Testimonios Selectos Tomo 1

Capítulo 8

Llamada a viajar

En mi segunda visión, unos ocho días después de la primera, el Señor me mostró las pruebas que yo iba a tener que sufrir, y me dijo que debía ir y relatar todo cuanto él me había revelado. Se me mostró que mis trabajos tropezarían con recia hostilidad, que la angustia me desgarraría el corazón; pero que, sin embargo, la gracia de Dios bastaría para sostenerme en todo ello.

Al salir de esta visión, me sentí sumamente conturbada, porque en ella se me señalaba mi deber de ir entre la gente y presentar la verdad. Estaba yo tan delicada de salud que siempre me aquejaban sufrimientos corporales, y según las apariencias no prometía vivir mucho tiempo. Contaba a la sazón diecisiete años, era menudita y endeble, sin trato social y naturalmente tan tímida y apocada que me era muy penoso encontrarme entre personas desconocidas.

Durante algunos días, y más aún por la noche, rogué a Dios que me quitase de encima aquella carga y la transfiriese a alguien más capaz de sobrellevarla. Pero no se alteró en mí la conciencia del deber, y continuamente resonaban en mi oído las palabras del ángel: "Comunica a los demás lo que te he revelado."

Hasta entonces, cuando el Espíritu de Dios me había inspirado el cumplimiento de un deber, me había sobrepuesto a mí misma, olvidando todo temor y timidez al pensar en el amor de Jesús y en la admirable obra que por mí había hecho.

Pero me parecía imposible llevar a cabo la labor que a la sazón se me encargaba, pues temía fracasar de seguro en cuanto la intentase. Las pruebas que la acompañaban me parecían superiores a mis fuerzas. ¿Cómo podría yo, tan jovencita, ir de un sitio a otro para declarar a la gente las santas verdades de Dios? Tan sólo de pensarlo me estremecía de terror. Mi hermano Roberto, que tenía solamente dos años más que yo, no podía acompañarme, pues era de salud delicada, y su timidez era mayor que la mía; y nada podría haberle inducido a dar un paso tal. Mi padre tenía que sostener a su familia y no podía abandonar sus negocios; pero él me aseguró repetidas veces que si Dios me llamaba a trabajar en otros puntos, no dejaría de abrir el camino delante de mí. Pero estas palabras de aliento daban poco consuelo a mi abatido corazón; y mi senda se me aparecía cercada de dificultades que no podía vencer.

Deseaba la muerte para librarme de la responsabilidad que sobre mí se amontonaba. Por fin perdí la dulce paz que durante tanto tiempo había disfrutado y nuevamente se apoderó de mi alma la desesperación.

Aliento recibido de los hermanos

El grupo de fieles de Portland ignoraba las torturas mentales que me habían puesto en tal estado de desaliento; pero no obstante, echaban de ver que por uno u otro motivo tenía deprimido el ánimo, y, al considerar la misericordiosa manera en que el Señor se me había manifestado, opinaban que dicho desaliento era pecaminoso de mi parte. Se celebraron reuniones en casa de mi padre; pero era tanta la angustia de mi ánimo que durante algún tiempo no pude asistir a ellas. La carga se me iba haciendo cada día más pesada, hasta que la agonía de mi espíritu pareció exceder a lo que yo podía soportar.

Por fin me indujeron a asistir a una de las reuniones que se celebraban en mi propia casa, y los miembros de la iglesia tomaron cuanto me sucedía por tema especial de sus oraciones. El Hno. Pearson, quien en mi primera experiencia había negado que el poder de Dios obrase en mí, oró fervorosamente ahora por mí y me aconsejó que sometiese mi voluntad a la del Señor. Con paternal solicitud procuró animarme y consolarme, y me invitó a creer que el Amigo de los pecadores no me había desamparado.

