Testimonios Selectos Tomo 3

Capítulo 44

Colaboradores de Cristo

El tiempo transcurrido durante el congreso de 1874 y después del mismo, fué un tiempo importante para X... Si hubiese habido allí una casa de culto cómoda y placentera, se habrían decidido por la verdad dos veces más personas de las que fueron realmente ganadas. Dios trabaja con nuestros esfuerzos. Podemos cerrar el camino de los pecadores mediante nuestra negligencia y egoísmo. Debiera haberse manifestado gran diligencia en tratar de salvar a aquellos que están todavía en el error, aunque interesados en la verdad. En el servicio de Cristo se necesita un comando tan sabio como el que se requiere para los batallones de un ejército que protege la vida y la libertad del pueblo. No todos pueden trabajar juiciosamente para la salvación de las almas. Es necesario pensar detenidamente. No debemos entrar al azar en la obra del Señor y esperar éxito. El Señor necesita hombres de intelecto, hombres de reflexión. Jesús pide colaboradores, no personas que siempre cometan errores. Dios necesita hombres inteligentes y que piensen correctamente, a fin de hacer la gran obra necesaria para la salvación de las almas.

Los mecánicos, los abogados, los negociantes, los hombres de todos los oficios y profesiones, se educan a fin de llegar a dominar su ramo. ¿Deben los que siguen a Cristo ser menos inteligentes, y mientras profesan dedicarse a su servicio, ignorar los medios y recursos que han de emplearse? La empresa de ganar la vida eterna es superior a toda consideración terrenal. A fin de conducir a las almas a Cristo, debe conocerse la naturaleza humana y estudiarse la mente humana. Se requiere mucha reflexión cuidadosa y ferviente oración para saber cómo acercarse a los hombres y las mujeres a fin de presentarles el gran tema de la verdad.

Algunas personas impulsivas, aunque sinceras, después que se ha dado un discurso categórico, suelen abordar a los que no creen como nosotros de una manera muy abrupta, y les hacen repelente la verdad que deseamos verles recibir. "Los hijos de este siglo son en su generación más sagaces que los hijos de luz." Los negociantes y los políticos estudian la cortesía. Es su costumbre hacerse tan atrayentes como les sea posible. Procuran que sus discursos y modales ejerzan la mayor influencia sobre la mente de cuantos los rodeen. Emplean su conocimiento y capacidad tan hábilmente como les sea posible a fin de alcanzar su objeto.

Los que profesan creer en Cristo sacan a relucir gran cantidad de desechos, que obstruyen el camino de la cruz. No obstante todo esto, hay personas que están tan profundamente convencidas, que pasarán por todo desaliento y salvarán cualquier obstáculo a fin de alcanzar la verdad. Pero si los que profesan creer en la verdad hubiesen purificado sus mentes obedeciéndola, si hubiesen sentido la importancia del conocimiento y del refinamiento de los modales en la obra de Cristo, donde se ha salvado un alma podrían haberse salvado veinte.

Además, después que las personas se han convertido a la verdad, es necesario cuidarlas. El celo de muchos ministros parece cesar tan pronto como cierta medida de éxito acompaña sus esfuerzos. No se dan cuenta de que muchos recién convertidos necesitan cuidados, atención vigilante, ayuda y estímulo. No deben ser dejados solos, a la merced de las más poderosas tentaciones de Satanás; necesitan ser educados con respecto a sus deberes, hay que tratarlos bondadosamente, conducirlos, visitarlos y orar con ellos. Estas almas necesitan el alimento asignado a cada uno a su debido tiempo.

No es extraño que algunos se desanimen, se demoren en el camino, y sean devorados por los lobos. Satanás persigue a todos. Envía a sus agentes para reintegrar a sus filas a las almas que perdió. Debe haber más padres y madres que reciban en su corazón a estos niños en la verdad, y los estimulen y oren por ellos, para que su fe no se confunda.

La predicación es una pequeña parte de la obra que ha de ser hecha por la salvación de las almas. El Espíritu de Dios convence a los pecadores de la verdad, y los pone en los brazos de la iglesia. Los predicadores pueden hacer su parte, pero no pueden nunca realizar la obra que la iglesia debe hacer. Dios requiere que su iglesia cuide de aquellos que son jóvenes en la fe y experiencia, que vaya a ellos, no con el propósito de chismear con ellos, sino para orar, para hablarles palabras que sean "como manzanas de oro en canastillos de plata."

