Nuevamente se me exigió la abnegación personal en bien de las almas. Hubimos de sacrificar la compañía de nuestro pequeñuelo Enrique, y salir a entregarnos incondicionalmente a la obra. Mi salud estaba quebrantada, y de llevarme al niño, hubiera tenido que emplear en su cuidado mucha parte de mi tiempo. Ello era una prueba muy dura, pero no me atreví a que mi hijo fuera una dificultad en el camino del deber. Yo creía que el Señor nos lo había conservado cuando estuvo muy enfermo y que, si yo consentía en que me impidiese cumplir con mi deber, Dios me lo quitaría. Sola ante el Señor, con el corazón contristado, y deshecha en lágrimas, hice el sacrificio, y entregué al cuidado ajeno a mi único hijo.
Dejamos a Enrique con la familia del Hno. Howland, en quien teníamos absoluta confianza. Gustosos aceptaron la carga a fin de que nosotros quedáramos en la mayor libertad posible para trabajar por la causa de Dios. Comprendíamos que la familia Howland podría cuidar de Enrique mucho mejor que si nosotros nos lo llevásemos en nuestros viajes. Sabíamos que le sería beneficioso permanecer en un hogar honrado y sujeto a firme disciplina, para que no sufriese menoscabo su apacible temperamento.
Me fué penoso separarme de mi hijo. Día y noche se me representaba la tristeza de su carita cuando le dejé; pero con la fortaleza del Señor logré apartar aquel recuerdo de mi mente y procuré beneficiar al prójimo.
Durante cinco años estuvo Enrique al entero cuidado de la familia del Hno. Howland. Cuidaron de él sin recompensa alguna, proveyéndole también de ropas, excepto las que yo le regalaba una vez al año, como Ana hizo con Samuel.
Curación de Gilberto Collins
Una mañana de febrero de 1849, mientras la familia del Hno. Howland estaba en oración, se me mostró que debíamos ir a Darmouth (Massachusetts). Poco después, mi esposo fué a la oficina de correos y trajo una carta del Hno. Felipe Collins, quien nos instaba a ir a Darmouth, porque su hijo estaba muy enfermo. Fuimos inmediatamente y encontramos que el muchacho, de trece años de edad, había estado nueve semanas con la tos convulsa y se había quedado como esqueleto. Los padres le creían atacado de tuberculosis y se desconsolaban muchísimo al pensar que pudiesen perder a su único hijo.
Nos unimos en oración por el muchacho, rogando fervorosamente al Señor que le conservase la vida. Creíamos que sanaría, aunque todas las apariencias eran de que no podría ponerse bueno. Mi marido lo levantó en brazos, y lo paseó por el aposen+o exclamando: "¡No morirás, sino que vivirás!" Creíamos que Dios sería glorificado por su curación.
Salimos de Darmouth y estuvimos ocho días ausentes. Al volver, vino a recibirnos el pequeño Gilberto, que había ganado cerca de dos kilos de peso. Encontramos a los padres muy regocijados en Dios por aquella manifestación del favor divino.
Curación de la Hna. Temple
Recibimos un requerimiento para visitar a la Hna. Hastings, de Nueva Ipswich (Nueva Hampshire). Dicha hermana estaba afligidísima, y luego de haber orado acerca del asunto, obtuvimos la prueba de que el Señor iría con nosotros. En el viaje, nos detuvimos en Dorchester, con la familia del Hno. Otis Nichol, quien nos informó de la aflicción de la Hna. Temple de Boston, la cual tenía en el brazo una llaga que le causaba viva ansiedad, pues se había extendido por el repliegue del codo, ocasionándole mucha angustia, sin que de nada valieran los remedios humanos a que había acudido. El último esfuerzo había hecho pasar la enfermedad a los pulmones, y la asaltaba el temor de que degenerase en tuberculosis, a menos que obtuviese inmediato remedio.
