El 26 de agosto de 1847, nació en Gorham (Maine) nuestro hijo primogénito Enrique Nicolás White. En el mes de octubre, el Hno. y la Hna. Howland, de Topsham, nos ofrecieron amablemente una parte de su casa que nosotros aceptamos gozosos, y nos instalamos con muebles prestados. Eramos pobres y preveíamos tiempos difíciles. Habíamos resuelto no depender de manos ajenas sino valernos por nosotros mismos, y tener algo con que ayudar al prójimo. Sin embargo, no prosperamos. Mi marido trabajaba penosamente en acarrear piedra para la vía férrea, pero no pudo obtener lo que se le debía por su labor. Los Hnos. Howland compartían generosamente con nosotros cuanto les era posible; pero también ellos pasaban penurias. Creían plenamente en el primer mensaje y en el segundo, y liberalmente contribuyeron con su hacienda al adelanto de la obra hasta verse precisados a vivir de su trabajo diario.
Mi esposo dejó de acarrear piedra y con su hacha se fué al bosque para cortar leña. Fatigosamente trabajaba desde el alba al obscurecer, ganando con ello unos cincuenta centavos diarios. No obstante, nos esforzamos en mantenernos de buen ánimo y en confiar en el Señor. Yo no murmuré. Por la mañana, daba gracias a Dios de que nos hubiese conservado la vida durante otra noche, y por la noche le agradecía que nos hubiese guardado durante otro día.
Un día en que no teníamos nada para comer, mi esposo se fué a pedirle al que le ocupaba, dinero o subsistencias. El día era tormentoso y hubo de andar tres millas (cinco kilómetros) de ida y otras tantas de vuelta bajo la lluvia. Vino a casa cargado con un saco de provisiones dividido en diferentes compartimientos, y así cruzó por el pueblo de Brunswick donde a menudo había dado conferencias. Al verle entrar en casa, muy fatigado, sentí desfallecer el corazón. Mi primera idea fué que Dios nos había desamparado. Le dije a mi esposo: "¿A esto hemos llegado? ¿Nos ha dejado el Señor?" No pude contener las lágrimas, y lloré amargamente largo rato hasta desmayarme. Oraron por mí. Pronto noté la placentera influencia del Espíritu de Dios y deploré haber cedido al desaliento. Nosotros deseamos seguir e imitar a Cristo, pero a veces desfallecemos bajo el peso de las pruebas y nos distanciamos de él. Los sufrimientos y las pruebas nos acercan a Jesús. El crisol consume las escorias y abrillanta el oro.
Por entonces se me mostró que el Señor nos había estado probando para nuestro bien, a fin de prepararnos para trabajar en favor del prójimo; que él había perturbado nuestra tranquilidad para que no nos asentáramos con desahogo en nuestro hogar. Nuestra labor había de emplearse en bien de las almas, y si hubiésemos prosperado, nos hubiera parecido tan agradable el hogar que no hubiéramos querido abandonarlo. Dios permitió las pruebas a fin de prepararnos para conflictos todavía más graves con que íbamos a tropezar en nuestros viajes. Pronto recibimos cartas de hermanos que vivían en diferentes estados y nos invitaban a visitarlos. Pero no teníamos recursos para salir del estado en que nos hallábamos. Contestamos que el camino no estaba abierto delante de nosotros. Me parecía imposible viajar con mi hijito, y además no queríamos depender de nadie, y cuidábamos de vivir según nuestros medios, resueltos a sufrir antes de contraer deudas.
Antes de mucho, nuestro pequeño Enrique cayó enfermo y empeoró tan rápidamente que nos alarmamos mucho. Yacía sin conocimiento; su respiración era agitada y penosa. Le dimos remedios, pero sin éxito. Llamamos entonces a una persona de experiencia en cuanto a enfermedades, y nos dijo que era dudoso que se restableciese. Habíamos orado por él, pero no había cambio. Habíamos hecho del niño una excusa para no viajar ni trabajar por el bien de otros, y temíamos que el Señor nos lo fuera a quitar. Una vez más acudimos al Señor para suplicarle que se compadeciese de nosotros y perdonase la vida al niño, comprometiéndonos solemnemente a salir confiados en Dios, para ir dondequiera que nos enviase.
