendición de Dios descendiera sobre él y restaurara su salud. También pedimos sabiduría para saber cuál era nuestro deber al respecto de asistir a las reuniones de campo. El Señor había fortalecido nuestra fe repetidas veces para que siguiéramos avanzando y trabajando por él aun cuando estuviésemos abatidos y enfermos. En esas ocasiones nos había mantenido y apoyado. Sin embargo, los amigos nos suplicaron que no viajáramos porque parecía carente de sentido e irrazonable que intentáramos un viaje de tal magnitud y nos expusiéramos a la fatiga y los peligros de la vida al aire libre. Nosotros mismos quisimos pensar que la causa de Dios avanzaría aunque nosotros quedásemos a un lado y no tuviéramos parte activa en ella. Dios levantaría a otros que hicieran su obra.
No obstante, yo no tenía paz ni libertad al pensar en quedar alejada del campo de trabajo. Me parecía que Satanás se afanaba por poner obstáculos en mi camino e impedirme que diera mi testimonio e hiciera la tarea que Dios me había encomendado. Casi ya había decidido ir sola y hacer mi parte, confiando en que Dios me daría la fuerza necesaria, cuando recibimos una carta del hermano Haskell en la cual expresaba su agradecimiento a Dios porque el hermano y la hermana White asistieran a la reunión de campo de Nueva Inglaterra. El hermano Canright había escrito que no podría estar presente porque le era imposible abandonar los intereses de Danvers y que ninguno de sus acompañantes podría dejar la tienda. El hermano Haskell afirmaba en su carta que ya se habían hecho todos los preparativos para que tuviera lugar una gran reunión en Groveland y, con la ayuda de Dios, había decidido llevarla a cabo aun cuando tuviera que dirigirla él solo.
Una vez más, en oración, pusimos el asunto en manos del Señor. Sabíamos que el poderoso Sanador podría restaurar la salud de ambos, si tal era su gloria. El viaje parecía difícil; me sentía fatigada, enferma y abatida. Aun así, a veces sentía que, si confiábamos en él, Dios haría que el viaje fuese una bendición para mí y mi esposo. En mi mente surgía frecuentemente este pensamiento: "¿Dónde está tu fe? Dios prometió: 'Como tus días serán tus fuerzas' (Deuteronomio 33:25)".
Intenté animar a mi esposo, quien pensaba que si me sentía capaz de soportar la fatiga y trabajar en la reunión de campo, sería mejor para mí que fuera. Pero él no podría soportar la idea de acompañarme en su estado de debilidad, incapaz de trabajar, con la mente nublada por el desánimo y siendo objeto de la compasión de sus hermanos. Se había levantado poco desde el súbito ataque y parecía que no recuperaba las fuerzas. Una y otra vez buscamos al Señor con la esperanza de que se abriera una rendija en las nubes, pero no vinos ninguna luz. Mientras el carruaje nos esperaba para llevarnos a la estación del ferrocarril, una vez más, nos postramos en oración ante el Señor y le suplicamos que nos sostuviera durante el viaje. Mi esposo y yo decidimos andar por fe y confiar en las promesas de Dios. Tomar esa decisión requirió una gran fe por nuestra parte. Pero cuando nos sentamos en el vagón, sentimos que estábamos cumpliendo con nuestro deber. Descansamos durante el viaje y dormimos bien por la noche.
Las reuniones campestres
Cuando eran cerca de las ocho de la tarde del viernes llegamos a Boston. A la mañana siguiente tomaríamos el primer tren hacia Groveland. Cuando llegamos al campamento, literalmente, diluviaba. El hermano Haskell había trabajado incesantemente hasta ese momento y se esperaban unas reuniones magníficas. En el campamento había cuarenta y siete tiendas, además de tres grandes carpas, una de las cuales estaba destinada a la congregación y tenía unas dimensiones de veinticinco por treinta y ocho metros. Las reuniones del sábado eran del máximo interés. La iglesia revivía y se fortalecía y los pecadores y los que se habían apartado se hacían conscientes del peligro que corrían.
El domingo por la mañana el cielo todavía estaba nublado; pero antes de que llegara la hora para que las personas se reunieran, salió el sol. Los barcos y los trenes vertieron en el campamento su carga viviente de millares. El hermano [Urías] Smith habló por la mañana sobre la Cuestión Oriental.[1] El tema era de especial interés y la audiencia prestó una viva atención. Por la tarde me fue difícil abrirme paso para alcanzar el estrado entre la multitud de personas que se agolpaban. Cuando lo alcancé, ante mí se abría un mar de cabezas. La carpa estaba llena y miles se habían quedado fuera, formando un muro viviente de varios metros de grosor. Los pulmones y la garganta me afligían mucho, aunque creía que Dios me ayudaría en una ocasión tan importante como esa. Cuando empecé a hablar, me olvidé de mis dolores y fatiga porque me di cuenta de que me dirigía a unas personas que no consideraban que mis palabras fuesen historias ociosas. El discurso duró más de una hora sin que la atención decayera un instante. Cuando se hubo cantado el himno de clausura, los dirigentes del Club de Reforma y Temperancia de Haverhill me solicitaron, como también me solicitaron el año anterior, que hablara ante su Asociación el lunes por la tarde. Me vi obligada a declinar la invitación porque ya me había comprometido a hablar en Danvers.
El lunes por la mañana tuvimos una sesión de oración en la tienda para interceder por mi esposo. Presentamos su caso al gran Médico. Fue una sesión maravillosa y la paz del cielo descendió sobre nosotros. A mi mente acudieron estas palabras: "Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe". (1 Juan 5:4) Todos sentimos la bendición de Dios que descendía sobre nosotros. Luego nos reunimos en la gran tienda; mi esposo se nos unió y habló durante un corto espacio de tiempo, pronunciando preciosas palabras que provenían de su corazón, suavizado e iluminado por un profundo sentimiento de la misericordia y la bondad de Dios. Se esforzó por hacer que los creyentes de la verdad se dieran cuenta de que recibir la seguridad de la gracia de Dios en el corazón es un privilegio y que las grandes verdades que creemos deben santificar la vida, ennoblecer el carácter y ejercer una influencia salvífica en el mundo. Los ojos llenos de lágrimas de los oyentes mostraban que sus consejos habían tocado e impregnado sus corazones.
Después retomamos el trabajo en el punto en que lo habíamos dejado el sábado y la mañana transcurrió dedicada al trabajo especial en favor de los pecadores y los que se habían apartado, de los cuales doscientos habían avanzado para orar; sus edades iban desde niños de diez años hasta hombres y mujeres de cabeza plateada. Más de una veintena ponían por primera vez los pies en la senda de la vida. Por la tarde se bautizaron treinta y ocho personas y un gran número demoraron el bautismo hasta su regreso a sus casas.
La tarde del lunes, en compañía del hermano Canright y otros, viajé a Danvers. Mi esposo no pudo acompañarme. Cuando desaparecio la presión de la reunión de campo me di cuenta de que estaba enferma y apenas tenía fuerzas a pesar de que los coches nos llevaban rápidamente a mi cita en Danvers. Allí me recibirían personas completamente desconocidas cuyas mentes estaban sesgadas por falsos informes y perversas difamaciones. Pensé que si era capaz de recuperar la fuerza de mis pulmones y la claridad de la voz, si podía liberarme del dolor que me oprimía el pecho, estaría muy agradecida a Dios. Me guardé esos pensamientos y, llena de angustia, invoqué a Dios. Estaba demasiado fatigada para poner mis pensamientos en palabras que tuvieran sentido; pero sentía que necesitaba ayuda y la pedí de todo corazón. Pedí la fuerza física y mental que debía tener si esa noche tenía que hablar. Una y otra vez repetí mi oración silenciosa: "Pongo mi desvalida alma en ti, oh Dios, que eres mi Libertador. No me abandones en esta hora de necesidad".
