Testimonios Selectos Tomo 1

Capítulo 23

Visitando a los hermanos

Mientras estábamos en Oswego (Nueva York), a principios del año 1850, se nos invitó a ir a Camden (Nueva York), población situada a unos sesenta y cuatro kilómetros más al este. Antes de emprender el viaje, se me mostró la pequeña compañía de creyentes que allí había, y entre ellos vi a una mujer que aparentaba hipócritamente mucha piedad y engañaba al pueblo de Dios.

La asamblea de Camden

El sábado por la mañana se reunieron unos cuantos para el culto, pero la engañosa mujer no estaba presente. Le pregunté a una hermana si todos los creyentes estaban presentes y me respondió que sí. La mujer a quien yo había visto en visión vivía a casi siete kilómetros del lugar y la hermana no pensó en ella. Pero muy luego vino, e inmediatamente reconocí en ella a la mujer cuyo verdadero carácter me había mostrado el Señor.

Durante la asamblea, habló la mujer largo rato, diciendo que tenía perfecto amor y gozaba santidad de corazón, que no tenía pruebas ni tentaciones, sino que disfrutaba de perfecta paz y se sometía a la voluntad de Dios.

Al salir de la asamblea, volví a casa del Hno. Preston muy entristecida. Aquella noche soñé que un gabinete secreto lleno de inmundicia se abría ante mis ojos, y se me dijo que había de limpiarlo. A la luz de una lámpara quité la inmundicia, y les dije a quienes estaban conmigo que el gabinete había de llenarse con objetos más valiosos.

El domingo por la mañana nos reunimos con los hermanos, y mi esposo se levantó a predicar sobre la parábola de las diez vírgenes. No tenía facilidad de palabra y propuso que orásemos un rato. Nos inclinamos ante el Señor y nos pusimos a orar fervorosamente. Desvanecióse la negra nube y fuí arrebatada en visión, y otra vez se me mostró el caso de aquella mujer. La veía en completas tinieblas. Jesús miraba ceñudamente hacia ella y su esposo. Aquel temible ceño me hizo temblar. Vi que la mujer obraba hipócritamente, pues fingía santidad mientras que su corazón estaba del todo corrompido.

Al salir de la visión, relaté temblorosa, pero fielmente, lo que había visto. La mujer dijo sin turbarse: "Me alegro de que el Señor conoce mi corazón y sabe que le amo. Si Vds. pudieran escudriñar en mi corazón, verían que es puro y limpio."

Algunos de los presentes vacilaban en su ánimo. No sabían si creer lo que el Señor me había mostrado, o si dejar que las apariencias venciesen al testimonio que yo había dado.

Poco después de esto, la mujer se sintió sobrecogida de un miedo terrible. Llena de horror, empezó a confesar. Fué de casa en casa entre sus incrédulos vecinos confesando que el hombre con quien vivía desde muchos años hacía no era su marido, sino que había huido de Inglaterra abandonando a su verdadero esposo y a un hijo. Confesó muchas otras maldades. Su arrepentimiento parecía sincero y en varias ocasiones restituyó lo que había tomado injustamente.

Esta experiencia tuvo por efecto que nuestros hermanos de Camden y sus vecinos, creyeran firmemente que Dios me había revelado cuanto dije, y que por amor y misericordia se les había dado el mensaje para salvarlos de la decepción y de nocivo error.

En Vermont

En la primavera de 1850 resolvimos visitar Vermont y Maine. Dejé a mi pequeño Edson, a la sazón de nueve meses de edad, al cuidado de la Hna. Bonfoey, mientras seguíamos adelante para cumplir la voluntad de Dios. Trabajamos de firme, sufriendo muchas privaciones para lograr muy poco. Hallamos a los hermanos y hermanas en confusa dispersión. Casi todos estaban contaminados de algún error y todos se mostraban celosos por sus opiniones personales. A menudo sufríamos intensa angustia de ánimo al ver cuán pocos eran los dispuestos a escuchar la verdad bíblica, mientras que se encariñaban ardientemente con el error y el fanatismo. Hubimos de hacer un molesto viaje de sesenta y cinco kilómetros en diligencia hasta Sutton, lugar de nuestra cita.