Todos necesitamos estudiar el carácter y los modales para saber tratar juiciosamente con los diferentes intelectos, para poder emplear nuestros mejores esfuerzos en ayudarles a comprender correctamente la Palabra de Dios, y a vivir una verdadera vida cristiana. Debemos leer la Biblia con ellos, y desviar su mente de las cosas temporales a sus intereses eternos. Es el deber de los hijos de Dios ser sus misioneros, llegar a relacionarse con aquellos que necesitan ayuda. Si uno está tambaleando bajo la tentación, su caso debe ser considerado cuidadosamente y tratado sabiamente; porque su interés eterno está en juego, y las palabras y los hechos de aquellos que trabajan por él pueden ser un sabor de vida para vida o de muerte para muerte.

A veces se presenta algún caso que debe ser estudiado con oración. Debe mostrarse a la persona su verdadero carácter, debe comprender sus propias peculiaridades de disposición y temperamento, y ver sus flaquezas. Debe tratársela con juicio. Si se la puede alcanzar, si se puede conmover su corazón por este trabajo prudente y paciente, esta persona podrá ser ligada con fuertes vínculos a Cristo e inducida a confiar en Dios. ¡Oh, cuando se hace una obra como ésta, todo el cielo la mira y se regocija en ella; porque un alma preciosa ha sido rescatada de las trampas de Satanás, salvada de la muerte! ¡Oh! ¿No valdrá la pena trabajar inteligentemente por la salvación de las almas? Cristo pagó el precio de su propia vida por ellas, y ¿preguntarán los que le siguen: "¿Soy yo guarda de mi hermano?" ¿No trabajarán al unísono con el Maestro? ¿No apreciaremos el valor de las almas por las cuales nuestro Salvador murió?

Se han hecho algunos esfuerzos para interesar a los niños en la causa; pero no han sido suficientes. Nuestras escuelas sabáticas debieran hacerse más interesantes. Las escuelas fiscales han mejorado mucho sus métodos de enseñanza en los últimos años. Se emplean lecciones objetivas, cuadros y pizarrones, para que las lecciones difíciles sean claras para las mentes juveniles. Así también puede simplificarse la verdad presente y hacerse intensamente interesante para los intelectos activos de los niños.

Ciertos padres, a quienes no se puede alcanzar de otra manera, quedan con frecuencia alcanzados por medio de sus hijos. Los maestros de la escuela sabática pueden instruir a los niños en la verdad, y ellos, a su vez, la llevarán al círculo de la familia. Pero pocos maestros parecen comprender la importancia de este ramo de la obra. Los métodos de enseñanza que se han adoptado con tanto éxito en las escuelas fiscales pueden ser empleados con resultados similares en las escuelas sabáticas, y ser el medio de atraer a los niños a Jesús y de educarlos en la verdad bíblica. Esto hará mucho más bien que la excitación religiosa de un carácter emotivo que se desvanece tan rápidamente como se produce.

Debe albergarse el amor de Cristo. Se necesita más fe en la obra que creemos ha de ser hecha antes de la venida de Cristo. Debe haber más labor de abnegación y sacrificio en la debida dirección. Debe estudiarse con más reflexión y oración para saber cómo trabajar más ventajosamente. Deben madurarse planes cuidadosos. Hay entre nosotros intelectos que pueden inventar y ejecutar planes si tan sólo se los pone a contribución. Y los esfuerzos bien dirigidos e inteligentes serán seguidos por grandes resultados.

Las reuniones de oración deben ser los cultos más interesantes que se tengan; pero con frecuencia son mal dirigidas. Muchos asisten a la predicación, pero descuidan la reunión de oración. También en este punto se requiere instrucción. Debe pedirse sabiduría a Dios, y deben hacerse planes para dirigir las reuniones de manera que sean interesantes y atrayentes. La gente tiene hambre del pan de vida. Si lo encuentra en la reunión de oración, irá para recibirlo.

Las oraciones y los discursos largos y prosaicos no cuadran en ningún lugar, pero mucho menos en la reunión de testimonios. Se deja a los más osados y a los que están siempre listos para hablar, que impidan a los tímidos y retraídos que den su testimonio. Los que son más superficiales son generalmente los que tienen más que decir. Sus oraciones son largas y mecánicas. Cansan a los ángeles y a la gente que los escucha. Las oraciones deben ser cortas y directas. Déjense las largas y cansadoras peticiones para la cámara secreta, si alguno las tiene que ofrecer. Dejemos al Espíritu de Dios entrar en nuestro corazón, y él apartará toda árida formalidad.

La música puede ser un gran poder para el bien; y sin embargo no sacamos el mejor partido posible de este ramo del culto. Se canta generalmente por impulso o para hacer frente a casos especiales, y en otras ocasiones a los que cantan se les deja cometer errores y equivocaciones, y la música pierde el efecto que debe tener sobre la mente de los creyentes. La música debe tener belleza, majestad y poder. Elévense las voces en cantos de alabanza y devoción. Si es posible, acudamos a la ayuda de una música instrumental, y ascienda a Dios la gloriosa armonía como ofrenda aceptable.