A medida que transcurría el tiempo antes de la reunión, mi espíritu luchaba en una agonía de oración, pidiendo la fuerza y la energía de Dios. Mientras se cantaba el último himno, subí al estrado. Me mantuve en pie con gran esfuerzo, sabiendo que si con mi labor conseguía algún éxito, éste se debería a la fuerza del Todopoderoso. El Espíritu del Señor descendió sobre mí cuando comencé a hablar. Sentí como una descarga eléctrica en el corazón y todo el dolor desapareció al instante. Mis nervios también habían sufrido mucho para centrar la mente; ese sufrimiento también desapareció. Sentí cómo se aliviaban mi garganta irritada y mis pulmones cargados. Había perdido casi por completo el gobierno del brazo izquierdo a causa del dolor de pecho, pero en ese momento las sensaciones naturales se habían restaurado. Tenía la mente clara; mi alma estaba llena de luz y amor de Dios. Parecía que tenía a los ángeles del cielo formando un muro de fuego a mi alrededor.
La tienda estaba llena; alrededor de doscientas personas permanecían fuera de la lona porque no pudieron encontrar lugar en el interior. Hablé de las palabras de Cristo en respuesta al escriba, al respecto de cuál era el mayor mandamiento de la ley: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente". (Mateo 22:37) La bendición de Dios descendió sobre mí y el dolor y la debilidad desaparecieron. Ante mí estaban unas personas con las que nunca más me volvería a encontrar hasta el día del juicio; el deseo de su salvación me impulsó a hablar con sinceridad y temor de Dios, de modo que su sangre no recayera sobre mí. Mis esfuerzos alcanzaron gran libertad y se prolongaron durante una hora y diez minutos. Jesús me ayudó, para su nombre sea la gloria. El público estaba muy atento.
El martes regresamos a Groveland para clausurar la acampada porque ya se estaban desmontando las tiendas y los hermanos se despedían, prontos a subir a los coches para regresar a sus hogares. Fue una de las mejores reuniones de campo a las que jamás había asistido. Antes de abandonar el campamento, los hermanos Canright y Haskell, mi esposo, la hermana Ings y yo buscamos un lugar apartado y nos unimos en oración para pedir abundante bendición de salud y la gracia de Dios para mi esposo. Todos sentíamos la profunda necesidad de ayuda de mi esposo ya que de todas partes nos llegaban urgentes llamadas para predicar. Esa sesión de oración fue preciosa y la dulce paz y el gozo que invadieron nuestros corazones fue la confirmación de que Dios había escuchado nuestras peticiones. Por la tarde, el hermano Haskell nos llevó en su carruaje hasta su casa en South Lancaster para que reposáramos durante un tiempo. Preferimos esa forma de viajar porque creímos que sería beneficioso para nuestra salud.
Día tras día habíamos tenido conflictos con las potencias de las tinieblas pero no rendimos nuestra fe ni nos desalentamos en lo más mínimo. A causa de su enfermedad, mi esposo desmayaba y las tentaciones de Satanás parecían alterar grandemente su mente. Sin embargo, no tuvimos ningún pensamiento de haber sido vencidos por el enemigo. No menos de tres veces al día presentábamos su caso al gran Médico que puede curar cuerpo y alma. Cada sesión de oración era preciosa; en todas las ocasiones teníamos manifestaciones especiales de la luz y el amor de Dios. Una tarde, en casa del hermano Haskell, mientras suplicábamos en favor de mi esposo, pareció que el Señor mismo estaba entre nosotros. Fue una sesión que nunca olvidaré. La estancia parecía iluminada con la presencia de los ángeles. Alabamos al Señor con todo nuestro corazón y nuestra voz. Una hermana que era ciega dijo: "¿Es una visión? ¿Es esto el cielo?" Nuestros corazones estaban en comunión tan estrecha con Dios que creímos que las horas nocturnas eran demasiado sagradas para dormir. Nos retiramos para descansar, pero pasamos casi toda la noche conversando y meditando sobre la bondad y el amor de Dios, y glorificándolo con regocijo.
Decidimos que emplearíamos un medio de transporte privado durante una parte del viaje a la reunión de campo de Vermont. Pensábamos que sería beneficioso para la salud de mi esposo. A mediodía nos detuvimos en la cuneta, encendimos una hoguera, preparamos el almuerzo y tuvimos una sesión de oración. Nunca olvidaré esas preciosas horas transcurridas junto al hermano y la hermana Haskell, la hermana Ings y la hermana Huntley. Nuestras oraciones ascendieron a Dios durante todo el viaje desde South Lancaster hasta Vermont. Al cabo de tres días, tomamos el ferrocarril y terminamos así nuesro viaje.
Esa reunión fue especialmente beneficiosa para la causa en Vermont. El Señor me dio fuerzas para hablar a las personas al menos una vez al día. Cito la narración que el hermano Urias Smith hace de la reunión, publicada en la Review and Herald:
"Para gran regocijo de los presentes, el hermano y la hermana White y el hermano Haskell asistieron a la reunión. En el campamento se observó, el sábado 8 de septiembre, el día de ayuno establecido con especial referencia al estado de salud del hermano White. Hubo libertad en la oración y tuvimos buenas muestras de que las oraciones no eran en vano. La bendición del Señor descendió sobre su pueblo en gran medida. La tarde del sábado, la hermana White habló con mucha libertad y efecto. Alrededor de cien personas se adelantaron para orar, manifestando un profundo sentimiento y un sincero propósito de buscar al Señor".
De Vermont fuimos directamente a la reunión de campo de Nueva York. El Señor me dio gran libertad para hablar al pueblo. Sin embargo, algunos no estaban preparados para recibir los beneficios de la reunión. No se dieron cuenta de su condición y no buscaron sinceramente al Señor, confesando sus transgresiones y dejando sus pecados. Uno de los grandes objetivos de las reuniones de campo es que nuestros hermanos sientan el peligro que corren al sobrecargarse con las preocupaciones de la vida. Cuando estos privilegios no se mejoran, se produce una gran pérdida.
Regresamos a Míchigan y, al cabo de unos día fuimos a Lansing para asistir a la reunión de campo que se celebraba en ese lugar y continuó durante dos semanas. Allí trabajé muy intensamente y el Espíritu del Señor me sostuvo. Fui muy bendecida al hablar a los alumnos y trabajar para su salvación. Fue una reunión notable. El Espíritu de Dios estuvo presente desde el principio hasta el final. Ciento treinta personas fueron bautizadas como resultado de esa reunión. Después de pasar unas semanas en Battle Creek, decidimos cruzar las praderas y dirigirnos a California.
Trabajos en California
Mi esposo trabajó poco en California. Parecía que su recuperación se demoraba. Nuestras oraciones ascendían al cielo un mínimo de tres o incluso cinco veces al día, y la paz de Dios descendía con frecuencia sobre nosotros. Yo no me desalenté en absoluto. Puesto que por las noches no podía dormir mucho, una gran parte del tiempo transcurría en oración y alabanza agradecida a Dios por su misericordia. Sentía que la paz de Dios inundaba mi corazón constantemente y podría decirse que mi paz era como un río. Me alcanzaron pruebas inesperadas e imprevistas que, junto con la enfermedad de mi esposo, estuvieron a punto de postrarme. Pero mi confianza en Dios no se conmovió. En verdad, era una ayuda presente en todos los momentos de necesidad.
