Se me llamó la atención a la parábola de la oveja perdida. Las noventa y nueve ovejas fueron dejadas en el desierto, y se emprendió la búsqueda de aquella que se había perdido. Cuando la halla, el pastor se la pone al hombro y vuelve con regocijo. No regresa murmurando y censurando a la pobre oveja perdida por haberle causado tanta dificultad, sino que vuelve cargado con la oveja, pero regocijándose.
Pero es necesaria una demostración de gozo aún mayor. Llama a sus amigos y vecinos para que se regocijen con él, "porque he hallado mi oveja que se había perdido." El hallazgo es tema de regocijo; no se da realce al descarrío de la oveja; porque el gozo de haberla hallado supera la tristeza de la pérdida, la congoja, la perplejidad y el peligro arrostrados al buscar a la oveja perdida y devolverle la seguridad. "Os digo, que así habrá más gozo en el cielo de un pecador que se arrepiente, que de noventa y nueve justos, que no necesitan arrepentirse."
La dracma perdida
La moneda perdida está destinada a representar al pecador errante y descarriado. El cuidado de la mujer para encontrar la moneda de plata perdida, debe enseñar a los que siguen a Cristo una lección en cuanto a su deber para con los que yerran y están extraviados de la senda recta. La mujer encendió el candil para obtener más luz, y luego barrió la casa y buscó diligentemente hasta hallar la moneda.
En este relato se define claramente el deber de los cristianos hacia los que necesitan ayuda por haberse apartado de Dios. Los que yerran no han de ser abandonados en las tinieblas y el error; sino que deben emplearse todos los medios posibles para volverlos a traer a la luz. Se enciende el candil; y con ferviente oración por la luz del cielo para atender los casos de aquellos que están rodeados de tinieblas e incredulidad, los cristianos han de escudriñar la Palabra de Dios en busca de claros argumentos de la verdad, a fin de estar fortalecidos con tales argumentos y con los reproches, amenazas y estímulos de la Palabra de Dios, para poder alcanzar a los que yerran. La indiferencia y negligencia desagradan a Dios.
Cuando la mujer halló la moneda, llamó a sus amigas y vecinas diciendo: "Dadme el parabién, porque he hallado la dracma que había perdido. Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente." Si los ángeles de Dios se regocijan cuando los que yerran ven y confiesan sus pecados, y vuelven a la comunión de sus hermanos, cuánto más los seguidores de Cristo, que están ellos mismos errando, y que cada día necesitan del perdón de Dios y de sus hermanos, deberían regocijarse por el regreso de un hermano o una hermana que habían sido engañados por los sofismas de Satanás, y habían seguido un camino equivocado y sufrieron por causa de ello.
En vez de mantener a los que erraron a distancia, los hermanos deben ir a su encuentro donde están. En vez de censurarlos porque están en la obscuridad, deben encender su propia lámpara obteniendo más gracia divina y un conocimiento más claro de las Escrituras, a fin de poder despejar las tinieblas de aquellos que están en el error mediante la luz que les puedan llevar. Y cuando tienen éxito en ello; y los que yerran sienten su error y aceptan seguir la luz, se les debe recibir gozosamente y no con un espíritu de murmuración o un esfuerzo por hacerles sentir su excesiva pecaminosidad que requirió esfuerzos, ansiedad y penosa labor. Si los ángeles puros de Dios saludan el evento con gozo, cuánto más deben regocijarse sus hermanos, que necesitan ellos mismos simpatía, amor y ayuda, cuando ellos mismos han errado y en sus tinieblas no sabían cómo socorrerse a sí mismos.
El hijo pródigo
Mi atención fué atraída a la parábola del hijo pródigo. El pidió que su padre le diese su porción de la herencia. Deseaba separar sus intereses de los de su padre, y manejar su parte según sus propias inclinaciones. Su padre cumplió con el pedido, y el hijo se retiró egoístamente de su lado a fin de no ser molestado con sus consejos o reproches.
El hijo pensaba que podía ser feliz cuando pudiese usar su parte según su propio placer, sin ser molestado por consejos o restricciones. No deseaba ser estorbado por una obligación mutua. Si él compartía la propiedad de su padre, su padre tenía derecho sobre él como hijo. Pero él no sentía ninguna obligación hacia su padre generoso, y robusteció su espíritu egoísta y rebelde con el pensamiento de que una parte de la propiedad de su padre le pertenecía. Exigió esa parte, cuando legítimamente no podía exigir nada, ni debiera haber recibido nada.
Después que el egoísta hubo recibido el tesoro que tan poco merecía, se fué lejos, a fin de olvidar hasta el hecho de que tenía un padre. Despreciaba las restricciones y estaba plenamente resuelto a obtener placer de cualquier manera que quisiera. Después que, por su vida pecaminosa, hubo gastado todo lo que su padre le había dado, el país donde estaba fué azotado por el hambre, y sintió gran necesidad. Empezó entonces a lamentar su pecaminosa conducta de placeres dispendiosos; porque se hallaba en la indigencia y necesitaba los recursos que había despilfarrado. Se vió obligado a descender de la vida de complacencia pecaminosa al humilde quehacer de apacentar cerdos.
Después de haber caído tan bajo como le era posible, se acordó de la bondad y del amor de su padre. Sintió entonces la necesidad de un padre. Había atraído sobre sí la situación de soledad y menester en que se hallaba. Su propia desobediencia y pecado habían resultado en su separación de su padre. Recordó los privilegios y beneficios que gozaban los asalariados en la casa de su padre, mientras que él, que se había alejado de aquella casa, estaba pereciendo de hambre. Humillado por la adversidad, decidió volver a su padre y hacerle una humilde confesión. Era un mendigo, que no tenía siquiera ropa decente, y mucho menos abrigada. Sus privaciones le habían reducido a la miseria y el hambre le había demacrado.