Sobreponiendose al desaliento

La primera noche después de llegar al lugar de la reunión, el desaliento sobrecogió mi ánimo. Traté de vencerlo, pero me parecía imposible dominar mis pensamientos. Me apesadumbraba el recuerdo de mis pequeñuelos. Habíamos tenido que dejar en el estado de Maine a uno de dos años y ocho meses, y en Nueva York a otro de nueve meses. Acabábamos de efectuar con gran fatiga un molesto viaje, y pensaba en las madres que en sus tranquilos hogares disfrutaban de la compañía de sus hijos. Recordaba nuestra vida pasada y me acudían a la mente las frases de una hermana que algunos días antes me había dicho que debía ser muy agradable viajar por el país sin nada que me estorbase. Seguramente en esto debía ella complacerse. En ese momento preciso, mi corazón se sentía anhelante por mis hijos, especialmente por el pequeñuelo de Nueva York, y acababa de salir de mi dormitorio, donde había estado batallando con mis sentimientos, y, anegada en lágrimas, había buscado al Señor en demanda de fuerzas para acallar toda queja, de modo que alegremente pudiese negarme a mí misma por causa de Jesús.

En este estado de ánimo me quedé dormida, y soñé que un ángel se ponía a mi lado preguntándome por qué estaba triste. Le referí los pensamientos que me habían conturbado, y dije: "Yo hago tan poco bien, ¿por qué no podemos estar con nuestros pequeñuelos y disfrutar de su compañía?" El ángel respondió: "Has dado al Señor dos hermosas flores cuya fragancia le es tan grata como suave incienso, y más valiosa a sus ojos que el oro y la plata, porque es ofrenda del corazón. Como ningún otro sacrificio sería capaz, conmueve todas las fibras del corazón. No debes mirar las presentes apariencias, sino atender únicamente a tu deber, a la sola gloria de Dios, y según sus manifiestas providencias. De este modo el sendero se iluminará ante tus pasos. Toda abnegación, todo sacrificio se anota fielmente y tendrá su recompensa."

Labor en Canada

La bendición del Señor acompañó nuestra conferencia de Sutton, y una vez terminada la reunión, proseguimos nuestro viaje al oriente de Canadá. Me molestaba mucho la garganta y no podía hablar en voz alta ni aun cuchichear sin sufrimiento. Durante el viaje oramos en súplica de fortaleza para soportar las fatigas del camino.

Así continuamos hasta llegar a Melbourne, donde esperábamos encontrar oposición. Muchos de los que decían creer en el próximo advenimiento de nuestro Salvador combatían la ley de Dios. Sentíamos la necesidad de que Dios nos fortaleciese, y orábamos para que el Señor se manifestara en nosotros. Mi más fervorosa oración era para que se me curase la garganta y se me devolviese la voz. Tuve la prueba de que la mano del Señor me tocó, porque al punto desapareció el malestar y se me aclaró la voz. La lámpara del Señor brilló sobre nosotros durante la reunión y gozamos de gran libertad. Los hijos de Dios quedaron humanamente fortalecidos y alentados.

Reunión en Johnson

Pronto volvimos a Vermont y celebramos una notable reunión en Johnson. Durante el viaje nos detuvimos varios días en casa del Hno. E. P. Butler. Supimos que él y otros hermanos del norte de Vermont habían sufrido triste perplejidad y pruebas a causa de las falsas enseñanzas y el áspero fanatismo de unas cuantas personas que pretendían estar completamente santificados y, so capa de santidad, llevaban un género de vida que deshonraba el nombre de cristiano.