Pero es a veces más difícil disciplinar a los cantores y mantenerlos en orden, que mejorar las costumbres de la gente en cuanto a orar y exhortar. Muchos quieren hacer las cosas según su propio estilo; se oponen a las consultas, se impacientan bajo la dirección. En el servicio de Dios se necesitan planes bien madurados. El sentido común es algo excelente en el culto del Señor. Las facultades del pensar deben ser consagradas a Cristo y deben idearse medios y recursos para servirle mejor. La iglesia de Dios que procura hacer bien, viviendo la verdad y tratando de salvar almas, puede ser un poder en el mundo si quiere ser disciplinada por el Espíritu del Señor. Sus miembros no deben pensar que pueden trabajar para la eternidad con negligencia.

Como pueblo, perdemos mucho por falta de simpatía y sociabilidad unos con otros. El que habla de independencia y se encierra en sí mismo no está ocupando el puesto que Dios le destinó. Somos hijos de Dios, y dependemos mutuamente unos de otros para nuestra felicidad. Sobre nosotros pesan los derechos de Dios y de la humanidad. Debemos desempeñar todos nuestra parte en esta vida. El debido cultivo de los elementos sociales de nuestra naturaleza es lo que nos pone en simpatía con nuestros hermanos y nos proporciona felicidad en nuestros esfuerzos por beneficiar a otros. La felicidad del cielo consistirá en la comunión pura de los seres santos, la armoniosa vida social con los ángeles bienaventurados y con los redimidos que hayan lavado y emblanquecido sus vestiduras en la sangre del Cordero. No podemos ser felices mientras estamos engolfados en nuestros propios intereses. Debemos vivir en este mundo para ganar almas para el Salvador. Si perjudicamos a otros, nos perjudicamos a nosotros también. Si beneficiamos a otros nos beneficiamos a nosotros mismos; porque la influencia de toda buena acción se refleja en nuestro corazón.

Tenemos el deber de ayudarnos unos a otros. No siempre llegamos a relacionarnos con cristianos sociables, amables y humildes. Muchos no han recibido la debida educación; su carácter está deformado, rudo y nudoso; parece retorcido en todo sentido. Mientras les ayudamos a ver y corregir sus defectos, debemos cuidar de no impacientarnos e irritarnos por las faltas de nuestros prójimos. Hay seres desagradables que profesan a Cristo; pero la belleza de la gracia cristiana los transformará si se ponen diligentemente a obtener la mansedumbre y gentileza de Aquel a quien siguen, recordando que "nadie vive para sí." ¡Colaboradores de Cristo! ¡Qué posición exaltada! ¿Dónde se han de encontrar los abnegados misioneros en estas grandes ciudades? El Señor necesita obreros en su viña. Debemos temer robarle el tiempo que exige de nosotros; debemos temer gastarlo en la ociosidad y en el atavío del cuerpo, dedicando a insensatos propósitos las horas preciosas que Dios nos ha dado para que las dediquemos a la oración, a familiarizarnos con nuestra Biblia, y a trabajar para beneficio de nuestros semejantes, haciéndonos así a nosotros mismos y a ellos idóneos para la gran obra que nos incumbe.

Hay madres que dedican trabajo innecesario a vestidos destinados a hermosear su propia persona y la de sus hijos. Es nuestro deber vestirnos a nosotros y a nuestros hijos sencillamente y con aseo, sin inútiles adornos, bordados o atavíos, cuidando de no fomentar en ellos un amor a la indumentaria que resultaría en su ruina, sino tratando más bien de cultivar las gracias cristianas. Ninguno de nosotros puede ser excusado de sus responsabilidades, y en ningún caso podremos comparecer sin culpa delante del trono de Dios a menos que hagamos la obra que el Señor ha dejado a nosotros encargada.

Se necesitan misioneros de Dios, hombres y mujeres fieles que no rehuyan la responsabilidad. Un trabajo juicioso logrará buenos resultados. Hay verdadero trabajo que hacer. La verdad debe ser presentada a la gente de una manera cuidadosa por personas que unan la mansedumbre a la sabiduría. No debemos mantenernos apartados de nuestros semejantes, sino acercarnos a ellos; porque sus almas son tan preciosas como las nuestras. Podemos llevar la luz a sus hogares, y con espíritu enternecido y subyugado, interceder con ellos para que vivan a la altura del exaltado privilegio que se les ofrece; podemos orar con ellos cuando parezca apropiado, y mostrarles que pueden alcanzar cosas superiores, y luego hablarles con prudencia de las verdades sagradas para estos postreros días.