Mientras estaba aún lejos de su casa, su padre vió al vagabundo y su primer pensamiento fué para recordar a aquel hijo rebelde que le había abandonado años antes, entregándose sin restricciones al pecado. Los sentimientos paternos se conmovieron. A pesar de todas las señales de degradación, el padre discernió su propia imagen. No esperó que su hijo recorriese toda la distancia que le separaba de él, sino que se apresuró a ir a su encuentro. No le hizo reproches, sino que, con la más tierna compasión y piedad por el hecho de que a causa de su propia conducta pecaminosa se había atraído tantos sufrimientos, se apresuró a darle pruebas de su amor y de su perdón.
Aunque su hijo estaba demacrado y su semblante revelaba claramente la vida disoluta que había llevado, aunque iba vestido con los andrajos del mendigo y sus pies descalzos estaban sucios del polvo del viaje, la más tierna compasión del padre le embargó cuando su hijo cayó postrado en humildad delante de él. No hizo hincapié en su dignidad, ni fué exigente. No echó en cara a su hijo su mala conducta pasada, para hacerle sentir cuán bajo había descendido. Le alzó y besó. Tomó al hijo rebelde sobre su pecho y envolvió su propio lujoso manto en derredor de su cuerpo casi desnudo. Le recibió en su corazón con tanto calor y manifestó tanta compasión que, si el hijo había dudado alguna vez de la bondad y del amor de su padre, no podía ya continuar haciéndolo. Si había tenido el sentimiento de su pecado cuando decidió volver a la casa de su padre, al ser así recibido tuvo un sentimiento mucho más profundo aún de su conducta desagradecida. Su corazón, ya subyugado, quedó ahora quebrantado por haber agraviado el amor paterno.
El hijo penitente y tembloroso, que tanto había temido que no se le reconociera, no estaba preparado para una recepción tal. Sabía que no la merecía, y así reconoció el pecado que cometiera al abandonar a su padre: "He pecado contra el cielo, y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo." Rogó que se le tuviese tan sólo como siervo. Pero el padre ordenó a sus siervos que le diesen pruebas especiales de respeto y que le vistiesen como si hubiese sido siempre su propio hijo obediente.
El padre hizo del regreso de su hijo una ocasión de regocijo especial. El hijo mayor, que estaba en el campo, no sabía que su hermano había regresado, pero oyó las demostraciones generales de gozo y preguntó a los siervos lo que significaba todo ello. Se le explicó que su hermano, a quien pensaban muerto, había vuelto, y que su padre había matado el becerro grueso en su honor, porque le había recibido como resucitado de entre los muertos.
El hermano se airó entonces, y no quiso ver ni recibir a su hermano. Sintió indignación porque su hermano infiel, que había abandonado a su padre y echado sobre él la penosa responsabilidad de cumplir los deberes que debían haber sido compartidos por ambos, fuese recibido ahora con tantos honores. Este hermano había llevado una vida de perversa disolución, malgastando los recursos que su padre le había dado, hasta que se había visto reducido a la miseria, mientras que su hermano que quedara en casa había cumplido fielmente los deberes filiales; y ahora este disoluto venía a la casa de su padre y era recibido con respeto y honra superiores a cuantas él mismo hubiese recibido jamás.
El padre rogó a su hijo mayor que fuese y recibiese a su hermano con alegría, porque había estado perdido y ahora era hallado; estaba muerto en el pecado y la iniquidad, pero ahora había vuelto a vivir; había vuelto en sí moralmente, y aborrecía su conducta pecaminosa. Pero el hijo mayor replicó: "He aquí tantos años te sirvo, no habiendo traspasado jamás tu mandamiento, y nunca me has dado un cabrito para gozarme con mis amigos: mas cuando vino éste tu hijo, que ha consumido tu hacienda con rameras, has matado para él el becerro grueso."
El padre aseguró a su hijo que estaba siempre con él, que todo lo que tenía era suyo, pero que era propio hacer esta demostración de gozo porque "tu hermano muerto era, y ha revivido; habíase perdido, y es hallado." Para el padre, el hecho de que el perdido era hallado, el muerto había revivido, sobrepuja todas las demás consideraciones.
Esta parábola fué dada por Cristo para representar la manera en la cual nuestro Padre celestial recibe a los errantes y arrepentidos. El padre es aquel contra el cual se ha pecado; sin embargo, en la compasión de su alma, llena de piedad y perdón, recibe al pródigo y manifiesta gran gozo de que su hijo, a quien creía muerto para toda afección filial, ha llegado a sentir su gran pecado y negligencia, y ha regresado a su padre, apreciando su amor y reconociendo sus derechos. El sabe que el hijo siguió una vida de pecado, y ahora arrepentido, necesita su compasión y amor. Este hijo ha sufrido, ha sentido su necesidad, y ha venido a su padre como al único que pueda suplir esta gran necesidad.
El regreso del hijo pródigo era ocasión del gozo más profundo. Las quejas del hermano mayor eran naturales, pero inoportunas. Sin embargo, tal es con frecuencia la actitud que un hermano asume hacia otro. Se hacen demasiados esfuerzos para hacer sentir a los que están en error que ellos procedieron mal, y para hacerles recordar sus faltas. Los que erraron necesitan compasión, ayuda y simpatía. Ellos sufren en sus sentimientos, y con frecuencia están abatidos y desanimados. Sobre todo lo demás, necesitan un perdón liberal.