Visitamos Healdsburg, St. Helena, Vacaville y Pacheco. Mi esposo me acompañaba cuando el tiempo era favorable. El invierno era muy duro y cuando la salud de mi esposo mejoró y el tiempo en Míchigan se suavizó, regresó para ingresar en el sanatorio. Allí mejoró mucho y volvió a escribir para nuestras publicaciones con la fuerza y la claridad que le eran habituales.
No me atreví a acompañar a mi esposo y cruzar las praderas. Las constantes preocupaciones y ansiedad, y la incapacidad de dormir, me causaron preocupantes problemas de corazón. A medida que se acercaba la hora de separarnos nuestra inquietud aumentaba. Nos era imposible contener las lágrimas; no sabíamos si volveríamos a encontrarnos en este mundo. Mi esposo regresaba a Míchigan y habíamos decidido que era aconsejable que yo visitara Oregon y diera mi testimonio a aquellos que nunca me habían oído.
Salí de Healdsburg hacia Oakland el 7 de junio. Me reuní con las iglesias de San Francisco y Oakland en la gran tienda de San Francisco, en la cual había trabajado el hermano Healey. Sentí la carga del testimonio y la gran necesidad de esfuerzos personales perseverantes que esas iglesias tenían para atraer a otros al conocimiento de la verdad. Se me había mostrado que San Francisco y Oakland eran, y serían siempre, campos misioneros. Su crecimiento sería lento pero, si todos los que están en esas iglesias fueran miembros vivientes e hicieran lo que estuviera en su mano para llevar la luz a otros, muchos más serían atraídos a las filas de los que obedecen la verdad. Los creyentes en la verdad presente no estaban tan interesados en la salvación de los demás como debieran. La inactividad y la indolencia en la causa de Dios resultaría en que ellos mismos se apartarían de Dios y, con su ejemplo, impedirían que otros avanzaran. Las acciones abnegadas, perseverantes y activas darían el mejor resultado. Quise grabar en su mente que el Señor me ha revelado que los obreros sinceros y activos presentarán la verdad a otros, no los que sólo profesan creerla. No deben presentar la verdad únicamente con palabras, sino con una vida prudente, siendo representantes vivos de la verdad.
Se me mostró que los miembros de esas iglesias debían ser alumnos de la Biblia. Estudiando la voluntad de Dios con sinceridad para aprender a ser obreros de la causa de Dios. Deben mostrar los frutos de la verdad dondequiera que estén: en el hogar, en el taller, en el mercado y también en la casa de reunión. Para familiarizarse con la Biblia deben leerla con atención y en oración. Para depositar su carga, y ellos mismos, en Cristo deben empezar de una vez a estudiar para entender el valor de la cruz de Cristo y aprender a llevarla. Si hubieran vivido vidas santificadas, ahora tendrían ante ellos el temor de Dios.
Las pruebas nos hacen ver qué somos. Las tentaciones nos permiten atisbar nuestro carácter real y la necesidad de cultivar los buenos rasgos. Al confiar en la bendición de Dios el cristiano está a salvo de cualquier peligro. En la ciudad no será corrompido. En la tesorería será destacado por sus hábitos de estricta integridad. En el taller mecánico cada operación será llevada a cabo con fidelidad, con el ojo puesto en la gloria de Dios. Cuando los miembros de una iglesia siguen esa conducta, la iglesia tiene éxito. La prosperidad nunca alcanzará a las iglesias hasta que se unan estrechamente a Dios y tengan un interés abnegado por la salvación de los hombres. Los ministros pueden predicar sermones agradables y vigorosos y esforzarse mucho para construir la iglesia y hacer que prospere, pero si sus miembros no desempeñan su papel como siervos de Jesucristo, la iglesia siempre estará en tinieblas y sin fuerzas. Tan cierto como que el mundo es difícil y tenebroso, la influencia de un ejemplo realmente coherente será poder para el bien.
No se puede esperar una cosecha allí donde no se ha sembrado, o conocimiento allí donde no se ha buscado, como la salvación cuando se ha sido indolente. El ocioso y perezoso nunca conseguirá derrotar el orgullo ni vencer el poder de la tentación que lo lleva a las pecaminosas complacencias que lo mantienen alejado de su Salvador. La luz de la verdad, cuando santifica la vida, descubrirá al que la recibe las pecaminosas pasiones de su corazón que luchan por el dominio y hacen necesario que para resistir a Satanás ponga en tensión todos los nervios y todas las fuerzas que ha conquistado por los méritos de Cristo. Cuando se encuentre rodeado por influencias premeditadas para apartarlo de Dios, debe pedir incesantemente ayuda y fuerza de Jesús para poder vencer los engaños de Satanás.
Algunas de las iglesias de California se encuentran en constante peligro porque las preocupaciones de esta vida y los pensamientos mundanos ocupan tanto la mente que no piensan en Dios o el cielo y las necesidades de sus propias almas. Ocasionalmente salen de su estupor pero vuelven a caer en un sueño aún más profundo. A menos que salgan de su sueño, Dios retirará la luz y las bendiciones que les ha otorgado. Lleno de ira, retirará su candelabro. Dios ha hecho que esas iglesias sean depositarias de su ley. Si rechazan el pecado y, con piedad activa y sincera, demuestran firmeza y sumisión a los preceptos de la palabra de Dios, si son fieles en el desempeño de los deberes religiosos, conseguirán que el candelabro vuelva a su sitio. Así tendrán la prueba de que el Señor de los ejércitos está con ellas y el Dios de Jacob es su refugio.
Visita a Oregón
El domingo 10 de junio, el día que teníamos previsto partir hacia Oregón, tuve que quedarme postrada en cama a causa de un ataque de corazón. Mis amigos creyeron que era demasiado arriesgado que tomara el vapor, pero yo pensé que podría resistir subir a bordo del barco. Hice los arreglos necesarios para poder dedicarme a escribir mucho durante la travesía.
En compañía de una amiga y del hermano J. N. Lughborough, dejé San Francisco la tarde de ese mismo día a bordo del vapor "Oregón". El capitán Conner, al mando de esa espléndida nave, era muy atento con sus pasajeros. Cuando cruzamos el Golden Gate para dirigirnos a mar abierto la mar estaba muy alterada. Teníamos viento de proa y el vapor cabeceaba terriblemente a la vez que el viento enfurecía el océano. Observé el cielo nublado, las olas gigantescas y las gotas de agua pulverizada que reflejaban los colores del arco iris. La visión era terriblemente grandiosa y me sentí llena de temor reverencial mientras contemplaba los misterios de las profundidades, terriblemente enfurecidas. Había una tremenda belleza en la elevación de aquellas orgullosas olas rugientes que luego se desplomaban en sollozos de congoja. Podía ver la exhibición del poder de Dios en el movimiento de las aguas inquietas, que gemían bajo la acción de los vientos despiadados, los cuales arrojaban las olas hacia las alturas como si estuvieran en las convulsiones de una agonía.
Nos encontrábamos en un precioso barco, a la merced de olas siempre agitadas, pero había un poder invisible que retenía las aguas con firmeza. Sólo Dios tiene el poder de mantenerlas en sus límites establecidos. Es capaz de encerrar las aguas en la palma de su mano. El abismo obedece a la voz de su Creador: "Hasta aquí llegarás, y no pasarás adelante, y ahí parará el orgullo de tus olas". (Job 38:11)
¡Qué maravilloso tema de reflexión era el grandioso océano Pacífico! Su aspecto era todo lo contrario a pacífico: furia y agitación. Si contemplamos la superficie de las aguas, nada parece tan terriblemente ingobernable, sin ley ni orden, como el gran abismo. Pero el océano obedece las leyes de Dios, el cual nivela sus aguas y marca su lecho. Mirando al cielo que nos cubría y a las aguas sobre las que navegábamos me dije: "¿Dónde estoy? ¿Hacia dónde voy? Estoy rodeada por las aguas sin límite. Cuántos se han embarcado para cruzar los mares y no han vuelto a ver las verdes praderas de sus felices hogares. Terminaron sus vidas arrojados al fondo del abismo como granos de arena".