Me sentía yo demasiado débil y desalentada para intentar esfuerzo alguno por mí misma, pero mi corazón se unía a los ruegos de mis hermanos. Ya no me inquietaba la hostilidad del mundo y estaba deseosa de hacer cualquier sacrificio con tal de recobrar el favor de Dios.

Mientras se oraba por mí, para que el Señor me diese fortaleza y valentía para difundir el mensaje, disipóse la espesa obscuridad que me había rodeado y me iluminó repentina luz. Una especie de bola de fuego me dió en el pecho, sobre el corazón, y caí desfallecida al suelo. Me pareció entonces hallarme en presencia de los ángeles, y uno de estos santos seres repetía las palabras: "Comunica a los demás lo que te he revelado."

El Hno. Pearson, que no podía arrodillarse porque padecía de reumatismo, presenció este suceso. Cuando recobré el sentido, levantóse el Hno. Pearson de su silla y dijo: "He visto algo como jamás esperaba ver. Una bola de fuego descendió del cielo e hirió a la Hna. Elena Harmon en medio del corazón. ¡Lo he visto! ¡Lo he visto! Nunca podré olvidarlo. Esto ha transmutado todo mi ser. Hna. Elena, tenga ánimo en el Señor. Desde esta noche yo no volveré a dudar. Nosotros le ayudaremos en adelante sin desanimarla jamás."

Temor de engreimiento

Me oprimía el gran temor de que si respondía al llamamiento del deber y me declaraba favorecida por el Altísimo con visiones y revelaciones para comunicarlas a las gentes, era posible que cayese en pecaminoso engreimiento, y quisiese elevarme a un puesto más alto del que me correspondía, con lo cual me acarrearía el disgusto de Dios y la pérdida de mi alma. Conocía algunos casos por el estilo y mi corazón rehuía la tremenda prueba.

Por lo tanto, rogué al Señor que si había de ir a relatar lo que él me había mostrado, preciso era resguardarme de indebida exaltación. El ángel dijo: "Tus oraciones han sido oídas y tendrán respuesta. Si te amenazare el mal que temes, extenderá Dios su mano para salvarte. Por medio de la aflicción, te atraerá a sí y conservará tu humildad. Comunica fielmente el mensaje. Persevera hasta el fin y comerás del fruto del árbol de la vida y beberás del agua de vida."

Al recobrar la conciencia de las cosas de este mundo, me entregué al Señor dispuesta a cumplir sus mandatos, fuesen lo que fuesen.

Entre los creyentes del Maine

No pasó mucho tiempo sin que el Señor me abriese camino para ir con mi cuñado a ver a mis hermanas que estaban en Poland, punto distante cincuenta kilómetros de mi casa, y allí tuve ocasión de dar testimonio. Hacía tres meses que estaba muy delicada de la garganta y los pulmones de modo que apenas podía hablar y eso en voz baja y ronca. Pero en aquella oportunidad, me levanté en la reunión y comencé a hablar murmullosamente. A los cinco minutos, desapareció el dolor y obstrucción de garganta; mi voz resonó clara y firme, y hablé con completa facilidad y soltura durante cerca de dos horas. Terminada la proclamación del mensaje, volví a quedar afónica hasta que al presentarme de nuevo ante el público, se repitió tan singular recuperación. Me afirmaba constantemente en la seguridad de que cumplía la voluntad de Dios y veía que señalados resultados correspondían a mis esfuerzos.

Providencialmente se me abrió camino para ir a la parte oriental del Maine. El Hno. Guillermo Jordan marchaba por asuntos de negocio a Orrington en compañía de su hermana, y me instaron a que fuera con ellos. Como quiera que yo había prometido al Señor andar por la senda que ante mí abriese, no me atreví a rehusar la invitación. El Espíritu de Dios acompañó al mensaje que dí en Orrington; se alegraron los corazones en la verdad y los desanimados recibieron aliento y estímulo para renovar su fe.

En Orrington encontré al pastor Jaime White. El conocía ya a mis amigos y se ocupaba en trabajar por la salvación de las almas.

