Con temblorosa cautela nos acercábamos al tiempo en que se esperaba la aparición de nuestro Salvador. Todos los adventistas procurábamos fervorosamente purificar nuestra vida para estar dispuestos a ir a su encuentro cuando viniese. En diferentes parajes de la ciudad, se celebraban reuniones en casas particulares, con lisonjeros resultados. Los fieles recibían exhortaciones para que trabajasen en favor de sus parientes y amigos, y día tras día se multiplicaban las conversiones.
Las reuniones de la sala Beethoven
A pesar de la oposición de los predicadores y miembros de las otras iglesias cristianas, la sala Beethoven de la ciudad de Portland se llenaba de bote en bote todas las noches y especialmente los domingos era extraordinaria la concurrencia. Personas de toda condición social asistían a estas reuniones. Ricos y pobres, encumbrados y humildes, clérigos y seglares, todos, por uno u otro motivo, estaban deseosos de escuchar la doctrina del segundo advenimiento. Quienes no podían entrar en la sala por estar ésta demasiado llena, se marchaban lamentándolo.
El programa de las reuniones era muy sencillo. Se pronunciaba un corto discurso sobre determinado tema, y después se otorgaba completa libertad para la exhortación general. No obstante lo numeroso de la concurrencia, reinaba generalmente el más perfecto orden. porque el Señor detenía el espíritu de hostilidad mientras que sus siervos explicaban las razones de su fe. A veces el que exhortaba era débil, pero el Espíritu de Dios fortalecía poderosamente su verdad. Se notaba en la asamblea la presencia de los santos ángeles, y muchos convertidos se añadían diariamente a la pequeña grey de fieles.
En cierta ocasión, mientras que predicaba el Sr. Stockman, el Sr. Brown, el pastor bautista ya nombrado, estaba sentado en el púlpito y escuchaba el sermón con intenso interés. Se conmovió profundamente, y de repente su rostro palideció como el de un muerto, se tambaleó en su silla, y el pastor Stockman le recibió en sus brazos cuando estaba cayendo al suelo. Luego le acostó sobre el sofá que había en la parte trasera del púlpito, donde quedó sin fuerzas hasta terminado el discurso.
Se levantó entonces, con el rostro todavía pálido, pero resplandeciente con la luz del Sol de justicia, y dió un testimonio muy impresionante. Parecía recibir unción santa de lo alto. De costumbre, hablaba lentamente y con fervor, pero de un modo enteramente desprovisto de excitación. En esta ocasión, sus palabras solemnes y mesuradas, vibraban con un nuevo poder.
Relató él su experiencia con tanta sencillez y candor, que muchos de los que antes sintieran prejuicios fueron movidos a llorar. En sus palabras se sentía la influencia del Espíritu Santo, y se la veía en su semblante. Con santa exaltación, declaró osadamente que había tomado la palabra de Dios como consejera suya; que sus dudas se habían disipado y su fe había quedado confirmada. Con fervor invitó a sus hermanos del ministerio, a los miembros de la iglesia, a los pecadores y a los incrédulos, a que examinasen la Biblia por sí mismos y no dejasen que nadie los apartase del propósito de averiguar la verdad.
Cuando dejó de hablar, todos los que deseaban que el pueblo de Dios orase en su favor, fueron invitados a ponerse de pie. Centenares de personas respondieron al llamamiento. El Espíritu de Dios reposó sobre la asamblea. El cielo y la tierra parecieron acercarse, La reunión duró hasta hora avanzada de la noche, y se sintió el poder de Dios sobre jóvenes, adultos y ancianos.
El pastor Brown no se separó ni entonces ni más tarde de su iglesia bautista, pero sus correligionarios le tuvieron siempre gran respeto.
Gozosa expectación
Mientras que regresábamos a casa por diversos caminos, podía oirse, proviniendo de cierta dirección, una voz que alababa a Dios, y como si fuese en respuesta, se oían luego otras voces que desde diferentes puntos clamaban: "¡Gloria a Dios, reina el Señor!" Los hombres se retiraban a sus casas con alabanzas en los labios, y los alegres gritos repercutían por la tranquila atmósfera de la noche. Nadie que haya asistido a estas reuniones podrá olvidar jamás aquellas escenas tan interesantes.
Quienes amen sinceramente a Jesús pueden comprender la emoción de los que entonces esperaban con intensísimo anhelo la venida de su Salvador. Estaba cerca el día en que se le aguardaba. Poco faltaba para que llegase el momento en que esperábamos ir a su encuentro. Con solemne calma nos aproximábamos a la hora señalada. Los verdaderos creyentes permanecían en apacible comunión con Dios, arras de la paz que esperaban disfrutar en la hermosa vida venidera. Nadie de cuantos experimentaron esta esperanzada confianza podrá olvidar jamás aquellas dulces horas de espera.