La Hna. Temple había encargado que se nos dijera que fuéramos a orar por ella. Fuimos temblorosos, pues en vano habíamos impetrado la seguridad de que Dios obraría en su beneficio. Entramos en el aposento de la enferma, confiando tan sólo en las patentes promesas de Dios. La Hna. Temple tenía el brazo en tal estado, que no pudimos tocárselo y hubimos de verter el aceite sobre él. Después nos unimos en oración y reivindicamos las promesas de Dios. Durante la oración, cesaron los dolores del brazo, y dejamos a la Hna. Temple muy alegre en el Señor. A nuestra vuelta, ocho días más tarde, la encontramos en buena salud y lavando de firme en la artesa.
La familia de Leonardo Hastings
Encontramos profundamente afligida a la familia del Hno. Leonardo Hastings, cuya esposa salió a recibirnos con lágrimas, exclamando: "El Señor os envía en un momento de grandísima necesidad." Tenía un pequeñuelo de ocho semanas que, cuando despierto, lloraba sin cesar; y esto extenuaba las fuerzas de la madre, pues, además, ella era de precaria salud.
Oramos fervientemente a Dios por la madre, siguiendo las instrucciones del apóstol Santiago y tuvimos la seguridad de que nuestras oraciones eran oídas. Jesús estaba en medio de nosotros para quebrantar el poder de Satanás y librar al cautivo. Pero también teníamos la seguridad de que la madre no recobraría muchas fuerzas hasta que cesaran los llantos de la criatura. Ungimos al niño con aceite y oramos por él, creyendo que el Señor concedería paz y sosiego a la madre y al niño. Así sucedió. Cesaron los llantos del niño y los dejamos a los dos en buena salud. La madre no sabía cómo expresar su agradecimiento.
Nuestro trato con aquella querida familia fué muy valioso. Nuestros corazones quedaron unidos y especialmente el de la Hna. Hastings con el mío como el de David con el de Jonatán. Nuestra unión no se perturbó en toda su vida.
Aguas vivas--Un sueño
Mi esposo asistió a ciertas reuniones en Nueva Hampshire y Maine. Durante su ausencia estaba yo muy conturbada por temor de que se contagiase del cólera, a la sazón prevaleciente. Pero una noche, soñé que mientras a nuestro alrededor morían muchos del cólera, mi marido propuso que fuéramos a dar un paseo. Durante el paseo, observé que él tenía los ojos inyectados de sangre, el rostro encendido y los labios pálidos. Le manifesté mis temores de que fuese fácil presa del cólera, y él me dijo: "Andemos un poco más, y te enseñaré un seguro remedio para el cólera."
Anduvimos algo más hasta llegar a un puente tendido sobre un río, y de pronto se arrojó mi esposo a las aguas y desapareció de mi vista. Quedé asustada; pero no tardó en resurgir con un vaso de centelleante agua en la mano. La bebió, diciendo: "Esta agua cura todas las enfermedades." Sumergióse de nuevo en el río y sacó otro vaso de límpida agua, que alzó repitiendo las mismas palabras.
Me entristecí porque no me había ofrecido de aquella agua, y él me dijo:
En el fondo de este río hay un manantial secreto que cura toda clase de enfermedades, y quien de sus aguas quiera beber ha de sumergirse en persona. Nadie puede obtenerla por mano ajena."
Según bebía mi esposo el vaso de agua, le miraba el semblante. Su complexión era natural y gallarda. Denotaba salud y vigor. Al despertarme, se habían disipado todos mis temores, y confié a mi esposo al cuidado de un Dios misericordioso, creyendo firmemente que me lo devolvería sano y salvo.
En la edificación de su obra, el Señor no presenta siempre todo de un modo claro para sus siervos. Algunas veces pone a prueba la confianza de su pueblo, haciéndole adelantar por la fe. A menudo lo pone en estrecheces, invitándole a adelantar cuando sus pies parecen estar tocando las aguas del mar Rojo. En tales ocasiones, cuando las oraciones de sus siervos ascienden a él en ferviente fe, es cuando abre el camino delante de ellos, y los saca a un lugar espacioso.
El Señor quiere que en estos tiempos sus hijos crean que él hará para ellos tan grandes cosas como hizo para los israelitas en su viaje de Egipto a Canaán. Hemos de tener una fe educada que no vacilará en seguir sus instrucciones en las experiencias más difíciles. "Id adelante," es la orden de Dios a su pueblo. Y la fe y alegre obediencia son necesarias para que se verifiquen los designios del Señor.