Al deponer su preciosa vida, Cristo no tuvo el consuelo de sentirse fortalecido por un gozo triunfal. Su corazón estaba quebrantado por la angustia y oprimido por la tristeza. Pero no fue el dolor o el temor de la muerte lo que causó su sufrimiento. Fue el peso torturante del pecado del mundo y el sentimiento de hallarse separado del amor de su Padre. Eso quebrantó su corazón y aceleró la muerte.
Cristo sintió la angustia que los pecadores sentirán cuando despierten para darse cuenta de la carga de su culpa, para comprender que se han separado para siempre del gozo y de la paz del cielo.
Los ángeles contemplaron con asombro la agonía de la. desesperación soportada por el Hijo de Dios. Su angustia mental fue tan intensa, que apenas sintió el dolor de la cruz.
La muerte de Jesús
La naturaleza misma se conmovió por la escena. El sol, que había brillado claramente hasta el mediodía, de repente pareció borrarse del cielo. Todo lo que rodeaba la cruz fue envuelto en tinieblas tan profundas como la más negra medianoche. Esta oscuridad sobrenatural duró tres horas completas.
Un terror hasta entonces desconocido se apoderó de la multitud. Los que maldecían y denigraban dejaron de hacerlo. Hombres, mujeres y niños cayeron sobre la tierra presa del terror.
Fuertes relámpagos fulguraban de tanto en tanto, rasgando la nube e iluminando la cruz y al Redentor crucificado. Todos creyeron que había llegado el tiempo de su retribución.
A la hora nona las tinieblas se fueron disipando sobre la gente, pero todavía envolvían con su manto al Salvador. Los relámpagos parecían dirigidos hacia él mientras pendía de la cruz. Fue entonces cuando pronunció el desesperado clamor:
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"
Mientras tanto las tinieblas se habían asentado sobre Jerusalén y las llanuras de Judea. Cuando todas las miradas se volvieron hacia la ciudad condenada, vieron los fieros relámpagos de la ira de Dios dirigidos hacia ella.
Repentinamente las tinieblas se disiparon de la cruz, y Jesús exclamó en tono claro y con voz como de trompeta, que parecía resonar por toda la creación:
"¡Consumado es!" Juan 19:30. "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Lucas 23:46.
Una luz envolvió a la cruz, y el rostro del Salvador brilló con una gloria semejante a la del sol. Inclinó entonces la cabeza sobre su pecho y murió.
La multitud que rodeaba la cruz quedó paralizada y, conteniendo la respiración, contempló al Salvador. De nuevo las tinieblas descendieron sobre la tierra. En los aires se oyó el retumbar de un trueno intenso, acompañado de un violento terremoto.
La gente fue sacudida y a montones arrojada en tierra. Siguió una terrible escena de confusión y terror. En las montañas cercanas, las rocas fueron partidas y se desmoronaron con estrépito hacia los valles. Las tumbas se rompieron y se abrieron, y muchos de los muertos fueron arrojados desde adentro. La creación parecía desintegrarse en átomos. Los sacerdotes, los príncipes, los soldados y el pueblo, mudos de terror, yacían postrados en el suelo.
En el momento de la muerte de Cristo, algunos de los sacerdotes se hallaban oficiando en el templo de Jerusalén. Sintieron el remezón del terremoto, y en el mismo instante el velo del templo que separaba el lugar santo del santísimo fue rasgado en dos, desde arriba hacia abajo, por la misma mano misteriosa que había escrito las palabras de condenación sobre los muros del palacio de Belsasar. El lugar santísimo del santuario terrenal dejó de ser sagrado. Nunca más se revelaría la presencia de Dios sobre el propiciatorio. Nunca más se manifestaría la aceptación o el desagrado de Dios por medio de una luz o una sombra en las piedras preciosas del pectoral del sumo pontífice.
El cordero de Dios
Desde aquel momento, la sangre de las ofrendas en el templo ya no tenía valor. El Cordero de Dios, al morir, se había convertido en el verdadero sacrificio por los pecados del mundo.
Cuando Cristo murió en la cruz del Calvario, abrió un camino nuevo y vivo, tanto para los judíos como para los gentiles.
Los ángeles se regocijaron cuando el Salvador exclamó: "¡Consumado es!" Comprendieron que el grandioso plan de redención era una realidad. Mediante una vida de obediencia, los hijos de Adán podían ser exaltados, finalmente, a la presencia de Dios.
Satanás estaba derrotado, y sabía que había perdido su dominio.