Tuve nuevos deseos de volver a la escuela e intentar otro esfuerzo para adquirir educación. Al efecto ingresé en un colegio de señoritas de Portland; pero al reanudar los estudios decayó rápidamente mi salud, y resultó evidente que si persistía en ir al colegio, me costaría la vida, por lo que con mucha tristeza me volví a casa.
En el colegio, me había sido difícil disfrutar del sentimiento religioso, porque el ambiente que me rodeaba era muy a propósito para apartar de Dios el pensamiento. Durante algún tiempo, me sentí descontenta de mí misma y de mis progresos en la vida cristiana, sin experimentar el vivo sentimiento de la misericordia y amor de Dios. Me sobrecogía a veces el desaliento, y esto me ocasionaba gran angustia.
La causa adventista en Portland
En junio de 1842, dió el Sr. Guillermo Miller su segunda serie de conferencias en Portland, y consideré como un gran privilegio el asistir a ellas, porque estaba desalentada y no me sentía preparada para encontrar a mi Salvador. Esta segunda serie de reuniones conmovió los ánimos de la ciudad mucho más intensamente que la primera. A excepción de unas pocas sectas, las denominaciones religiosas mantuvieron las puertas de sus iglesias cerradas para el Sr. Miller; y desde los diversos púlpitos se pronunciaron muchos discursos para denunciar lo que se motejaba de fanáticos errores del conferenciante. Pero grandes muchedumbres concurrían a sus reuniones, y muchísima gente se quedaba sin poder entrar en el local. Los oyentes permanecían sumamente quietos y atentos.
El Sr. Miller no gastaba al predicar estilo florido ni galas oratorias, sino que trataba acerca de hechos claros y sorprendentes, que despertaban a sus oyentes y los sacaban de su negligente indiferencia. A medida que hablaba, basaba sus declaraciones y teorías en pruebas bíblicas. Acompañaba sus palabras un poder convincente que parecía darles el sello del lenguaje veraz.
Manifestaba cortesía y simpatía. En ocasiones en que todos los asientos estaban ocupados, tanto en la sala como en la plataforma que rodeaba al púlpito, vi al Sr Miller dejar su puesto, tomar de la mano a algún hombre o mujer, anciano y débil, hallarle asiento y luego volver a reanudar su discurso. Con razón se le llamaba "papá Miller," porque ejercía vigilante cuidado para con los que necesitaban sus servicios, era afectuoso en sus modales y tierno de corazón.
Era un predicador interesante, y sus exhortaciones a los que profesaban ser creyentes y a los impenitentes, eran apropiadas y eficaces. Algunas veces predominaba en sus reuniones una solemnidad tan marcada que llegaba a ser penosa. Impresionaba el ánimo de la multitud de oyentes una sensación de la crisis inminente de los sucesos humanos. Muchos cedían a la convicción del Espíritu de Dios. Hombres y mujeres, ancianos ya canosos, se acercaban con paso tembloroso a los bancos de penitentes; otras personas, fuertes y maduras, los jóvenes y los niños, se conmovían profundamente. Ante el altar de la oración, se mezclaban los gemidos, llantos y alabanzas a Dios.
Yo creía las solemnes palabras que pronunciaba el siervo de Dios, y mi corazón se dolía cuando dichas palabras encontraban oposición o eran tema de mofas. Asistía con frecuencia a las reuniones, y creía que muy luego iba a venir Jesús en las nubes de los cielos; pero mi mayor deseo era estar preparada para encontrarle. Mi mente meditaba de continuo en la santidad de corazón, y anhelaba sobre todo obtener tan gran beneficio y sentir que Dios me había aceptado por completo.