Al observar el rugiente mar cubierto de espuma me acordé de la escena de la vida de Cristo en la que los discípulos, obedeciendo la orden de su Maestro, fueron en sus barcas hacia la orilla más alejada del mar. Entonces se desencadenó una terrible tormenta. Las naves no respondían a sus deseos y eran bamboleados de un lado a otro hasta tal punto que, presos de la desesperanza, dejaron de remar. Tenían la certeza de que iban a morir. Sin embargo, mientras la tormenta y el oleaje conversaban con la muerte, Cristo, que se había quedado en tierra, se les apareció, andando tranquilo sobre las turbulentas y agitadas aguas. Estaban perplejos porque sus esfuerzos habían sido vanos y su situación era, en apariencia, desesperada; por eso lo habían dado todo por perdido. Cuando vieron a Jesús, que estaba delante de ellos, encima de las aguas, su terror aumentó. Lo tomaron por un seguro precursor de su muerte inmediata. Clamaron, presa del pánico. Sin embargo, a pesar de que su aparición fuese tenida como un presagio de muerte, él acudía como mensajero de vida. Su voz se escuchó por encima del fragor de los elementos: "Yo soy; no temáis". (Juan 6:20) La escena cambió rápidamente del horror y la desesperación al gozo y la esperanza. Era el amado Maestro. Los discípulos ya no sintieron más angustia ni temor de la muerte porque Cristo estaba con ellos.
¿Desobedeceremos a la Fuente de todo poder, cuya ley obedecen incluso las olas y el mar? ¿Temeré ponerme bajo la protección del que dice que ni un gorrión cae al suelo sin que lo sepa nuestro Padre celestial?
Cuando casi todos ya se hubieron retirado a sus cabinas yo permanecí en la cubierta. El capitán me había facilitado una silla reclinable y algunas mantas para protegerme del aire helado. Sabía que si me encerraba en el camarote me marearía. Llegó la noche, la oscuridad cubrió el mar y las grandes olas hacían que el barco cabeceara terriblemente. Esa gran nave era un cascarón en medio de las aguas despiadadas; aun así, los ángeles del cielo, enviados por Dios para que cumplieran sus órdenes, la guardaban y protegían su marcha. De no ser así, habríamos sido engullidos en un momento sin que quedara rastro de ese espléndido navío. Pero el Dios que alimenta a los cuervos, que cuenta los cabellos de nuestras cabezas, no nos olvidó.
El capitán pensó que hacía demasiado frío para que yo permaneciera en cubierta. Le dije que, en lo se refería a mi seguridad, prefería permanecer allí toda la noche que ir a mi camarote, en el que había dos mujeres mareadas y donde no podría respirar aire puro. Él resExperiencias pondió: "No le pido que vaya a su camarote. Procuraré que tenga un lugar adecuado donde dormir. Los camareros me acompañaron al salón superior y se dispuso un colchón de aire en el suelo. Aunque todo se hizo en el menor tiempo posible, no tardé en marearme. Me tumbé en la improvisada cama y no me levanté hasta el jueves por la mañana. Durante ese tiempo sólo comí una vez; fueron unas pocas cucharadas de caldo de ternera y galletas saladas.
Durante ese viaje de cuatro días, pocas fueron las personas que, pálidas, débiles y tambaleantes, se aventuraron a salir de sus cabinas para dirigirse a la cubierta. La miseria estaba escrita en todas las caras. La vida no parecía deseable. Todos ansiábamos el reposo que no podíamos encontrar y deseábamos ver algo que se mantuviera firme e inmóvil. La importancia de las personas no servía de mucho. He aquí una gran lección que podemos aprender sobre la pequeñez del hombre.
La travesía fue agitada hasta que sobrepasamos el obstáculo y entramos al río Columbia. A partir de ese momento, el agua se calmó y pareció un espejo.[2] Me condujeron a la cubierta. Era una hermosa mañana, y los pasajeros se precipitaron en cubierta como un enjambre de abejas. Al principio todos tenían un aspecto lastimoso. Pero el aire vigorizador y el sol que siguen a las tormentas pronto despertaron la alegría y las risas.
La última noche que pasamos a bordo me sentí agradecida al Padre celestial. Aprendí una lección que nunca olvidaré. En la tormenta y el oleaje, y en la calma que siguió, Dios había hablado a mi corazón. ¿Acaso lo desobedeceremos? ¿Acaso el hombre opondrá su voluntad a la de Dios? ¿Acaso desobedeceremos los mandamientos de un Gobernante tan poderoso? ¿Tendremos contienda con el Altísimo, el cual es la fuente de todo poder y de cuyo corazón fluyen amor infinito y bendiciones para todas sus criaturas?
Mi visita a Oregon fue de especial interés. Tras una separación de cuatro años, me encontré con mis queridos amigos, el hermano y la hermana Van Horn, a quienes consideramos como unos hijos. Los informes que había enviado el hermano Van Horn no eran tan completos ni favorables como, en justicia, merecían ser. Quedé muy gratamente sorprendida por ver que la causa de Dios en Oregon se encontraba en una situación tan próspera. Gracias a los infatigables esfuerzos de esos fieles misioneros ha surgido una asociación de adventistas del séptimo día, así como varios ministros que operan en tan amplio campo.
La tarde del jueves 18 de junio me reuní con un buen número de los observadores del sábado de ese estado. El Espíritu de Dios llenó mi corazón. Di mi testimonio por Jesús y expresé mi gratitud por el dulce privilegio que tenemos de confiar en su amor y reclamar su poder para unir nuestros esfuerzos y salvar de la perdición a los pecadores. Si queremos que la obra de Dios prospere, Cristo debe permanecer en nosotros: en pocas palabras, debemos hacer las obras de Cristo. Miremos donde miremos, la mies está lista para la siega pero los obreros son muy pocos. Sentí que mi corazón se llenaba de la paz de Dios y de amor por ese amado pueblo suyo con el cual yo estaba adorándolo por primera vez.
El domingo 23 de junio hablé en la iglesia metodista de Salem sobre el tema de la temperancia. La asistencia fue inusualmente buena y gocé de libertad para tratar sobre mi tema favorito. Se me pidió que volviera a hablar en el mismo lugar el domingo siguiente a la reunión de campo, pero la afonía me lo impidió. La tarde del siguiente martes[3] , sin embargo, hablé de nuevo en esa iglesia. Recibí muchas invitaciones para hablar sobre la temperancia en varias ciudades y poblaciones de Oregón, pero el estado de mi corazón me impidió dar cumplimiento a los requerimientos. Las constantes charlas y el cambio de clima me habían provocado una grave, aunque transitoria, afonía.
Entramos en la reunión de campo sintiendo un profundo interés. El Señor me dio fuerza y gracia para permanecer delante de la multitud. Al contemplar ese público inteligente, mi corazón se quebrantó ante Dios. Esa era la primera reunión de campo que tenía lugar en el estado. Quise hablar, pero la emoción quebró mi voz. Me sentía inquieta por la escasa salud de mi esposo. Mientras hablaba, me vino a la mente una reunión en Battle Creek, con mi esposo en el centro, con la suave luz del Señor que descendía sobre él y lo rodeaba. Su faz era la viva expresión de la salud y parecía muy feliz.