Entre nuestro pueblo hay más reuniones dedicadas al canto que a la oración. Pero aun estas reuniones pueden ser dirigidas de una manera tan reverente aunque alegre, que ejerzan buena influencia. Sin embargo, hay demasiadas bromas, ociosa conversación y chismes para que estos momentos resulten beneficiosos para elevar los pensamientos y refinar los modales.

Los reavivamientos sensacionales

Ha habido demasiado interés dividido en X... Cuando se manifiesta una nueva excitación, hay algunos que echan su influencia del lado erróneo. Cada hombre y mujer debe estar en guardia cuando existen engaños calculados para apartar a la gente de la verdad. Hay algunos que están siempre listos para ver y oír alguna cosa nueva y extraña; y el enemigo de las almas tiene en estas ciudades grandes muchos medios de inflamar la curiosidad y mantener la mente distraída de las grandes y santificadoras verdades para estos últimos días.

Si cada fluctuante excitación religiosa induce a algunos a descuidar el deber de sostener plenamente, por su presencia e influencia, la minoría que cree la impopular verdad, habrá mucha debilidad en la iglesia donde debiera haber fuerza. Satanás emplea diversos medios por los cuales espera lograr sus propósitos; y si, bajo el dizfraz de la religión popular, puede descarriar de la senda de la verdad a los vacilantes e incautos, ha logrado mucho en cuanto a dividir la fuerza del pueblo de Dios. Este entusiasmo fluctuante de los reavivamientos, que viene y se va como la marea, tiene un exterior engañoso que induce a muchas personas honradas a creer que se trata del verdadero Espíritu del Señor. Multiplica los conversos. Los que son de temperamento excitable, los débiles y flojos, acuden a su estandarte, pero cuando la ola retrocede, quedan varados en la playa. No seais engañados por los falsos maestros ni seducidos por vanas palabras. El enemigo de las almas tendrá seguramente bastantes platos de fábulas placenteras para halagar el apetito de todos.

Siempre se levantarán fulgurantes meteoros; pero la estela de luz que dejan se apaga inmediatamente en las tinieblas, que parecen más densas que nunca antes. Estas excitaciones religiosas sensacionales, creadas por el relato de anécdotas y la manifestación de excentricidades y rarezas, son obra superficial; y los de nuestra fe que son encantados e infatuados por estos destellos de luz, no fortalecerán nunca la causa de Dios. Están listos para retirar su influencia a la menor ocasión y para inducir a otros a asistir a aquellas reuniones donde oyen aquello que debilita el alma y trae confusión a la mente. Es este retraimiento del interés de la obra lo que hace languidecer la causa de Dios. Debemos ser firmes en la fe; no debemos ser movedizos. Tenemos nuestra obra delante de nosotros, la cual consiste en hacer brillar la luz de la verdad, tal cual es revelada en la ley de Dios, sobre otras mentes y conducirlas fuera de las tinieblas. Esta obra requiere, para tener éxito, energía resuelta y perseverante, y un propósito fijo.

Hay en la iglesia algunos que necesitan aferrarse a las columnas de nuestra fe, asentarse y hallar roca firme para su base, en vez de irse a la deriva sobre la superficie de la excitación y moverse por los impulsos. Hay en la iglesia dispépticos espirituales. Se han hecho a sí mismos inválidos, y su debilidad espiritual es el resultado de su propio curso vacilante. Son agitados de aquí para allá por los variables vientos de doctrina, y con frecuencia quedan confundidos y arrojados en la incertidumbre porque se dejan llevar enteramente por su sentimiento. Son cristianos sensacionales, que siempre tienen hambre de algo nuevo y diverso. Las doctrinas extrañas confunden su fe, y ellos son inútiles para la causa de la verdad.

Dios llama a hombres y mujeres de estabilidad, de propósito firme, en quienes se pueda fiar en momentos de peligro y de prueba, que estén tan firmemente arraigados y fundados en la verdad como las rocas eternas, que no puedan ser agitados a diestra o siniestra, sino que avancen constantemente y estén siempre del buen lado. Hay quienes, en tiempo de peligro religioso, pueden buscarse casi siempre en las filas del enemigo; si ejercen influencia alguna es del lado malo. No se sienten bajo la obligación moral de dar toda su fuerza a la verdad que profesan. Los tales serán recompensados según sus obras.

Los que hacen poco para el Salvador en la salvación de las almas, y en cuanto a conservarse en integridad delante de Dios, obtendrán tan sólo poca fibra espiritual. Necesitamos emplear continuamente la fuerza que tenemos para que se desarrolle y aumente. Como la enfermedad es el resultado de la violación de las leyes naturales, la decadencia espiritual es el resultado de una continua transgresión de la ley de Dios. Sin embargo, los mismos transgresores pueden profesar que guardan todos los mandamientos de Dios.