Hasta entonces no había orado nunca en público, y tan sólo unas cuantas tímidas palabras habían salido de mis labios en las reuniones de oración; pero ahora me impresionaba la idea de que debía buscar a Dios en oración en nuestras reuniones de testimonios. Sin embargo, no me atrevía a orar, temerosa de confundirme y no poder expresar mis pensamientos. Pero el sentimiento del deber de orar en público me sobrecogió de tal manera, que al orar en secreto me parecía como si me burlara de Dios por no haber obedecido a su voluntad. Se apoderó de mí el desaliento y durante tres semanas ni un rayo de luz vino a herir la melancólica lobreguez que me rodeaba.
Sufría muchísimo mentalmente. Noches hubo en que no me atreví a cerrar los ojos, sino que esperé a que mi hermana se durmiese, y, levantándome entonces despacito de la cama, me arrodillaba en el suelo para orar silenciosamente con indescriptible angustia muda. Se me representaban sin cesar los horrores de un infierno eterno y abrasador. Sabía que me era imposible vivir mucho tiempo en tal estado, y no tenía valor para morir y arrostrar la suerte de los pecadores. ¡Con qué envidia pensaba yo en los que se sentían aceptos de Dios! ¡Cuán preciosa parecía la esperanza del creyente a mi alma agonizante!
Muchas veces permanecía postrada en oración casi toda la noche, gimiendo y temblando con indecible angustia y tan profunda desesperación que no hay manera de expresarlas. Mi ruego era: "¡Señor, ten misericordia de mí!" y, como el pobre publicano, no me atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que postraba mi rostro en el suelo. Enflaquecí notablemente y decayeron mucho mis fuerzas, pero guardaba mis sufrimientos y desesperación para mí sola.
Sueño del templo y del cordero
Mientras que estaba así desalentada, tuve un sueño que me impresionó profundamente. Soñé que veía un templo al cual acudían muchas personas, y únicamente quienes en él se refugiasen podrían ser salvas al fin de los tiempos, pues todos cuantos fuera del templo se quedasen, serían perdidos para siempre. Las muchedumbres que en las afueras del templo iban por diversos caminos, se burlaban de los que entraban en él y los ridiculizaban, diciéndoles que aquel plan de salvación era un artero engaño, pues en realidad no había peligro alguno que evitar. Además, retenían a algunos para impedirles que entraran en el templo.
Temerosa de ser ridiculizada, pensé que fuese mejor esperar que las multitudes se marcharan o hasta tener ocasión de entrar sin que me vieran. Pero el número fué aumentando en vez de disminuir, hasta que, recelosa de que se me hiciese demasiado tarde, me apresuré a salir de mi casa y abrirme paso a través de la multitud, sin reparar en su número, tan viva era la ansiedad que tenía de verme dentro del templo.
Una vez en el interior del edificio, vi que el amplio templo estaba sostenido por una enorme columna y atado a ella había un cordero todo él mutilado y ensangrentado. Los que estábamos en el templo sabíamos que aquel cordero había sido desgarrado y quebrantado por nuestras culpas. Todos cuantos entraban en el templo habían de postrarse ante el cordero y confesar sus pecados. Delante mismo del cordero vi asientos altos donde estaba sentada una hueste que parecía muy feliz. La luz del cielo iluminaba sus semblantes, y alababan a Dios entonando cánticos de alegre acción de gracias, semejantes a la música de los ángeles. Eran los que se habían postrado ante el cordero, habían confesado sus pecados y recibido el perdón de ellos, y ahora aguardaban con gozosa expectación algún dichoso acontecimiento.
Aun después de haber yo entrado en el templo, me sentí sobrecogida de temor y vergüenza por haber de humillarme a la vista de tanta gente; pero me empujaban hacia adelante y poco a poco fuí rodeando la columna hasta ponerme frente al cordero. Entonces resonó una trompeta, estremecióse el templo y los santos congregados dieron voces de triunfo. Un pavoroso esplendor iluminó el templo, y después todo quedó en profundas tinieblas. La hueste feliz había desaparecido por completo al lucir el pasajero esplendor, y yo me quedé sola en el horrible silencio de la noche.