Durante algunas semanas, abandonaron la mayor parte de los fieles los negocios mundanales. Todos examinábamos con sumo cuidado los pensamientos de nuestra mente, y las emociones de nuestro corazón, como si estuviésemos en el lecho de muerte, prontos a cerrar para siempre los ojos a las escenas de la tierra. No confeccionábamos mantos de ascención para el gran acontecimiento; sentíamos la necesidad de la evidencia interna de que estuviésemos preparados para ir al encuentro de Cristo, y nuestros blancos mantos eran la pureza del alma, un carácter limpiado de pecado por la expiadora sangre de Cristo.
Días de perplejidad
Pero pasó el tiempo de la expectación. Esta fué la primera prueba severa que hubieron de sufrir quienes creían y esperaban que Jesús vendría en las nubes de los cielos. Grande fué la desilusión del expectante pueblo de Dios. Los burladores triunfaban, y se llevaron a sus filas a los débiles y cobardes. Algunos que habían denotado en apariencia tener verdadera fe, demostraron entonces que tan sólo los había movido el temor, y una vez pasado el peligro, recobraron la perdida osadía y se unieron con los burladores, diciendo que nunca se habían dejado engañar de veras por las doctrinas de Miller, a quien calificaban de loco fanático. Otros, de carácter acomodaticio o vacilante, abandonaron la causa sin decir palabra.
Los demás quedamos perplejos y chasqueados, pero no por ello renunciamos a nuestra fe. Muchos se aferraron a la esperanza de que Jesús no diferiría por largo tiempo su venida, pues la palabra del Señor era segura y no podía fallar. Nosotros nos sentíamos satisfechos de haber cumplido con nuestro deber viviendo según nuestra preciosa fe. Estábamos chasqueados, pero no desalentados. Las señales de los tiempos denotaban la cercanía del fin de todas las cosas, y por lo tanto, debíamos velar y mantenernos dispuestos a toda hora para la venida del Maestro. Debíamos esperar confiadamente, sin prescindir de congregarnos para la mutua instrucción, aliento y consuelo, a fin de que nuestra luz brillase en las tinieblas de este tan necesitado mundo.
Un error de cálculo
Nuestro cómputo del tiempo profético era tan claro y sencillo, que hasta los niños podían comprenderlo. A contar desde la fecha del edicto del rey de Persia, registrado en (Esdras 7), y promulgado el año 457 ant. de J. C., se suponía que los 2.300 años de (Daniel 8:14) habían de terminar en 1843. Por lo tanto, esperábamos para el fin de dicho año la venida del Señor. Nos sentimos tristemente chasqueados al ver que había transcurrido todo el año sin que hubiese venido el Salvador.
En un principio, no nos dimos cuenta de que para que el período de los 2.300 años terminase a fines de 1843, era preciso que el decreto se hubiese publicado a principios del año 457 ant. de J. C.; pero como averiguamos que el decreto se promulgó a fines de dicho año 457 ant. de J. C., el período profético había de concluir a fines de 1844. Por lo tanto, aunque la visión del tiempo parecía tardar, no era así. Confiábamos en la palabra de profecía, que dice: "Aunque la visión tardará aún por tiempo, mas al fin hablará, y no mentirá: aunque se tardare, espéralo, que sin duda vendrá; no tardará." Habacuc 2:3.
Dios puso a dura prueba a su pueblo al exceder del plazo en 1843. El error cometido al calcular los períodos proféticos no lo advirtió nadie de pronto, ni aun los eruditos contrarios a la opinión de los que esperaban la venida de Cristo. Los doctos declaraban que el Sr. Miller había computado bien el tiempo, aunque le combatían en cuanto al suceso que había de coronar aquel período. Pero tanto los doctos como el expectante pueblo de Dios se equivocaban igualmente en la cuestión del tiempo.
Quienes habían quedado chasqueados no estuvieron mucho tiempo en ignorancia, porque acompañando con la oración el estudio investigador de los períodos proféticos, descubrieron el error, y pudieron seguir hasta el fin del tiempo de tardanza el curso del lápiz profético. En la gozosa expectación que los fieles sentían por la pronta venida de Cristo, no se tuvo en cuenta esa aparente demora, y ella fué una triste e inesperada sorpresa. Sin embargo, era necesaria esta prueba para alentar y fortalecer a los sinceros creyentes en la verdad.