Nuestras peticiones fueron hechas con fervor y en agonía mental. Por la fe nos acogimos a las promesas de Dios, y creímos que él oía nuestros clamores. La luz del cielo atravesó las nubes y resplandeció sobre nosotros. Nuestras oraciones recibieron misericordiosa respuesta. Desde aquella hora, el niño empezó a restablecerse.
Primera visita a Connecticut
Mientras estábamos en Topsham recibimos una carta del Hno. E. L. H. Chamberlain, de Middletown (Connecticut), en la que nos invitaba a asistir a una conferencia que iba a celebrarse en dicho estado en abril de 1848. Resolvimos ir si podíamos obtener los medios. Mi esposo ajustó cuentas con su patrón y resultó que acreditaba de éste diez dólares. Con cinco de ellos compré prendas de vestir, de que estábamos muy necesitados, y después remendé el gabán de mi esposo, añadiendo pedazos hasta en los parches ya puestos, a tal punto que era difícil reconocer cual había sido el primitivo paño de las mangas. Con los otros cinco dólares nos costeamos el viaje hasta Dorchester (Massachusetts).
Nuestro baúl contenía casi todo cuanto poseíamos en la tierra; pero en cambio gozábamos de placidez de ánimo y tranquilidad de conciencia, cosas que apreciábamos mucho más que las comodidades mundanas.
En Dorchester fuimos a visitar al Hno. Otis Nichols, y al despedirnos, la Hna. Nichols le dió a mi esposo cinco dólares con los que costeamos el viaje hasta Middletown (Connecticut). En Middletown éramos forasteros, pues nunca habíamos visto a ninguno de los hermanos de Connecticut. Sólo nos quedaban cincuenta centavos de nuestro dinero. Mi esposo no se atrevió a gastarlos en alquilar un carruaje, por lo que, dejando el baúl sobre un montón de tablones que había en un depósito de madera cercano, nos fuimos en busca de alguien de nuestra fe. Pronto encontramos al Hno. Chamberlain, quien nos llevó a su casa.
La conferencia de Rocky Hill
La conferencia de Rocky Hill se celebró en un espacioso aposento desamueblado de la casa del Hno. Alberto Belden. En una carta dirigida por mi esposo al Hno. Stockbridge Howland le decía lo siguiente acerca de la reunión.
"El 20 de abril, el Hno. Belden envió su coche de dos caballos a Middletown para recogernos a nosotros y a los demás hermanos de la población. Llegamos a este lugar cerca de las cuatro de la tarde, y al cabo de pocos minutos llegaron los Hnos. Bates y Gurney. Aquella tarde tuvimos una reunión de unas quince personas. El viernes, sin embargo, llegaron más hermanos, hasta alcanzar el número a cincuenta, pero no todos habían aceptado por completo la verdad. Fué muy interesante la reunión de aquel día. El Hno. Bates explicó claramente los mandamientos, cuya importancia quedó señaladamente impresa en el corazón de los presentes por medio de valiosos testimonios. La predicación tuvo por efecto confirmar en la verdad a quienes ya la profesaban, y estimular a quienes aun no se habían resuelto por completo.
Conferencia de Volney (Nueva York)
Dos años antes se me había mostrado que algún día visitaríamos el occidente del Estado de Nueva York. Y ahora, poco después de concluída la conferencia de Rocky Hill, recibimos la invitación para asistir a la reunión general que en el mes de agosto debía celebrarse en Volney (Nueva York). El Hno. Hiram Edson nos escribió diciéndonos que la mayoría de los hermanos eran pobres, y en consecuencia no podía prometer que hicieran mucho para sufragarnos la estancia, pero que harían cuanto estuviera en su mano. Carecíamos de recursos para el viaje y mi esposo andaba mal de salud: pero se le deparó ocasión de trabajar en la siega del heno, y aceptó este trabajo.