Desperté angustiada y a duras penas pude convencerme de que había soñado. Me parecía que estaba fijada mi condenación, y que el Espíritu del Señor me había abandonado para siempre.
Visión de Jesús
Poco tiempo después tuve otro sueño. Me veía sentada con profunda desesperación, el rostro oculto entre las manos, y me decía reflexionando: Si Jesús estuviese en la tierra, iría a postrarme a sus pies y le manifestaría mis sufrimientos. No me rechazaría. Tendría misericordia de mí, y por siempre le amaría y serviría.
En aquel momento se abrió la puerta y entró un personaje de hermoso aspecto y porte. Miróme compasivamente, y dijo: "¿Deseas ver a Jesús? Aquí está, y puedes verle si quieres. Toma cuanto tengas y sígueme."
Oí estas palabras con indecible gozo, y alegremente recogí cuanto poseía, todas las cositas que apreciaba, y seguí a mi guía. Me condujo a una escarpada y en apariencia quebradiza escalera. Al empezar a subir los peldaños, me advirtió el guía que mantuviera la vista en alto, pues de lo contrario corría el riesgo de desmayar y caer. Muchos otros que trepaban por la escalonada caían antes de llegar a la cima.
Finalmente llegamos al último peldaño, y nos detuvimos ante una puerta. Allí el guía me indicó que dejase cuanto había traído conmigo. Yo lo depuse todo alegremente. Entonces el guía abrió la puerta, y me mandó entrar. En un momento estuve delante de Jesús. No cabía error, pues aquella hermosa figura, aquella expresión de benevolencia y majestad, no podían ser de otro. Al mirarme comprendí en seguida que conocía todas las vicisitudes de mi vida y todos mis íntimos pensamientos y emociones.
Traté de resguardarme de su mirada, pues me sentía incapaz de resistirla; pero él se me acercó sonriente y posando su mano sobre mi cabeza, dijo: "No temas." El dulce sonido de su voz hizo vibrar mi corazón con una dicha que no había experimentado hasta entonces. Estaba yo muy por demás gozosa para pronunciar ni una palabra, y así fué que, profundamente conmovida, caí postrada a sus pies. Mientras que allí yacía impedida, presencié escenas de gloria y belleza que ante mi vista pasaban, y me parecía que hubiese alcanzado la salvación y paz del cielo. Por último, recobradas las fuerzas, me levanté. Todavía me miraban los amorosos ojos de Jesús, cuya sonrisa inundaba de alegría mi alma. Su presencia despertaba en mí santa veneración e inefable amor.
Abrió la puerta el guía, y ambos salimos. Me mandó que volviese a tomar todo lo que había dejado afuera. Hecho esto, me dió una cuerda verde fuertemente enrollada. Me encargó que me la colocara cerca del corazón y que cuando deseara ver a Jesús, la sacara de mi pecho y la desenrollara por completo. Advirtióme que no la tuviera mucho tiempo enrollada, pues de tenerla así, podría enredarse con nudos y ser muy difícil de estirar. Puse la cuerda junto a mi corazón y gozosamente bajé la angosta escalera, alabando al Señor y diciendo a cuantos se cruzaban en mi camino en dónde podrían encontrar a Jesús.
Este sueño me infundió esperanza. La cuerda verde era para mí el símbolo de la fe, y en mi alma alboreó la hermosa sencillez de la confianza en Dios.
Amistosos consejos y simpatía
Declaré entonces a mi madre las tristezas y perplejidades que experimentaba. Tiernamente simpatizó con ellas y me alentó diciéndome que pidiera consejo al pastor Stockman, quien a la sazón predicaba en Portland la doctrina adventista. Tenía yo mucha confianza en él, porque era devoto siervo de Cristo. Al oir mi historia, él puso afectuosamente la mano sobre mi cabeza, y dijo, con lágrimas en los ojos: "Elena, Vd. no es sino una niña. Su experiencia es muy singular en una persona de tan poca edad. Jesús debe estar preparándola para alguna obra especial."