Esperanza renovada
Entonces se concentraron nuestras esperanzas en la creencia de que el Señor aparecería en 1844. Aquella era también la época a propósito para proclamar el mensaje del segundo ángel que, volando por en medio del cielo, clamaba: "Ha caído, ha caído Babilonia, aquella grande ciudad." Apocalipsis 14:8. Los siervos de Dios proclamaron por vez primera este mensaje en el verano de 1844, y en consecuencia fueron muchos los que abandonaron las decadentes iglesias. En relación con este mensaje, se dió el "clamor de media noche," que decía: "He aquí, el esposo viene; salid a recibirle." En todos los puntos del país se recibió luz acerca de este mensaje, y millares de personas despertaron al oirlo. Resonó de ciudad en ciudad y de aldea en aldea, hasta las más lejanas comarcas rurales. Conmovió lo mismo al docto que al ignorante, al conspicuo que al humilde.
Aquel fué el año más feliz de mi vida. Mi corazón estaba henchido de gozosa esperanza, aunque sentía mucha conmiseración e inquietud por los desalentados que no esperaban en Jesús. Los que creíamos, solíamos reunirnos en fervorosa oración para obtener una genuina experiencia y la incontrovertible prueba de que Dios nos había aceptado.
Prueba de fe
Necesitábamos mucha paciencia, porque abundaban los burladores. Frecuentemente se nos dirigían pullas respecto de nuestro desengaño. Las iglesias ortodoxas se valían de todos los medios para impedir que se propagase la creencia en la pronta venida de Cristo. Se les negaba la libertad en las reuniones a quienes se atrevían a mencionar una esperanza en la venida de Cristo. Algunos de los que decían amar a Jesús rechazaban burlonamente la noticia de que pronto los visitaría Aquel acerca de quien ellos aseveraban que era su mejor Amigo. Se excitaban y enfurecían contra quienes proclamaban las nuevas de su venida y se regocijaban de poder contemplarle pronto en su gloria.
Tiempo de preparación
Cada momento me parecía de extrema importancia. Comprendía que estábamos trabajando para la eternidad y que los descuidados e indiferentes corrían gravísimo peligro. Mi fe era clara y me apropiaba las preciosas promesas de Jesús, que había dicho a sus discípulos: "Pedid, y se os dará." Creía yo firmemente que cuanto pidiera en armonía con la voluntad de Dios se me concedería sin duda alguna, y así me postraba humildemente a los pies de Jesús con mi corazón armonizado con su voluntad.
A menudo visitaba diversas familias, y oraba fervorosamente con aquellos que se sentían oprimidos por temores y desaliento. Mi fe era tan fuerte que ni por un instante dudaba de que Dios iba a contestar mis oraciones. Sin una sola excepción, la bendición y paz de Jesús descendían sobre nosotros en respuesta a nuestras humildes peticiones, y la luz y esperanza alegraban el corazón de quienes antes desesperaban.
Confesando humildemente nuestros pecados, después de examinar con todo escrúpulo nuestro corazón, y orando sin cesar, llegamos al tiempo de la expectación. Cada mañana era nuestra primera tarea asegurarnos de que andábamos rectamente a los ojos de Dios, pues teníamos por cierto que de no adelantar en santidad de vida, sin remedio retrocederíamos. Aumentaba el interés de unos por otros, y orábamos mucho en compañía y cada uno por los demás. Nos reuníamos en los huertos y arboledas para comunicarnos con Dios y ofrecerle nuestras peticiones, pues nos sentíamos más plenamente en su presencia al vernos rodeados de sus obras naturales. El gozo de la salvación nos era más necesario que el alimento corporal. Si alguna nube obscurecía nuestra mente, no descansábamos ni dormíamos hasta disiparla con el convencimiento de que el Señor nos había aceptado.
Pasa el tiempo fijado
El expectante pueblo de Dios se acercaba a la hora en que ansiosamente esperaba que su gozo quedase completo en el advenimiento del Salvador. Pero tampoco esta vez vino Jesús cuando se le esperaba. Amarguísimo desengaño sobrecogió a la pequeña grey que había tenido una fe tan firme y esperanzas tan altas; pero, no obstante, nos sorprendimos de sentirnos libres en el Señor y poderosamente sostenidos por su gracia y fortaleza.
Se repitió, sin embargo, en grado aun más extenso, la experiencia del año anterior. Gran número de personas renunció a su fe. Algunos de los que habían abrigado mucha confianza, se sintieron tan hondamente heridos en su orgullo, que deseaban huir del mundo. Como Jonás, se quejaban de Dios, y preferían la muerte a la vida. Los que habían fundado su fe en las pruebas ajenas, y no en la palabra de Dios, estaban otra vez igualmente dispuestos a cambiar de opinión. Esta segunda gran prueba reveló una masa de inútiles despojos que habían sido atraídos al seno de la fuerte corriente de la fe adventista, y arrastrados por un tiempo juntamente con quienes creían de veras y obraban fervorosamente.