Quise presentar a la audiencia la gratitud que debemos sentir por la tierna compasión y el gran amor de Dios. Su bondad y su gloria impresionaron mi mente de modo muy especial. Me vencía el sentimiento de su misericordia sin parangón y la obra que llevaba a cabo, no sólo en Oregón, sino en California y en Míchigan, donde se encuentran nuestras importantes instituciones, así como en el extranjero. Jamás seré capaz de describir a otros la imagen que en esa ocasión impresionó vívidamente mi mente. Por un momento se me mostró la extensión de la obra y perdí de vista mi entorno. El momento y las personas a las que me dirigía se desvanecieron. La luz, la preciosa luz del cielo, brillaba con gran esplendor sobre las instituciones que se han enrolado en la solemne y elevada tarea de reflejar los rayos que el cielo envía sobre ellas.
A lo largo de toda la reunión de campo sentí que el Señor estaba muy cerca de mí. Cuando se clausuró yo me sentía excesivamente fatigada, aunque libre en el Señor. Fue un tiempo de trabajo provechoso que fortaleció la iglesia para que siguiera en su lucha por la verdad. Justo antes de que comenzara la reunión, durante la noche, muchas cosas me fueron abiertas en visión, pero se me ordenó que guardara silencio y no mencionara el asunto a nadie en ese momento. Después de que se clausurara la reunión, de noche, tuve otra importante manifestación del poder de Dios.
La tarde del domingo que siguió a la reunión de campo hablé en la plaza pública. Mi corazón estaba lleno del amor de Dios y abordé la sencillez de la religión del evangelio. Mi corazón se había fundido y rebosaba del amor de Jesús y ansiaba presentarlo de tal manera que todos pudieran quedar hechizados por la amabilidad de su carácter.
Durante mi estancia en Oregón visité la prisión de Salem acompañada del hermano y la hermana Carter y la hermana Jordan. Cuando llegó la hora del servicio de culto, fuimos conducidos a la capilla. La abundancia de luz y el aire puro y fresco hacían de ella un lugar agradable. A una señal dada por la campana, dos hombres abrieron las grandes puertas de acero y los prisioneros entraron en grupo. Tras ellos las puertas se volvieron a cerrar y quedaron atrancadas. Por primera vez en la vida estaba encerrada tras los muros de una prisión.
Esperaba ver un grupo de hombres de aspecto repulsivo pero quedé desconcertada. Muchos parecían inteligentes, y algunos parecían hábiles. Vestían el uniforme de la prisión, áspero aunque pulcro. Su cabello estaba peinado y sus botas cepilladas. A medida que contemplaba las variadas fisonomías que tenía ante mí, pensé: "Cada uno de estos hombres ha recibido dones específicos, o talentos, para que los usara para gloria de Dios y en provecho del mundo; pero ellos han menospreciado esos dones del cielo y han hecho un mal uso de ellos". Mientras miraba a los jóvenes de unos dieciocho o veinte a treinta años de edad, pensé en sus desdichadas madres y en el sufrimiento y el remordimiento que amargaban sus vidas. La mala conducta de sus hijos había partido el corazón de muchas de ellas. ¿Habían cumplido con su deber ante sus hijos? ¿Acaso no se habrían abandonado a sus deseos y habían descuidado enseñarles los estatutos de Dios y sus exigencias?
Cuando se reunió toda la compañía, el hermano Carter leyó un himno. Todos tenían himnarios y se unieron al canto de corazón. Uno que era músico competente, tocaba el órgano. Entonces abrí la reunión con una oración y, una vez más, se nos unieron en el canto. Hablé de las palabras de Juan: "Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es". (1 Juan 3:1-2)
Exalté el infinito sacrificio que hizo el Padre al dar a su amado Hijo por los hombres caídos, para que así ellos pudieran ser transformados por medio de la obediencia y convertirse en hijos de Dios. La iglesia y el mundo son llamados a admirar un amor que expresado de esa manera sobrepasa la comprensión, y ante el cual aun los ángeles del cielo quedan estupefactos. Ese amor es tan profundo, tan amplio y tan alto que el apóstol inspirado, sin palabras para poder describirlo, pide a la iglesia y al mundo que lo contemplen, que hagan de él tema de contemplación y admiración.
Presenté ante mis oyentes el pecado de Adán al transgredir los mandamientos explícitos del Padre. Dios creó al hombre honorable, perfectamente santo y feliz; pero él perdió el favor divino y destruyó su felicidad desobedeciendo la ley del Padre. El pecado de Adán sumergió a toda la raza en la miseria y la desesperación. Pero Dios, movido por un amor maravilloso y compasivo, no permitió que los hombres perecieran en un estado caído y sin esperanza. Dio a su muy amado Hijo para su salvación. Cristo entró en el mundo cubriendo su divinidad de humanidad y superó la prueba que Adán no supo vencer; se sobrepuso a todas las tentaciones de Satanás y así redimió la desdichada caída de Adán.
Luego me referí al largo ayuno de Cristo en el desierto. Nunca nos apercibiremos de la influencia que el pecado de la indulgencia en el apetito ejerce sobre la naturaleza humana, a menos que estudiemos y entendamos ese largo ayuno de Cristo mientras contendía mano a mano con el príncipe de los poderes de las tinieblas. La salvación del hombre estaba en juego. ¿Quién saldría vencedor, Satanás o el Redentor? Es imposible que concibamos el intenso interés con que los ángeles de Dios observaron la prueba de su amado Comandante.
Jesús fue tentado en todos los aspectos como nosotros somos tentados. De ese modo sabría cómo socorrer a los que iban a ser tentados. Su vida es nuestro ejemplo. Con su obediencia siempre dispuesta nos muestra que el hombre puede guardar la ley de Dios y que la transgresión de la ley, no su obediencia, lo lleva a la esclavitud. El Salvador estaba lleno de compasión y amor; nunca desdeñó al penitente sincero por grave que fuera su pecado aunque siempre denunció cualquier tipo de hipocresía. Conoce los pecados de los hombres, sabe todas sus acciones y lee sus motivos más secretos; aun así, no se aparta de ellos, a pesar de sus iniquidades. Suplica y razona con el pecador y, en cierto sentido, porque él mismo sufrió las debilidades de la humanidad, se pone a su mismo nivel. "'Venid luego,' dice Jehová, 'y estemos a cuenta: Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí. Vendrán a ser como blanca lana'". (Isaías 1:18)
El hombre, que en su alma, con una vida corrupta, ha desfigurado la imagen de Dios, con el esfuerzo humano no puede operar un cambio radical en sí mismo. Debe aceptar las provisiones del evangelio; se debe reconciliar con Dios con la obediencia a su ley y la fe en Jesucristo. A partir de ese momento, su vida bebe estar sometida al gobierno de un nuevo principio. Mediante el arrepentimiento, la fe y las buenas obras puede perfeccionar un carácter justo y, por los méritos de Cristo, reclamar para sí los privilegios de los hijos de Dios. Si aceptamos los principios de la verdad divina, y les damos un lugar en el corazón, nos llevarán a una altura tal de excelencia moral que jamás hubiéramos siquiera imaginado. "Aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro". (1 Juan 3:2)
Aquí el hombre tiene una tarea. Debe mirar de frente al espejo, la ley de Dios, discernir los defectos de su carácter moral y dejar a un lado sus pecados, lavando las vestiduras de su carácter en la sangre del Cordero. El corazón que sea un recipiente del amor de Cristo y abrigue la esperanza de ser hecho a su semejanza cuando lo vea tal como él es, será purificado de la envidia, el orgullo, la malicia, el engaño, la contienda y el delito. La religión de Cristo refina y dignifica a quien la posee, sean cuales sean sus relaciones o el momento en que se encuentre su vida. Los hombres que llegan a ser cristianos ilustrados se levantan por encima del nivel de su antiguo carácter con una fuerza moral y mental mayor. Por los méritos del Salvador, los que cayeron y se degradaron en el pecado y el crimen, pueden ser exaltados a una posición semejante a la de los ángeles, aunque un poco inferior.