Debemos acercarnos más a Dios, ponernos en más íntima relación con el cielo, y llevar a cabo los principios de la ley en las acciones más diminutas de nuestra vida diaria a fin de ser espiritualmente sanos. Dios ha dado a sus siervos capacidad, talentos que han de ser empleados para su gloria, no para que los dejen ociosos o los malgasten. Les ha dado la luz y el conocimiento de su voluntad, para que los comuniquen a otros; y al impartirlos a otros, venimos a ser conductos de luz. Si no ejercitamos nuestra fuerza espiritual, nos debilitamos, como los miembros del cuerpo se vuelven impotentes cuando el inválido está obligado a permanecer mucho tiempo inactivo. Es el uso lo que da poder.

Nada dará mayor fuerza espiritual y mayor aumento de fervor y profundidad de sentimientos, que el visitar y ministrar a los enfermos y abatidos, ayudándoles a ver la luz y a aferrarse de Jesús por la fe. Hay deberes desagradables que alguien debe hacer, o habrá almas que perecerán. Los cristianos hallarán bendición en hacer estos deberes por desagradables que sean. Cristo asumió la desagradable tarea de bajar de la mansión de pureza y gloria insuperable, para venir a morar como hombre entre los hombres, en un mundo mancillado y ennegrecido por el crimen, la violencia y la iniquidad. Lo hizo para salvar almas; y ¿podrán disculpar sus vidas de comodidad egoísta los que fueron objeto de un amor tan asombroso y una condescendencia sin parangón? ¿Preferirán seguir sus propios placeres e inclinaciones, y dejarán a las almas perecer en las tinieblas porque encuentran chascos y reproches si trabajan para salvarlas? Cristo pagó un precio infinito por la redención del hombre, y ¿dirá éste: "Señor mío, no quiero trabajar en tu viña; ruégote que me des por excusado"?

El Señor invita a aquellos que viven cómodamente en Sión a que se levanten y trabajen. ¿No escucharán la voz del Maestro? El quiere obreros de oración y fieles, que siembren junto a todas las aguas. Los que trabajen así se sorprenderán al ver cómo las pruebas, resueltamente soportadas, en el nombre y la fuerza de Jesús, darán firmeza a la fe y renovarán el valor. En la senda de la humilde obediencia hay seguridad y poder, consuelo y esperanza; pero los que no hagan nada para Jesús perderán finalmente su recompensa. Sus manos débiles no podrán aferrarse del Poderoso, sus rodillas flojas no podrán soportarlos en el día de la adversidad. Los que den estudios bíblicos y trabajen para Cristo recibirán el premio glorioso, y oirán el "Bien, buen siervo y fiel; entra en el gozo de tu Señor."

La retención de los recursos

La bendición de Dios descansará sobre aquellos de X .. que aprecian la causa de Cristo. Las ofrendas voluntarias de nuestros hermanos y hermanas, hechas con fe y amor hacia el Redentor crucificado, les reportarán bendiciones; porque Dios toma nota de todo acto de generosidad de parte de sus santos, y lo recuerda. Al preparar una casa de culto, debe ejercerse grandemente la fe y confianza en Dios. En los negocios, los que no aventuran nada adelantan poco; ¿por qué no tener también fe en una empresa para Dios, e invertir recursos en su causa?

Algunos, cuando están en pobreza, son generosos con lo poco que tienen; pero a medida que adquieren propiedades, se vuelven avarientos. Tienen tan poca fe, porque no siguen adelantando a medida que prosperan, y no dan a la causa de Dios aun hasta el sacrificio.

En el sistema judaico se requería que la beneficencia se manifestase primero hacia el Señor. En la cosecha y la vendimia, las primicias del campo--el grano, el vino y el aceite,--habían de ser consagradas como ofrenda a Jehová. Las espigas caídas y los rincones de los campos eran reservados para los pobres. Nuestro misericordioso Padre celestial no descuidó las necesidades de los pobres. Las primicias de la lana cuando se esquilaban las ovejas, del grano cuando se trillaba el trigo, habían de ser ofrecidas a Jehová; y él ordenaba que los pobres, las viudas, los huérfanos y los extranjeros fuesen invitados a los festines. Al final de cada año se requería de todos que jurasen solemnemente si habían obrado o no de acuerdo con el mandato de Dios.

Este arreglo era ordenado por el Señor para convencer a los israelitas de que en todo asunto él venía en primer lugar. Por este sistema de benevolencia habían de tener presente que su misericordioso Maestro era el verdadero propietario de sus campos y rebaños; que el Dios del cielo les mandaba el sol y la lluvia para la siembra y la cosecha, y que todo lo que poseían era creado por él. Todo era del Señor, y él los había hecho administradores de sus bienes.

La generosidad de los judíos en la construcción del tabernáculo y del templo, ilustra un espíritu de benevolencia que no ha sido igualado por los cristianos de ninguna fecha posterior. Acababan de ser libertados de su larga esclavitud en Egipto y erraban por el desierto; sin embargo, apenas librados de los ejércitos de los egipcios que los perseguían en su apresurado viaje, llegó la palabra del Señor a Moisés diciendo: "Di a los hijos de Israel que tomen para mí ofrenda: de todo varón que la diere de su voluntad, de corazón, tomaréis mi ofrenda."

El pueblo tenía pocas riquezas, y ninguna halagüeña perspectiva de aumentarlas; pero tenía delante de sí un objeto: construir un tabernáculo para Dios. El Señor había hablado, y sus hijos debían obedecer su voz. No retuvieron nada. Todo lo dieron con mano voluntaria, no cierta cantidad de sus ingresos, sino gran parte de lo que poseían. La consagraron gozosa y cordialmente al Señor, y le agradaron al hacerlo. ¿No le pertenecía acaso todo? ¿No les había dado él todo lo que poseían? Si él lo pedía, ¿no era su deber devolver al Prestamista lo suyo?

No hubo necesidad de rogarles. El pueblo trajo aún más de lo requerido, y se le dijo que cesara de traer sus ofrendas porque había ya más de lo que se podía usar. Igualmente, al construirse el templo, el pedido de recursos recibió cordial respuesta. La gente no dió de mala gana. Se regocijaba con la perspectiva de que fuese construído un edificio para el culto de Dios, y dió más de lo suficiente para ese fin. David bendijo al Señor delante de toda la congregación y dijo: "Porque ¿quién soy yo, y quién es mi pueblo, para que pudiésemos ofrecer de nuestra voluntad cosas semejantes? porque todo es tuyo, y lo recibido de tu mano te damos." Además, en su oración, David dió gracias en estas palabras: "Oh Jehová, Dios nuestro, toda esta abundancia que hemos aprestado para edificar casa a tu santo nombre, de tu mano es, y todo es tuyo."

David comprendía perfectamente de quién provenían todas sus bendiciones. ¡Ojalá que aquellos que en este tiempo se regocijan en el amor del Salvador se dieran cuenta de que su plata y oro son del Señor y deben ser empleados para fomentar su gloria y no retenerse ávidamente para enriquecimiento y complacencia propia! El tiene indisputable derecho a todo lo que ha prestado a sus criaturas. Todo lo que ellas poseen le pertenece.

Hay objetos elevados y santos que requieren recursos, y el dinero así invertido proporcionará al dador más gozo abundante y permanente de lo que le concedería si lo gastase en la complacencia personal o lo acumulase egoístamente por la codicia de ganancia. Cuando Dios nos pide nuestro tesoro, cualquiera que sea la cantidad, la respuesta voluntaria hace del don una ofrenda consagrada a él, y acumula para el dador un tesoro en el cielo donde la polilla no puede corromper, donde el fuego no puede consumir, ni los ladrones hurtar. La inversión queda segura. El dinero es puesto en sacos sin agujeros; está seguro.

¿Pueden los cristianos, que se precian de tener mayor luz que los hebreos, dar menos de lo que daban ellos? ¿Pueden los cristianos, que viven cerca del tiempo del fin, quedar satisfechos con sus ofrendas que no alcanzan ni a la mitad de lo que eran las de los judíos? Su generosidad tendía a beneficiar a su propia nación; en estos postreros días la obra se extiende al mundo entero. El mensaje de verdad ha de ir a todas las naciones, lenguas y pueblos; sus publicaciones, impresas en muchas lenguas diferentes, han de ser esparcidas como las hojas en el otoño.

Escrito está: "Pues que Cristo ha padecido por nosotros en la carne, vosotros también estad armados del mismo pensamiento." Y además: "El que dice que está en él, debe andar como él anduvo." Preguntémonos: ¿Qué habría hecho nuestro Salvador en nuestras circunstancias? ¿Cuáles habrían sido sus esfuerzos para la salvación de las almas? Esta pregunta queda contestada por el ejemplo de Cristo. Dejó su realeza, puso a un lado su gloria, sacrificó sus riquezas y revistió su divinidad de humanidad, a fin de alcanzar a los hombres donde estaban. Su ejemplo demuestra que depuso la vida por los pecadores.

Satanás dijo a Eva que podía alcanzarse un alto estado de felicidad por medio de la complacencia del apetito irrefrenado; pero la promesa de Dios al hombre se realiza por medio de la abnegación. Cuando, sobre la ignominiosa cruz, Cristo sufría en agonía por la redención del hombre, la naturaleza humana fué exaltada. Únicamente por la cruz puede la familia humana ser elevada a relacionarse con el Cielo. La abnegación y las cruces se nos presentan a cada paso en nuestro viaje hacia el cielo.

El espíritu de generosidad es el espíritu del Cielo; el espíritu de egoísmo es el espíritu de Satanás. El amor abnegado de Cristo se revela en la cruz. El dió todo lo que tenía, y luego se dió a sí mismo para que el hombre fuese salvo. La cruz de Cristo apela a la benevolencia de todo aquel que sigue al bienaventurado Salvador. El principio en ella ilustrado es el de dar, dar. Este, realizado mediante la benevolencia real y las buenas obras, es el verdadero fruto de la vida cristiana. El principio de los mundanos es de conseguir, conseguir, y así esperan obtener felicidad; pero llevado a cabo con todas sus consecuencias, su fruto es el sufrimiento y la muerte.

Llevar la verdad a los habitantes de la tierra, rescatarlos de su culpa e indiferencia, es la misión de los que siguen a Cristo. Los hombres deben tener la verdad a fin de ser santificados por ella, y nosotros somos los conductos de la luz de Dios. Nuestros talentos, nuestros recursos, nuestro conocimiento, no están destinados meramente a beneficiarnos a nosotros mismos; han de ser usados para la salvación de las almas, para elevar al hombre de su vida de pecado y traerle, por medio de Cristo, al Dios infinito.

Debemos trabajar celosamente en esta causa, tratando de conducir a los pecadores, arrepentidos y creyentes, a un Redentor divino, y de impresionarles con un sentimiento exaltado del amor de Dios hacia el hombre. "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna." ¡Qué amor incomparable es éste! Es tema para la más profunda meditación. ¡El asombroso amor de Dios por un mundo que no le amaba! El pensar en él ejerce un poder subyugador sobre el alma, y pone a la mente cautiva de la voluntad de Dios. Los hombres que están locos por la ganancia, y se sienten desilusionados y desgraciados en su búsqueda del mundo, necesitan el conocimiento de esta verdad para satisfacer la inquieta hambre y sed de sus almas.

En vuestra gran ciudad se necesitan misioneros para Dios, que lleven la luz a los que están morando en sombras de muerte. Se necesitan manos expertas para que, en la mansedumbre de la sabiduría y la fuerza de la fe, eleven a las almas cansadas al seno de un Redentor compasivo. ¡Qué maldición es el egoísmo! Nos impide dedicarnos al servicio de Dios. Nos impide percibir las exigencias del deber, que debieran hacer arder nuestros corazones en celo ferviente. Todas nuestras energías debieran ser dedicadas a la obediencia de Cristo. El dividir nuestro interés con los caudillos del error, es ayudar al bando del mal y conceder ventajas a nuestros enemigos. La verdad de Dios no conoce compromiso con el pecado, ni relación con el artificio, ni unión con la transgresión. Se necesitan soldados que siempre contesten al llamado y estén listos para entrar en acción inmediatamente, no aquellos que, cuando se necesitan, se encuentran ayudando al enemigo.

La nuestra es una gran obra. Sin embargo, son muchos los que profesan creer estas verdades sagradas, pero están paralizados por los sofismas de Satanás y no hacen nada por la causa de Dios, sino que más bien la estorban. ¿Cuándo obrarán como quienes esperan al Señor? ¿Cuándo manifestarán un celo de acuerdo con su fe? Muchos retienen egoístamente sus recursos y tranquilizan su conciencia con la idea de hacer algo grande para la causa de Dios después de su muerte. Hacen un testamento por el cual legan una gran suma a la iglesia y sus diversos intereses, y luego se acomodan, con el sentimiento de que han hecho todo lo que se requería de ellos. ¿En qué se han negado a sí mismos por este acto? Por el contrario, han manifestado la misma esencia del egoísmo. Cuando ya no puedan usar el dinero, se proponen darlo a Dios. Pero lo retendrán durante tanto tiempo como puedan, hasta que estén obligados a abandonarlo por un mensajero que no puede ser despedido.

Un testamento tal es con frecuencia una evidencia de verdadera avaricia. Dios nos ha hecho a todos administradores suyos, y en ningún caso nos ha autorizado a descuidar nuestro deber o a dejarlo para que otros lo hagan. El pedido de recursos para fomentar la causa de la verdad no será nunca más urgente que ahora. Nuestro dinero no hará nunca mayor cantidad de bien que actualmente. Cada día de demora en invertirlo debidamente, está limitando el período en el cual resultará benéfico en la salvación de las almas. Si dejamos que otros efectúen aquello que Dios nos ha asignado a nosotros, nos perjudicamos a nosotros mismos y a Aquel que nos dió todo lo que tenemos. ¿Cómo pueden los demás hacer nuestra obra de benevolencia mejor que nosotros? Dios quiere que cada uno sea durante su vida, el ejecutor de su propio testamento en este asunto. La adversidad, los accidentes o la intriga, pueden suprimir para siempre los propuestos actos de benevolencia, cuando el que acumuló una fortuna ya no está más para custodiarla. Es triste que tantos estén descuidando la actual áurea oportunidad de hacer bien, y aguarden hasta ser arrojados de su mayordomía antes de devolver al Señor los recursos que les prestó para que los empleasen para su gloria.

Una notable característica de las enseñanzas de Cristo, es la frecuencia y el fervor con los cuales reprendía el pecado de la avaricia, y señalaba el peligro de las adquisiciones mundanales y el amor desordenado de la ganancia. En las mansiones de los ricos, en el templo y en las calles, amonestaba a aquellos que indagaban por la salvación: "Mirad, y guardaos de toda avaricia." "No podéis servir a Dios y a las riquezas."

Es esta creciente devoción a ganar dinero, el egoísmo que engendra el deseo de ganancias, lo que priva a la iglesia del favor de Dios y embota la espiritualidad. Cuando la cabeza y las manos están constantemente ocupadas en hacer planes y trabajar para acumular riquezas, quedan olvidadas las exigencias de Dios y la humanidad. Si Dios nos ha bendecido con prosperidad, no es para que nuestro tiempo y nuestra atención sean apartados de él y dedicados a aquello que él nos prestó. El Dador es mayor que el don. No somos nuestros; hemos sido comprados con precio. ¿Hemos olvidado ese infinito precio pagado por nuestra redención? ¿Ha muerto la gratitud en nuestro corazón? ¿Acaso la cruz de Cristo no cubre de vergüenza una vida manchada de egoísta comodidad y complacencia propia?

¿Qué habría sucedido si Cristo, cansándose de la ingratitud y los ultrajes que por todas partes recibía, hubiese abandonado su obra? ¿Qué habría sucedido si nunca hubiese llegado al momento en que dijo: "Consumado es"? ¿Qué habría sucedido si hubiese regresado al cielo, desalentado por la recepción que se le diera? ¿Qué habría sucedido si nunca hubiese pasado, en el huerto de Getsemaní, por aquella agonía de alma que hizo brotar grandes gotas de sangre de sus poros?

En su trabajo por la redención de la especie humana, Cristo sentía la influencia de un amor sin parangón y de una devoción a la voluntad del Padre. Trabajó para beneficio del hombre hasta en la misma hora de su humillación. Pasó su vida en la pobreza y la abnegación por el degradado pecador. En un mundo que le pertenecía, no tuvo dónde reclinar la cabeza. Estamos recogiendo los frutos de su infinito sacrificio; y sin embargo, cuando se ha de trabajar, cuando se necesita nuestro dinero para ayudar en la obra del Redentor, en la salvación de las almas, rehuímos el deber y rogamos que se nos excuse. Una innoble pereza, una negligente indiferencia y un perverso egoísmo cierran nuestros sentidos a las exigencias de Dios.

¡Oh! ¿debió Cristo, la Majestad del cielo, el Rey de gloria, llevar la pesada cruz, y la corona de espinas, y beber la amarga copa, mientras nosotros nos reclinamos cómodamente, glorificándonos a nosotros mismos y olvidando las almas por cuya redención murió derramando su preciosa sangre? No; demos mientras está en nuestro poder hacerlo. Obremos mientras tenemos fuerza. Trabajemos mientras es de día. Dediquemos nuestro tiempo y nuestros recursos al servicio de Dios, para obtener su aprobación y recibir su recompensa.

El más elocuente sermón que pueda predicarse acerca de la ley de los diez mandamientos, consiste en ponerlos en práctica. La obediencia debe ser hecha un deber personal. La negligencia de este deber, es un pecado sagrado. No sólo nos impone Dios la obligación de obtener el cielo nosotros mismos, sino de sentir nuestro deber en cuanto a mostrar el camino a otros, y, por medio de nuestro cuidado y amor desinteresado, conducir a Cristo a aquellos que estén dentro de la esfera de nuestra influencia. La singular ausencia de principios que caracteriza la vida de muchos de los que profesan ser cristianos, es alarmante. Su desprecio por la ley de Dios descorazona a aquellos que reconocen sus sagrados derechos y tiende a apartar de la verdad a aquellos que de otra manera la aceptarían. ... Si queremos descollar en excelencia moral y espiritual, debemos vivir para ello. Tenemos para con la sociedad la obligación personal de hacer esto, a fin de ejercer continuamente influencia en favor de la ley de Dios.--Testimonies for the Church 4:58, 59.