Luego me dijo que, aun cuando fuese yo una persona de edad madura y me viese así acosada por la duda y desesperación, me diría que sabía de cierto que por el amor de Jesús, había esperanza para mí. La misma agonía mental era positiva evidencia de que el Espíritu de Dios contendía conmigo. Dijo que cuando el pecador se endurece en sus culpas, no se da cuenta de la enormidad de su transgresión, sino que se lisonjea con la idea de que anda casi bien, y que no corre peligro especial alguno. Le abandona entonces el Espíritu del Señor, y le deja asumir una actitud de negligencia e indiferencia o de temerario desafío. Este bondadoso señor me habló del amor de Dios para con sus extraviados hijos, y me explicó que en vez de complacerse en su ruina, anhelaba atraerlos a sí por una fe y confianza sencillas. Insistió en el gran amor de Cristo y en el plan de la redención.
El pastor Stockman habló del infortunio de mi niñez, y dijo que era de veras una grave aflicción, pero me invitó a creer que la mano de nuestro amante Padre no me había desamparado; que en lo futuro, una vez desvanecidas las neblinas que obscurecían mi ánimo, discerniría yo la sabiduría de la providencia que me pareciera tan cruel y misteriosa. Jesús dijo a sus discípulos: "Lo que yo hago, tú no entiendes ahora; mas lo entenderás después." Juan 13:7. Porque en la incomparable vida venidera ya no veremos obscuramente como por un espejo, sino que cara a cara contemplaremos los misterios del amor divino.
Vaya en paz, Elena--me dijo;--vuelva a casa confiada en Jesús, que él no privará de su amor a nadie que lo busque verdaderamente.
Después oró fervorosamente por mí, y me pareció que con seguridad escucharía Dios las oraciones de su santo varón, aunque desoyera mis humildes peticiones. Quedé mucho más consolada y se desvaneció la maligna esclavitud del temor y de la duda al oir los prudentes y cariñosos consejos de aquel maestro de Israel. Salí de la entrevista con él animada y fortalecida.
Durante los pocos minutos en que recibiera instrucciones del pastor Stockman, aprendí más en cuanto al amor y compasiva ternura de Dios que en todos los sermones y exhortaciones que antes oyera.
Mi primera oración en público
Volví a casa y nuevamente me postré ante el Señor, prometiéndole hacer y sufrir todo cuanto de mí exigiera, con tal que la sonrisa de Jesús alegrara mi corazón. Entonces se me presentó el mismo deber que tanto me perturbaba anteriormente: tomar mi cruz entre el congregado pueblo de Dios. No tardó en presentarse oportunidad para ello, pues aquella misma tarde se celebró en casa de mi tío una reunión de oración, a la que asistí.
Cuando los demás se arrodillaron para orar, me arrodillé también yo toda temblorosa, y luego de haber orado unos cuantos fieles, se elevó mi voz en oración antes de que yo me diera cuenta de ello. En aquel momento, las promesas de Dios me parecieron otras tantas perlas preciosas que se hubiesen de recibir con tan sólo pedirlas. Mientras yo oraba, desapareció la pesadumbre angustiosa de mi alma que durante tanto tiempo había sufrido, y como suave rocío descendieron sobre mí las bendiciones del Señor. Alabé a Dios desde lo más profundo de mi corazón. Todo me parecía apartado de mí, menos Jesús y su gloria, y perdí la conciencia de cuanto ocurría en derredor mío.
El Espíritu de Dios se posó en mí con tal poder, que no pude volver a casa aquella noche. Al recobrar el conocimiento me hallé solícitamente atendida en casa de mi tío, donde nos habíamos reunido en oración. Ni mi tío ni su esposa gozaban de sentimientos religiosos, aunque el primero los había profesado un tiempo, pero luego había apostatado. Se me dijo que se sintió muy perturbado mientras que el poder de Dios reposaba sobre mí de aquella manera tan especial, y que había estado paseándose de acá para allá, muy conmovido y angustiado mentalmente.