Pareció entonces que debíamos vivir por fe. Al levantarnos cada mañana, nos arrodillábamos junto a la cama, rogando a Dios que nos diera fuerzas para trabajar durante el día, y no podíamos quedar satisfechos sin la seguridad de que Dios había oído nuestras oraciones. Después se iba mi esposo a manejar la guadaña con las fuerzas que le daba Dios. Al volver a casa por la noche, rogábamos de nuevo a Dios que le diera fortaleza para obtener recursos con que difundir la verdad. En una carta escrita al Hno. Howland con fecha 2 de julio de 1848, decía lo siguiente acerca de esta experiencia:
"Hoy está lloviendo, y, por lo tanto, no corto heno, ni tampoco escribiría. Siego cinco días para los incrédulos y el domingo para los creyentes, y descanso el séptimo día, por lo que me queda muy poco tiempo para escribir. ... Dios me da fuerzas para trabajar con firmeza todo el día. Los Hnos. Holt, Juan Belden y yo hemos contratado cien acres de hierba para segar (unas cuarenta hectáreas) al precio de ochenta y siete centavos y medio el acre (unos cuatro mil metros cuadrados), quedando a nuestro cargo la manutención. ¡Alabado sea Dios! Espero reunir unos cuantos dólares para emplearlos en la causa del Señor."
De su trabajo en la corta de heno obtuvo mi esposo cuarenta dólares, con los que, después de comprar alguna ropa, había lo suficiente para ir a la parte occidental del estado de Nueva York y regresar.
Estaba yo quebrantada de salud y me era imposible viajar y cuidar a mi pequeñuelo Enrique que entonces tenía diez meses. Así que lo dejamos en Middletown confiado a la Hna. Clarisa Bonfoey. Dura prueba era para mí separarme de mi hijo; pero no consentimos que nuestro cariño hacia él nos apartara de la senda del deber. Jesús dió su vida para salvarnos. ¡Cuán pequeño es cualquier sacrificio que podamos hacer comparado con el suyo!
Nuestra primera reunión general en el occidente del estado de Nueva York, comenzó el 18 de agosto de 1848, en Volney, en la granja del Hno. David Arnold. Concurrieron unas treinta y cinco personas,--todos los amigos que pudieron reunirse en aquella parte del estado; pero de los treinta y cinco apenas había dos de la misma opinión, porque algunos sustentaban graves errores y cada cual defendía tenazmente su peculiar criterio diciendo que estaba de acuerdo con la Biblia.
Esta extraña diferencia de opinión me causó mucha pesadumbre, pues vi que se presentaban como verdades muchos errores. Me pareció que con ello quedaba Dios deshonrado. Apenóse grandemente mi ánimo y me desmayé bajo el pesar. Algunos me creyeron moribunda. Los Hnos. Bates, Chamberlain, Gurney, Edson y mi esposo oraron por mí. El Señor escuchó las oraciones de sus siervos y reviví.
Entonces me iluminó la luz del cielo y muy luego perdí de vista las cosas de la tierra. Mi ángel guiador me presentó algunos de los errores profesados por los concurrentes a la reunión, y también me presentó la verdad en contraste con sus errores. Los discordes criterios, que a ellos les parecían conformes con las Escrituras, eran tan sólo su opinión personal acerca de las enseñanzas bíblicas, y se me ordenó decirles que debían abandonar sus errores y unirse acerca de las verdades del mensaje del tercer ángel. Nuestra reunión terminó victoriosamente. Triunfó la verdad. Nuestros hermanos renunciaron a sus errores y se unieron en el mensaje del tercer ángel; y Dios los bendijo abundantemente y añadió muchos otros a su número.
De Volney pasamos a Port Gibson, distante veinte leguas, para estar allí, según compromiso anteriormente contraído, los días 27 y 28 de agosto. "En nuestro viaje--escribió mi esposo en una carta fechada el 26 de agosto y dirigida al Hno. Hastings,--nos detuvimos en casa del Hno. Snow en Hannibal. Hay allí ocho o diez preciosas almas. Los Hnos. Bates, Simmons y Edson con su esposa, se quedaron toda la noche con ellas. Por la mañana Elena fué arrebatada en visión, y mientras estaba en visión entraron todos los hermanos. Uno de ellos no estaba de acuerdo con nosotros acerca del sábado, pero era humilde y bueno. En su visión Elena se levantó, tomó la Biblia grande, la sostuvo ante el Señor, habló de ella, luego la llevó a ese humilde hermano, y se la puso en los brazos. El la tomó mientras le caían las lágrimas sobre el pecho. Luego, Elena vino y se sentó a mi lado. Estuvo en visión una hora y media, durante la cual no respiró en absoluto. Fueron momentos conmovedores. Todos lloraron mucho de gozo. Dejamos al Hno. Bates con aquellas personas, y vinimos acá con el Hno. Edson."