Sin embargo, la influencia del evangelio de esperanza no llevará al pecador a ver la salvación de Cristo como un mero asunto de gracia gratuita que le permite seguir viviendo en la transgresión de la ley de Dios. Cuando en su mente rompa el alba de la luz de la verdad y entienda completamente las exigencias de Dios, cuando se dé cuenta de la magnitud de sus transgresiones, reformará sus actos, se hará leal a Dios mediante la fuerza que obtenga de su Salvador y vivirá una vida nueva y más pura.
Mientras estuve en Salem entablé amistad con el hermano y la hermana Donaldson, quienes deseaban que su hija regresara a Battle Creek con nosotros y asistiera al colegio. La salud de la joven era precaria y para ellos representaba un gran esfuerzo separarse de ella, su única hija, pero las ventajas espirituales que recibiría los indujeron a hacer el sacrificio. Es para nosotros un motivo de alegría decir aquí que en la última reunión de campo de Battle Creek esa querida muchacha fue sepultada con Cristo en las aguas del bautismo. Esta es otra prueba de la importancia de que los adventistas del séptimo día envíen a sus hijos a nuestra escuela, donde pueden recibir directamente una influencia salvífica.
El viaje desde Oregón fue agitado, pero mi estado era mejor que en la anterior travesía. El barco, "el Idazo", no cabeceaba, se balanceaba. A bordo nos dispensaron un trato muy amable. Entablamos muchas y gratas amistades y distribuimos nuestras publicaciones a varias personas, lo que dio origen a conversaciones muy provechosas. Cuando llegamos a Oakland descubrimos que habían plantado la tienda y que un gran número había abrazado la verdad gracias al trabajo del hermano Healey. Hablamos varias veces en la tienda. El sábado, el primer día, las iglesias de Oakland y San Francisco se reunieron y tuvimos encuentros muy provechosos e interesantes.
Estaba muy ansiosa por asistir a la reunión de campo de California pero había asuntos que debía atender en las reuniones de campo de la costa este. Cuando se me presentó el estado de cosas en la costa este supe que tenía que dar mi testimonio especial para los hermanos de la Asociación de Nueva Inglaterra y me sentí forzada a abandonar California.
De viaje hacia el este
El 28 de julio, en compañía de mi hija Emma y Edith Donaldson, partimos de Oakland hacia la costa este. Ese mismo día llegamos a Sacramento y nos recibieron el hermano y la hermana Wilkinson, quienes nos dispensaron una calurosa bienvenida y nos alojaron en su casa. Allí fuimos excelentemente agasajados durante nuestra estancia. Según lo convenido, yo hablé el domingo. La casa estaba repleta de una congregación atenta y el Señor me dio libertad para hablar en su nombre. El lunes volvimos a tomar el ferrocarril y nos detuvimos en Reno, Nevada, donde teníamos una cita para hablar el martes por la tarde en la tienda en que el hermano Loughborough impartía un curso de predicación. Hablé con libertad a aproximadamente cuatrocientos oyentes atentos sobre las palabras de Juan: "Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios". (1 Juan 3:1)
Mientras cruzábamos el gran desierto americano, polvoriento y calcinado, a pesar de que disfrutábamos de todas las comodidades y nos deslizábamos rápida y suavemente por los raíles, arrastrados por nuestro purasangre de acero, el paisaje yermo nos fatigó. Me acordé de los antiguos hebreos que anduvieron por roquedales y áridos desiertos durante cuarenta años. El calor, el polvo y la irregularidad del terreno arrancaron quejas y suspiros de fatiga a muchos que pisaron esa fatigosa senda. Pensé que si se nos obligara a viajar a pie por el desierto yermo, pasando sed, calor y fatiga, muchos de nosotros murmuraríamos más que los mismos israelitas.
Las peculiares características del paisaje montañoso de la ruta transcontinental ya han sido más que suficientemente descritas. Quien quiera deleitarse con la grandiosidad y la belleza de la naturaleza sentirá una súbita alegría cuando contemple las grandiosas y viejas montañas, las hermosas colinas y los salvajes y rocosos cañones. Esto es especialmente cierto para el cristiano. En las rocas de granito y el murmullo de los torrentes ve la obra de la poderosa mano de Dios. Desea subir a las altas colinas, porque le parece que allí estará más cerca del cielo aunque sabe que Dios oye las oraciones de sus hijos tanto en el valle más profundo como en la cima de la más alta montaña.
Colorado
De camino entre Denver y Walling's Mills, el retiro de montaña donde mi esposo pasaba los meses de verano, nos detuvimos en Boulder City y contemplamos con gozo nuestra casa de reuniones de lona. Allí el hermano Cornell dirigía una serie de reuniones. Encontramos un tranquilo retiro en la cómoda casa de la hermana Dartt. Habían plantado la tienda para celebrar reuniones de temperancia. Me invitaron a hablar y accedí. Cuando lo hice, la tienda estaba llena de oyentes atentos. Aunque el viaje me había fatigado, el Señor me ayudó a presentar con éxito la necesidad de practicar una estricta temperancia en todas las cosas.
El lunes 8 de agosto me encontré con mi esposo y vi que su salud había mejorado mucho y que estaba alegre y activo. Me sentí muy agradecida hacia Dios. Por aquellos días, el hermano Canright, que había pasado un tiempo en las montañas con mi esposo, fue llamado a casa por su afligida esposa y el domingo mi esposo y yo lo acompañamos a Boulder City para que tomara el ferrocarril. Por la tarde hablé en la tienda y a la mañana siguiente regresamos a nuestro hogar temporal enWalling's Mills. El sábado siguiente volví a hablar en la tienda. Siguiendo mis instrucciones, celebramos una asamblea. Se escucharon testimonios excelentes. Algunos guardaban por primera vez el sábado. Hablé la tarde del sábado tras la puesta de sol y también la tarde del domingo.
Toda nuestra familia excepto nuestro hijo Edson estaba presente en las montañas. Mi esposo e hijos pensaron que, puesto que yo estaba demasiado fatigada por haber trabajado casi sin cesar desde la reunión de campo de Oregón, merecía el privilegio de descansar. Pero en mi mente resonaba el llamamiento a asistir a las reuniones de campo de la costa este, en especial a la de Massachussets. Mi oración era que si era la voluntad de Dios que yo asistiera a esas reuniones, mi esposo consintiera en el viaje.
Cuando regresamos de Boulder City encontré una carta del hermano Haskell pidiéndonos a ambos que asistiéramos a la reunión de campo, pero si a mi esposo le era imposible, prefería que fuera yo sola. Leí la carta a mi esposo y esperé su respuesta. Tras unos momentos de silencio, dijo: "Ellen, tendrás que asistir a la reunión de campo de Nueva Inglaterra". Al día siguiente, habíamos hecho ya el equipaje. A las dos de la madrugada, bajo la luz de la luna, nos dirigimos a la estación y a las seis y media subimos a bordo del tren. El viaje fue de todo menos placentero: el calor era intenso y yo estaba muy fatigada.
Las reuniones de la costa este
Al llegar a Battle Creek supimos que yo debía hablar la tarde del domingo en la carpa que había sido plantada en los terrenos de la facultad. Estaba llena a rebosar y mi corazón hizo llamamientos sinceros a los presentes.