Cuando fuí derribada al suelo, algunos de los concurrentes se alarmaron, y estuvieron por correr en busca de un médico, pues pensaban que me había atacado de repente alguna peligrosa indisposición; pero mi madre les pidió que me dejasen, porque para ella y para los demás cristianos experimentados, era claro que el poder admirable de Dios era lo que me había postrado. Cuando volví a casa, al día siguiente, estaba mi ánimo muy cambiado. Me parecía imposible que yo fuese la misma persona que había salido de casa de mi padre la tarde anterior. Continuamente me acordaba de este pasaje: "Jehová es mi pastor; nada me faltará." Salmos 23:1. Mi corazón rebosaba de gozo al repetir estas palabras.
Visión del amor del padre
La fe embargaba ya mi corazón. Sentía inexplicable amor hacia Dios, y su Espíritu me daba testimonio de que mis pecados estaban perdonados. Mudé la opinión que tenía acerca del Padre. Empecé a considerarle como un padre bondadoso y tierno, más bien que como un severo tirano que forzase a los hombres a obedecerle ciegamente. Mi corazón sentía un profundo y ferviente amor hacia él. Tenía por gozo el obedecer a su voluntad; y me era un placer estar en su servicio. Ninguna sombra obscurecía la luz que me revelaba la perfecta voluntad de Dios. Sentía la seguridad de que el Salvador moraba en mí, y comprendía la verdad de lo que Cristo dijera: "El que me sigue, no andará en tinieblas, mas tendrá la lumbre de la vida." Juan 8:12.
Mi paz y dicha formaban tan marcado contraste con mi anterior melancolía y angustia, que me parecía haber sido rescatada del infierno y transportada al cielo. Hasta podía alabar a Dios por el accidente que había sido la desgracia de mi vida, porque había sido el medio de fijar mis pensamientos en Dios. Como por naturaleza yo era orgullosa y ambiciosa, tal vez no me habría sentido inclinada a entregar mi corazón a Jesús, a no haber sido por la dura aflicción, que, en cierto modo, me había separado de los triunfos y vanidades del mundo.
Durante seis meses, ni una sombra obscureció mi ánimo, ni descuidé un solo deber conocido. Todos mis esfuerzos tendían a hacer la voluntad de Dios, y a recordar de continuo a Jesús y el cielo. Me sorprendían y arrobaban las claras visiones que tenía acerca de la expiación y obra de Cristo. No intentaré explicar más en detalle las preocupaciones de mi mente; baste decir que todas las cosas viejas habían pasado, y todo había sido hecho nuevo. Ni una sola nube echaba a perder mi perfecta felicidad. Anhelaba hablar del amor de Jesús; pero no me sentía en disposición de entablar conversaciones triviales con nadie. Mi corazón estaba tan lleno del amor de Dios, y de la paz que sobrepuja todo entendimiento, que me gustaba meditar y orar.
Dando testimonio
La noche después de recibir tan grande bendición, asistí a la reunión adventista. Cuando a los seguidores de Cristo les llegó la vez de hablar en su favor, no pude permanecer en silencio, sino que me levanté para referir mi experiencia. Ni un solo pensamiento acudió a mi mente acerca de lo que debía decir; pero el sencillo relato del amor de Jesús hacia mí fluyó libremente de mis labios, y sintióse mi corazón tan dichoso de verse libre de sus ataduras de tenebrosa desesperación, que perdí de vista a las personas que me rodeaban y parecióme estar sola con Dios. No encontré dificultad alguna en expresar mis sentimientos de paz y felicidad, sino por las lágrimas de gratitud que entrecortaban mis palabras.
El pastor Stockman estaba presente. Me había visto poco antes en profunda desesperación, y al ver ahora subvertida mi cautividad, lloraba de alegría conmigo y alababa a Dios por esta prueba de su misericordiosa ternura y cariñoso amor.