También visité Garland, donde gran número de personas se reunió de diferentes puntos para oír mi mensaje.

Poco después, fuí a Exeter, pueblito no lejano de Garland. Allí sentí una pesada carga, de la cual no pude obtener alivio hasta tanto que relatase lo que me había sido revelado acerca de algunos fanáticos circunstantes. Declaré que estas personas se engañaban al creer que las animaba el Espíritu de Dios. Mi testimonio les fué muy desagradable, a ellas y a los que simpatizaban con ellas.

Poco después, regresé a Portland, habiendo dado el testimonio recibido de Dios, y experimentando su aprobación en todos mis pasos.

Una respuesta a la oración

En la primavera de 1845, estuve de visita en Topsham (Maine). En cierta ocasión, varios de nosotros nos hallábamos reunidos en casa del Hno. Stockbrige Howland, cuya hija mayor, la Srta. Francisca Howland, muy querida amiga mía, estaba enferma de fiebre reumática y recibía los cuidados del médico. Tenía las manos tan hinchadas, que no se le distinguían las conyunturas. Mientras que, sentados juntos, hablábamos del caso, le preguntamos al Hno. Howland si tenía fe en que su hija pudiera sanar en respuesta a la oración. Respondió que procuraría creer que sí, y muy luego declaró que lo creía posible.

Todos nos arrodillamos en ferviente oración a Dios en favor de la enferma. Nos acogimos a la promesa: "Pedid, y recibiréis." Juan 16:24. La bendición de Dios apoyaba nuestras oraciones y teníamos la seguridad de que Dios quería sanar a la paciente. Uno de los hermanos allí presentes exclamó:

¿Hay aquí alguna hermana que tenga bastante fe para tomar a la enferma de la mano y decirle que se levante en el nombre del Señor?

La Hna. Francisca yacía en el dormitorio de arriba, y antes de que el hermano cesara de hablar, la Hna. Curtis se encaminó hacia las escaleras. Poseída del Espíritu de Dios, entró en la alcoba, y tomando de la mano a la inválida, le dijo: "Hna. Francisca, en el nombre del Señor, levántate y sé sana." Nueva vida circuló por las venas de la joven enferma, poseyóla una santa fe, y obediente a su impulso, levantóse de la cama, se mantuvo sobre sus pies y echó a andar por la pieza alabando a Dios por su restablecimiento. Vistióse en seguida y, con el semblante iluminado de indecible gozo y gratitud, bajó a la sala en donde estábamos reunidos.

A la mañana siguiente, desayunó con nosotros. Poco después, mientras el pastor White leía el quinto capítulo de Santiago para el culto de familia, entró el médico, y como de costumbre se encaminó escalera arriba a visitar su paciente. No hallándola allí, bajó presuroso y, con la alarma pintada en su semblante, abrió la puerta de la espaciosa cocina donde todos estábamos sentados en compañía de la Hna. Francisca. La miró asombrado y por último exclamó: "¡Así que Francisca está mejor!"

El Hno. Howland respondió:

El Señor la ha sanado.

El Hno. White reanudó la lectura del capítulo en el punto interrumpido por la llegada del médico, y era el pasaje que dice: "¿Está alguno enfermo entre vosotros? llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él." Santiago 5:14. El médico escuchó con extraña expresión de admiración e incredulidad entremezcladas, meneó la cabeza y salióse apresuradamente del aposento.

Aquel mismo día, la Hna. Francisca anduvo unos cinco kilómetros en coche. Aunque regresó cuando ya anochecía, y a pesar de que llovía, no sintió daño alguno y su salud continuó mejorando rápidamente. A los pocos días, pidió el bautismo y fué sumergida en el agua. A despecho de que el tiempo era crudo y el agua estaba muy fría, no sufrió en modo alguno. Por el contrario, desde entonces quedó libre de la enfermedad y disfrutó de salud normal.