Me quedé en casa muy poco tiempo y, acompañada por la hermana Mary Smith Abbey y el hermano Farnsworth, alcé otra vez el vuelo en dirección a la costa este. Cuando llegamos a Boston, estaba extenuada. Los hermanos Wood y Haskell nos recibieron en la estación y nos acompañaron hasta Balard Vale, el lugar donde se desarrollaría la reunión. Esos viejos amigos nos dieron la bienvenida con una cordialidad tal, que dadas las condiciones, me dieron reposo. Hacía demasiado calor, el cambio del clima arrullador de Colorado al calor opresivo de Massachussets hizo que éste pareciera aún más insoportable. Quise dirigirme a los asistentes, a pesar de mi gran fatiga, y recibí fuerzas para dar mi testimonio. Las palabras salían directamente del corazón. En esa región se necesitó mucho trabajo. Se habían levantado nuevas iglesias desde la última reunión de campo. Muchas preciosas almas habían aceptado la verdad y necesitaban ser conducidas hacia un conocimiento de la piedad práctica aún más profundo. El Señor me dio libertad para dar mi testimonio.
En una ocasión, durante esa reunión, hice algunas observaciones sobre la necesidad de vestir con sobriedad y la economía en los dispendios. Existe el peligro de ser descuidado e irreflexivo en el uso del dinero del Señor. Los jóvenes que se unen al trabajo en las tiendas deberían poner cuidado de no permitirse gastos innecesarios. A medida que las tiendas penetran en nuevos campos y el trabajo misionero se amplía, las necesidades de la causa son mayores y, sin caer en la mezquindad, en este asunto deberá aplicarse la más rigurosa economía. Es mucho más fácil acumular facturas que pagarlas. Hay muchas cosas que, aun siendo adecuadas y agradables, no son necesarias, por lo que prescindir de ellas no causa sufrimiento. Es muy fácil multiplicar las facturas de hotel y los gastos de ferrocarril, gastos estos que se podrían evitar o, cuando menos, reducir en gran medida. Hemos ido y regresado a California doce veces y no hemos gastado un dólar en banquetes o en el vagón restaurante. Hemos comido de lo que llevábamos en nuestras cestas. Al cabo de tres días los alimentos se vuelven un poco secos, pero esto se suple con un poco de leche o caldo caliente.
En otra ocasión me referí a la santificación genuina, que no es otra cosa que una muerte diaria al yo y la conformidad diaria a la voluntad de Dios. Mientras estuve en Oregón se me mostró que la ponzoñosa influencia de lo que se ha venido a llamar santificación ponía en peligro algunas de las jóvenes iglesias de la Asociación de Nueva Inglaterra. Algunos podrían caer víctimas del engaño de esa doctrina mientras que otros, conocedores de su influencia engañosa, podrían apercibirse de su peligro y apartarse de ella. La santificación de Pablo es un conflicto constante con el yo. Dijo: "Cada día muero". (1 Corintios 15:31) Su voluntad y sus deseos entraban en conflicto diario con la voluntad de Dios. En lugar de seguir su propia inclinación, hacía la voluntad de Dios aunque no fuera agradable y crucificara su naturaleza.
Llamamos a los que deseaban ser bautizados y aquellos que guardaban por primera vez el sábado para que se adelantaran. Respondieron veinticinco, los cuales dieron un testimonio excelente, y antes de la clausura de la reunión de campo veintidós recibieron el bautismo.
Nos alegramos de encontrar a los viejos conocidos de la causa con quienes establecimos amistad treinta años atrás. Nuestro muy amado hermano Hastings está hoy tan interesado en la verdad como entonces. Nos alegramos de encontrar a la hermana Temple y a la hermana Collins de Darmouth, Massachussets, y al hermano y la hermana Wilkinson, en cuya casa nos alojamos más de treinta años atrás. El peregrinaje de algunos de esos seres amados puede terminar en breve, pero si son fieles hasta el fin recibirán la corona de vida.
Nos interesamos por el hermano Timbal, el cual es mudo y fue misionero entre los mudos. Gracias a su perseverante trabajo un pequeño grupo ha aceptado la verdad. Encontramos a este fiel hermano en nuestras reuniones anuales, rodeado de varios conversos mudos. Alguien que puede oír, escribe cuanto puede de los discursos y se sienta junto a sus amigos mudos. Él lo lee y vuelve a predicar activamente valiéndose de sus manos. Ha usado libremente sus medios para avanzar en el trabajo misionero honrando a Dios con su dinero.
La mañana del martes 3 de septiembre abandonamos Ballard Vale para asistir a la reunión de campo de Maine. Disfrutamos de un apacible descanso en casa del joven hermano Morton, cerca de Portland. Él y su buena esposa consiguieron que nuestra estancia con ellos fuera muy agradable. Antes del sábado entramos en el campamento de Maine y nos alegramos de ver a algunos amigos probados de la causa. Hay algunos que, haga sol o llueva, siempre están al pie del cañón. Pero también hay cristianos de día soleado que cuando todo anda bien y agrada a sus sentimientos, son fervientes y celosos; pero cuando hay nubarrones y asuntos desagradables que afrontar, no tienen nada que decir o hacer. La bendición de Dios descendía sobre los obreros activos, mientras que los que no hacían nada no se beneficiaban de la reunión en la medida en que podían haberlo hecho. El Señor estaba con sus ministros, los cuales trabajaban fielmente presentando temas doctrinales y prácticos. Deseábamos ardientemente que muchos que no daban señales de haber sido bendecidos por Dios se pudieran beneficiar de la reunión. Ansío ver a esas amadas personas alcanzando sus elevados privilegios.
Salimos del campamento el lunes sintiéndonos casi exangües. Decidimos asistir a las reuniones de campo de Iowa y Kansas. Mi esposo había escrito que se reuniría conmigo en Iowa. Puesto que nos era imposible asistir a la reunión de Vermont, de Maine nos dirigimos directamente a South Lancaster. Yo tenía muchos problemas para respirar y el corazón me afligía constantemente. Me alojé en la tranquila casa de la hermana Harris, quien hizo todo cuanto estaba en su mano para ayudarme. El jueves por la tarde reemprendimos el viaje hacia Battle Creek. A causa de mi estado de salud, no me atreví a seguir adelante en el ferrocarril y nos detuvimos en Rome, Nueva York, donde hablé el sábado. La asistencia fue elevada.
El lunes en la mañana visitamos al hermano y la hermana Abbey en Brookfield. Tuvimos una entrevista muy fructífera con esta familia. Estábamos realmente interesados en que ellos finalmente fueran victoriosos en la vida cristiana y ganaran la vida eterna. Deseábamos profundamente que el hermano Abbey venciera su desánimo y se entregara sin reservas en los méritos de Cristo y al tener éxito en su lucha, llevara al fin la corona de la victoria.
El martes tomamos el ferrocarril hacia Battle Creek y al día siguiente llegamos a casa. Me sentía feliz de poder descansar y recibir tratamiento en el sanatorio. Sentí que era favorecida por gozar de las ventajas de esa institución. Los auxiliares eran amables y atentos, y en cualquier ocasión del día o la noche estaban prontos a hacer lo indecible para aliviar mis sufrimientos.
En Battle Creek
La reunión de campo general se celebró en Battle Creek, del 2 al 14 de octubre. Fue la mayor asamblea que jamás hubieran celebrado los adventistas del séptimo día. Estaban presentes más de cuarenta ministros. Nos alegró ver a los hermanos Andrews y Bourdeau de Europa y al hermano Loughborough de California. En esa reunión hubo representaciones de la causa en Europa, California, Texas, Alabama, Virginia, Dakota, Colorado y todos los estados del Norte, desde Maine hasta Nebraska.