No mucho después de recibir tan señalada bendición, asistí a una reunión en la iglesia de que era pastor el Sr. Brown. Se me invitó a referir mi experiencia, y no sólo sentí gran facilidad de expresión, sino también dicha, al relatar mi sencilla historia del amor de Jesús y el gozo de verme aceptada por Dios. Según iba hablando con el corazón subyugado y los ojos arrasados en lágrimas, mi alma parecía impelida hacia el cielo en acción de gracias. El enternecedor poder de Dios descendió sobre los circunstantes. Muchos lloraban y otros alababan a Dios. Se invitó a los pecadores a que se levantaran a orar, y no pocos respondieron al llamamiento. Mi corazón estaba tan agradecido a Dios por la bendición que me había otorgado, que deseaba que otros compartieran este sagrado gozo. Mi ánimo se interesaba profundamente por quienes pudiesen creerse en desgracia del Señor y bajo la pesadumbre del pecado. Mientras refería mis experiencias, me parecía que nadie podría negar la evidente prueba del misericordioso amor de Dios, que tan maravillosa mudanza había efectuado en mí. La realidad de la verdadera conversión me parecía tan notoria, que procuré aprovechar toda oportunidad de ejercer mi influencia en mis amigas para guiarlas hacia la luz.
Trabajo en favor de mis jóvenes amigas
Celebré, pues, reuniones con esas amigas mías. Algunas tenían bastante más edad que yo, y unas cuantas estaban ya casadas. Las había vanidosas e irreflexivas, a quienes mis experiencias les parecían cuentos y no escuchaban mis exhortaciones. Pero me resolví a perseverar en el esfuerzo hasta tanto que aquellas queridas almas, por las que tan vivo interés tenía, se entregasen a Dios. Pasé noches enteras en fervorosa oración por las amigas a quienes había buscado y reunido con el objeto de trabajar y orar con ellas.
Algunas se juntaban con nosotras por curiosidad de oir lo que yo diría. Otras se extrañaban del empeño de mis esfuerzos, sobre todo cuando ellas mismas no mostraban interés por su propia salvación. Pero en todas nuestras pequeñas reuniones yo continuaba exhortando a cada una de mis amigas y orando separadamente por ellas hasta lograr que se entregasen a Jesús y reconociesen la valía de su misericordioso amor. Y todas se convirtieron a Dios.
Por las noches me veía en sueños trabajando por la salvación de las almas, y me acudían a la mente casos especiales de amigas a quienes iba a buscar después para orar juntas. Excepto una, todas ellas se entregaron al Señor. Algunos de nuestros hermanos más formales recelaban de que yo fuese demasiado celosa por la conversión de las almas; pero el tiempo se me figuraba tan corto, que convenía que cuantos tuviesen la esperanza de la inmortalidad bienaventurada y aguardaran la pronta venida de Cristo, trabajasen sin cesar en favor de quienes todavía estaban sumidos en el pecado al borde terrible de la ruina.
Aunque yo era muy joven, se me representaba tan claro a la mente el plan de salvación, y tan señaladas habían sido mis experiencias, que, considerando el asunto, comprendí que era mi deber continuar esforzándome por la salvación de las preciosas almas y orar y confesar a Cristo en toda ocasión. Había puesto todo mi ser al servicio de mi Maestro. Sucediera lo que sucediera, estaba determinada a complacer a Dios y vivir como quien espera la venida del Salvador para recompensar a sus fieles. Me consideraba como una niñita, al allegarme a Dios como a mi Padre y preguntarle qué quería que hiciese. Una vez consciente de mi deber, mi mayor felicidad era cumplirlo. A veces me asaltaban pruebas especiales, pues algunas personas, más experimentadas que yo, trataban de detenerme y enfriar el ardor de mi fe; pero las sonrisas de Jesús que iluminaban mi vida y el amor de Dios en mi corazón, me alentaban a proseguir adelante.