Quedamos de nuevo chasqueados, pero no descorazonados. Resolvimos evitar toda murmuración en la probatoria experiencia con que el Señor eliminaba de nosotros las escorias y nos afinaba como oro en crisol; someternos pacientemente al proceso de purificación que Dios consideraba necesario para nosotros; y aguardar con paciente esperanza que el Señor viniese a redimir a sus probados fieles.
Estábamos firmes en la creencia de que la predicación del tiempo señalado era de Dios. Fué esto lo que movió a muchos a escudriñar diligentemente la Biblia, con lo cual descubrieron en ella verdades no advertidas por ellos hasta entonces. Jonás fué enviado por Dios a proclamar en las calles de Nínive que a los cuarenta días la ciudad sería destruída; pero Dios aceptó la humillación de los ninivitas y extendió su plazo de probación. Sin embargo, el mensaje que dió Jonás había sido enviado por Dios, y Nínive fué probada conforme a su voluntad. El mundo calificó de ilusión nuestra esperanza y de fracaso nuestro desengaño; pero si bien nos habíamos equivocado en cuanto al acontecimiento, no había tal fracaso en la veracidad de la visión que parecía tardar en realizarse.
Quienes habían esperado el advenimiento del Señor no quedaron sin consuelo. Habían obtenido valiosos conocimientos de la investigación de la Palabra. Comprendían más claramente el plan de salvación, y cada día iban descubriendo en las sagradas páginas nuevas bellezas, de modo que ninguna palabra estaba de más, pues un pasaje daba explicación de otro y una maravillosa armonía los concertaba todos.
Nuestra desilusión no fué tan grande como la de los primeros discípulos. Cuando el Hijo del hombre entró triunfalmente en Jerusalén, ellos esperaban que fuese coronado rey. La gente acudió de toda la comarca circunvecina, y clamaba: "¡Hosanna al Hijo de David!" Mateo 21:9. Y cuando los sacerdotes y ancianos rogaron a Jesús que hiciese callar la multitud, él declaró que si ésta callase, las piedras mismas clamarían, pues la profecía se había de cumplir. Sin embargo, a los pocos días, estos mismos discípulos vieron a su amado Maestro, acerca de quien ellos creían que iba a reinar sobre el trono de David, pendiente de la cruenta cruz por encima de los fariseos que le escarnecían y denostaban. Sus elevadas esperanzas quedaron chasqueadas, y los envolvieron las tinieblas de la muerte. Sin embargo, Cristo fué fiel a sus promesas. Dulce fué el consuelo que dió a los suyos, rica la recompensa de los veraces y fieles.
El Sr. Guillermo Miller y los que con él iban, supusieron que la purificación del santuario de que habla (Daniel 8:14), significaba la purificación de la tierra por el fuego antes de quedar dispuesta para morada de los santos. Esto había de suceder cuando viniese Cristo por segunda vez; y por lo tanto, esperábamos este acontecimiento al fin de los 2.300 días o años. Pero el desengaño nos movió a escudriñar cuidadosamente las Escrituras, con oración y seria reflexión, y tras un período de incertidumbre, penetró la luz en nuestra obscuridad y quedaron disipadas todas las dudas.
Quedó evidente para nosotros que la profecía de (Daniel 8:14), en vez de significar la purificación de la tierra, se refería al término de la obra de nuestro sumo Sacerdote en el cielo, o sea el fin de la expiación, y la preparación de las gentes para el día de su venida.
Así como los discípulos se equivocaron en cuanto al reino que debía establecerse al fin de los setenta semanas, así también los adventistas se equivocaron en cuanto al acontecimiento que debía verificarse al fin de los 2.300 días. En ambos casos la circunstancia de haber aceptado errores populares, o mejor dicho la adhesión a ellos fué lo que cerró el espíritu a la verdad. Ambas escuelas cumplieron la voluntad de Dios, proclamando el mensaje que él deseaba fuese proclamado, y ambas, debido a su mala comprensión del mensaje, sufrieron desengaños.
Sin embargo Dios cumplió su propósito misericordioso permitiendo que el juicio fuese proclamado precisamente como lo fué. El gran día estaba inminente, y en la providencia de Dios el pueblo fué puesto a prueba tocante a la cuestión de un tiempo fijo a fin de que fuese revelado lo que había en sus corazones. El mensaje tenía por objeto probar y purificar la iglesia. Los hombres debían ser inducidos a ver si sus afecciones pendían de las cosas de este mundo o de Cristo y del cielo. Ellos profesaban amar al Salvador; debían pues probar su amor. ¿Estarían listos para renunciar a sus esperanzas y ambiciones mundanas y para saludar con gozo el advenimiento de su Señor? El mensaje tenía por objeto hacerles ver su verdadero estado espiritual; fué enviado misericordiosamente para despertarlos.