Me sentía feliz. Me unía a mi esposo en el trabajo. Aunque estaba muy fatigada y el corazón me causaba dificultades, el Señor me dio fuerzas para hablar al pueblo casi cada día, y en algunos casos dos veces. Mi esposo trabajaba muy duro. Estuvo presente en casi todas las reuniones económicas y predicó casi cada día con su estilo claro y conciso. Por mi parte, no pensaba que necesitara fuerzas para hablar más de dos o tres veces durante la reunión; pero, a medida que avanzaba, mis fuerzas aumentaban. En varias ocasiones me mantuve en pie durante varias horas e invité a las personas a adelantarse para orar. Nunca había sentido la ayuda de Dios de manera tan evidente como en aquella reunión. A pesar de los esfuerzos, mi fuerza aumentaba de manera constante. Para gloria de Dios recojo aquí el hecho de que mi salud era mucho mejor en la clausura de la reunión que seis meses atrás.
El miércoles de la segunda semana de la reunión, algunos de nosotros nos unimos en oración por una hermana que estaba aquejada de depresión. Mientras orábamos, fue grandemente bendecida. El Señor parecía muy próximo. Fui arrebatada en visión de la gloria de Dios y se me mostraron muchas cosas. Luego regresé a la reunión y, con un solemne sentido de la condición del pueblo, di un breve resumen de las cosas que me habían sido mostradas. Desde entonces he escrito algunas en testimonios personales, en llamamientos a los ministros y en otros artículos que aparecen en este volumen.
Eran reuniones en las que imperaba un solemne poder y un profundo interés. Algunos que estaban relacionados con nuestra oficina de publicaciones se convencieron y se convirtieron a la verdad, dando testimonios claros e inteligentes. Los infieles se convencían y se alineaban bajo la bandera del Príncipe Emmanuel. La reunión fue una victoria decidida. Antes de su clausura se bautizaron ciento doce personas.
La semana siguiente a la reunión de campo mi trabajo en la predicación, la oración y la escritura de testimonios fue aún más exigente que durante la reunión misma. Cada día se celebraban dos o tres reuniones en favor de nuestros ministros. Eran de gran interés y mucha importancia. Los que llevan el mensaje al mundo deberían tener una experiencia diaria en los asuntos de Dios y ser hombres convertidos en todos los sentidos, santificándose con la verdad que presentan a otros y representando a Jesucristo con sus vidas. Sólo entonces, y no antes, su trabajo tendrá éxito. Se hicieron los esfuerzos más fervientes para acercarse a Dios con confesión, humillación y oración. Muchos dijeron que habían visto y sentido la importancia de su labor como ministros de Cristo como nunca antes. Algunos sintieron profundamente la magnitud de la tarea y su responsabilidad ante Dios, pero deseábamos ver una mayor manifestación mayor del Espíritu de Dios. Yo sabía que, como en el día del Pentecostés, cuando el camino estuviera libre el Espíritu de Dios acudiría. Pero había tantos tan alejados de Dios que no sabían como poner su fe en acción.
Los llamamientos a los ministros que aparecen en otros lugares de este número, expresan más claramente lo que Dios me ha mostrado al respecto de su pobre condición y sus elevados privilegios.
Reuniones campestres en Kansas
Partimos hacia la reunión de campo de Kansas el 23 de octubre. Me acompañaba mi hija Emma. En Topeka, Kansas, dejamos el ferrocarril y recurrimos a medios de transporte privados para recorrer las doce millas que separan esa estación de Richland, el lugar donde se celebraría la reunión. Encontramos las tiendas plantadas en una arboleda. Al estar ya muy avanzada la temporada de reuniones de campo, se había tenido en cuenta el frío en los preparativos. En el campamento, junto a la gran tienda, se levantaban otras diecisiete, cada una de ellas dotada de una estufa, en las que se acomodaban varias familias.
La mañana del sábado empezó a nevar pero no se suspendió ni una reunión. Cayeron entre dos y tres centímetros de nieve y el aire era punzante y frío. Las mujeres con niños de corta edad se agolpaban alrededor de las estufas. Era impresionante ver que ciento cincuenta personas se congregaran en esas circunstancias. Algunos recorrieron más de trescientos kilómetros en carruaje privado. Todos parecían hambrientos del pan de vida y sedientos del agua de salvación.
La tarde y la noche del viernes habló el hermano Haskell. La mañana del sábado me sentí llamada a pronunciar palabras de aliento a los que habían hecho tan gran esfuerzo para asistir a la reunión. La tarde del domingo la asistencia externa era muy elevada, consiExperiencias derando que el lugar quedaba muy apartado de las principales vías de comunicación.
El lunes por la mañana hablé a los hermanos sobre el tercer capítulo de Malaquías. Entonces llamamos a aquellos que deseasen ser cristianos y no estuvieran seguros de que Dios los hubiera aceptado para que se adelantaran. Alrededor de treinta personas respondieron. Algunos buscaban al Señor por primera vez y algunos que eran miembros de otras iglesias aceptaron el sábado. A todos les dimos la oportunidad de hablar y el libre Espíritu de Dios descendió a nuestra reunión. Después de haber elevado una oración por los que se habían adelantado, examinamos a los candidatos para el bautismo. Seis fueron bautizados.
Me sentí muy feliz al escuchar que el hermano Haskell presentaba ante la gente la necesidad de distribuir lecturas entre las familias, en especial Spirit of Prophecy y los cuatro volúmenes de los Testimonios. De ese modo, durante las largas tardes de invierno algún miembro de la familia podría leerlos en voz alta para que toda la familia pudiera ser instruida. Yo hablé de la necesidad de que los padres eduquen y disciplinen adecuadamente a sus hijos. La mayor prueba del poder del cristianismo que podemos presentar ante el mundo es una familia ordenada y bien disciplinada. Ese es el mejor modo de recomendar la verdad porque es un testimonio vivo de su poder práctico sobre el corazón.
La mañana del martes se clausuró la reunión y en compañía de mi hija Emma, el hermano Haskell y el hermano Stover regresamos a Topeka para tomar el ferrocarril hacia Sherman, Kansas, donde se iba a celebrar otra reunión de campo. Esa reunión fue interesante y provechosa. En comparación con las reuniones celebradas en otros estados, esta parecía pequeña porque sólo asistieron alrededor de cien hermanos y hermanas. Estaba destinada a reunir a los miembros esparcidos. Algunos procedían del sur de Kansas, de Arkansas, de Kentucky, de Missouri, de Nebraska y de Tennessee. En esa reunión, se me unió mi esposo y desde allí, acompañados por el hermano Haskell y nuestra hija, nos dirigimos a Dallas, Texas.
La visita a Texas
El jueves fuimos a casa del hermano McDearman, en Grand Prairie. Allí nuestra hija se encontró con sus padres, su hermano y su hermana, los cuales habían estado a las puertas de la muerte a causa de la fiebre que había asolado el estado la temporada anterior. Nos complació mucho ministrar las necesidades de esa afligida familia que durante años nos había asistido en nuestras aflicciones.
Después de percibir una ligera mejoría en su salud, los dejamos para asistir a la reunión de campo en Plano. Esa reunión tuvo lugar entre el 12 y el 19 de noviembre. Al principio el tiempo era agradable, pero pronto empezó a llover y esto, acompañado de un terrible viento, impidió la asistencia general del país circundante. En este punto nos alegramos de encontrar a nuestros viejos amigos, el hermano R. M. Kilgore y su esposa. Estábamos muy complacidos de encontrar en el campamento un gran e inteligente cuerpo de hermanos. Cualesquiera que hubieran sido los prejuicios que allí existieron contra los que proceden del Norte, nada de eso aparecía entre esos amados hermanos y hermanas.
Nunca mi testimonio fue recibido con más disposición y más entrega que por esa gente. Me interesé profundamente por la obra en el gran estado de Texas. Satanás siempre ha tenido el objetivo de dominar todos los campos importantes. Probablemente jamás estuvo más ocupado que en Texas por impedir la introducción de la verdad en un estado. Esa es la mejor prueba para mi mente de que allí hay mucho trabajo por hacer.
Notas: