José y María eran judíos, y seguían las costumbres de su nación. Cuando el niño cumplió seis semanas, lo llevaron al templo de Jerusalén para presentarlo ante el Señor.
Esto lo hacían de acuerdo con la ley que Dios había dado a Israel, y Jesús debía ser obediente en todas las cosas. Así, el propio Hijo de Dios, el Príncipe del cielo, con su ejemplo enseñó que debemos obedecer.
Sólo el primogénito de cada familia debía ser presentado en el templo. Esta ceremonia rememoraba un suceso ocurrido mucho tiempo antes.
Cuando los hijos de Israel eran esclavos en Egipto, el Señor les envió un libertador. Le pidió que fuera ante el faraón, rey de Egipto, y dijera:
"Entonces dirás al faraón: 'Jehová ha dicho así: Israel es mi hijo, mi primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva; pero si te niegas a dejarlo ir, yo mataré a tu hijo, a tu primogénito'". Éxodo 4:22, 23.
Moisés le llevó este mensaje al rey. Pero la respuesta del Faraón fue: "¿Quién es Jehová para que yo oiga su voz y deje ir a Israel? Yo no conozco a Jehová, ni tampoco dejaré ir a Israel". Éxodo 5:2.
Entonces el Señor envió plagas terribles sobre los egipcios. La última de ellas consistía en la muerte del primogénito de cada familia, desde la del rey hasta la del más humilde habitante del país.
El Señor le dijo a Moisés que cada familia israelita debía matar un cordero y poner un poco de la sangre sobre los postes y el dintel de las puertas de sus moradas.
Esta era una señal para que el ángel de la muerte pasara por alto las casas de los israelitas, y destruyera solamente a los orgullosos y crueles egipcios.
Esta sangre de la "Pascua" representaba para los judíos la sangre de Cristo. A su debido tiempo, Dios mandaría a su querido Hijo para ser sacrificado como cordero, con el fin de que todos los que creyeran en él pudieran ser salvos de la muerte eterna. Cristo se denomina nuestra Pascua. 1 Corintios 5:7. Por su sangre, por medio de la fe, somos redimidos. Efesios 1:7.
Así, cada vez que una familia de Israel llevaba a su primogénito al templo, debía recordar que esos hijos habían sido protegidos de la plaga y que todos podían salvarse del pecado y la muerte eterna. El hijo presentado en el templo era tomado en los brazos del sacerdote y levantado delante del altar.
De esta forma era solemnemente dedicado a Dios. Después de devolvérselo a la madre, inscribía su nombre en el rollo, o libro, que contenía los nombres de los primogénitos de Israel. Así todos los que son salvos por la sangre de Cristo tendrán sus nombres escritos en el libro de la vida.
José y María llevaron a Jesús ante el sacerdote como lo exigía la ley. Como todos los días padres y madres iban con sus hijos, en José y María el sacerdote no vio nada distinto de muchos otros. Eran sencillamente gente de trabajo.
En el niño Jesús vio tan sólo a una criatura indefensa. Aquel sacerdote no se imaginaba que tenía en sus brazos al Salvador del mundo, al Sumo Sacerdote del templo celestial. Pero podría haberlo sabido, porque si hubiera sido obediente a la Palabra de Dios, el Señor se lo hubiese revelado.
Ana y Simeón
En ese mismo momento se encontraban en el templo dos de los verdaderos siervos de Dios: Simeón y Ana. Ambos habían envejecido en el servicio que realizaban para el Señor, quien les había revelado cosas que no podían ser manifestadas a los orgullosos y egoístas sacerdotes.
A Simeón le había prometido que no moriría hasta que hubiera visto al Salvador. Tan pronto como vio a Jesús en el templo, supo que era el prometido.
Sobre el rostro de Cristo había una suave luz celestial, y Simeón, tomando al niño en sus brazos, alabó a Dios y dijo:
"Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra, porque han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para revelación a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel". Lucas 2:29-32.
Ana, una profetisa, "presentándose en la misma hora, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén". Lucas 2:38.
Así es como Dios elige a personas humildes para ser sus testigos y con frecuencia pasa por alto a aquellos a quienes el mundo llama grandes. Muchos son como los sacerdotes y gobernantes judíos: están ávidos de servirse y honrarse a sí mismos, pero piensan poco en servir y honrar al Creador. Por lo tanto, Dios no puede elegirlos para hablar a otros de su amor y misericordia.
María, la madre de Jesús, meditó mucho en la importante profecía de Simeón. Al mirar al niño que tenía en sus brazos, recordó lo que los pastores de Belén habían dicho y se llenó de gozo agradecido y de luminosa esperanza.
Las palabras de Simeón trajeron a su memoria la profecía de Isaías. Sabía que las siguientes expresiones maravillosas se referían a Jesús:
"El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; a los que moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos.
"Porque un niño nos ha nacido, hijo nos ha sido dado, y el principado sobre su hombro. Se llamará su nombre 'Admirable consejero', 'Dios fuerte', 'Padre eterno', 'Príncipe de paz'". Isaías 9:2, 6.