Los dos cabecillas del fanatismo eran en conducta y carácter muy semejantes a los que cuatro años antes habíamos encontrado en Claremont (Nueva Hampshire). Enseñaban la doctrina de la extrema santificación, pretendiendo que no podían pecar y que estaban dispuestos para que Jesús los llevase consigo. Practicaban el mesmerismo y aseguraban que recibían iluminación divina mientras estaban en una especie de éxtasis.

No ejecutaban labor regular, sino que en compañía de dos mujeres que no eran sus esposas, iban de pueblo en pueblo, abusando de la hospitalidad de las gentes. Al amparo de su sutil influencia mesmérica, se habían aquistado muchas simpatías entre los hijos mayores de nuestros hermanos.

El Hno. Butler era un hombre de rígida integridad. Se manifestó resueltamente en contra de la maligna influencia de aquellas fanáticas teorías, y era muy activo en su oposición a las falsas enseñanzas y arrogantes pretensiones de aquellos hombres. Además nos declaró explícitamente que no creía en visiones de ninguna clase.

Aunque de mala gana, el Hno. Butler consintió en asistir a la reunión que habíamos de celebrar en Johnson. Los dos caudillos del fanatismo que tanto habían engañado y oprimido a los hijos de Dios, llegaron a la reunión en compañía de las dos mujeres que iban vestidas con trajes de hilo blanco, con la negra cabellera caída y suelta sobre los hombros. Los trajes de hilo blanco querían representar la justicia de los santos.

Yo tenía un mensaje de reprobación para ellos, y mientras yo hablaba, aquel de los dos hombres que estaba más adelante mantuvo fija la vista en mí como habían hecho otros mesmerizadores. Pero yo no temía su mesmérica influencia. El cielo me daba fuerzas para sobreponerme a su poder satánico. Los hijos de Dios que habían estado en esclavitud principiaban a respirar libremente y a regocijarse en el Señor.

Según proseguía la reunión, los dos fanáticos trataban de levantarse a hablar, pero no encontraban ocasión para ello. Se les dió a conocer que su presencia allí no era grata y sin embargo quisieron quedarse. Entonces el Hno. Samuel Rhodes, agarrando por detrás la silla en que estaba sentada una de las dos mujeres, la sacó del local, arrastrándola a través de la galería hasta el césped. Después hizo lo propio con la otra mujer. Los dos hombres abandonaron el local, pero intentaron volver.

Al concluir la reunión, mientras estábamos orando, uno de los dos hombres se acercó a la puerta y comenzó a hablar. Le cerraron la puerta sin dejarle entrar; pero él la abrió de nuevo y se puso a hablar otra vez. Entonces descendió el poder de Dios sobre mi esposo, quien levantándose pálido, extendió las manos ante aquel hombre exclamando: "El Señor no necesita aquí de tu testimonio. El Señor no quiere que vengáis a distraer y molestar aquí a su pueblo."

El poder de Dios llenó el local. El hombre aquel, aterrado y confundido, retrocedió a través del vestíbulo hacia otro aposento, dando traspiés y tropezando contra la pared, hasta que, recobrando el equilibrio encontró la puerta y salió de la casa. La presencia del Señor, tan penosa para los fanáticos pecadores, impresionó con reverente solemnidad a los circunstantes; pero en cuanto se hubieron marchado los hijos de las tinieblas, la dulce paz del Señor descansó sobre nuestra compañía. Después de aquella reunión, los falsos y ruines presumidos de perfecta santidad no fueron nunca capaces de recobrar su influencia en nuestros hermanos.

Las experiencias de esta reunión nos aquistaron la confianza y compañerismo del Hno. Butler.

Recordad que en obrar con Cristo como Salvador personal vuestro reside vuestra fuerza y victoria. Tal es la parte que todos han de desempeñar. Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida. Declara: "Sin mí nada podéis hacer." Juan 15:5. Y el alma que se arrepiente y cree, responde: "Todo lo puedo en Cristo que me fortalece." Filipenses 4:13. A los que esto hagan, se les asegura: "A todos los que le recibieron, dióles potestad de ser hechos hijos de Dios, a los que creen en su nombre." Juan 1:12.